Ayacucho: El camino hacia la gloria americana
Conmemoración por el Bicentenario de la histórica Batalla de Ayacucho

Pródromo
La senda hacia la emancipación de la América española fue un arduo y prolongado proceso, que envolvió a cada capitanía general y virreinato en una serie de guerras civiles continuas y azarosas. En ellas se desataron odios profundos y se agitó la ira más feroz entre patriotas y realistas, sacudiendo cada rincón del continente americano con el vibrante clamor de la ansiada libertad. Este extenso camino, teñido de sangre y de incontables sacrificios, encontró su culminación en tierras peruanas, en una batalla decisiva que habría de sellar de una vez por todas aquel interminable conflicto. Así se rompieron, finalmente, las cadenas de la madre España, y las nacientes repúblicas se alzaron, llevadas por su propio destino, hacia una nueva vida independiente.
El arsenal realista que representaba el Virreinato del Perú era un peligro latente que amenazaba con desmoronar las victorias obtenidas a través de los magnos liderazgos de los líderes americanos, tanto el Libertador Simón Bolívar como el Protector José de San Martín convenían en el riesgo que representaba su permanencia como centro del poder español. Así, era indispensable la rendición del Perú para la consumación gloriosa de aquella empresa alocada que fue la Independencia de América, rellena de tensiones y disputas que, más adelante como naciones libres, enrumbarían en destinos desfavorables. En un acto de osadía, Bolívar emprende la notable Campaña del Sur junto a su lugarteniente, el General Antonio José de Sucre, hombre de aptitudes militares y morales sobresalientes, vestido con los resultados positivos de su conquista en Pichincha asegurando la Independencia del Ecuador, y era este poco conocido cumanés quien estaría llamado a la inmortalidad, enmarcando su nombre en las doradas placas del empíreo militar.
Fue antesala de esta batalla el refulgente combate llevado en Junín, cuya victoria patriota terminó por desarticular la moral y reputación de las fuerzas realistas, quedando el Ejército Libertador a las orillas de un triunfo inédito. Las repercusiones de la Batalla de Junín a mediados de 1824 empujaron aún más las energías ya escasas y agotadas de las filas patriotas, compuestas por diferentes nacionalidades, producto de largos años de penuria y fatiga, para entonar el último cántico de la voluntad americana.
Ayacucho representa el acto final de una extensa travesía iniciada con las velas desplegadas de aquel audaz genovés que, al cruzar mares desconocidos, abrió las puertas de un Nuevo Mundo. Desde entonces, América se convirtió en el receptáculo de una herencia vasta y compleja: un orden institucional que echó raíces, una lengua compartida en la palabra de Cervantes, una fe católica que moldeó nuestras almas, y una cultura rica y multiforme que fue la savia de estas tierras. Sin embargo, con el paso de los siglos y el natural desgaste de los imperios, surgió la necesidad de romper los grilletes que se oxidaban en nuestra piel, de liberarnos del peso de una autoridad exhausta y marchita, para finalmente dar término a tres siglos de dominio hispánico y abrir el umbral a una nueva vida republicana.
Los años pasarán, y Ayacucho quedará en la memoria histórica como un fulgor inextinguible. Las dimensiones de sus consecuencias y la hondura de su significado trascenderán generaciones, dejando en el espíritu de América la huella de una gesta que, por su gloria, se volverá inmortal y vigorosa, irradiando en cada rincón del continente la esencia imperecedera de su triunfo.
El camino hacia la victoria
A comienzos del siglo XIX, el viento de la emancipación comenzó a soplar con fuerza sobre los vastos territorios ocupados por la Corona de España en América, encendiendo el espíritu de libertad en el corazón de sus habitantes. Las diversas corrientes ideológicas que alentaban la independencia desde Europa y Norteamérica y los levantamientos que se produjeron en algunas regiones del suelo americano, se entrelazaron profundamente con el sentir colectivo, insuflando un creciente anhelo de ruptura y alimentando un ideal común: el afán libertario de forjar naciones libres, soberanas, guiadas por el coraje y la dignidad de sus pueblos, despojados de las cadenas de la Madre España1.
Fue entre los agitados meses de abril y septiembre de 1810 cuando el eco de la rebelión resonó con más brío y claridad. En los rincones más distantes del continente, desde Caracas hasta Buenos Aires, desde Santa Fe de Bogotá hasta Santiago y Quito, emergieron las juntas gubernativas, organismos que representaban el primer paso firme hacia la autodeterminación y las nuevas formas de vida política de las emergentes naciones. Estas asambleas, nacidas en la convulsión de una época marcada por la incertidumbre y el clamor popular, se convirtieron en el emblema de la lucha por una nueva era, donde los hilos roñosos del pasado serían destejidos y la emancipación abrazada como destino ineludible.
Las reacciones monárquicas frente a estos alzamientos brotarán con intrepidez, considerando las corrientes independentistas como herejías políticas ruines y un atentado al orden institucional, ya debilitado y en evidente estado de fragilidad. De todas las juntas formadas, la única que permanece parcialmente inalterada, firme y resistente, es la de Buenos Aires, que se convierte en plataforma de auxilio para los patriotas en el Alto Perú, región virreinal que, pese a los constantes intentos de sublevación, logra sofocar repetidamente las acciones insurgentes2.
Los decisivos triunfos en Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, y en Maipú, el 5 de abril de 1818, otorgaron a Chile su vida independiente3. El país fue liberado gracias a la voluntad indómita del General José de San Martín, ilustre rioplatense y héroe de Bailén4, quien se convirtió en el emblema de la libertad en el sur de América. San Martín se sobrepuso a las inmensas dificultades de cruzar los Andes con sus tropas, emprendiendo esa titánica hazaña para acudir en auxilio de los patriotas chilenos.
Tras dejar a Bernardo O'Higgins al mando en territorio chileno, San Martín emprendió la crucial expedición libertadora hacia el Perú, el bastión principal de las fuerzas realistas en el continente5. Consciente de la importancia estratégica de esta campaña, dirigió su mirada hacia la médula del poder colonial, decidido a arrancar de raíz el dominio español en América del Sur.
En el norte, las victorias de Boyacá y Carabobo iluminaban el amanecer de la libertad para Venezuela y Nueva Granada. La figura de Simón Bolívar se consolidaba en Angostura, donde vio nacer a Colombia, el gran proyecto de nación que, aunque destinado a una década de turbulento desarrollo político, encarnaba el sueño de un superestado americano unificador6. Para entonces, Bolívar ya se había erigido como la máxima figura en el norte de América, disputando con San Martín el título absoluto de Libertador del continente americano. Junto a su genio inigualable se alzaban figuras emblemáticas como Santiago Mariño y José Antonio Páez, y a su lado emergía la promesa de un joven militar de habilidades inmejorables y un notable talento para la táctica miliciana, el cumanés Antonio José de Sucre7.
En las reminiscencias del antiguo Tahuantinsuyo8, ahora centro de las más firmes y últimas energías de la Corona, no existían figuras de magnitud continental como en otras latitudes de la región, pero sí loables guerreros que sacrificaron sus vidas valientemente, inspirando e impulsando el fervor emancipador en años sucesivos. Entre estos episodios se recuerda uno fundacional en los alzamientos peruanos: la sangrienta ejecución de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru, brutalmente descuartizado por las autoridades virreinales en el Cuzco en 1780. Su muerte, horrenda e impactante, ahuyentó los vientos de independencia en algunos, pero los avivó con mayor ímpetu en otros9. A pesar de la aplastante represión militar de la Metrópoli, que sofocaba con ferocidad las intentonas de distintos grupos insurgentes, numerosos patriotas peruanos se destacaron en los ejércitos independentistas de territorios vecinos.
Así, se deteriora el mito infundado de un rechazo generalizado hacia la causa patriótica entre la población peruana. Muchos peruanos participaron valerosamente en las luchas por la independencia en países vecinos como Argentina, Chile y Ecuador, donde su valentía les otorgó ascensos y posiciones de gran relevancia. Sobresale, entre ellos, el general arequipeño Álvarez Thomas, quien llegó a ser Supremo director de las Provincias Unidas del Río de la Plata; igualmente notable es el limeño Dr. Darregueira, cuya firma figura en el acta de independencia de Argentina, y así otros insignes patriotas peruanos que se adhirieron a la causa de la independencia americana10.
Avances y fallos de San Martín
Al concluir la campaña de Chile, San Martín entrega el liderazgo a O’Higgins y encamina su espada libertadora hacia la compleja y contradictoria sociedad peruana. El Libertador del Sur había servido a su patria argentina con dignidad, enfrentando y vencido la resistencia española en Chile, logrando estos triunfos mediante esfuerzos incansables y sacrificios inimaginables que esculpieron su figura en la historia americana. Sin embargo, el Perú representaba un reto muy distinto al de los otros territorios de la región. Era un país marcado por profundas desigualdades, donde una clara división racial y social definía a una población fragmentada: con una élite firmemente asentada en Lima, y una vasta mayoría en las zonas serranas, andinas y rurales.
Aunque la causa patriótica peruana vivió episodios aislados de fervor y algunos de sus hijos se habían destacado como combatientes y hombres de letras en otras latitudes, el anhelo de independencia aún no latía con la misma intensidad en el corazón colectivo del Perú. Una de las razones principales radicaba en la lealtad casi fanática de la aristocracia limeña hacia el statu quo, fortalecida por sus privilegios, su poder adquisitivo y un vínculo irrompible con el orden colonial vigente. Otra razón de peso residía en el temor del porvenir convulso, en una sociedad de libertades y democracia, en donde los indios y los negros podrían superarlos demográfica y económicamente. Todo este desastre provocó una serie de tensiones contradictorias en los círculos intelectuales, tratándose con incertidumbre y cierta cautela la idea de la peruanidad, algunos, desde la perspectiva de la independencia, soñaban con una nación renovada, mientras que otros, mirando al pasado imperial, se aferraban a la visión de un Perú bajo un orden que preservara los antiguos privilegios y estructuras11.
