
La brutal violencia de su desaparición añadió amargura a la infinita amargura de los que sabíamos todo lo que quedaba negado para Venezuela por aquella boca muda y aquellos ojos cerrados.1
—Arturo Uslar Pietri, sobre la muerte de Alberto Adriani.
Pródromo
De los serenos, robustos y majos paisajes de los Andes venezolanos, dentro de unos contornos pintorescos que llevan por nombre Zea —que nos recuerda al insigne neogranadino que tanto elogio disfrutó del Libertador Simón Bolívar— brotó con sosiego un novicio prometedor, venezolano por nacimiento con reminiscencias auténticamente europeas adquiridas por la procedencia itálica de sus padres, invitado, aún sin saberlo, a participar para el estímulo de la juventud, construyendo vías de inteligencia ejemplar para la patria venezolana, selecto hogar de todas sus invenciones y proyectos.
Fue una vida fascinantemente rauda (1898-1936), pero repleta de inalcanzable esfuerzo y dedicación: horas abultadas que morían en madrugadas desoladoras, permanentemente adherido a su escritorio, testigo de sus añoranzas y deseos para con el crecimiento preponderante del país al cual servía con denuedo inigualable. La fugacidad de su existencia terrenal contrasta violentamente con la perdurabilidad y vigencia de sus ideas y obras, que aún son escuchadas en los pasillos de la historia nacional.
Alberto Adriani Mazzei, a pesar de ser hijo de italianos, sintió al país como quien siente las heridas de su propio cuerpo, encarnando los caducos y variados estados de la nación, entendiendo de manera diáfana y cabal sus necesidades inmediatas, las urgencias que pedía silenciosamente el alma venezolana, y dedicó toda su enérgica juventud a la composición de un carácter analítico y certero para evaluar las realidades sociales, económicas, políticas y morales de la rústica Venezuela de comienzos del siglo XX con el objetivo de aplicar los remedios necesarios para los males que le impedían avanzar hacia la evolución de un Estado moderno y ejemplar.
Las ideas reformadoras de Adriani están plenamente orientadas a la tecnificación de las áreas productivas, el problema de la afirmación homogénea de la raza, la formulación de una instrucción climatizada según las exigencias de la época, la ansiada emancipación económica nacional y el esclarecimiento del destino histórico nacional. Con toda la ardua complejidad que esa empresa demanda no se detuvo jamás en su insaciable labor creadora, rechazando el odioso, superfluo y estéril oficio de involucrarse en controversias filosóficas o políticas abstractas —o discusiones bizantinas sobre problemáticas ideológicas— que no sustentan ni activan los motores fundamentales que precisa la gran Venezuela reposada en sus propósitos e ideales auténticos.
La Patria nos agradecería que encontráramos —y nuestro deber es buscarlas— las vías seguras de su prosperidad y de su gloria.2
Una nueva Venezuela, necesariamente, requiere de obras de orientación nacional, y en el desarrollo relativamente pacífico de la nación —producto de la dictadura del Benemérito Juan Vicente Gómez— el florecimiento de las novicias propuestas, aunque requeridas, no abundaban entre la juventud intelectual. Sí, en cambio, revoleteaban en unos cuántos de magnífica capacidad profética, respecto a las soluciones para los dilemas nacionales. En ese sentido de necesidad creativa, surgen los bocetos primeros de las grandes ideas del joven merideño, cuyas andanzas por el Viejo Mundo abastecen su inmaculada inteligencia, soberbia y clara, llenándole de nuevas visiones que le advierten el mundo del porvenir.
La labor venezolanista
Nuestra voluntad indeclinable, nuestro amor por la patria, encontrará a no dudar con el aporte de todos los venezolanos que sienten y piensan: todos en el radio de su actividad, pero animados por una misma consagración, deben trabajar por la patria.3
En su dirección transformadora se requería la modificación de la totalidad de vida venezolana: el cambio de paradigmas sociales y políticos, la instauración de esquemas de acción positivos con previa preparación docta de la ciudadanía, una metamorfosis de la venezolanidad rústica hacia un venezolanismo constructivo, innovador y dirigente de voluntades creativas, alimentadas por el genuino deseo de erigir el bastión ejemplar de la región americana. Esas vías de comunicación industrializadas debían ser asfaltadas con la creación de una emergente mentalidad de naturaleza venezolanista, alejada de las intervenciones ideológicas extranjeras, ajenas a las características autóctonas del suelo patrio y enfocadas en la arquitectura meditativa, eficaz y contundente de un nacionalismo venezolano moderno, con el uso de ideas estratégicas como la colonización valiosa de mano de obra calificada extranjera, una inserción de mentalidad para vigorizar el espíritu nacional y señalar rutas de crecimiento hondo y robusto.
