Apuntes sobre la categoría de personalismo político
Un breve acercamiento a los aportes dentro de la labor académica de Graciela Soriano de García-Pelayo al estudio del personalismo político hispanoamericano

Los estudios y perspectivas que ofrece Doña Graciela Soriano de García-Pelayo sobre el fenómeno del personalismo político en la historia política-intelectual hispanoamericana permiten descifrar y superar nociones tradicionales que, por su ambigüedad y escasa especificidad conceptual, obstaculizan una comprensión rigurosa del proceso histórico en la región.
Para adentrarnos en este problema, conviene partir de una premisa básica: a lo largo de la historia universal, una constante en la organización del poder e las sociedades ha sido la concentración del mismo en una sola persona. Ya sea por la vía violenta, por la delegación excepcional de la autoridad o por cualquier otro mecanismo de ascenso, el elemento común es el ejercicio del poder conforme a la voluntad del gobernante. Estas figuras han sido denominadas de múltiples formas: dictador, tirano, rey, emperador, caudillo, etc.; y sus manifestaciones históricas han recibido igualmente diversos nombres: despotismo, caudillismo, fascismo, totalitarismo, populismo, etc. Todos estos conceptos comparten un rasgo esencial: los intentos de centralización del poder en un único individuo.
El problema surge cuando, tanto en el lenguaje cotidiano como en el académico, estos términos se emplean de forma ambigua e indiscriminada, sin delimitar sus alcances ni precisar sus contextos de uso en un sentido riguroso. En el terreno del debate histórico, esta falta de precisión conduce a anacronismos y prolepsis. Bajo la misma lógica en que podría acusarse a un gobernante hispanoamericano del siglo XIX de ser una manifestación temprana del fascismo europeo del siglo XX, podríamos extender la acusación y aplicar casi los mismos argumentos a Ramsés II o Julio César como los primeros fascistas en la Historia.
Dentro de la peculiaridad del caso hispanoamericano, el concepto de “caudillo” ha sido utilizada de manera particularmente amplia, llegando a aplicarse a todo jefe con algún grado de autoridad y carisma, sin distinguir adecuadamente qué define a un caudillo ni qué condiciones posibilitan su existencia. Así, desde líderes políticos1 hasta jefes de grupos criminales han sido etiquetados como caudillos, reduciendo el término a una vaga noción de liderazgo carismático o mera capacidad de movilización de gentes. Al hacer un análisis superficial y apresurado no se aclara dónde termina (es decir, que no es) el caudillismo, por lo que al carecer de limites el concepto pierde su capacidad explicativa, al ser todo y a la vez nada. Se vuelve un término genérico, dispersándose el grado de especificidad que puede ofrecer para la explicación minuciosa de nuestro proceso histórico.
En la historiografía política venezolana, destaca la influencia de los intelectuales positivistas; en especial Laureano Vallenilla Lanz, quienes dotaron al fenómeno de una dimensión sociológica que lo presentaba como un rasgo casi esencial e ineludible de ciertos tipos de sociedades americanas según su constitución histórica, sociológica y geográfica. Vallenilla Lanz lo explica mediante el determinismo geográfico:
El Uruguay, como Argentina y Venezuela ha sido pueblo de caudillo por ser tierra de llanuras y de caballos. Artigas, el fundador de la nacionalidad fue, como nuestro insigne Páez un gran jefe de nómades, y al través de todas las aparentes luchas de principios y de las más avanzadas conquistas democráticas, su historia como la nuestra ha girado en tomo de personalidades prestigiosas y absorbentes llevadas al poder por uno u otro de los partidos tradicionales. Ni la homogeneidad de la raza, ni la gran inmigración europea, ni la desaparición del gaucho legendario, han logrado transformar radicalmente los instintos personalistas y patriarcales del pueblo uruguayo, a pesar de cuanto afirmen en contrario algunos de sus escritores.2