San Martín llega al Perú en 1820 junto al formidable ejército de los Andes, pero no trae consigo la intención de un feroz derramamiento de sangre americana ni el propósito de imponer despóticamente su influencia política y militar sobre el pueblo peruano. Su carácter inocuo, aunque marcado por la firmeza, no era dado a la brutal inquisición de los tiranos; antes bien, encarnaba la nobleza, siendo uno de los soldados más escrupulosos de toda América. Su sueño era liberar el Perú, pero ciertas reflexiones lo sumían en profundas meditaciones sobre la mejor forma de lograrlo sin comprometer la esencia de la tierra que ansiaba emancipar.
En lugar de enfrentar al enemigo de inmediato, prefirió esperar a que los patriotas peruanos se unieran a su causa. Se le ha criticado por esperar demasiado de los peruanos y sobrestimar el apoyo popular con el que gozaba la independencia. Sin embargo, San Martín tenía sus razones. En los años de inacción, había tenido ocasión de pensar a fondo sobre Perú, su estructura social, su equilibrio de razas y las razones por las que esta sociedad jerárquica seguía siendo leal a España. Y tras sus ideales nobles, había una reserva de realismo12.
Al frente de sus tropas, San Martín se adentraba en territorio hostil con un ejército reducido de menos de 5,000 hombres, cruzando los Andes para enfrentarse a una fuerza realista imponente, con cerca de 23,000 soldados desplegados entre Cusco y el Alto Perú. Sin embargo, de esta cifra, sólo unos 9,000 eran realmente efectivos para el combate, lo que le daba a San Martín una oportunidad en medio de su audaz y arriesgada empresa. Tras el cambio de régimen en España y la instauración del gobierno liberal, el Virrey Pezuela, entonces gobernante del Perú, se ve obligado a seguir las instrucciones de la Península y busca una aproximación pacífica con San Martín. Este accede al acercamiento y envía a dos representantes a Miraflores en septiembre de 1820; sin embargo, no logran establecer satisfactoriamente ningún acuerdo. La serenidad y el talante conservador de San Martín apaciguaban las inquietudes políticas de los realistas, aunque su postura independentista, aun siendo partidario de una monarquía española autónoma, resultaba, lógicamente, incómoda para ellos.
La escisión ideológica que brotaba en España alcanzó también a la sociedad peruana, dividiendo opiniones y agravando el clima político, donde los extremismos renacían con renovado vigor. Los llamados "constitucionales" defendían una paz conservadora, mientras que los "serviles" impulsaban la continuación de la guerra como camino hacia la liberación. Ante esta situación compleja y llena de tensiones, San Martín, comprendiendo la delicadeza del momento, da inicio a los preparativos necesarios para llevar a cabo sus planes militares.
Parte Álvarez de Arenales, hombre de confianza de San Martín y hábil dirigente militar, con la misión de establecer un punto de apoyo para el general argentino, accediendo a las zonas de la sierra peruana, realizando maniobras que permitan aislar a la capital limeña desde el interior. San Martín se traslada con su ejército con dirección al norte de Lima y luego cerca del puerto del Callao, impidiendo que los realistas obtengan abastecimiento para sus tropas. Simultáneamente, se elevan tensiones entre el almirante británico Cochrane y San Martín, dado la insistencia del primero para emplear el poderío de las naves inglesas, inactivas y que generaban altos costos de mantenimiento. Señor y amo de los mares, emprende audaz empresa en la que el éxito es rotundo: captura La Esmeralda debilitando agudamente el poder naval de España13.
Durante los siguientes meses hasta las cercanías de septiembre del año 1821, San Martín pareció divagar sobre las formas de proceder con la acción libertadora, entre una serie de estrategias fallidas, decisiones contradictorias y su personalidad, sosegada, ausente del ímpetu necesario para la determinación en momentos cruciales, terminaron por proporcionarle un cuadro grisáceo, aunque este lienzo se coloreó de efímera esperanza. Diferentes monárquicos y antiguos soldados realistas, inclinados por la moderación política de San Martín, empiezan por adherirse a su figura y la causa libertadora, entre los cuales destacan Riva Agüero, Torre Tagle, Santa Cruz, Gamarra y Ramón Castilla, el futuro caudillo reorganizador14.
Campañas dirigidas por otros ingleses, como Guillermo Miller, las victorias aceleradas en el norte peruano, liberado de las huestes realistas, la derrota en Chile, las deserciones y las críticas airadas, justificadas por la ineptitud y la inacción, causaron una tensa situación política, que culminó con la destitución del Virrey Pezuela a través de un golpe militar a principios del año 1821 que deterioró la legitimidad española; el nuevo Virrey La Serna asume el mando. Mientras tanto, Lima sufría la incapacidad de la conducción realista, las gentes de todas las clases sociales aquejan necesidades, en el sur del país, en las montañas, el resentimiento de los habitantes fortalecía el airoso esfuerzo realista.
San Martín entra en negociaciones con el Virrey, ofreciéndole un tratado que, a sabiendas, resultaría absurdo para España, aunque es llevado con tacto político, por los nexos que comparten ambos por el sistema monárquico. Esto resulta en fallidos acuerdos, repitiéndose el episodio con Pezuela, sólo que el intervalo de tiempo permitió a La Serna pensar el siguiente movimiento, mientras que San Martín, candoroso, esperó sin éxito la cooperación de los realistas. La Serna evacúa la capital, sólo quedando tropas en el Callao, y San Martín ocupa Lima en julio, no sin antes evidenciar el temor de la aristocracia por una hipotética sublevación de los esclavos, otra muestra de la adhesión material de estos con la fortuna y que, más adelante, costarían a los patriotas importantes avances15.
El 28 de julio de 1821, en la Plaza Mayor de Lima, José de San Martín, acompañado por miembros del cabildo, autoridades eclesiásticas y altos mandatarios del Ejército, frente a una gran multitud, proclama la Independencia del Perú.
El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la Patria!, ¡Viva la Libertad!, ¡Viva la Independencia!16
El 3 del siguiente mes, asume solemnemente el mando político y militar de todos los departamentos emancipados del Perú, envestido con el honorable título de Protector del Perú, hasta que los peruanos puedan organizar un gobierno representativo nacional. San Martín inicia la formación del ejército nacional con la creación en agosto de la Legión Peruana de la Guardia, un hecho sin precedentes en materia militar peruana. En septiembre, el general José de la Mar, desertando del bando realista, es llamado por San Martín, integrándose a las filas patrióticas, en las cuales destacará en los siguientes años y hasta llegará a ocupar la presidencia del Perú.
A pesar de esto, San Martín avanzaba y tropezaba, simultáneamente, frenando el ardor combativo de Arenales que insistía en lograr conquistar los territorios de los realistas, pero la nobleza del Protector, ya entonces sitiada por la ingenuidad, jugaba en contra de los intereses patriotas. El ejército de Canterac, el cual se pavonea por los alrededores de Lima, incluso entrando al Callao, en ningún momento resulta siquiera atemorizado, por la absurda inactividad militar por órdenes de San Martín, mientras Arenales se encontraba en estado de consternación. Sin el Callao, la Independencia no podría consolidarse, y el rechazo a la batalla, podría justificarse en el temor sanmartiniano de una contrarrevolución de los grupos hostiles adherentes al poder realista17.
Los descontentos crecieron dentro de los oficiales, soldados y jefes, la popularidad en la capital para con el Protector se menoscabó, el mando de San Martín, adolecido, tantea ensayos de recuperación y renovada conducción, una energía adicional escaseaba en un territorio a falto de heterogeneidad social y política, el arrebato iracundo de líderes con fuego en el alma se hacía necesario e indispensable. El derrotismo que muchos machacan al Protector, por sus estrategias defensivas, en aquellos momentos necesitados de fervor y valía, eran justificados. Además, la ruptura entre Chile y San Martín, encarnada en las acaloradas disputas verbales con Cochrane, inundaban de amargura la cabeza del Protector, quien transmitía constantemente sus pensamientos a su fiel amigo O’Higgins.
Durante el Protectorado, San Martín, un tanto desinteresado del nacionalismo peruano, aunque inspirado en su sentir americano, nombra colaboradores de su gobierno a colombianos, argentinos y, también, algunos peruanos, en los cuales destaca el insigne Hipólito Unanue18, ministro de finanzas, y el amador de polémicas, el argentino Bernardo de Monteagudo, quien organizaría luego asedios contra los españoles residentes en Lima19. El monarquismo de San Martín, su interpretación del país incaico como tierra desgraciada, lo llevaron a formular un proyecto de país.
San Martín tenía un proyecto para el país, derivado no de un conservadurismo reaccionario, sino del reformismo ilustrado que impregnaba su pensamiento político y social. El marco de su proyecto sería una constitución fuerte; sus líderes, una aristocracia basada en el mérito; sus beneficiarios, los pobres y desposeídos entre aquellos que se habían convertido en la población marginal del Perú. Y un ejército y una armada peruanos, cuya creación San Martín asumió como una responsabilidad personal, garantizarían el poder del nuevo Estado20.
Sin embargo, estos planes no lograban generar el entusiasmo deseado. Mientras Monteagudo reprimía a los españoles, algunos expulsados de la capital, provocaba malestar entre la élite criolla, y simultáneamente, las próximas expediciones militares alcanzaban una etapa crucial para San Martín, quien en este punto apostaba todo por concluir la guerra, reuniendo elementos claves que lo llevarían a un desenlace previsible. Los independentistas controlaban el norte, la capital y parte de la zona central, mientras los realistas mantenían su dominio en el sur, la sierra y el Alto Perú.
Ya en 1822, la campaña aún parecía distante de su fin, el apoyo desde Buenos Aires se desvanecía con rapidez, las tensiones en Lima aumentaban con marcada hostilidad contra el Protector, y los constantes reveses militares precipitaron su retiro. Un año antes, el Libertador Simón Bolívar, coronado por las glorias en los campos de Boyacá y Carabobo, advirtiendo el centro del poder español en el Perú, escribe a San Martín el 23 de agosto de 1821. En la misiva, el genio caraqueño ofrece sus servicios en favor para la liberación del Perú, manifestando sinceros deseos y buena voluntad, alimentados por su espíritu indómito, por la suerte del suelo incaico.