«¿Por qué descuidamos las realidades venezolanas?» ¿Por qué nos aferramos a ese tonto afán de abrazar esquemas europeizantes, a conjuras importadas, a soluciones que no emergen de la urgencia de nuestra propia tierra venezolana? La historia de Venezuela, según Adriani, parece estar marcada por una condena: «ser el eco de los demás, vivir la vida de los otros, fugarnos de nuestro país». Esta habitual tendencia a la imitación, a la fuga y al ensimismamiento ideológico ha obstaculizado el desarrollo de una verdadera labor constructiva y civilizadora que responda a la vocación nacional que nos sitúe en el escalón primero del concierto americano.4
¡Venezuela nació diciendo: por aquí! No fue un territorio-títere conducido oportunamente por otros, como pretenden hacer parecer extranjeros o sentidos apátridas a los ojos de los entusiastas de la historia patria, no fue una tierra mansa, sino el álgido epicentro de las hazañas que dieron existencia política a cinco repúblicas por la obra del acero y verbo impolutos del Alfarero de Repúblicas.
No podemos resignarnos a esa ruin condena. «Debemos hacerlo. En todo caso, intentarlo». Pero para ello, es imprescindible despojarnos de los falsos profetas, de los «verbosos e impulsivos ideólogos, que quieren desviarnos del camino real». Estos personajes, con su incontinencia verbal y su insistencia en imponer embrujos ideológicos a la realidad venezolana, han hecho de la política un ejercicio estéril y vacuo. Se trata, en última instancia, de un «onanismo intelectual, fecundo en todos los males del onanismo, absolutamente estéril para el bien». Su retórica deambulante, lejos de construir, desvía la atención de los problemas reales y envenena la voluntad nacional con teorías abstractas, residentes de gavetas viejas, desligadas del esfuerzo concreto.
No es la proliferación de partidos ni la elaboración de programas lo que nos salvará. Así lo grita el merideño: «No son ¡ay! programas lo que hace falta en nuestro país». Lo que Venezuela necesita con rapidez es un pueblo unificado en una sola raíz conjunta, con una «feroz voluntad de lanzarse a la acción para resolver de una vez por todas la media docena de problemas de todos conocidos» que condicionan el bienestar nacional. No podemos perder este tiempo precioso en luchas estériles, en debates ideológicos sin propósito, en la vana búsqueda de «la etiqueta con que vamos a marchar a la ruina».
Más allá del pesimismo crónico y la fatalidad de las tragedias actuales, hay una certeza que se impone: «La tierra que dio a Bolívar, Bello, Miranda, Sucre y tantos hombres superiores, está llamada a grandes destinos».5 Venezuela no puede permitirse el lujo de equivocarse nuevamente. La historia nos exige acción inalcanzable, disciplina irrompible y una visión concreta de nuestro porvenir. El pueblo venezolano tiene un sentido más profundo de la realidad que aquellos falsos profetas que solo han sabido malgastar el tiempo y la esperanza de la nación. Ahora es el momento de mirar hacia adelante y demostrar que estamos a la altura de realizar nuestro destino histórico y no sólo estar condenados a mendigar glorias pretéritas.
El oficio americano
América es la gran esperanza, el milagro del porvenir.6
Resultan fascinantes algunas observaciones en el ámbito filosófico, pues las sensibilidades del joven merideño, aunque inicialmente inclinadas hacia el positivismo tardío de la época, comienzan a experimentar una transformación sutil pero esencial. En sus propias palabras, al meditar sobre el desarrollo filosófico occidental, afirma: «Era necesaria una filosofía más amplia, de más halagadoras perspectivas, más penetrable al alma de las multitudes». Aquella filosofía, desbordante como una aparición insólita, parecía anticipar los tiempos venideros. El economista prosigue sus reflexiones, hasta escribir: «El pensamiento sondea el mundo espiritual y aspira a encontrar en él el secreto de las almas y las cosas». Se abrían, pues, ante la mente profunda del hijo pródigo de Zea, los caminos nuevos de un mundo aún por descubrir.7
Sin embargo, la óptica de Adriani, diáfana, ambiciosa y penetrante no descansa, como se podría pensar, en una pretensión puramente chovinista ni mucho menos, su ávida inteligencia muestra rasgos propios de los grandes hombres, y se preocupa, naturalmente, por el macrocosmos de la raza americana. Sus indagaciones filosóficas y sociales hallan sentido elevador en sus reflexiones americanas, casi invocando el espíritu de integración bolivariana, porque «Bolívar creía en la misión estupenda de la Gran Colombia y de la América», y que «hoy el sueño bolivariano se va haciendo, es necesario que se vaya haciendo convicción, idea dinámica»8.
