
Quizás la primera Navidad que recuerdo y en la que tengo la impresión de que comenzaba la vida, es esa —¡tan lejana!— en que los venezolanos supieron que había caído Cipriano Castro y subía al poder, Juan Vicente Gómez. Toda noticia circula rápida por los caminos de Venezuela en la actualidad, pero hace cuarenta y tantos años en un país atrasado diríase que se detenían morosamente en los venerables postes de madera del telégrafo provincial —venturosamente desaparecidos—, postes que en la verde latitud de Mérida florecían de orquídeas y servían de nido eventual a los pájaros errantes. ¡Cuántas noticias morían en el pico de las golondrinas! Pero aquella Navidad debió ser especialmente patética, porque además de los comentarios políticos de mis tíos, en los corredores; de las visitas que entran, salen y cuchichean, conmueven la casa los quejidos del abuelo enfermo, afectado de terrible dolencia que acabaría con su vida después de Año Nuevo. Tuve la impresión —a causa de tantas cosas serias —de que los presentes que depositaron los Reyes magos en mis zapatos, obedecían más a cortés convencionalismo que a entusiasmo auténtico. Quizás, desde entonces, perdí la fe en los Monarcas y empezaba a deshacerse y pulverizarse un encantado mito infantil. He querido conciliar, difícilmente, el impulso poético y el espíritu crítico.
A pesar de todo, los días eran hermosos con la insólita frescura y transparencia que pinta diciembre en nuestra cordillera; los picachos de la Sierra Nevada se engastaban en el más despejado cobalto; las matas de granados, guayabas y chirimoyos del solar estallaban su mejor carga olorosa; el azulillo con que las criadas frotaban la ropa diríase que también había bajado del cielo, y la luz tan clara y dulce invitaba a una incesante romería de pájaros. Reconocía las “chupitas” merideñas un poco monjiles y pesadas en su vestido gris y los flecheantes colibríes, de estupendos verdes, a veces estriados de rojo, que parecían dispararse en busca del sol. Don Emilio Maldonado, meteorólogo de la ciudad hubiera podido telegrafiar a Caracas: “Temperatura media, 17 centígrados; cielo despejado; no hay cirrus en la región”. Para gusto de un niño y primer contacto con el mundo, había también en la casa el trabajo del “amasijo” y ver salir del horno encendido los más azucarados “mojicones” y rosquetes. Un olor de condimento criollo —de salpresa, vinagre, guayabita, aceitunas y pasas de Almería— brotaba también de las enormes ollas en que se prepara el guiso de las “hallacas”.
—¿Las comeríamos ese año, y celebraríamos la Navidad estando el abuelo gravemente enfermo?, fué todo un problema para lo que irrespetuosamente se puede denominar la Teología doméstica. Pero si se prescindía de la cena navideña de los parientes, era inhumano renunciar a una tradición tan largamente establecida como la de mandar hallacas a los presos. Era costumbre bondadosa de los días venezolanos de guerra civil donde los cautivos de hoy se convertían en los carceleros de mañana. 0 quizás un vestigio de la dulce tregua de Dios, aun en el peor tiempo de congoja, como en la época feudal. Para mí era primera lección de solidaridad humana, ese vínculo y comunicación de almas que desde las palabras de Cristo en Canaán pretende acercar a todos los hombres: sean publicanos y bárbaros, heréticos y fariseos, nacidos en Jerusalem o nacidos en Samaría.