No obstante, es el propio San Martín quien se ve en la necesidad de apoyar a las tropas colombianas, enviando una división hacia los territorios que luego serían conocidos como Ecuador. Esta fuerza, comandada por el general altoperuano Andrés de Santa Cruz, incluía una significativa cantidad de soldados norperuanos y argentinos, quienes prestarían su apoyo al ejército colombiano en su avance triunfal desde Riobamba hasta Pichincha, lugar donde Sucre daría su primer paso hacia la gloria inmortal de su carrera militar21.
Estrechados los lazos de amistad entre Colombia y el Perú, ambos líderes continentales convergen en la decisión unánime de apoyo mutuo para la continuación en la empresa emancipadora. De esta manera, animados por la constante preocupación de unir a los americanos, se apresuraron al lugar de encuentro en que sellarían la unión americana. El sitio elegido fue el puerto de Guayaquil, cercano al río Guayas, y San Martín ya casi llegando al suelo recientemente incorporado a Colombia, recibe honrosa carta del Libertador, en donde expresa natural afecto hacia su persona.
Es con suma satisfacción, dignísimo amigo y señor, que doy a Vd. por primera vez el título que mucho tiempo a mi corazón le ha consagrado. Amigo le llamo a Vd. y este nombre será el solo que debe quedarnos por la vida, porque la amistad es el único vínculo que corresponde a hermanos de armas, de empresas y de opinión; así, yo me doy la enhorabuena, porque Vd. me ha honrado con la expresión de su afecto22.
Aquella entrevista, abultada de interpretaciones equívocas y modificaciones según las pasiones historiográficas, impropias de los espíritus sinceros, ha sido objeto de múltiples polémicas. Sin entrar en desmesurados detalles, fue esa una reunión relativamente breve, y se dejó constancia de los frutos de ese intercambio de ideas en los sucesos posteriores23. San Martín, en notoria insistencia, daba suma importancia al apoyo que podría recibir de Bolívar y el ejército colombiano, emulando el episodio similar con Chile hace un par de años. Bolívar, conocedor de las fragilidades de San Martín, los problemas circundantes, como la revuelta política en su contra, con Riva Agüero a la cabeza, percibía el tétrico panorama del general argentino. El Libertador distanciaba de los hombres inferiores con los cuales San Martín había tratado con anterioridad, aquella magna figura, hábil y seguro de sí mismo, lo que eventualmente produciría la caída de la personalidad histórica de San Martín24.
Diversos factores alejaban a San Martín del momento culminante de la Independencia de América. Su salud estaba gravemente deteriorada, su semblante reflejaba el desgaste, y el continuo uso de morfina había mermado su fortaleza militar. En contraste, el Libertador irradiaba una energía desbordante, pleno de entusiasmo y animado por el fervor de cumplir con el juramento realizado en Roma casi dos décadas atrás25.
San Martín, consciente de que él representaba el único obstáculo para que Bolívar y las tropas colombianas avanzaran hacia el corazón del territorio incaico, emprendió una serie de acciones decisivas que marcarían el final de su permanencia en el Perú.
Al regresar a Lima tras la infructuosa entrevista de Guayaquil, San Martín encontró una situación política alarmante: el caos de una guerra civil se vislumbraba entre las grietas del odio y el resentimiento, mientras la rígida jerarquía social del Perú comenzaba a desmoronarse bajo un cúmulo de rabias y críticas cada vez más intensas. Monteagudo, cuyas acciones represivas habían generado descontento, fue destituido por el cabildo, atendiendo la petición de un grupo de ciudadanos liderados por Riva Agüero.
En este contexto de incertidumbre y abandono por parte del gobierno de Buenos Aires, San Martín centró sus esfuerzos en planificar una campaña hacia el Alto Perú y las regiones interiores de la sierra, confiando en los hombres de su círculo más cercano. Paralelamente, una Junta Gubernativa asumió el mando tras la renuncia del Protectorado, siendo liderada por el general José de La Mar, quien autorizó las expediciones a Intermedios. Sin embargo, los planes militares de San Martín se vieron frustrados por los contundentes golpes del ejército realista bajo el mando de Canterac, lo que no solo desarticuló al ejército patriota, sino que desmoronó su prestigio e instauró un clima de anarquía que quedaría como desafío para quienes continuaron la lucha26.
La invasión, la guerra, la victoria en Lima y el Protectorado, cada progreso había seguido al anterior en una sucesión regular, pero ahora su momento se había agotado. El proyecto peruano de San Martín había quedado incompleto, y su universo personal hecho añicos. Su aplomo no le abandonó, pero no podía ignorar los hechos. La cuestión era bastante sencilla: Perú se había convertido en un lugar imposible para el Protector27.
El Estatuto Provisional28 era una prisión forjada en el legalismo, que restringía la acción conforme lo exigían las adversas circunstancias; el Protector no podía erigirse sobre el imperio de las leyes, sino permanecer bajo su dominio. San Martín era un Protector sin poder. Un ejército vigoroso y un mando sin límites eran necesarios, para ellos se requería un espíritu indomable, avezado en lo político, probado en la guerra y formado en las dificultades. Finalmente, el grisáceo tránsito de San Martín llegó a su final esperado. En septiembre de 1822, el Protector dimite al mando29. Hay muestras tenues de agradecimientos, festejos inexpresivos, nombramientos indiferentes. El Congreso se enfrentó al problema de la organización del poder ejecutivo y de sus relaciones con el Parlamento, en donde diferentes corrientes entraron en pugna por la victoria ideológica.
Tiempos oscuros asediaban al Perú, desgarrado por la fragmentación de los caudillos emergentes, los resentimientos de las clases altas, la miseria creciente en las calles de Lima, el firme apoyo realista en la sierra y el Cusco, y las constantes amenazas de disolución del país recién proclamado como independiente. San Martín, pese a su tolerancia y magnanimidad, no logró consolidar el liderazgo, erró en los métodos y falló en los resultados, dejando tras de sí solo el eco de sus ideales y la apariencia de su carácter benévolo. Desolado, abatido y físicamente disminuido, abandona el Perú, América, y emprende su camino hacia otros destinos que lo llevarían a Europa, dejando a las puertas de la etapa final de la gesta libertadora a dos hombres de temple acerado y autoridad militar y moral incontestables.
Bolívar en el Perú
Como vemos, si bien durante toda su vida militar Bolívar estuvo soñando en llevar victoriosas las armas republicanas hasta Lima, aquel propósito lo concebía como una cita suprema de todos los países libres de América en el corazón del continente; y ninguna condición, ni reserva, para él o para Colombia, manchan los ofrecimientos que en 1822 hace al Perú. Desgraciadamente, no existía ambiente adecuado en Lima para apreciar aquella actitud. Desde luego, era muy natural que los peruanos aspirasen a obtener la Independencia por sus propios esfuerzos; y no era nada grato el recuerdo que les habían dejado los primeros libertadores extranjeros que pisaron su suelo30.
Durante los albores de las revoluciones libertadoras, en el Perú, como es sabido, no se gestaron grandes transformaciones, apenas unas intentonas fallidas que sucumbieron estrepitosamente ante la arraigada naturaleza realista. Esta se hallaba profundamente incrustada en una colectividad habituada a los privilegios y la servidumbre, un pueblo abandonado por el espíritu guerrero y trastornado por los elementos de su natural sometimiento: el oro y los esclavos, como bien señalaría Bolívar31.
Fuera San Martín del tablero político, no tardaron en aflorar las incipientes ambiciones de los hombres ávidos y sedientos de poder. Reacios a tolerar otra intervención extranjera, y menos aún la de los colombianos liderados por Bolívar, los políticos limeños quedaron marcados por el fracaso y la negligencia como sus rasgos distintivos. Ignorando factores estratégicos, se precipitaron a una campaña contra las fuerzas realistas con un ejército mal preparado, aunque comandado por hombres que en su tiempo fueron de confianza del Protector. A finales de 1822, las tropas organizadas por San Martín, lideradas por Alvarado, fueron diezmadas por Canterac y el resto completamente desbaratadas. Esto generó suspicacias en Lima, donde el clima político se tornó más tenso: una facción revoltosa y ambiciosa, encabezada por Riva Agüero, suprimió la Junta de Gobierno.32.
Urgido de encaminar un rumbo impoluto, Riva Agüero, representante de la casta criolla peruana y del nacionalismo emergente, trazó un ambicioso plan: coherente en su propuesta, pero desmesurado para las necesidades del momento. Los emisarios enviados por Riva Agüero a Chile y Argentina regresaron sin buenas noticias. Los chilenos, aunque dispuestos a ayudar al Perú, carecían de material bélico y recursos humanos. Por su parte, la Argentina, representada por Buenos Aires, se mostraba indiferente ante la coyuntura peruana. Sólo Colombia atendió a sus llamados. Bolívar, preocupado por el avance de los españoles, ofreció 2.000 hombres más de los 4.000 que solicitó Riva Agüero. En ese sentido, la influencia bolivariana en el Perú, al contrario de lo que se suele pensar, no obedeció a una ambición napoleónica de Bolívar ni al cumplimiento de un ego universal, sino a la impotencia o indiferencia de las naciones vecinas para involucrarse en la guerra33.
Riva Agüero, ebrio de poder, coqueteaba con la idea de la llegada de Bolívar para que este asumiera el mando de las tropas colombianas, pero sin otorgarle las facultades políticas y militares necesarias para actuar con libertad y decisión en el suelo incaico, lo que resultaba francamente absurdo considerando la talla militar y política de Bolívar. A esto sumó Riva Agüero su consciente preocupación por la influencia del Libertador, por lo que planeó una política de resguardo y cautelosa espera, buscando obligar a Bolívar a presentarse. Sin embargo, Bolívar no estaba dispuesto a acudir mientras persistiera la perfidia de Riva Agüero, malvada persona como lo calificaría San Martín34.
Mientras tanto, las tropas realistas se fortalecían en la sierra peruana, y muchos allegados al general caraqueño le aconsejaron invadir el Perú, desconociendo la autoridad de Riva Agüero. Bolívar, hábil sociólogo, anticipó el sentimiento colectivo del pueblo peruano y las posibles reacciones que este suceso desencadenaría. Por ello, retrasó su respuesta a la invitación del emisario peruano para su arribo, pues aún no contaba con la licencia aprobada por el Congreso Colombiano para asistir.
En un acto de profunda desesperación, Riva Agüero busca infructuosamente reconciliarse con las fuerzas argentinas, previamente maltratadas por él. Incluso llegó a escribir a San Martín, consciente de su carácter desinteresado y su compromiso con la causa patriota en América. La respuesta del general argentino fue contundente: San Martín rechazó la propuesta calificándolo como una persona despreciable en su misiva de contestación, dejando a Riva Agüero en serios aprietos frente a la empresa. Sin rectificar los errores del pasado y cansado de depender de ayuda extranjera, Riva Agüero ordenó nuevas expediciones militares a la sierra, esta vez al mando de Santa Cruz, en un intento por demostrar al pueblo peruano la eficacia de las propias fuerzas nacionales. Sin embargo, el esfuerzo fue un rotundo fracaso. Mientras tanto, el ejército realista liderado por Canterac avanzaba con determinación, logrando finalmente tomar Lima poco tiempo después35.
Entre tanto, las tropas colombianas, comandadas por Antonio José de Sucre, nombrado Ministro Plenipotenciario en representación del Libertador, actuaban bajo claras instrucciones de Bolívar: evitar involucrarse en aventuras militares de dudoso éxito. Sucre fue investido con amplias facultades para intervenir en el mando de la guerra, siempre que Manuel Valdés, héroe de Bomboná, a cargo originalmente del contingente de 6,000 colombianos, lo considerase necesario. Ambos generales venezolanos, frente a la espantosa desorganización del panorama político y militar, poco pudieron hacer. Decidieron entonces priorizar la preservación de los veteranos del ejército colombiano. En medio de estas circunstancias ruines, Sucre, con notable habilidad, maniobró para aprovechar la situación y forzar al Congreso a llamar a Bolívar. Este sería convocado bajo la promesa de dotarlo de las necesarias y amplias facultades que le permitieran comandar el ejército, dirigir el Estado y llevar a cabo la guerra36.
El Congreso peruano expide la invitación formal al Libertador, rogándole su llegada en la hora más difícil para la causa americana37. Aunque los llamados son insistentes, las negativas del Congreso en Bogotá y las discrepancias internas de la política peruana impiden lograr consensos viables. Mientras tanto, la marcha de Canterac hacia el sur permite a Sucre recuperar la capital, tras haber ordenado previamente el retiro hacia el Callao ante la inminente ocupación realista. Durante este repliegue, Riva Agüero solicita la protección de Sucre, lo que agrava aún más su situación política. Sus enemigos, junto con la mayoría de la Junta de Gobierno, aprovechan la coyuntura para aprobar su destitución como presidente. Ante su separación del cargo, surge el deseo de expulsarlo en calidad de desterrado, intensificando la crisis política del Perú38.
Sucre fue designado jefe supremo, mientras Riva Agüero, aferrado a su pretensión nacionalista, parte hacia Trujillo acompañado de un grupo de congresistas. Desde allí, organiza un ejército y disuelve el Congreso. Sin embargo, tras la recuperación de la capital, el Congreso reconstituido nombra presidente al Marqués Bernardo de Torre Tagle, designación que, lógicamente, Riva Agüero rechaza. Torre Tagle, por su parte, recurre al tesoro público para literalmente comprar el apoyo de un grupo de partidarios, lo que genera la insólita y caótica situación de dos presidentes simultáneos en el Perú. Así, en el sur se hallaban las fuerzas realistas, en el norte la guerra civil, el caos político, el divisionismo crónico de las disputas intestinas39.
Lima es una ciudad lejos de la brillantez del Cusco, conformada por zonas áridas, clima grisáceo, montañas lúgubres y presenta una anatomía social dispareja, insufrible y un tanto desconcertante. A esa ciudad llegaría, luego de la aprobación del Parlamento colombiano, el 1 de septiembre de 1823, el Libertador Simón Bolívar. Aunque es recibido con júbilo, la tensión que emana su presencia acreciente el desprecio de muchos peruanos, por la visión abyecta que poseen por los Libertadores, ajenos a su gentilicio, y consideran invasores a sus ejércitos. Recién llegado al Callao, Torre Tagle le da la bienvenida con el resto del gabinete, ahí duró muy poco tiempo, pues Lima no se hacía esperar.
Al llegar a la ciudad de los virreyes, una multitud heterogénea le rindió en sus calles alborozado recibimiento que, con curiosidad, contemplaron desde las ventanas de las mansiones coloniales las bellas damas limeñas y, con sentimiento desconfiado, los miembros del patriciado peruano. Bolívar, seguido por la multitud, atravesó las vías centrales y se dirigió a la lujosa residencia que se le tenía destinada, en la cual le esperaba una comisión del Congreso para saludarle40.
Bolívar, unido por la voluntad de hierro, aparentemente inextinguible, de unir a las naciones americanas, parecía sufrir un revés cuando la Asamblea peruana le solicita, como primera medida, someter a Riva Agüero. La razón de someter a este aristócrata criollo, quien nunca había demostrado valor o liderazgo, salvo una astucia malévola, fue el descubrimiento de su alta traición a la causa patriota. En Trujillo, Riva Agüero inició rastreras negociaciones con el Virrey, buscando alcanzar un armisticio que, como consecuencia, expulsara a los colombianos del territorio nacional. La gravedad del asunto escaló aún más: Riva Agüero ordenó directamente a Santa Cruz desobedecer las órdenes de Sucre. Como resultado, el desastre de aquella campaña liderada por el altoperuano culminó en un fracaso rotundo. De 5,000 hombres iniciales, sólo quedaron unos 80041.
En medio de una guerra fratricida entre peruanos, Bolívar debía desplegar una destreza diplomática excepcional y un tacto político refinado. La facción militar organizada por el depuesto presidente amenazaba con cortar las comunicaciones terrestres con Bogotá, mientras que en el sur las filas realistas, reorganizadas y aún intactas, veían incrementada su moral42. El panorama del Libertador estaba marcado por laceraciones morales, intrigas políticas y un constante asedio de críticas malintencionadas. A esta ya compleja situación se añadían nuevos desafíos: el descontento de Torre Tagle, quien se mostraba políticamente inoperante; las tensiones crecientes entre los soldados argentinos, chilenos y colombianos en los diversos ejércitos; y el persistente apoyo con que contaban los realistas43.
Sobre el patíbulo conflictivo, también debió enfrentar el hombre de las dificultades a esclarecer los motivos de su presencia, en una honrada elocuencia por disipar las nieblas demagógicas que lo calificaban como un burdo Napoleón americano.
Consciente de que en el sector central de la América del Sur había comenzado y debía terminar la decisiva batalla entre el monarquismo de las clases dirigentes del Sur y la revolución democrática de Colombia, en el banquete que le fue ofrecido —con la asistencia de los altos mandos de los ejércitos auxiliares chilenos y argentinos—, por todas las más destacadas personalidades sociales y políticas de Lima, dijo al levantar la copa: «Porque los pueblos americanos no consientan jamás en elevar un trono en todo su territorio; así como Napoleón fue sumergido en la inmensidad del océano y el nuevo emperador Iturbide derrocado del trono de México, caigan los usurpadores de los derechos del pueblo americano, sin que uno solo quede triunfante en toda la dilatada extensión del Nuevo Mundo»44.
Ante las pruebas irrefutables de la traición consumada por Riva Agüero, su emisario, José Gutiérrez de la Fuente, enviado por el propio Riva Agüero para entrevistarse con Bolívar, quien buscaba calmar la situación, actuó de manera contraria al plan inicial. Consciente de la gravedad de los hechos, de la Fuente lideró una insurrección que culminó con el arresto de Riva Agüero y sus cómplices. El depuesto presidente fue enviado a Guayaquil, desde donde partió hacia Europa. Años después, fiel a su perfidia y mezquindad moral, escribió unas memorias bajo el seudónimo de Pruvonena, plagadas de vituperios y furia contra San Martín y Bolívar. Lamentablemente, estas memorias, desprovistas de veracidad, han sido tomadas como fuentes fidedignas por algunos que buscan, a toda costa, deshonrar el legado de los Libertadores45.
El deterioro de la situación para diciembre de 1823 era sobradamente certero en la mente de Bolívar. Entre el atraso generado por la dominación a la rebeldía de Riva Agüero, las erosiones ofensivas hacia los colombianos, la indiferencia de Santander y Bogotá por enviar los hombres de apoyo que solicitó el Libertador y las múltiples problemáticas de toda índole, fueron debilitando la salud del general caraqueño y cayó gravemente enfermo en enero de 1824. Allí en Pativilca, un pueblito cercano a Lima, la fatiga lo consume.
En este contexto, el Libertador no daba mucha importancia a su enfermedad y procuraba evitar que la alarma y el abatimiento se propagaran entre sus hombres, demostrando que mantenía el control de la situación y que continuaba decidido a luchar contra los españoles. Su pesimismo se debatía con su ambición. Desde su lecho de enfermo, continuaba organizando la revolución, dictando cartas (un total de cuarenta y dos en esas dolorosas semanas) y dando órdenes. En este sentido, la suya fue una actuación soberbia ante un peligro muy real, pues, en 1824, el ejército realista reocupó la mayor parte de Perú, incluidas Lima y Callao, y la independencia llegó a parecer una causa perdida46.
Vientos de angustias ingresan en él. El Perú, consumido por las llamas de la disgregación, lo invitan a la reflexión sobre el estado fatal de la empresa sanmartiniana, pero a diferencia del ilustre argentino, una serenidad imperturbable dirige la voluntad del genio. Así, decidido a buscar la victoria de la causa patriota, elevando el destino de América hacia la cúspide su realización, el Libertador se entregó a la labor organizadora. El espíritu que lo poseyó desde su ascenso en el Monte Sacro se mantenía inflexible, férreo ante la marea de desafíos. Desapareciendo lentamente los síntomas de su enfermedad, el temple de Bolívar se renueva, y en aquel momento lo visita Joaquín Mosquera, Ministro de Colombia, quien sería testigo de la inquebrantable fuerza espiritual del Libertador.
Precisamente en aquellos días llegó a visitarle don Joaquín Mosquera, ministro de Colombia ante los Gobiernos del Perú, Chile y Buenos Aires, y narraba después: “…encontré al Libertador ya sin riesgo de muerte, pero tan flaco y extenuado que me causó su aspecto una muy acerba pena. Estaba sentado en una pobre silla de vaqueta, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco, y sus pantalones de jin que me dejaban ver sus rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil y su semblante cadavérico. Tuve que hacer un grande esfuerzo para no largar lágrimas y no dejarle ver mi pena y mi cuidado por su vida.
“Usted recordará que en aquella época el ejército peruano, fuerte de seis mil hombres, se había disipado sin batirse; que el ejército auxiliar de Chile nos había abandonado regresando a su país; que no quedaban más fuerzas que unos cuatro mil colombianos y tres mil peruanos. La fuerza de los españoles ascendía a veintidós mil hombres. Los peruanos, divididos en partidos, tenían anarquizado el país. Todas estas consideraciones se me presentaron como una falange de males para acabar con la existencia del héroe medio muerto, y, con el corazón oprimido, temiendo la ruina de nuestro ejército, le pregunté:
—¿Y qué piensa usted hacer ahora?
Entonces, avivando sus ojos huecos y con tono decidido, me contestó:
—¡Triunfar!”47.
Para finales de febrero, el escenario general se empobrece. La recuperación progresiva de Bolívar parece ir en paralelo con nuevas angustias. El absolutismo en España, restaurado por Francia y la Santa Alianza, inquietaba al caraqueño, ya que existía la posibilidad de que la Península apoyara la reconquista de América. Aunque Bolívar se mostraba confiado en derrotar al ejército español, según su correspondencia con algunos subalternos y con Sucre, el tablero bélico no lucía favorable48. Las nefastas empresas anteriores a su llegada habían despojado al Perú de sus escuadrones más capaces. En un intento por ganar tiempo, Bolívar ordena al presidente provisional, Torre Tagle, solicitar un armisticio con los españoles. Este plan fracasa, pues Torre Tagle49, siguiendo los pasos de su acérrimo rival Riva Agüero, se pasa al bando español, buscando un entendimiento que termine con la expulsión de los colombianos considerados invasores50. En la misma medida, el 5 de febrero, el Callao había sido objeto de un alzamiento por parte de soldados argentinos y chilenos, disgustados por el incumplimiento del pago de sus sueldos, lo que resultó en la entrega del puerto a los realistas51.
Fueron participantes en estos sucesos el célebre regimiento de Granaderos Argentinos, cuerpo organizado personalmente por San Martín, que constituyó el orgullo de su vida militar. Este hecho fue un golpe durísimo, pues con la pérdida del Callao la llegada de los refuerzos desde Colombia era inviable, y apresurado, enviando comunicaciones desde Pativilca, ordena el traslado de todas las guarniciones republicanas al cuartel general en Trujillo52. Torre Tagle, junto a otro funcionarios y oficiales del ejército peruano se trasladaban al bando aparentemente vencedor. Lima es tomada entre criollos, indígenas, negros53 y los realistas, y otra vez la capital es recuperada por el enemigo.
Para los veteranos colombianos, las justificaciones de la aristocracia limeña, fundamentadas en el temor a perder sus bienes materiales, lujos y privilegios, debieron sentirse como un escupitajo directo al rostro del honor patriota. Durante más de catorce años, las penalidades, la pobreza, la escasez y el sufrimiento forjaron a esos espíritus valientes, recios y decididos a enfrentar la muerte por la causa de la Independencia. El propio Bolívar había sacrificado su fortuna en tan ardua empresa y, al igual que otros generales, sus vidas se convirtieron en extensiones del lacerante dolor y la angustia de una lucha encarnizada. La traición consumada por tan ínfimas pretensiones fue, verdaderamente, para el contexto moral de los patriotas colombianos, odiosa y amarga54.
Entretanto, la última línea de defensa de Bolívar era el ejército colombiano, en aquel momento desamparado por la alarmante carencia de hombres y armas, indispensables para enfrentar la colosal fuerza de los españoles. Sin la cooperación de Santander y los grupos políticos de Bogotá, distantes e indiferentes a las apremiantes necesidades del Libertador, la liberación del continente se tornaba una empresa imposible55. Aunque el Libertador buscó ayuda en otras latitudes vecinas, como México, Argentina o Chile, una vez más su camino de calamidades era solitario. Sólo restaba la audacia de su espíritu libertador.
En el mismo mes de febrero, el Congreso peruano otorgó poderes dictatoriales al Libertador, confiriéndole todas las facultades políticas y militares necesarias para dirigir el conflicto y la salvación del país. Este nombramiento trajo consigo múltiples problemas, no solo entre ciertos sectores limeños, sino también en Colombia. Acto seguido, Bolívar designó a Sucre como jefe del Ejército Unido y conformó su equipo de reorganización administrativa y política con un dúo excelentísimo de patriotas peruanos: José Faustino Sánchez Carrión56, el más eminente defensor de la independencia del Perú, quien rápidamente se convirtió en su mano derecha y estableció con él una íntima amistad, y el destacado intelectual Hipólito Unanue, el sabio del Perú57. Además, Bolívar removió la jerarquía en las posiciones clave dentro del país, colocando en su lugar a hombres de su entera confianza, la mayoría de ellos colombianos58.
Muy diferente era la situación del Perú cuando se expidió este decreto de la época en que desembarcó San Martín, cuatro años antes. Mucho habían cambiado las cosas. En aquel tiempo era general en todo el Perú la decisión por la independencia, y el entusiasmo de sus habitantes al ver a sus libertadores fue tan grande como eran abundantes los recursos de este rico país. San Martín no tenía más que venir, ver y vencer; vino, vio y pudo haber vencido; pero la empresa era quizá superior a sus fuerzas o al menos así lo creyó; vaciló y al fin la abandonó. Cuando el congreso cometió a Bolívar la salvación de la República, le entregó un cadáver59.
El norte fue clave para los patriotas y Bolívar, quien se instaló en Trujillo con el grueso del ejército, permaneció ahí dictando órdenes y organizando los deberes militares. Mientras tanto, en Lima, alborozada, recibía a los realistas, sin oponer resistencia alguna, pues los excesos contra los españoles, quienes mantenían vínculos con la gran parte de los criollos peruanos, dejaron marcas de resentimiento que fueron disminuyendo el apoyo a la causa patriota. Ahí, sorpresivamente, el Congreso y, obviamente, la aristocracia de Lima, encabezada por San Donás, se unieron fielmente a los designios de los españoles. Torre Tagle, inmiscuido en aquella monada, no desperdició tiempo para calumniar a Bolívar y el ejército.
Torre Tagle publicó una proclama, cuyos términos acusatorios contra Bolívar y los colombianos dejaban adivinar su ansiedad por obtener un acuerdo con los españoles.
Peruanos —decía en ella—: Ya es tiempo que desterréis el error. El tirano Bolívar y sus indecentes satélites han deseado encovar el Perú, a este país opulento bajo el dominio de Colombia; pero se ha engañado. El país estaba en manos de hombres perfectamente adecuados para resistir agresiones cobardes y destructoras y nada habría podido alterar el plan que habían formado para nuestra felicidad. Mis deseos han sido veros con los españoles, como la única alternativa que podía evitar nuestra ruina. Bolívar me había invitado privadamente a abrir negociaciones con los españoles en el Perú, a fin de ganar tiempo para traer nuevas fuerzas, destruirlos y envolver a los peruanos en sus cadenas. Yo me aproveché de esta oportunidad para proporcionaros una unión ventajosa con los españoles y evitar nuestra ruina60.
La guerra aún se mantenía vigente, los cambios políticos y los desórdenes sociales sólo presentaban una extremidad del cuerpo putrefacto que era la república. El estado de ánimo de los patriotas peruanos, los colombianos y hasta los generales, incluyendo a Sucre, aquella inmaculada efigie militar, era lamentable. Pero, el inacabable valor del Libertador, la energía de su alma, el temple de su ardor, la imperecedera determinación de su carácter, movilizaron el ánimo colectivo en los siguientes meses. Y desde su cuartel general, lanza una proclama vestida de magistral inspiración al pueblo peruano.
Las circunstancias son horribles para vuestra Patria; vosotros lo sabéis; pero no desesperéis de la República. Ella está expirando, pero no ha muerto aún61.
Ante el retrato de graves sucesos, el Libertador, sabedor de la escasez de materiales y hombres, ordena la confiscación de los recursos provechosos para la campaña, una medida que, en el clima hostil del momento, fue entendida como una necesidad de obligatoriedad.
A vísperas de la campaña por la sierra del Perú, Bolívar organiza, con ayuda de sus más fieles colaboradores, el ministro Sánchez Carrión62 y el general Sucre, todo el aparato logístico, militar y estratégico. Así, Trujillo se convirtió en el territorio utilizable para la causa patriota, siendo nombrada capital provisional, y en donde se logró fundar hasta una universidad63. La búsqueda de hombres, víveres, el pago semanal de las tropas y los quehaceres militares fueron labor de todos los días, una brava entrega a la que dedicarían sus subalternos. Sin embargo, otros problemas persistían: la ayuda de Santander y Bogotá no expresaba sino impasibilidad y desdén.