Adriani plantea la restauración de la Gran Colombia como un primer paso fundamental hacia una unión americana más amplia, la cual considera una necesidad histórica inscrita «con caracteres fatales en nuestro destino». Su argumento se fundamenta en la idea de que la división de los pueblos hispanoamericanos los condena a una evidente posición de debilidad frente a la otra gran raza que habita el continente. Si América permanece fragmentada, estará condenada a la mísera subordinación, y, eventualmente, a la vil confrontación. La historia muestra que fuerzas desproporcionadas no pueden colaborar en igualdad de condiciones, y es este principio el que impulsa procesos de integración como el de los Estados Unidos de Europa. En contraste, Adriani lamenta que los países latinoamericanos sigan siendo los «Estados Desunidos de América».9
Para él, la confederación latinoamericana puede parecer un proyecto lejano, pero la reunificación de la Gran Colombia es una posibilidad concreta y apremiante, en contraste con el casi perpetuo estado de sometimiento al cual nuestra América está acostumbrada. Su importancia reside no solo en la herencia histórica de Bolívar, sino en la ascendente relevancia del Caribe, al que describe como el nuevo Mediterráneo, la frontera dinámica entre las dos Américas. En este plano, las tres naciones que integraron la Gran Colombia deben iniciar una colaboración progresiva y metódica que, con el tiempo, las reconstituya en ese «potente Estado que soñó el Libertador».
Adriani concluye su llamado con una evocación profunda del último ruego de Bolívar, quien en su lecho de muerte pidió la unidad de sus hijos. «Cien años de espera es mucho tiempo», advierte, y exhorta a saldar la deuda con el Libertador: aplacar aquella «grave inquietud» que ensombreció su espíritu en Santa Marta y que, según Adriani, sigue viva más de un siglo después.
La tiesa humanidad no ha encontrado en su pasado fórmulas absolutas de civilización adaptable a sus tiempos presentes. Cada intento de síntesis cultural ha sido, en el fondo, una expresión imperfecta, limitada por su tiempo y su geografía singulares. No obstante, la historia no se agota velozmente en sus errores ni en sus intentos fallidos. Hay en el porvenir una posibilidad inexplorada, una promesa aún por cumplirse, y esta, según el pensamiento adrianista que aquí se expresa, tiene su raíz en América.
El hombre americano no es solo un habitante de un continente, sino el resultado de un dilatado proceso de mestizaje espiritual y material sin precedentes. Su esencia es la confluencia de civilizaciones, la fusión de lenguas, visiones de mundo y formas de vida que, en su aparente caos y barbarie, gestan una nueva estructura social, cultural, y, por lo tanto, un nuevo sentido de lo humano. «Solo el hombre americano, amasado con la sangre de todas las estirpes, fecundado con la obra de todas las razas y de todas las civilizaciones, puede elaborar la síntesis de esa pan-civilización futura». Esta afirmación no es una simple aspiración; es un diagnóstico del destino latente en el continente, una lectura de las fuerzas que han forjado su historia.10
Las condiciones mismas de América le confieren un carácter único, una personalidad frente al mundo que abre las rutas de nuevas posibilidades en el teatro político universal. Su naturaleza, «exuberante y pródiga», ha sido escenario de epopeyas que rozan lo mítico (nuestros héroes son muestras de ello): la conquista, una gesta de energía titánica que inscribió al continente en la vida e historia universal; la independencia, una hazaña «grandiosa, como las mitologías de las antiguas civilizaciones», que inauguró la senda de la libertad americana. Pero América no solo es su historia, sino su destino aún realizable, un propósito alcanzable de superación en todos sus frentes. En sus contradicciones, en sus luchas y en sus avances convulsos, se esconde una certeza: «la humanidad verá el asombro de un nuevo mundo espiritual».