(Antes de ver castillos europeos y piedras lejanas, el cuartel de Mérida con sus portalones añosos, su larga balconería, empinada garita y astabandera, me daba una sensación de extrañeza. Como todos los chicos de la ciudad quería asomarme a la plaza en las horas de relevo de las guardias, cuando ululan los cornetas y los soldados hacen su cotidiano ejercicio. En la pobreza de entonces el Cuartel servía de cárcel y paraban allí con sus historias de pequeños o grandes crímenes rurales, los presos de todo el Estado. Algunos eran simples peones de las haciendas que un domingo bebieron demasiado “miche” para concluir la fiesta a cuchilladas. Torva y triste crónica de miseria, aguardiente y analfabetismo. Y fue como la más sorpresiva aventura acompañar a un viejo sirviente de la casa a entregar las hallacas en el presidio. Aprendí a conocer —ya tan niño— lo que son los trámites burocráticos, cuando después de recorrer las arcadas, hablar con un sargento que arrellanado en su silla de suela, masca chimó; ver nuevos soldados y patios y las rejas lóbregas de los calabozos al fondo, llegamos hasta el “cabo” que se hizo cargo del obsequio. Y como si debiera ser profesionalmente agrio abrió la tapa de la olla y dijo con cólera: —“¿Con que hallacas?— Ajá. Preso no conoce Nochebuena”. Algo de la más irredenta sevicia, no alumbraba todavía por el despertar deda conciencia moral, se me hizo presente en ese instante. Era como una tempranísima invitación para leer a Dostoievski que sólo conocería muchos años más tarde. Pero para mis farsantes conversaciones con los muchachos de la escuela, tenía una singular historia que contar. Acaso me mirarían como los toscanos a Dante después de su fantástica jornada tenebrosa. Muy pronto había descubierto que también había “otro mundo”, no sólo en el Cielo de los ángeles o en las profundidades infernales, sino a pocas cuadras de mi casa.)
¿Qué tiene que ver esto con la Nochebuena? Todo se funde en la unidad compleja de las primeras emociones. A nadie se le presenta el mundo como cuadro aislado y separable, al modo de esas narraciones y descripciones que escribían los costumbristas. Yo no hago costumbrismo sino busco la raíz de mi ser, el río de la conciencia a donde afluyen —conmoviéndonos o asustándonos— las palabras de los parientes, la diana del cuartel, la bandera flotando en su asta, o el continuo y maravilloso vuelo de los pájaros por el cielo de Mérida. Y el olor de las hallacas, del vinagre y de la sal-presa. También sonarán los valses y pasillos que tocaban en sus “sinfonías de boca” los adolescentes de entonces; las charangas de “tiple” y “requinto” que recorrían las calles de la ciudad; los clarinetes de la banda del Maestro Gil Antonio Gil; las campanas de la Catedral próxima que repicaba tan jubilosamente el inolvidable Juan el Campanero; el estallido de las “recámaras”, “triquitraques” y “buscapiés” que preparaban para las fiestas los señores Maldonado, magníficos polvoristas de la región. Debieron también llevarme a ver aquella séptima maravilla de Mérida —que he descrito otras veces— y que se llamaba el pesebre de las Señoritas Chaparro.
Una especie de Historia sagrada traducida a nuestro clima, perfumada con las flores, laureles, díctamos, incinillos y frailejones de la alta Serranía, esculpida en rural anime, se volcaba sobre nuestros ojos. Pensaba que desde que ellas fueron jóvenes hasta que las conocí viejecitas, no cumplieron empresa más santa y mejor que multiplicar las figuras y adornos de su Pesebre. No había otro comparable en toda la región andina. Desde que Eva nace de la costilla de Adán y muerde en el árbol de la Ciencia una manzana que parece más bien venezolanísima lechoza, siguiendo con el sacrificio de Isaac, y la escala de Jacob hasta llegar a las más dulces historias del Nuevo Testamento. Pero santos, profetas y patriarcas de anime, parecían con sus “chapas” parameñas, sus ruanas y sombreros, personas que uno ha visto en la plaza del Mercado. Y todos los caminos del Pesebre por donde ahora viajan hacia Belén los Reyes Magos, se parecen en su cuestas ocres, musgosos desfiladeros, casitas blancas para amarrar las cabalgaduras y descansar un poco, a todos los caminos de los Andes. “Vienen pidiendo posada” decía un cantar navideño.