Por lo tanto, teniendo facultades extraordinarias en Quito y Guayaquil, Bolívar acudió a su ayuda buscando recursos, los cuales eran escasos. Esto lo sumió en cólera, producto de la molesta reticencia proveniente de Colombia. Debe proceder con la toma de las propiedades de los realistas y llegar a acuerdos vehementes con la Iglesia. Para fortuna de la empresa, la ayuda de los peruanos se tradujo en hombres, dinero y suministros. Además, contingentes irlandeses, liderados por O’Connor y Sandes64, acudieron para unirse al hinchado ejército patriota. Entre febrero y marzo, unos 2.500 hombres llegaron encabezados por el feroz león de guerra, el neogranadino José María Córdova y otros encabezados por el valiente militar venezolano, Jacinto Lara. Además, diversos reclutas peruanos, regidos por la presencia de La Mar, se unieron a las filas patriotas.
El ejército patriota tenía dos ventajas claras. En primer lugar, contaba con una caballería incomparable, compuesta de gauchos argentinos, huasos chilenos y llaneros venezolanos y colombianos. Y, en segundo lugar, era pagado, si no bien (medio dólar a la semana) al menos sí con regularidad; algo en lo que Bolívar insistía65.
El norte, como dijimos, se convirtió en la fuente de las bonanzas, si bien escasas, profundamente esenciales, logradas por el sacrificio diario de los patriotas a través de diversos puntos de la región. En Cajamarca, se confeccionan uniformes; en Huamachuco, las sillas de montar a caballo; Lambayeque se encarga de los zapatos y las herraduras y los clavos en Yungay, Carhuaz y también en Trujillo. Faenas insuperables poseen el duro temple del Libertador, y así como él, Sucre intensifica su compromiso con el ejército, fortaleciendo sus cuerpos y espíritus en ejercicios agresivos para la preparación que supone ascender alturas inhumanas, lugares en donde el soroche fulmina la energía. La disciplina, el equipamiento y la moral se robustecen dentro de las tropas, ya ansiosas de esperar en primera línea el fuego del combate66.
El Libertador, durante cinco meses de invaluable resistencia y vigor, continúa sin descanso la organización de la campaña, todo pese a los anteriores derroches de pesimismo crónico emanados de sus alrededores. Por esos días de abril de 1824, Bolívar se entera de una noticia que cambia sustancialmente los pronósticos y visiones del futuro en el Perú. En diciembre del año pasado, una sublevación en el orden militar de los realistas se lleva a cabo en el Alto Perú, liderada por general realista Pedro Antonio Olañeta, motivado por los sucesos ocurridos en España. Sin ahondar en los detalles que motivaron ese suceso, las diferencias políticas de Olañeta por los acontecimientos en España y las disputas entre absolutistas y constitucionalistas, contrastaron ferozmente con los otros generales y oficiales españoles, como Canterac, Valdés y el Virrey La Serna. Esto causa una división en el poderío del macizo ejército español: Olañeta, con un importante contingente de 4.000 hombres, restaba dicha cantidad al grueso militar de La Serna. Valdés, ordenado por el Virrey, acude con su división a calmar la anarquía desatada en tierras sureñas. Bolívar, entendiendo la conveniencia de este incidente, interpreta el momento de suma importancia para adelantarse en el tablero militar67.
El debilitamiento de los realistas, provocado por la marcha de Valdés para someter a Olañeta, marcó un hecho insólito. De haber permanecido compactos, organizados y decididos, podrían haber avanzado con firmeza contra los colombianos, quienes apenas comenzaban las tareas de reagrupamiento. Aunque las victorias relativamente sencillas sobre los generales Santa Cruz y Arenales inspiraban a los realistas con expectativas de triunfo, Canterac, dubitativo, evocaba las azarosas épocas en Venezuela durante la sangrienta etapa de la Guerra a Muerte. Esto generó una fragmentación en las opiniones sobre cómo proceder frente a los colombianos, debilitando aún más su capacidad de acción68.
Las lanzas de Junín
Antes de la arriesgada y enorme empresa que iniciará el Libertador en junio en la sierra peruana, cuya ascendencia podría infligir desafíos calamitosos para las tropas, realiza algunas tareas y movimientos estratégicos. Durante el resto de abril y mayo, el genio recibe informaciones, como la advertencia del Vicealmirante Guise de la Escuadra del Perú sobre las guerrillas peruanas extendidas por alrededores de Lima, las súplicas vergonzosas a Santander por la ausencia de los hombres solicitados, el nombramiento de José Gabriel Pérez, antiguo secretario, como Prefecto de Trujillo, el traslado del coronel venezolano Tomás Heres al cuartel general y evaluar las condiciones de la división de La Mar. Se une el Libertador a Sucre en su cuartel general en Huaraz, ahí el ejército incrementa con el arribo de la división colombiana del coronel Figueredo69.
A medida que los hombres se esforzaban por avanzar por el laberinto de valles y montañas que formaba la cordillera, en tierras en las que aún no existían carreteras y que seguían ocupadas por las comunidades indígenas, tuvieron que padecer las inclemencias del clima y superar los obstáculos del terreno, el mal de montaña (el soroche), la radiación de los minerales y temperaturas nocturnas por debajo de los cero grados centígrados. La infantería y la caballería tenían que caminar en una única fila a lo largo de caminos al borde de los precipicios, seguidos por columnas de indios que cargaban las provisiones y el equipamiento y, en la retaguardia, por una recua de trescientas mulas y montones de ganado que llevaban como provisiones de reserva70.
El cambio táctico de Bolívar evocaba las campañas de Nueva Granada y Venezuela, y se presentó de manera audaz: sorprender a Canterac y su ejército atravesando la imponente Cordillera Blanca. Decidido a enfrentar la inmensidad de terrenos desnivelados y las dificultades inherentes, Bolívar condujo a sus tropas por aquella geografía hostil. Para mitigar los sufrimientos, Sucre organizó estratégicamente el aprovisionamiento de víveres a lo largo de los senderos, permitiendo a los soldados resistir con estoicismo las temperaturas gélidas e inclementes. Por esas alturas avanzaban los veteranos de Maipú, Pichincha, Boyacá y Carabobo, junto a reclutas inexpertos, aún novatos en el arte de la guerra y en las violentas demandas de la lucha independentista. Las marchas, que consumen la energía de las filas, se detienen en las noches, en donde se debe dormir a la intemperie, y se reanudan, sin esperar recuperación alguna, en las madrugadas, en donde la sacrificada marcha consume la vitalidad física, pero no así el brío combativo del espíritu.
El objetivo de aquella marcha era acercarse a Canterac, y, consciente de que la ayuda de Colombia seguía siendo inasequible, Bolívar apostaba por aprovechar las escasas pero prometedoras oportunidades de golpear a los realistas, entonces divididos. En la primera semana de julio, el Libertador, liderando la vanguardia desde Huánuco, llega a Huariaca, en Pasto, donde escribe a La Mar para coordinar el encuentro de ambas divisiones. Cumplidos los itinerarios y realizadas las marchas, el primero de agosto las tropas acampan a 4,300 metros sobre el nivel del mar, en Cerro de Pasco71.
Casi dos meses de travesías por terrenos pedregosos, soportando el frío viento, el soroche, mal de altura, y las exigencias de la movilización constante, templaron nuevamente el espíritu de los patriotas, que se endurecían como el cuerpo de un Hércules. Pocas veces la historia registra hazañas de esta naturaleza; sólo hombres como San Martín y Bolívar, conquistadores de estas alturas, podían comprender semejante proeza. El desfile por riscos y cumbres, flanqueados por abismos vertiginosos, se transformó en un milagro de disciplina y perseverancia, un testimonio del orden y la firmeza que sus generales imprimieron en ellos.
En los siguientes días, en la llanura de Sacramento, inspecciona las filas y se reafirman las posiciones de mando. Al mando de Necochea, el argentino, va la caballería, a la cabeza de todos; la división peruana es encargada, por supuesto, a La Mar, en el centro; a los extremos, izquierda y derecha, los colombianos son liderados por Córdova y Lara; en el aparato estratégico y logístico, como segundo al mando, e encuentra el general Sucre. Era aquella masa militar un conglomerado de nacionalidades nacientes, desde el norte hasta el sur de América; frente a ellos, el Libertador, con tono triunfal lee la proclama y se enciende el júbilo.
Soldados: Vais a contemplar la obra más grande que el cielo ha podido encargar a los hombres: la de salvar un mundo entero de la esclavitud. ¡Soldados! Los enemigos que vais a destruir se jactan de 14 años de triunfos; ellos, pues, serán dignos de medir sus armas con las vuestras, que han brillado en mil combates. ¡Soldados! El Perú y la América entera aguardan de vosotros la paz, hija de la victoria; y aun la Europa liberal os contempla con encanto; porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo72.
Las movilizaciones del ejército realista comenzaron el 2 de agosto, partiendo de Jauja y siguiendo la ribera del Mantaro, avanzando río arriba hacia el norte. En medio de aquel caos geológico, con tierras amorfas como testigos del movimiento, las filas patriotas continuaban su desplazamiento hacia el sur, transitando las montañas.
Cuando ambos ejércitos estuvieron casi frente a frente, Canterac, con su maniobra, buscaba únicamente evaluar la situación del enemigo. Sin embargo, para su sorpresa, Bolívar, lejos de amedrentarse ante la amenaza, dirigió a sus hombres hacia el encuentro directo con el adversario. Pese a la desfavorable situación de los patriotas, marcados por las calamidades recientes, esta decisión audaz de enfrentarse a un enemigo mejor posicionado resultó ser una táctica de intimidación efectiva, que logró su cometido en aquel contexto.