La América, según Adriani, enfatizando en su tiempo, se encuentra en un punto de inflexión dentro del dinamismo global, donde la energía transformadora de la época se hará sentir con especial intensidad en los trópicos. Según Adriani, «nuestros países están llegando a una encrucijada de su vida histórica», lo que sugiere que el destino de la región no está definido, sino que depende de su capacidad para asimilar y proyectar las fuerzas que la impulsan. Esta coyuntura no es aislada, sino que responde a un fenómeno global en el que «factores de orden mundial y continental se conjugan para empujar hacia adelante a nuestra América». De manera paralela, el mundo occidental, con su «ardor de reconstrucción y su energía nerviosa y agresiva», sigue la tradición de los períodos de reactivación tras grandes crisis, extendiendo su influencia no solo sobre Occidente, sino también sobre un Oriente que despierta de su letargo y busca su propio protagonismo. En este contexto, Estados Unidos emerge como «el hogar de las fuerzas más dinámicas e invasoras», donde se desarrollan las nuevas expresiones de la civilización faustiana de Spengler. Así, Adriani insinúa que la América Tropical debe decidir entre sumarse con inteligencia a esta ola de transformación o quedar relegada en la inercia de los tiempos, y los estados actuales parecen indicar que se optó por lo segundo.11
La civilización americana, entonces, no es un soplo del pasado ni una mera copia de modelos de lo impracticable foráneo. Es la promesa de una síntesis mayor, de una fórmula que, en su universalidad, realce a todas las estirpes y las conduzca a un horizonte nuevo. En su aparente desorden, en sus turbulencias y en sus afirmaciones viriles, se erige una civilización que no solo responderá a su tiempo, sino que servirá como faro para el futuro del mundo entero. Así reza parte del pensamiento americanista de Alberto Adriani.
Los motores de la salvación venezolana
Adriani advierte que la autonomía económica es el pilar fundamental de la independencia política de Venezuela, y que su preservación exige una dirección consciente y estratégica de los recursos que ingresan al país. «Si Venezuela quiere mantener su autonomía económica, que es la condición de su independencia política», debe asumir el control sobre «las actividades de los hombres y de los capitales que seguirán acudiendo a sus playas», garantizando que estos se alineen con sus necesidades y aspiraciones nacionales. En este sentido, la labor de investigación y estudio representa un primer paso esencial para consolidar este propósito, pues solo a través del conocimiento profundo de la realidad económica y social podrá trazarse un plan que responda a los intereses del país. Así, Adriani reafirma su convicción en el porvenir venezolano al señalar que «la realización de esta primera etapa hará más seguro el glorioso destino de Venezuela, que hoy afirma principalmente nuestra fe invencible».12
De esta manera, el zedeño plantea una visión donde la independencia económica no es un concepto en abstracto, sino una tarea que demanda planificación, dirección y voluntad inquebrantable, en una unidad venezolana sólida y firme.
Precisaba rescatar a una Venezuela ennegrecida y confusa, inmovilizada por las vejaciones de la época, cuyos avances dieron estabilidad y continuidad como entidad política, pero con claras incertidumbres relativas a su prosperidad y autonomía económicas. Ningún venezolano, desde Santos Michelena o el propio Román Cárdenas, había ideado un inventario para sofisticar el cuerpo económico de la nación de forma tan amena, profunda e integral como lo hizo el destacado merideño. La visión futurista de Adriani es la de una Venezuela integral, vinculada con todos los sectores involucrados que gestionan sus avances, producciones y progresos generales, es una nación desarrollista con miras a establecerse como uno de los referentes de la región, no siendo un objeto de intenciones imperialistas u otro manejo perverso que imposibilite su absoluta autonomía como Estado.