Después otras Navidades pasarán con igual música de “tiples”, violines y requintos y tintineo de campanas desde la torre más blanca de la Catedral, por el mundo de mi fantasía en formación. Era yo —¿será pedante decirlo?— como alebrestado río joven, como esos ríos de la Cordillera que beben en cada cumbre, en cada vertiente, su tributo de aguas blancas, saltarinas y cabriolantes. Y van saltando y relinchando como bonitos caballos capinos hasta encajonarse en los valles. Mueven las ruedas para la molienda del trigo y el descerezo del café. Arrastran flores en la primavera andina como jóvenes Dionysos. Es agua báquica, desperdiciada y gozosa, pasión de ventisquero, como la llegada de la adolescencia. Ya maduraba el tiempo oloroso de los primeros amores. Huelen a clavel rojo las noches de Mérida, y tímidamente los ofrecen las niñas “con su significado”. Brincan las estrellas más azules que fosforecen, sollozan y se queman, en los arbolitos de fuegos artificiales que siguen fabricando los polvoristas Maldonados. ¿No ocurre, igual, con nuestro corazón un poco titilante? Francesca Bertini enseña su pelo largo, su espalda danunziana y sus tragedias meridionales en los cinematógrafos de la provincia. Con otros muchachos comentamos ya versos de Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez. Ha concluido la guerra europea; quizás se haga mejor el mundo y es hora ya de afeitarse en la “Barbería Moderna” de don Rafael Puente y de mandarse a hacer un traje en la “Sastrería Italiana” de don Francisco Emanuele.
¡Cómo se asocian de modo tan curioso a la historia de mi adolescencia! Don Rafael murió hace pocos años, cortando hasta el último momento, las barbas de tres o cuatro generaciones de merideños. Era buen caballero de una época amable, despaciosa y conversadora. No sólo su magnífica barbería de grandes espejos, consolas de mármol y variado tocador ofrecía “honradez, aseo y escrupulosidad en el despacho” (como decía en sus avisos), sino era, a la vez sala de tertulia y biblioteca pública. Siempre pensé que en su profesión de barbero activo don Rafael escondió un poeta, porque sembraba de revistas literarias y libros de versos las repisas y mesas de su establecimiento. Leía a Rubén Daría y a Enrique Gómez Carrillo. La barba bien rapada en la “Barbería Moderna” de don Rafael Puente y el “smoking” con solapa de seda que me corté en la “Sastrería Italiana” de don Francisco Emanuele son el símbolo primario y elemental de esa nochebuena de la adolescencia en que nos jactaremos de hombres, casi emancipados, en el primer baile, y una linda muchacha que hasta entonces sólo vimos de lejos se reclinará en nuestro hombro. ¡Y qué torpes, afectadas y hermosas las palabras que le decimos, que ya tienen poco que ver con las bellas palabras de los libros!
Para el adolescente fabulador todas las estrellas señalan la ruta de Belén. Estamos a la espera de un milagro y nos abandonamos a la dirección que indica el lucero. Si la vida no nos hizo reyes orientales, nos incorporamos al cortejo como los pastores que oyeron el divino canto y llevaron también la mirra —no menos preciosa— de su humildad y sus sueños. Eran “los hombres de buena voluntad; los hombres pacíficos” a quienes convocó el Ángel.
Después, Mérida y yo seguimos creciendo, y quizás nos tornamos más cosmopolitas. Sólo la Sierra cesó de empinarse, y cualquier cambio en su tamaño lo advertirían los hombres dentro de cuarenta siglos. Las aguas que bajan de sus vertientes, la siguen ciñendo con sus collares de infinita albura. Hay todavía pájaros y mariposas, menos mudables que las generaciones humanas. Con las Señoritas Chaparro la ciudad enterró la mejor y más animada tradición de sus pesebres navideños. Los jóvenes ya no se rapan las barbas y leen libros de versos en la imponderable “Barbería” de don Rafael Puente. Entre esas nochebuenas de allá lejos y las de ahora, ¡qué frontera de nieblas, de oscuros cirros, de cambio y de soledad!
¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo!