Alberto Adriani y la Venezuela de hoy
Por Arturo Uslar Pietri. Discurso pronunciado en el acto de denominación de la Calle «Alberto Adriani» en Caracas, en 1991.

Estamos reunidos aquí hoy, muy significativamente, un grupo de venezolanos para rendir homenaje a la memoria insigne y al gran ejemplo nacional que nos legó Alberto Adriani, hoy, a los cincuenta y seis años de su temprana muerte y cuando todavía sigue siendo válida su figura y está por oírse y, lo que es aún más, por realizarse su mensaje y por seguirse su ejemplo.
Adriani fue un venezolano ejemplar. Yo tuve la suerte de conocerlo, de estar junto a él en la hora esperanzada en que se lanzó a la lucha ciclópea de organizar y encaminar a Venezuela en un momento muy promisorio del país y sentí el drama de ver desaparecer aquella fuerza, aquella inteligencia, aquella voluntad de hacer, súbita y estúpidamente, en una ocasión aciaga para Venezuela.
Los venezolanos de hoy no conocen bien a Adriani, pareciera que no hay mucho interés en que se conozca a Adriani, se le ha rendido un culto palabrero, se le conmemora ocasionalmente, pero no se ha ido al fondo mismo, salvo en muy raras ocasiones, de lo que él tanto ha significado. Pocos meses después de su muerte, yo, que había estado junto a él en los cortos meses en que fue Ministro de Hacienda y que me invitó a acompañarlo, me ocupé, con la colaboración de Diego Nucete Sardi, de recoger sus trabajos dispersos en publicaciones y en revistas y sus papeles y preparar un libro que salió ese mismo año de 1936 con el título de Labor Venezolanista. Ese es un libro fundamental, esa es no solamente la historia de una pasión profunda por el país, sino una pasión inteligente, iluminada, lúcida, Adriani no era impulsivo ni lo fue nunca, no fue nunca un repetidor de ideas simplistas y mal aprendidas, tenía una profunda disciplina intelectual, se dio cuenta del atraso venezolano y se dedicó con todas las posibilidades a su alcance a prepararse, a estudiar —como él decía— para poder enfrentar con seriedad los grandes problemas que el país tenía planteado. No fue nunca un demagogo, no fue nunca un generalizador, sino un hombre de pensamiento y de un pensamiento dirigido a una acción transformadora y es eso, precisamente, lo que más necesita nuestro país y ha necesitado en estos tiempos.
Los venezolanos somos malos conocedores de nuestra historia y en gran parte hemos pagado caro esa ignorancia. No sabemos bien de dónde venimos, ni lo que somos, repetimos verdades convencionales que resisten muy poco el análisis, seguimos todavía con una grave tendencia a emborracharnos de palabras y de conceptos abstractos y muy pocas veces nos atrevemos a buscar dentro de nosotros mismos nuestro propio ser, a conocer nuestra propia circunstancia y a la luz de eso concebir lo que es posible hacer.
Adriani fue un hombre de capacidad magistral. Si no hubiera muerto tan tempranamente, a los treinta y ocho años de edad, si no hubieran sido tan cortos sus pasos de unos cuantos meses en los altos comandos de la Administración Pública, probablemente la historia de Venezuela no hubiera sido exactamente lo que fue y se hubiera logrado fijar algunos parámetros y rumbos que hubieran impedido muchos posteriores extravíos que todavía estamos pagando costosamente. Esa actitud, esa manera de entender creo yo que es el mejor legado que él nos ha dejado. Habría que volver a las páginas de ese libro disperso, habría que buscar y hurgar en el fondo de ese mensaje que sigue siendo válido, habría que imitar esa actitud paciente, seria, laboriosa y responsable para enfrentar las cuestiones que afectan el presente y el futuro de Venezuela.
Es importante retrotraernos a lo que fue la Venezuela de 1936. La pasión política, la superficialidad barata, han deformado mucho esos conceptos e influyen de una manera importante en nuestra visión de nosotros mismos hasta adulterarla peligrosamente.
La Venezuela de 1936 sencillamente era un país que emergía de un largo gobierno personalista de veintisiete años. Es muy común oír, al referirse ligeramente a lo que fueron los años del gobierno de Gómez, que aquello era una especie de infierno de los cristianos, la suma de todos los males, sin mezcla de bien alguno y eso no es cierto. No solamente no es cierto, sino que es muy distorsionador.
Juan Vicente Gómez, para bien y para mal, es una de las figuras centrales de la historia de Venezuela y la Venezuela actual no se entiende, ni se entenderá, mientras no se conozca bien lo que él representó, lo que él hizo y lo que él significó en el país.