Adriani, en reiteradas ocasiones, enfatiza el papel fundamental de la agricultura y la cría en la prosperidad de Venezuela, advirtiendo que estas actividades seguirán siendo «las bases primordiales de la prosperidad y la grandeza del país», por encima de ciertas ocupaciones «postizas y antieconómicas» que, a pesar de su escaso beneficio real, han captado una atención desproporcionada. En este sentido, el autor llama a abandonar la indiferencia y asumir con seriedad el reto del desarrollo agrícola, pues es «urgente que comencemos a preocuparnos seriamente del porvenir de nuestra agricultura» y que esta preocupación se traduzca en acciones concretas, y no en «palabras vanas». Además, destaca la importancia de la modernización del sector, señalando que «las industrias agrícolas, siguiendo el ejemplo de las industrias fabriles, están adoptando los métodos científicos», lo que ha generado una transformación comparable a la «revolución industrial». Así, Adriani vislumbra un futuro en el que la agricultura y la cría puedan dar «un paso memorable en la vía de su mejoramiento», consolidándose como los pilares sobre los que debe edificarse el progreso nacional.13
El desarrollo adrianista prioriza la industrialización como medio de mejoramiento para el bienestar de la mayoría nacional, utilizando todos los recursos a disposición en modo de suministro para la diversificación económica cumplida; en este modelo de organización estatal el rol central activo intensifica con prudencia su intervención regulada en la economía, pues Adriani no desdeña el trabajo del Estado, dada su admiración por la autoridad romana, estima abiertamente a los Estados fuertes, y no se abre a la posibilidad de su nulidad como ente regulador, menos aún valoriza desmedidamente su participación, sino que adecúa su visión estatal en márgenes de acción armónicas, como equilibrio primordial que garantiza la prosperidad del futuro, evidenciando su planificación a largo plazo contraria al método cortoplacista de sus colegas. En este sentido, la visión adrianista puede trazarse en una línea justa de construcción nacional integral, en el cambio de una economía estancada a una de potencial diversificación y flexibilidad, en el uso de la riqueza como un medio de transformación nacional y no como un fin en sí misma, pues la riqueza se constituye como un recurso de renovación e innovación constantes, en tanto instrumentos de perfección, para la aplicación de nuevas tendencias necesarias en el camino de la modernización venezolana.
Educación y cultura
La educación es el factor capital de las transformaciones históricas.14
Adriani y la educación es un dilema inseparable; a saber, el problema fundamental de los pueblos y la razón de sus grandes transformaciones históricas es el conflicto entre educación y sociedad, por la relación frágil que se teje entre ambos campos, en donde una vía de entorpecimiento afecta a una y a otra, obstaculizando el proceso de perfeccionamiento social y educativo, y, por lo tanto, invalidando el plan de hacer un país decente, práctico y vigoroso. En la construcción de un país competente, como lo es el deseo de toda la potencialidad de la Venezuela posible, será necesario erigir edificios de voluntades decididas a la tarea de incentivar el desarrollo de las escuelas, la recuperación de la importancia de la universidad como un centro de ideas y no una fábrica de meros sujetos con certificados que no pueden ni quieren hacer algo por el desarrollo orgánico de la nación. Si queremos resaltar el color dorado de estas tierras históricas tendremos que hacer relieve con mentes audaces, ejemplos de ciudadanía y políticas admirables, iniciando en la comarca en donde se gestan los grandes proyectos: en las escuelas y universidades, recintos sagrados de la educación, plataforma de creación de ciudadanos aplicados.
Adriani evoca así residuos de ideas robinsonianas al respecto: educación para la vida venezolana, una enseñanza técnica y no meramente de repeticiones conceptuales o monólogos tediosos de maestros que no preparan a la juventud para el trabajo colosal de fabricar las columnas elementales de la patria, siendo un continuador de las propuestas inéditas de Rodríguez durante el siglo XIX y tomadas nuevamente por Arturo Uslar Pietri en todo el transcurso del siglo XX.
