
Apunte del editor
La Historia de Venezuela, y de otros países de la América, debe entenderse como el ascenso vital de las fuerzas constructivas de los jóvenes por alcanzar la máxima gloria del país. Sin jóvenes, no habría, lógicamente, renovación y elevación; en un mundo estéril y ausente de rebeldía, las dimensiones humanas se verían afectadas por las reducciones inclementes del tiempo y, consecutivamente, morirían entre un montón de cenizas observadas por la mirada grisácea de los últimos ancianos. Así, la inyección de fervor, de ímpetu, esa efervescencia nacida en lo recóndito del alma juvenil, impulsa con poderosa energía hacia los horizontes de las naciones para anunciar las nuevas sendas de su evolución orgánica e integral: el camino hacia su esencial renacimiento.
Los sentimientos patrióticos, para ser traducidos a los planos de las realidades humanas, deben atravesar un proceso complejo de diagnóstico y soluciones eficientes, no quedar, patéticamente, abandonados en los cajones de escritorios o en grabados de papeles destinados a los tachos de basura; es la juventud, con sus ansias de creación de emergentes destinos, el contingente dirigido a fortificar el cosmos de lo nacional. Desestimar la juventud achacándole falta de recorrido de vida, ausencia de compromisos duraderos o inexistencia de largas experiencias, es un impropio y una arrogante estrechez de perspectivas de posibilidades infinitas. Por el contrario, el impulso de las juventudes, entre un mar de cosas, es la indiferencia de los matusalenes adictos a la decrepitud y promotores de vidas estropeadas, gastadas por los vicios del pasado, pues ese teatro de lo ridículo despierta en la juventud, como una cuestión de naturalidad espiritual, el anhelo infinito por el amor al suelo sagrado del nacimiento. Vivir para la nación constituye una inagotable fuerza dentro del alma humana.
A lo largo del tiempo en Venezuela, dominada no sólo por narrativas antipatrióticas e ideologías fósiles, sino por la maroma del despotismo más indecoroso y deforme posible, las juventudes se han visto en la infame necesidad de renunciar, sea por las vías legales o por intereses personales, al sacro gentilicio venezolano. Estas masivas renuncias advierten de un conflicto que supera los setos de las complicaciones políticas, demostrando las fracturas hondas existentes en el ánimo colectivo, un deseo malévolo por denigrar, injuriar y execrar lo nacional, lo que verdaderamente proviene de las raíces que nos conforman.
Pero, frente al desprecio por lo nacional, invocamos al sentimiento rebelde, esa ansia de combate encarnizado, tanto en los planos de lo tangible como en el universo de las ideas, de una juventud, asqueada y harta de las villanías de sus enemigos, de sus demostraciones llenas de sinvergüencería, ahora reunida en torrentes de genios y voluntades novicias, movidas por el apetito de la grandeza, rememorando a los hombres del pasado, encarnados por el inalcanzable sentido del heroísmo. En ese río de voluntades sabedoras de los riesgos de sus ideales, se va delineando el valiente camino hacia el océano de las posibilidades extraordinarias.
En este ambiente, el artículo de Raúl Ferrero Rebagliati,1 La rebeldía juvenil, se erige como un faro de esperanza y un compromiso renovado con el nacionalismo. Este texto, como lo bien demuestra, es una de esas misivas que las juventudes, especialmente las que se hallan en circunstancias adversas y graves, necesitan masticar y pasarlas a la sangre adormecida requerida de potentes estímulos para reavivar el brío y sagacidad de su taimado corazón. Un recordatorio más extenso de aquel pronunciado por el Libertador, reproducido a las puertas de un libro escrito por el tachirense Ciro Guerrero, cuyas palabras sirven perfectamente para alentar y continuar la misión erigida entre los entusiastas de la venezolanidad de este siglo: «La juventud que no es rebelde es una juventud eclipsada».2
Y así, en la lucha por la recuperación de la dignidad y el orgullo nacional, la juventud venezolana se alza no solo como portadora de esperanzas renovadas sino como artífice de un porvenir donde el amor a la patria y la valentía para defenderla no sean meras palabras, sino acciones concretas que se inscriban en la historia con la tinta de su compromiso, sacrificio y heroísmo.
La rebeldía juvenil
Es simpática, es conveniente, aún más, es necesaria, la actitud demoledora de los jóvenes. Gracias a ella, se esfuman falsos valores y caen por tierra muchos prejuicios. Pero esta fuerza de la juventud (la rebeldía, el gesto limpio de trastiendas), no puede ser librada a su ciego albedrío. En la vida, proceso integral, nada puede escapar al concepto de jerarquía. Juventud es rebeldía, ciertamente; pero no rebeldía ciega y atómica, como si sólo obedeciera a impulso biológicos primarios. La rebeldía de la juventud no puede arrogarse al privilegio de la arbitrariedad y el desatino. Debe encauzarse hacia propósitos ciertos y definidos y sentirse limitada por un control consciente. La juventud debe tener pasión, que esa es su fuerza, pero nunca odios, que esa es su vejez precoz. El resentimiento, la amargura, el despecho que se resuelve contra todo y anhela destruir una sociedad a la que el fracasado inculpa su miseria de vencido, son expresiones de la más baja moral. Y el soplo de la ruindad no debiera manchar nunca aquella edad limpia que es floración y ensueño de la vida.