Aunque el caudillo histórico (el que andaba a caballo) correspondiera a un periodo histórico concluido3, el termino se ha extrapolado de forma genérica como sinónimo de liderazgo. De este modo, cualquier figura carismática y con presencia en la vida pública pasa a interpretarse como heredera directa de los supuestos rasgos atávicos del caudillismo. Partiendo de este marco interpretativo se clasifican a dirigentes como Rómulo Betancourt o Carlos Andrés Pérez como expresiones de un caudillismo social y político persistente. La aproximación a la figura de Rómulo Betancourt elaborada por Guillermo Morón evidencia nuestra problemática:
El político que va a heredar el proceso caudillista venezolano es Rómulo Betancourt. Su nombre y su acción están estrechamente vinculados a toda esta historia política contemporánea; seguramente desde 1936 hasta 1981 Rómulo Betancourt fue mencionado todos los días en Venezuela, ya fuese en la prensa, en la radio, en la televisión o en las conversaciones comunes de los venezolanos. El más ligero análisis histórico podrá llevar su nombre al cuarto lugar en la sucesión caudillista desde 1830, en el sentido de caudillismo político con impronta histórica de poder. Creo que José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez y Rómulo Betancourt son los cuatro caudillos venezolanos de mayor relieve.4
En contraste, para Soriano, el caudillismo no constituye ni una constante histórica ni un factor inescapable de la organización política hispanoamericana, sino una fase específica y superable, definida por condiciones históricas concretas causas de su manifestación. Su aproximación más certera y clara de caudillismo es la siguiente:
Desde una perspectiva amplia y rigurosa, el caudillismo constituiría una posibilidad de pluralismo político espontáneo y eventualmente factible, como respuesta americana a la ruptura y de las desiguales guerras de la desarticulación del Imperio español después de la Independencia. Se fundamenta en el «prestigio» de los «jefes» (como expresión de la relación del individuo con la masa) y en la «fuerza» de las armas (como condición o factor pertinente o necesario para la obtención y para la conservación del poder), y puede emerger naturalmente en situaciones de debilidad institucional (incluida la del ejército), y de atraso técnico, tanto desde la perspectiva del desarrollo técnico general, como desde la de las técnicas políticas (incluidas las militares).5
Desde esta perspectiva, el caudillismo debe entenderse como una experiencia situada en un tiempo histórico particular, lo que permite identificar sus rasgos distintivos y las dinámicas y factores estructurales que lo hacen posible dentro del ordenamiento de la realidad. No toda situación del pasado y presente hispanoamericano puede explicarse mediante el caudillismo ni debe mantener una relación causal directa con él. Sobre el caudillismo como una de las manifestaciones del personalismo político en Hispanoamérica, Soriano señala:
En todo caso, interesa destacar que las mencionadas explicaciones han tendido a ignorar la propia historicidad del fenómeno; es decir, que tanto la expresión caudillista como sus otras formas de expresión en el devenir (que sin duda las hay) son, en realidad, momentos en el despliegue histórico del personalismo político hispanoamericano que esperan suficiente clasificación y conceptualización. Expuestas en estos términos, las distintas manifestaciones del personalismo de los dos últimos siglos tendrían que inscribirse en sus respectivos niveles de desarrollo, indisolublemente ligados a los del proceso de institucionalización en todos los órdenes, incluido el de la fuerza armada.6
También, el uso indiscriminado en un sentido peyorativo de términos como “dictadura”, “fascismo”, “tiranía” o “populismo” evidencia un problema igualmente relacionado. Su carga emocional y moral, sumada a la falta de herramientas de definición conceptual favorece interpretaciones anacrónicas en el calor de la discusión. Conceptualizar adecuadamente experiencias históricas como el fascismo, el estalinismo o el nazismo7; y fenómenos contemporáneos como el populismo cuya naturaleza aún se debate, requiere un esfuerzo intelectual considerable; pero partir de sus diferencias y particularidades facilita también identificar sus semejanzas y verdaderas conexiones.