Adriani sitúa la cuestión educativa en el centro de la construcción nacional, considerándola «el problema del alma nacional, de la modelación definitiva del alma americana», cuya solución no puede postergarse más. Cita Adriani a Como, quien sitúa el factor educativo como eje de orientación fundamental para la sociedad. Sin embargo, su resolución exige un análisis profundo de las necesidades nacionales, una jerarquización adecuada de los problemas y una integración audaz de elementos que, aunque relegados en civilizaciones previas, poseen un inmenso potencial transformador. En este sentido, Adriani destaca la importancia de encuadrar dentro del sistema educativo disciplinas como «la filosofía, la literatura, el arte, y sobre todo la religión», dándoles un papel activo en la formación del individuo. Además, advierte que los distintos aspectos del problema educativo —moral, industrial e intelectual— no tienen la misma relevancia en la coyuntura actual, por lo que es imprescindible establecer un orden adecuado en su desarrollo. Por encima de todo, la educación moral debe ocupar el primer lugar, pues es ella la que «forma los hombres, los hogares, la patria», inculcando valores como «la dignidad, la sangre fría, el juicio sensato, la resolución segura» y, con ello, cimentando las bases de «el hogar feliz, la patria grande y fuerte».15
Adriani establece una jerarquía en la formación educativa, colocando en primer lugar la educación moral, encargada de forjar el carácter y dotar al hombre de la fortaleza necesaria para enfrentar la vida. Sin embargo, una vez logrado este objetivo, el siguiente paso es consolidar la educación industrial y técnica, pues «en este siglo industrial que busca la riqueza y la fuerza, que ama las cantidades, deberemos orientarnos y prepararnos según él». Si América desea consolidar una industria competitiva y fomentar una producción intensiva de la tierra, debe priorizar la «instrucción utilitaria», asegurando que sus Escuelas de Artes y Oficios formen técnicos y directores industriales que puedan servir de base para la modernización económica. Como modelo, Adriani menciona las realschule alemanas, en las que se forma «el utilísimo hombre medio, el average man, como le llaman los americanos del Norte».16
Solo después de haber garantizado estos dos aspectos fundamentales, el país puede volcar su atención en la alta cultura y la educación artística, evitando convertirlas en meras especulaciones retóricas sin aplicación práctica. Critica con dureza el modelo clásico de educación predominante en los países latinos, el cual, según Gustavo Le Bon, está marcado por «los vicios del memorismo, la falta de observación, el dogmatismo y el menosprecio de la educación del juicio y de la voluntad». Para Adriani, esta formación estéril ha dado lugar a «universitarios de relumbrón, incapaces para la acción, que se sobrecogen ante las situaciones que plantea la vida», y a quienes responsabiliza por los fracasos y vacilaciones de las repúblicas americanas. En contraposición, aboga por una «educación realista (…) que han imitado los grandes pueblos modernos», capaz de dotar a la nación de hombres prácticos y resolutivos, que impulsen su desarrollo con inteligencia y disciplina.
Vislumbra un futuro de transformación acelerada en América, donde no será necesario el trabajo de muchas generaciones para alcanzar la evolución deseada. La velocidad del cambio responde a la acción de factores históricos y sociales que, aunque aún en proceso de desarrollo, ya están modelando las sociedades en la dirección de «las organizaciones democráticas», concebidas como la forma natural de gobierno en este nuevo mundo.
En su visión, América no solo adoptará sistemas constitucionales similares a los que han definido las grandes civilizaciones, sino que se convertirá en la encarnación de una «civilización universal», plenamente integrada a la historia de los pueblos. «América entonces habrá hecho algo por la redenci6n de la estirpe, por la perfecta civilización, por el realce de la especie, finalidades que se esconden en el esfuerzo egoísta del hombre y son pertinaz aspiración de los pueblos». Esta afirmación revela la fe de Adriani en el papel protagónico del continente americano dentro de los escenarios mundiales, no como una región periférica de servidumbre, sino como una dimensión donde se forjarán los principios fundamentales de la modernidad americana y la vida política futura que marcará el tempo del mundo.
Últimas consideraciones
Cuando no se alcanza a perfeccionar la patria, siempre queda la posibilidad de perfeccionarnos a nosotros mismos.17
Adriani se formó en una relación intelectual íntima, de tono reflexivo y mucha pasión, un sentimiento que se envuelve naturalmente con una visión racional, lógica, adecuada al espíritu de la época, que extendió su dominio en diversos temas, siendo los más avezados para él la planificación de programas económicos y modelos políticos. Por mucho tiempo que residió en Europa, en las calles de Ginebra, Londres, Suiza, Italia o Alemania, nunca pereció el hilo conductivo que componía su preocupación vital: la del futuro venezolano. Este ejemplo de perseverancia en la formación del intelecto al servicio del país es uno de los tantos rasgos que alzan a la figura de Alberto Adriani como uno de los venezolanos más destacados de nuestra historia y que forma parte de ese lúcido conjunto de pensadores motivados por el patriotismo, el servicio consciente del hombre con el suelo en que nace y crece, y con el que mantiene una relación imperecedera de magnitudes cósmicas.