Gómez le legó al país muchas cosas, entre ellas algunas que hoy tratamos muy a la ligera. En primer lugar cerró aquel ciclo infernal de las guerras civiles en el que Venezuela prácticamente pereció, en el que desapareció como Nación, en el que era la presa de las disputas parroquiales de los caudillos locales, en el que no había otros debates que no fueran el alzamiento y la asonada. Eso se cerró definitivamente y desde 1903 Venezuela no tuvo una sola guerra civil más. Yo creó que esto es importante y sobre esto no se puede pasar a la ligera.
Hizo otras cosas como consecuencia de acabar los caudillismos locales. Venezuela no tenía unidad nacional, era un país repartido entre caudillismos locales, entre ambiciones y pugnas de caudillos cuyo único debate, cuyo único camino al poder era la revuelta armada. No solamente se acabó la raza de los caudillos, sino que se creó un Ejército nacional.
La creación de un Ejército nacional es un acontecimiento de inmensa consecuencia y, en gran parte, lo que se haya podido hacer en estos años se debe mal que bien a esa institución que ha correspondido en lo esencial a sus fines.
Hay algo más, el país, desde el día siguiente de la Independencia, vivió agobiado por una espantosa deuda contraída de la manera más irresponsable de todos los gobiernos de la República. Gómez pagó hasta el último céntimo de la deuda extranjera e hizo el gesto, en 1930, de declarar que posiblemente en aquel momento Venezuela era el único país en el mundo sin deuda externa. Ustedes me dirán que esto no era necesario, que la deuda forma parte normal de la vida de un país, pero en un país que había vivido acogotado, amenazado incluso de la intervención extranjera por el cobro de las deudas, el pagar hasta el ultimo céntimo era, en cierto modo, rescatar plenamente la soberanía del país. Estas cosas habría que examinarlas. Creó, además, una forma de integración nacional material, porque fue el primero que hizo una red de carreteras que integraron al país y, desde el punto de vista del gobierno, creo realmente un gobierno nacional. Había un gobierno nacional, una estructura de Estado falía, eficiente, pero una estructura. Esos bienes estaban allí junto con inmensos males, como era el atraso, como era la pobreza general del país, pero se abrió la vía para que se instalara en Venezuela la industria petrolera mundial, con los inmensos resultados buenos y malos de los cuales goza la Venezuela de hoy.
Ese país lleno de necesidades y de atraso era, y esto no hay que olvidarlo, un país económica y socialmente sano, pobre, atrasado, pero sano, era un país de campesinos analfabetos pero hijos de una cultura tradicional, entregados al cultivo de los campos, con familias constituidas por un padre y una madre, con una cultura tradicional y una religión tradicional, aferrados a su terrón.
Las cuatro quintas partes eran campesinos y las ciudades eran pequeñas pero de carácter urbano, donde no se veían las aglomeraciones de miseria a las que hemos desembocado. Había una base sana porque era un país que vivía del trabajo de los venezolanos, vivía de la exportación del café y del cacao, vivía de lo que producían los venezolanos dedicados cada uno de ellos a una tarea definida, en un lugar definido. Era un país económicamente sano porque no tenía deudas, porque cubría sus presupuestos con sus ingresos teniendo, incluso, generalmente, excedentes, de modo que lo que se encontraba era un país lleno de necesidades pero estructuralmente sano, era una plataforma de despegue muy importante y así la vieron hombres como Alberto Adriani y así lo entendió un hombre al que Venezuela no le ha hecho toda la justicia que debe hacerle, que es el General Eleazar López Contreras que, por su carácter, por su visión, por su patriotismo, sirvió de instrumento a esa inmensa transformación, evitándole al país desgarramientos que hubieran sido trágicos.
Adriani se entregó a esa tarea, se entregó con una pasión desbordante, eran pocos los recursos cuando se levantó el telón sobre las inmensas necesidades de un país prácticamente sin asistencia social, con una educación limitadísima, con inmensas necesidades de salud, con una situación general de pobreza y atraso y con recursos mínimos. Yo quiero recordar que en estos momentos el Congreso de Venezuela está discutiendo un presupuesto de ochocientos mil millones de bolívares para un país de dieciocho millones de habitantes y que, en 1936, el presupuesto que tuvo el gobierno del General López Contreras para enfrentar las necesidades de un país de dos millones y medio de habitantes, escasamente la sexta parte de la de hoy, era de ciento sesenta y nueve millones de bolívares, con lo que hoy no funcionaría la más pobre de las universidades venezolanas. Esto refleja bien la inmensidad de la tarea que se le presentó y la manera como se enfrentó. Se enfrentó con muchas cosas positivas, se resistió la tentación de endeudar al país. El país —como decimos en criollo— se apretó el cinturón y se despertó un voluntariado nacional inmenso, nadie preguntaba qué le iban a pagar, nadie preguntaba si tenía una jubilación, la gente decía, aquí estoy, póngame a servir, páguenme o no me paguen, y así fue posible emprender la tarea de transformar ese país, de modernizarlo de una manera sana y que llevaba un propósito claro.