Si bien es indispensable reconocer la especificidad de cada fenómeno político, también es cierto que comparten similitudes perceptibles sobre todo vistas en el lenguaje y uso común como anteriormente mencionamos. La categoría de personalismo político permite articular estas semejanzas sin sacrificar su integridad conceptual, al entender estas experiencias como expresiones de una misma problemática sobre la concentración del poder en individuos dentro de la comunidad política:
Las expresiones del personalismo político en la historia universal han sido muchas y diversas, cada una con sus propias peculiaridades. Pero en la medida en que se usan indistintamente los términos de tiranía, despotismo o dictadura, para hacer referencia a manifestaciones similares, se tienden a confundir en el lenguaje corriente realidades que, en su origen y despliegue histórico se perfilan con propia identidad. La tiranía (presente en las ciudades griegas en momentos de crisis y alteración social) era ilegal e ilegítima. El despotismo (denominación aplicada por los griegos para referirse a las autocracias bárbaras —no griegas— que no elegían a sus gobernantes) ostentaba una legitimidad carismática para imperar sobre hombres considerados inferiores. La dictadura, surgida de la observación griega por el espíritu institucional romano para evitar las tiranías, era una magistratura temporal, legal y legítima que, contemplada en la Constitución para hacer frente a situaciones críticas, está en el origen de los modernos «estados de excepción».8
La noción de personalismo político permite, precisamente, reconocer estas afinidades y examinar las particularidades históricas de cada manifestación atendiendo a las estructuras y coyunturas que les dieron origen. En este punto, el método comparativo se convierte en una herramienta fundamental para la investigación.
Frente a las tesis positivistas que concebían el personalismo (encarnado en la figura del caudillo o del “césar democrático”) como un rasgo inmanente de las sociedades hispanoamericanas, Soriano propone que los distintos regímenes personalistas surgen más bien de las dificultades para consolidar un orden institucional orgánico, en el marco del desarrollo discrónico de las sociedades de la región.9
La institucionalidad se presenta como el opuesto del personalismo, en tanto implica la rutinización del ejercicio del poder y una estructura estable que opera más allá de la voluntad concreta del gobernante. En cambio, las situaciones de crisis y conflicto generan condiciones para la emergencia de personalismos como respuesta o consecuencia. De este modo, las experiencias históricas se convierten en un laboratorio para observar los procesos de personalización y despersonalización del poder.
Pese a que los gobernantes que ejercen el poder personal suelen obtenerlo bajo contextos de crisis o debilidad institucional, ocupando un vacío o resolviendo alguna situación excepcional de la que ellos mismos emergen, lo cierto es que, dentro de esta polaridad entre institución y personalismo, existen casos en los que el poder personal influye en la creación de instituciones, como señala Soriano en el caso de los monarcas ilustrados. Desde la aproximación determinista y fatalista, se argumenta la necesidad; e incluso inevitabilidad, de la presencia del poder personal para alcanzar un orden orgánico en contraste con el orden imaginario de las constituciones de papel.
Sin embargo, así como existen experiencias históricas en las que el poder personal ha trascendido los intereses y tiempo del gobernante, también se dan casos en los que, movido por su propia conveniencia y la necesidad de conservar el poder a corto plazo, el gobernante no logra ningún proceso de institucionalización o inclusive contribuye al debilitamiento de las instituciones ya existentes. Esto permite reflexionar que, la creación de instituciones bajo el personalismo político responde más a una contingencia impulsada por las voluntades individuales y colectivas10, así como por otros factores sociales, económicos y políticos del proceso histórico, que a un destino o etapa necesaria, en contraste con la aproximación positivista.
Conclusión
Nuestro interés en la lectura de Soriano nos lleva a la importancia de pensar históricamente fenómenos como la dictadura o el fascismo desde sus limites y contextualización mediante la categoría de personalismo político, ya que abre nuestras herramientas y posibilidades de análisis al este constituir una recurrencia del pasado, del presente e indudablemente del futuro. La idea de que el pasado ofrece claves para comprender el presente y orientar la acción futura se hace, bajo este marco, aún más evidente. Nos ofrece la posibilidad de alertar y señalar de forma crítica las nuevas formas y manifestaciones que el fenómeno toma dentro del panorama actual y en el devenir.
En un contexto global marcado por crisis de representación, fragilidad institucional y la expansión de movimientos populistas, el análisis histórico adquiere un valor crucial para interpretar los fenómenos contemporáneos con el grado de rigurosidad necesaria para descifrarlos con precisión.
En el caso hispanoamericano y venezolano, comprender el personalismo político permite superar las nociones ambiguas y dispersas donde todo es caudillismo, ampliando nuestro análisis para describir con mayor profundidad nuestra realidad. Con ello, se logra no solo una explicación más clara del pasado, sino también una herramienta para entender mejor las estructuras y rupturas del desarrollo histórico en cuanto forman parte de la situación y dinámicas del presente.