Adriani tenía propuestas pragmáticas, era un regente de conceptos y también un artesano de las ideas, el arquitecto de la cosmovisión del Estado moderno que trabajaba en conjunto con la labor fatigosa de dar forma y relieve a sus imágenes mentales del país que dibujaba en su alma, no contento como un intelectual alejado de las circunstancias inmediatas del país, sintiéndose él mismo un guerrero en contra del atraso, la ignorancia, la corrupción pérfida y de todo cuanto mal ejercía sobre la nación venezolana que le angustió durante toda su vida. Podríamos llamarlo un verdadero hacedor de voluntades realizadoras. En su interior, ¿cuántas revueltas, angustias por las futuras generaciones y dudas acerca de cómo sería la patria en las siguientes décadas habrán tenido lugar en aquella personalidad mesurada? Tanta energía dilatada destinada a un único ideal. Un torrente violento de servicio patriótico desinteresado corría en su incansable espíritu de esperanza constructiva, resistiendo frente a los desmanes inciertos y sí, en cambio, invocando fuerzas, ingenio y talento para fortificar ese talante brillante con afán de obrar como el hacedor de una Venezuela orgánica, conectada con todos sus habitantes, unidos por el esfuerzo común de un país mejor dirigido, más capaz en su desenvolvimiento habitual contra las amenazas que le enfrentan.
Era este un hombre de viva inteligencia, de hondo manejo conceptual de los mundos tan amplios y diversos del conocimiento universal, un íntimo amigo para quienes lo pudieron tratar cercanamente, el simpático y austero hijo de Zea que amplió sus alcances humanos hacia las esferas más altas de la sabiduría, un nacionalista poético y conquistador del firmamento de sus pensamientos, formado en la constelación del amor por la amada Venezuela que tanto estimó y a la que se entregó con suprema devoción, el constructor de una visión formidable para el destino histórico de la nación de Miranda, Bolívar, Sucre, Paéz y Bello, miembro insigne de esa categoría histórica de calidad irrenunciable que componen los auténticos venezolanistas, defensores joviales de la autonomía del venezolanismo, concepto integrador que aspira a su expresión virtuosa ante el mundo americano y universal.
Murió dejándonos como testigo de su inmensa faena a su diario, almacén de fulgurantes propuestas, cuyo contenido jamás volvió a ser estimulado o recreado por aquellas manos tan dinámicas en su obrar; nunca se sintió tanto desencanto con la desaparición de un personaje de estas características, con excepción del día en que se opacó para siempre el diamantino corazón del Mariscal Sucre. Adriani fue un venezolano en todas sus dimensiones, un forjador de grandes caminos de voluntad inquebrantable, entregado a la labor venezolanista, sumido en la más gloriosa tarea que no es otra que el levantamiento de la dignidad venezolana frente al avasallador mundo que se transforma brusca y velozmente, un sincero continuador de los designios juiciosos de los más eruditos civiles del pasado, recordando a Cristóbal Mendoza, el Dr. Vargas o Santos Michelena, un impulsor del pensamiento venezolano que se adhirió en los cuadernos de otras voces admirables, como en el caso Uslar Pietri o Picón-Salas.
Adriani fue arquitecto del venezolanismo: el bienestar nacional por encima de los intereses individuales, procurar un modelo aristocrático de dirigentes capaces y eficientes, envolver a los venezolanos en un ideal común. Este andino ilustre supo darle base constructiva al nacionalismo abstracto, destapando sus oportunidades de labores tangibles, fuerzas visibles, acciones de primer orden.
Alberto Adriani es recordado como lo que fue: un vasallo de la venezolanidad, una mente dedicada a estudiar los futuros inciertos de una nación que lucha por ubicarse holgadamente en las posiciones históricas del mundo. Pensar a Venezuela fue su pasión; hacer el país de las grandes posibilidades inciertas fue su labor.
Alberto Adriani, Labor venezolanista: Estímulo de la juventud, 2.ª ed., Caracas, 1946, p. 23.
Alberto Adriani, Textos escogidos, Caracas, 1998, p. 168.
Ibíd., p. 16.
Ibíd., p. 338
Ibíd., p. 339.
Ibíd., p. 38.
Ibíd., p. 18.
Ibíd., p. 58.
Ibíd., p. 77.
Ibíd., p. 19.
Ibíd., 91.
Ibíd., p. 95.
Ibíd., pp. 192-194.
Adriani, Labor venezolanista, p. 65.
Adriani, Textos escogidos, p. 27.
Ibíd., p. 28.
Adriani, Labor venezolanista, p. 528.
Muchas gracias por compartir.