El hombre que mejor podía simbolizar esa actitud es Alberto Adriani y ese es su mensaje y su ejemplo. Advertía — lo dijo muchas veces— el riesgo de un mal venezolano, lo que él llama la vieja plaga, la vieja plaga de los palabreros, de los demagogos, de los vendedores de humo, de los superficiales que nunca se han enfrentado seriamente a estudiar una cuestión en busca de soluciones sino que se han ido a señalar las deficiencias y las fallas para convertirlas en banderas de agitación y en trampolín de ambiciones personales. Eso lo veía con horror y estaba absolutamente fuera de toda su contextura moral. Ese ejemplo es el que le ha legado a la Venezuela de hoy.
Hoy estamos en una situación totalmente distinta. En aquella época el país no tenía recursos pero le sobraban voluntades. El país no tenía medios para enfrentar de una manera eficiente su atraso y sus males pero sobraba voluntad. Era un país sembrado de esperanzas. Sobre ese mismo país, particularmente los últimos veinte o veinticinco años han llovido recursos inmensos que en semejante proporción haya recibido país alguno en el mundo. Venezuela ha recibido en los últimos veinte años más de doscientos cincuenta mil millones de dólares de origen petrolero y el resultado que presentamos hoy es que tenemos acumulada una inmensa deuda que debe estar en los treinta y tantos mil millones de dólares y que, junto con el crecimiento del gasto público, lo que más espectacularmente ha crecido ha sido la marginalidad. Las ciudades de Venezuela, particularmente ésta, dejó de ser una ciudad, se convirtió en un inmenso hacinamiento de marginalidad, sin forma, sin sentido, que hoy hace prácticamente imposible que Caracas vuelva nunca más a ser una ciudad.
No hay manera de absorber esa anticiudad proliferante, inmensa que rodea a lo que era la vieja ciudad. No hay espíritu urbano, lo que hay es el hacinamiento que se repite en las escuelas, en las cárceles y en la pobreza extrema, en la vivienda de azar que no solamente no se ha hecho nada para evitarlas, sino lo que es más grave y constituye una responsabilidad grande y es que algunos se han favorecido porque pensaban que eso podría dar votos en un horizonte muy corto.
Ese panorama, ese contraste de un país que no tenía recursos pero que tenía voluntades y esperanzas y este país sobre el que llovieron todos los recursos imaginables y que se encuentra hoy desorientado, desanimado y sin esperanzas, es brutal.
No podemos permanecer en él, no podríamos venir aquí a contemplar el busto que Ana Avalos ha hecho de Alberto Adriani para rendirle un culto palabrero, para hacerle un pequeño homenaje e irnos cada uno de nosotros a lo suyo. Los que estamos aquí, si somos dignos de estar aquí, debemos sentir el compromiso que la presencia de ese hombre que está allí en bronce nos impone a todos los venezolanos.
Venezuela está hoy en uno de los momentos más difíciles de su historia, necesita esfuerzos heroicos para enmendar los grandes errores en que ha incurrido, las grandes mentiras convencionales que han ayudado a arruinarla. Es una tarea ciclópea, es una tarea que convoca todas las voluntades posibles, todas las inteligencias posibles del país y todo el desprendimiento necesario para consagrarse sin miras inmediatas egoístas a una tarea de hacer patria. Yo entiendo este sencillo homenaje de hoy como un acto de renovación de nuestro compromiso con nuestro país, de nuestro compromiso con Alberto Adriani, de nuestro compromiso con todo lo que pudimos hacer y no quisimos, no pudimos o no supimos hacer.
Momentos difíciles requieren la fabricación de nuevas propuestas, inspiradas en las grandes ideas de nuestros más destacados pensadores.
Las palabras de Uslar sobre Adriani, representan la prosecución del valor venezolano, en las que en los medios mas azarosos de la existencia, el hombre echa a andar todos sus esfuerzos para colaborar en el desarrollo de la ciclópea obra del proyecto nacional, ardua e insigne labor; que no es indiferente a ningún ciudadano, y que requiere del apoyo de todos para el resguardo del bien común de la patria.