Sin impedimento para el inicio del ataque, el 6 de agosto de 1824, en el extremo sur de la meseta de Junín, a más de 4,000 metros sobre el nivel del mar, los ejércitos de Canterac y Bolívar se enfrentaron en aquella vasta pampa. Los patriotas, en clara desventaja debido a la escasez de escuadrones de caballería, tenían como única alternativa combatir. El choque fue violento, con un combate furioso cuerpo a cuerpo, pues la artillería no intervino. Sables y lanzas definieron la batalla, destacándose las legendarias lanzas de los llaneros venezolanos, veteranos que, recordando su gesta en Las Queseras del Medio, ejecutaron la táctica del ternejal: un engaño que simulaba retirada y regresaba con ímpetu renovado. Al inicio, los patriotas perdieron organización, con los Granaderos de los Andes luchando por mantener el orden a pesar del esfuerzo heroico de Necochea, quien, tras recibir siete heridas, cayó prisionero brevemente antes de ser rescatado. Mientras tanto, los Dragones del Perú y las fuerzas realistas presionaban con fuerza. Bolívar, por su parte, ganó tiempo suficiente para reorganizar un contingente liderado por el venezolano Laurencio Silva. Sin embargo, los realistas parecían recuperar el control del campo de batalla, hasta que las lanzas llaneras, junto con el apoyo decisivo de los Húsares del Perú, al mando del argentino Isidoro Suárez, irrumpieron sorpresivamente sobre las filas enemigas. Alentados por el capitán peruano Andrés Rázuri, los patriotas recobraron el vigor, envolviendo a sus enemigos en una ofensiva implacable73.
Al caer la tarde, bajo el sol de Junín, la caballería patriota logró capturar a sus adversarios, poniendo fin a la ardua lucha y sellando una victoria tan inédita como memorable. Bolívar destacaría al valeroso accionar de los patriotas peruanos y nombró a uno de sus cuerpos como Regimiento de Húsares de Junín. El combate también fue logrado por la intervención de las inmensas lanzas de más tres varas de los llaneros venezolanos74, armas letales que, con mucha honra, pueden ser el instrumento de guerra necesario para poner a Europa a los pies de quien los lidere. La carga de aquellas lanzas hizo temblar la tierra y la misma historia militar. Fueron 900 jinetes patriotas quienes, con valentía y determinación, se alzaron vencedores sobre los 1,300 del ejército realista. El saldo para las fuerzas españolas resultó desastroso: más de 350 hombres entre muertos y heridos, mientras que las bajas entre los patriotas sumaron la mitad de esa cifra. Este enfrentamiento, pese a su desigualdad numérica, evidenció la tenacidad y la estrategia que definieron la victoria en Junín75.
El triunfo de las armas republicanas significó, pues, aparte de liberar las esenciales provincias de la zona central, como Jauja, Huancavelica y Huamanga, restituir las fuerzas morales de los soldados, oficiales y generales patriotas. Canterac emprendió huida hacia el Cuzco, en donde esperaba reorganizar su ejército luego de tal ínfima derrota para el orgulloso realista76. Bolívar sólo quedó a merced del restante poderío español en la Guarnición de Cuzo y las feroces tropas de Valdés, aún en la campaña del Alto Perú, pero cuya división deberá unirse nuevamente a Canterac para una última batalla decisiva.
Al tiempo que el ejército libertador adelantaba felizmente sus operaciones de penetración en la Sierra, en el Alto Perú acaecía un importante suceso, destinado a modificar la desesperada situación de los realistas: la resonante victoria alcanzada sobre Olañeta, en Lava, por el general Valdés. Laserna recibió en el Cuzco, casi simultáneamente con las buenas nuevas del Alto Perú, la tremenda noticia del desastre de Junín, y sin vacilar ordenó a Valdés detener su campaña, pactar a toda costa con Olañeta y regresar inmediatamente a Cuzco, para organizar la resistencia a los colombianos. Así lo hizo Valdés, quien, sometiéndose a las exigencias de Olañeta, las cuales suponían el reconocimiento de su jurisdicción absoluta sobre las provincias del Alto Perú, se encaminó con sus divisiones victoriosas en tantos combates al cuartel general de Laserna77.
El rincón de los muertos
Ayacucho quiere decir Rincón de muertos, en la lengua quichua, que hablaban los indios del Perú; y se le dio tal nombre a este lugar, porque en tiempo de la Conquista se libró allí una batalla sangrienta, que lo cubrió de muertos78.
Por la temporada de lluvias, la noticia del regreso de la división de Valdés, la preparación de las marchas y la espera de refuerzos enviados por José Antonio Páez desde Venezuela, Bolívar y Sucre decidieron, con paciencia estratégica, aplazar la persecución de Canterac. Bolívar, confiando en el espíritu y genio militar de Sucre, asumió dirigirse hacia la Costa para supervisar la organización de ese frente, mientras que Sucre quedó a cargo del ejército en la Sierra, siendo nombrado comandante supremo de las fuerzas patriotas por el Libertador. Mientras tanto, el Virrey La Serna, Valdés y Canterac evaluaban la viabilidad de lanzar una ofensiva en plena temporada de lluvias para intentar desbaratar a los patriotas y lograr una victoria decisiva.
Mientras los españoles representaban el desafío militar, los conflictos políticos, en feroz ebullición, eclipsaban el ánimo del Libertador. En Bogotá, los odios y revanchismos se intensificaban con el ascenso victorioso de ciertos hombres en la Campaña del Sur, provocando recelo entre los diplomáticos neogranadinos, que menospreciaban las gestas de Bolívar en el Perú. Santander, inmóvil por aparentes restricciones legislativas, observaba atentamente los movimientos del Libertador y no se opuso cuando, en julio de 1824, se anunciaba la privación de sus facultades extraordinarias y su destitución como jefe del ejército colombiano en el Perú. Bolívar, aún en Huancayo rumbo a la costa limeña, recibió la noticia en octubre. La afrenta llegó a oídos de las tropas colombianas bajo Sucre, que protestaron airadamente por la grave injuria al supremo líder. Estos eventos sembraron en Bolívar nuevas dudas e interrogantes sobre la campaña en la Sierra. El Libertador, una vez más demostrando su devoción irreductible al imperio de las leyes, acató con ejemplaridad las disposiciones de Colombia79 y se conformó a seguir sus labores como Dictador del Perú, enviar recomendaciones a Sucre, ahora supremo líder del ejército80 y otras labores semejantes.
Simultáneamente, La Serna, con astucia, ideó un plan para rodear a las fuerzas de Sucre. Los realistas avanzaron hacia Apurímac, buscando desarticular la vanguardia patriota. Sin embargo, Sucre, atento y hábil, detectó la trampa, aceleró su marcha y tomó distancia para evitar el cerco. Ambos ejércitos continuaron moviéndose hacia el norte, ejecutando maniobras estratégicas en busca de posiciones favorables que les permitieran desventajar al enemigo en el inminente combate. Si bien desde el aspecto de cantidad, material bélico y fuerza, las tropas de La Serna parecían superiores, los patriotas, muchos de ellos veteranos y otros, alimentados por la gloria del combate, poseían en Sucre el insigne brillo de la genialidad. Penalidades insoportables, sufrimientos incontables y escasez infinita compusieron el camino de aquellos soldados mal vestidos y alimentados. Eran, por supuesto, hombres de altísima complexión espiritual.
Bolívar aconsejó a Sucre evitar la ofensiva, buscando coordinarse con las fuerzas colombianas organizadas por él en el litoral. Sin embargo, Sucre, impaciente y decidido, consideraba la guerra defensiva inadecuada para el espíritu de su ejército, ansioso ya de acción. El 3 de diciembre, en Corpahuaico, los patriotas enfrentaron un embate realista, perdiendo hombres y parte de su artillería. No obstante, el sacrificio de 300 combatientes permitió a Sucre maniobrar y escapar del cerco. Irónicamente, los realistas, confiados en su fugaz victoria, subestimaron las consecuencias que les aguardaban.
El Libertador, consumando la gesta emancipadora, entró triunfalmente en Lima el 8 de diciembre, encontrando a la ciudad rendida no por las armas, sino por el clamor de un pueblo fatigado por la tiranía. El alborozo era palpable, pues los atropellos del Brigadier Ramírez, apodado el Robespierre del Perú, habían avivado el resentimiento contra la ocupación realista. Los rezagos de la resistencia, entre ellos traidores como Torre Tagle, se replegaron a las fortalezas del Callao, temerosos del inexorable avance de la libertad. En sus comunicaciones, Bolívar delegó a Sucre la conducción de las últimas acciones, confiando en su genio incomparable y aguardando, con la serenidad del triunfo inminente, la gloria que el destino reservaba a su más fiel colaborador.
Ayacucho, campo soberbio, abrazado por inmensas alturas montañosas, dueño de una superficie irregular, desesperante para la inmaculada marcha, hace rugir a sus tierras, cuya sonoridad impregna el eco de las glorias que, en el porvenir, adquirirán mayor relieve y altura.
Meseta estrecha e inclinada, a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, con un ancho medio de norte a sur como de setecientos metros y un largo algo mayor de un kilómetro. Ubicada al oriente del poblado de Quínua, cercana a Huamanga, colinda al oeste con el Cundureunca, cerro que enhiesto se levanta enfrente de ella. Hondísima quebrada, al norte, y otra, infranqueable, al sur, cortan dicha llanura, a la que, hacia el lado austral, desde el del septentrión, atraviesa como en sus dos terceras partes escabroso barranco que separa en su mayor parte las líneas de los contendientes. La poca extensión de la misma llanura favorecerá los movimientos del no muy numeroso ejército patriota81.
Ese fue el escenario en que, durante su desarrollo, como si el clima hubiera olvidado su estación habitual, el cielo despejado, el sol de los Incas, el mismísimo Inti, alumbró los destinos de la América.
Sucre arenga a sus hombres: “De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. ¡Soldados: Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia!”. Sucre no era orador militar; pero las tropas tenían en él fe absoluta, y la fe real es siempre omnipoderosa. Valdés va a dirigir la batalla de la otra parte, porque Canterac quedó desacreditado con la acción de Junín82.