La juventud, que se rebela contra el abuso social, debe también execrar la inmoralidad ambiente y reformarla con estos recios. Cada generación es el renacer de las esperanzas humanas. Por su esfuerzo propio, por el honor con que luche, debe conquistarse un puesto en la evolución de las ideas. La juventud debe ingresar a la vida con un solo anhelo: reformarla. La imprecación, el desaliento, son patrimonio de los amargados. La acción constructiva, la frente optimista, son el distintivo de los triunfadores. La juventud de huir de la frivolidad enervante, así como de la empleomanía, justamente calificada como un «enchufismo burocrático». La inquietud mental, el desdén por lo impuro, el afán de lucha, encuentran su tumba en la frivolidad, forma la más necia de fracasar. Porque si el odio y el resentimiento representan una actitud equivocada y un gesto intrínsecamente estéril, la frivolidad es aún peor, ya que es una forma impura de valorar la vida, vigilante deber de creación.
Precisa restaurar el sentido heroico de la vida. Asignar a todos los valores el rango jerárquico que la verdad impone: Primero, los valores morales; segundo, los valores intelectuales, y tercero, los valores vitales, fuerza o dinero. Un pueblo inferior jamás podrá aspirar a formas superiores de Estado. Con hombres inferiores, sólo se logrará hacer amasijos de lo mismo. El porvenir entero del Perú, entiéndase bien por fin, está en la educación. Cuando a Von Moltke, vencedor en la guerra franco-prusiana, le fue preguntando a quién se había debido al triunfo, respondió vacilar: «Al maestro, que, desde los bancos de la escuela, forjaba el corazón del futuro soldado». Y para afianzar la conquista militar, Alemania fundó desde la hora primera la Universidad de Estrasburgo, ejemplo de cómo una nación aprecia el valor de la enseñanza.
Si por base del espíritu humano se intenta colocar el escepticismo y el positivismo, el tumulto de las pasiones se encarga de demoler todo lo demás. Max Scheler afirmaba algo que los profesores y catedráticos habrían hecho bien en conocer. Hay una clara jerarquía objetiva entre el saber técnico, el saber culto y el saber de salvación o saber religioso, el cual ocupa puesto preciado y final en el proceso de la formación humana. El atormentado racionalismo moderno, bueno para destruir, pero incapaz para la orientación del espíritu, trabajó por forjar una humanidad positivista que viviera bajo un ciclo desolado y sin Dios. Las consecuencias de semejante enseñanza las estamos palpando ahora. Los maestros de ayer supieron desacreditar las ideas religiosas y patrióticas, pero sin alcanzar a sustituirlas con principios sólidos, con aquellas bases de certidumbre que toda arquitectura mental requiere.
Y hoy, ante el avance de las marejadas marxistas, se niegan a admitir parentesco que les disgusta. Ya no reconocen a sus vástagos. Sobre el terreno que ellos desnudaron y removieron con fuegos verbales, ha fructificado la semilla que otros vienen arrojando. Ante la incoherencia mental de nuestra juventud, muchos se preguntan cuál ha sido el origen del mal. No se quiere ver que se está cosechando lo que sembró. Porque, en verdad, aquí como en España, muchos maestros han preparado magníficamente el camino a la prédica marxista, aún sin pretenderlo. Sus ingenuas parrafadas liberales alentaron un desconcierto ideológico sumamente peligroso. Supieron desacreditar las ideas religiosas y patrióticas, pero no lograron sustituirlas por principios estables, como que es tarea imposible reemplazar principios insustituibles.
Encauzar el entusiasmo de la juventud y darles a las generaciones una bandera, es trazar una ruta fuerte y previsora. Sin un ideal, sin un ensueño, sin un amor elevado, la juventud entrega sus ardores al sensualismo de la vida o al afán mercantilista. Sabido es, como se ha dicho, que toda llama va dirigida hacia arriba y que la nostalgia de las cumbres es el mejor remedio contra las seducciones del abismo.
Para el educador, nada debe ser más irritante que esa semi-conciencia moral que evita las malas acciones, pero que jamás alienta a realizar las buenas. El coro innoble de los que aman por sobre todo su comodidad personal e invitan a la juventud a espectar indiferente el envilecimiento colectivo, es la peor maldición para toda sociedad. En nuestro país, se aman demasiado las medias tintas. La juventud debe mantener sus convicciones nacionalistas con gallardía y afrontar con audacia la lucha que toda ideología suscita. Ojalá se supiera inculcar en todas las almas mozas aquel tremendo estimulante de Nietzsche: «¡Di tu palabra, y rómpete!».3
Raúl Ferrero Rebagliati (1911-1977) fue un destacado abogado, escritor y académico peruano. Se especializó en Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho, disciplinas en las que dejó una profunda huella con sus aportes intelectuales. Fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua y autor de obras fundamentales que exploraron temas jurídicos y filosóficos, combinando rigor académico con una prosa elegante y clara. Además de su labor como escritor, Ferrero Rebagliati se desempeñó como diplomático y docente universitario, ejerciendo una notable influencia en el pensamiento jurídico y cultural del Perú del siglo XX.
Ángel Ciro Guerrero, La nueva rebeldía, Caracas, Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses, 1977.
“Sentido de la rebeldía juvenil”, Orientación Filosófica y Nacionalista de la Enseñanza, Lima, Imp. Escuela de Guardia Civil, 1939, pp. 26-29.
¡Viva la juventud: la creativa, la rebelde!