Se hacen claras las herramientas para conocer y discutir el tema desde una mirada crítica, superando tanto las visiones de carácter determinista como aquellas que se encierran en la moralización y enjuiciamiento de los hechos y actores.
Rómulo Betancourt proponía el concepto de “líder” como una evolución y superación del caudillo dentro del orden cívico institucional. En este mismo sentido, ello implica la necesidad de asignar una categoría específica a este tipo de liderazgos sociales y políticos dentro del proceso histórico venezolano del siglo XX, evitando encasillarlos en aproximaciones que no se les ajustan plenamente de forma lógica.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1991), p. 114.
Cabe resaltar que, para Vallenilla Lanz y ciertamente influido por la teoría de los tres estados de Comte, el caudillismo podía concebirse como una etapa superable tras largos períodos de estabilidad y coordinación, capaces de lograr una rutinización del orden. En este proceso, la solidaridad mecánica, impuesta por la fuerza y voluntad del caudillo gobernante, se transformaría en solidaridad orgánica a través del desarrollo lógico y la evolución paulatina de la sociedad.
Guillermo Morón, Historia de Venezuela, 4.ª ed. (Caracas: Editorial CEC, 2012), p. 283.
Graciela Soriano de García-Pelayo, El personalismo político hispanoamericano del siglo XIX: Criterios y proposiciones metodológicas para su estudio (Caracas: Monte Ávila Editores, 1993), p. 56.
Soriano de García-Pelayo, El personalismo político hispanoamericano, p. 58.
Algunos de los rasgos característicos que Soriano propone para comprender en su grado de distinción los totalitarismos del siglo XX (fascismo, nazismo, estalinismo y, ciertamente, el franquismo) son los siguientes: centralismo y estatización total, expresados en la supremacía absoluta del líder y del partido único en todos los ámbitos de la vida pública y privada; control ideológico total, manifestado en la ideologización de la vida cotidiana y la educación, la exacerbación de la propaganda, la alteración del lenguaje y de sus significados, así como la manipulación de la Historia y una concepción milenarista de la misma; establecimiento de un antagonismo amigo-enemigo (nazi/judío, revolucionario/gusano, rojo/nacional); uso sistemático de la violencia política, a través de bandas armadas al servicio del partido, operaciones de la policía secreta, purgas y políticas de exterminio; y, finalmente, nacionalismo exacerbado y recurrencia constante al argumento de la guerra.
Graciela Soriano de García-Pelayo, El personalismo político: Pasado y presente de una recurrencia (Caracas: Fundación Manuel García-Pelayo, 2010), p. 45.
La teoría del desarrollo discrónico explica la coexistencia de estructuras o elementos culturales de diferente nivel histórico que no son sincrónicos ni contemporáneos dentro de una misma realidad social. Este fenómeno se caracteriza por la presencia de contradicciones y por un ritmo desigual en la organización de las distintas dimensiones de la realidad (política, social, económica, etc.), lo que impide un desarrollo armónico y sincronizado. La discronía se origina principalmente en procesos de transculturación y en la injerencia de factores externos que alteran el ritmo regular y orgánico de la vida pública, dando lugar a sociedades marcadas por los conflictos internos, producto de un desarrollo mecánico, incoherente y desestructurado en el orden de dicha realidad inédita.
En el caso de los voluntarismos, Soriano ofrece la siguiente tipología para la comprensión de los casos de personalismo político:
Voluntarismo personalista: Manifiesta una mayor presencia del impulso volitivo individual. Su objetivo es reforzar el poder personal a corto alcance del gobernante. Históricamente, se ha orientado hacia la mera ambición de poder y el beneficio propio, frenando el proceso de institucionalización y, paradójicamente, provocando la institucionalización del propio personalismo.
Voluntarismo institucionalizador: Implica una mayor presencia de la racionalidad y utiliza el poder personal en beneficio de la creación y desarrollo de instituciones. Su propósito es efectuar un “logro institucional público” para beneficio de todos, buscando trascender la acción individual.



Gran artículo.
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