Sucre organizó sus fuerzas con maestría, disponiendo que su ala derecha, la División Córdova, formara un ángulo obtuso con la izquierda, compuesta por la División La Mar, posicionada estratégicamente al borde de la quebrada que surcaba el lado septentrional de la meseta. Esta última tenía la crucial tarea de resistir el violento embate que, como preveía Sucre, las tropas de Valdés, la fuerza de choque realista, lanzarían tras descender por lomas y cruzar las quebradas en un rodeo táctico, buscando flanquear y atacar por retaguardia. Con este movimiento, pretendían desmembrar la División La Mar del resto del Ejército Unido y aniquilar a los enemigos realistas. En el centro, Sucre situó a los Granaderos y Húsares de Colombia, mientras que más atrás, como resguardo para una eventual retirada y fuerza de reserva, se apostaron la maltrecha División Lara, junto con los Húsares de Junín y los Granaderos de los Andes. Estas tropas, fundamentales en su estrategia, debían reforzar, total o parcialmente, los puntos críticos del campo según lo demandara la contienda. Frente a la División Córdova, extendiéndose al pie de las faldas del cerro, se hallaba un terreno llano y sin barreras, la entrada más accesible a la meseta, que los realistas consideraban ideal para desplegar su caballería y abrir el asalto decisivo.
El Ejército Unido Libertador, comandado por el general de División Antonio José de Sucre, estaba conformado por cinco mil setecientos ochenta combatientes, distribuidos entre la caballería y tres divisiones de infantería. La primera de estas divisiones, bajo el mando del general José María Córdova, estaba compuesta por los batallones Bogotá, Voltígeros, Pichincha y Caracas. La segunda división, dirigida por el coronel argentino José María Plaza, integraba la Legión Peruana con los batallones N° 1, N° 2 y N° 3 del Perú. La tercera división, liderada por el general Jacinto Lara, agrupaba los batallones Rifles, Vencedor y Vargas83.
La caballería, que jugó un papel clave en la estructura del ejército, estaba bajo la dirección del general Guillermo Miller y contaba con los Granaderos y los Húsares de Colombia, los Húsares de Junín y los Granaderos de los Andes, divididos entre los coroneles Lucas Carvajal, José Laurencio Silva, el teniente coronel Isidoro Suárez y el comandante Bogado. Este ejército estaba compuesto principalmente por grancolombianos, con algunos extranjeros que habían llegado en apoyo a la causa, así como un grupo considerable de peruanos, por lo que bien podría considerarse una “Batalla de las Naciones” en la histórica contienda de Ayacucho84.
El plan concebido por los comandantes realistas se centró, primordialmente, en explotar la evidente debilidad de los reclutas peruanos de La Mar. Confiaban en que los célebres regimientos de Valdés lanzarían un golpe inicial y decisivo sobre el ala izquierda de Sucre. Luego, aguardaban el momento en que este intentara reforzar dicha posición desde el centro para, mediante una maniobra frontal, emboscar y atacar de flanco a las divisiones patriotas enviadas en auxilio de La Mar.
Los realistas, sumando un total de nueve mil trescientos diez hombres, lucían sus impecables uniformes de gran gala, bajo el mando directo del Virrey, asistido como Jefe de Estado Mayor por el Teniente General don José de Canterac y, como Sub-jefe, por el Mariscal de Campo don José Carratalá. Su disposición era la siguiente: el ala derecha, liderada por el austero y experimentado Mariscal de Campo don Jerónimo Valdés, célebre por su destacada actuación en las guerras del Perú, estaba compuesta por cuatro batallones, dos escuadrones y una batería con cuatro piezas de artillería. El centro estaba bajo el mando del Mariscal de Campo don Juan Antonio Monet, mientras que el ala izquierda recaía en la dirección del Mariscal de Campo don Alejandro González Villalobos85.
La lucha comenzó con furia entre la división de Valdés y la de La Mar, pero esta última se vio forzada a retroceder desde los primeros momentos, a pesar de los esfuerzos por enviar refuerzos desde Sucre. Mientras tanto, Canterac avanzaba con dos batallones de Gerona y dos escuadrones de caballería, pero su marcha se vio obstaculizada por la lentitud del terreno, que dificultaba el avance de las tropas. Por otro lado, el león, endemoniado, arrolla a las fuerzas españolas, mientras Lara acude en auxilio por La Mar. Al igual que en Junín, las largas lanzas de los llaneros venezolanos salen a relucir su fuerza y destreza, atraviesan cuerpos uno tras otro, al son de los sables de los jinetes peruanos. El valor y el coraje dominan a ambos espíritus colectivos, el arrojo es encarnizado, la causa es resistente, la lucha se alza como el destino inmortal de muchos de aquellos soldados. Sucre, elevadísimo por su voz de mando, dirige, como si tratase de una orquesta, aquel espectáculo que cerraba un capítulo de trescientos años.
Un feroz grito resuena, retumbando con fuerza en la vasta pampa de Quinua, una exclamación ardiente que quedó grabada en el viento, como un eco eterno en aquellas tierras incaicas. Era Córdova, tal vez el más audaz y temerario de los generales patriotas, quien, en medio del violento combate cuerpo a cuerpo, al frente de sus hombres, abriendo paso entre las filas enemigas, lanzó con tono vibrante la histórica orden: “¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores!”. Y así, con un ímpetu arrollador, escaló rápidamente las cumbres del Condorcunca, logrando capturar al Virrey La Serna, quien, ya herido, se encontraba a merced de la arrolladora ofensiva. La división de Córdova había forzado a los realistas a retroceder, desbordándolos con golpes de culata y bayonetas, mientras, por otro lado, la caballería patriota cargaba con implacable furia contra los Granaderos de la Unión y la Guardia española. El Batallón Pichincha, incansable, diezmaba a los que quedaban atrás, desatando una lluvia de fuego mortal sobre los desbordados realistas. Los llaneros, esa legión indomable, herederos de una tradición guerrera forjada en las llanuras de Venezuela, no dieron tregua. No hubo tiempo para retiradas ni maniobras, pues con la furia de su lucha y el brillo de sus lanzas coloradas, fueron implacables, atravesando las filas enemigas y bañándolas en la sangre de sus rivales.
Mientras tanto, la división Valdés, con ímpetu, descendía por su derecha y atacaba el flanco izquierdo de Sucre, comandado por La Mar, forzándolo a retroceder, aun después de que Sucre reforzara la línea con el batallón Vencedor. Sin embargo, cuando la división Monet se declaró en derrota, Sucre, con la maestría de un estratega consumado, viró su atención hacia el ala izquierda. Con la división Lara y la reserva de caballería liderada por Miller, lanzó un contraataque devastador, desbaratando a los batallones de Valdés que habían logrado, momentáneamente, posicionarse en la meseta. Las tres divisiones españolas, derrotadas y perseguidas con vigor por las fuerzas patriotas se desmoronaron. Con más de 1.000 prisioneros en poder de Sucre, junto con la artillería capturada y una inmensa cantidad de fusiles, el general Canterac, acompañado por el general La Mar, se presentó ante Sucre para negociar una capitulación de las fuerzas que aún no se habían desbandado por completo86.
El general Sucre, quien había liderado con maestría aquella brillante jornada, en una muestra de su espíritu noble y conducta moral, concede algunos honores para quienes, según, fueron vencedores durante 14 años en el Perú. Prisioneros el Virrey La Serna, Canterac y Valdés, el último reducto de la corona española sucumbía ante la audacia y valentía de los hijos de América, que finalmente se liberaban de las cadenas asfixiantes de la Madre España. Bolívar, el Libertador, fue informado de la victoria con un retraso de nueve días debido al asesinato del teniente coronel Medina, quien se encontraba de camino a entregar el parte de Sucre a Bolívar, por una indígena el 13 de diciembre. Ante este infortunio, Sucre, consternado, envió un duplicado del parte oficial con los detalles del triunfo. En su carta, comunicaba no solo el resultado de la contienda, sino también la suma de bajas, heridos y prisioneros de ambos bandos, junto con los ascensos. En un acto de justicia, Sucre destacó a Córdova como el héroe decisivo de la batalla, otorgándole merecido ascenso. Jacinto Lara compartió el honor de ser nombrado General de División, mientras que Laurencio Silva fue ascendido a General de Brigada, consolidando así el reconocimiento a los valientes que marcaron el destino de América87.
No era posible dar más, en ejercicio de magnanimidad. El cumanés obró sin otro elemento de consulta que su propia inclinación caballerosa. ¿Por qué ni para qué humillar a quienes acababan de perder un vastísimo imperio para siempre? En Ayacucho se hundieron, ahogándose en sangre y humo de pólvora, los sueños imperiales de los Reyes Católicos, de Carlos V, Felipe II y Fernando VII. España volvió a su antiguo ser de país continental europeo. Y lo poco que le quedaba en América: Cuba y Puerto Rico, se esfumó setenta y tres años más tarde. Al concluir el siglo XIX ya no tenía la posesión de un solo kilómetro cuadrado en el Nuevo Mundo88.
Ciertamente, aquella victoria, que resuena con los clarines de la gloria imperecedera, halló sus caminos más claros en Junín y Ayacucho, pero fue la tenacidad y la probidad del Libertador lo que dio vida a tales empresas. Sin su constante majadería, el temple de acero y las circunstancias que bien empleó para forjar el destino de la guerra no habría sido posible un triunfo excelso como lo fue y es Ayacucho.
En las bases de la capitulación, cabe señalar, la entrega íntegra de los territorios del Virreinato y la totalidad de las armas realistas, incluyendo almacenes y caballos. Además, consigna el benévolo trato a los soldados, a quienes le fue ofrecido el pase a España o a cualquier otro lugar, corriendo con los gastos el Gobierno del Perú; serían respetadas sus propiedades y aquellos, motivados aún por el deseo de vida castrense, serían admitidos dentro de las filas militares del Perú. Por último, los prisioneros de ambos bandos fueron liberados y el tinte magnánimo de aquel afecto de vencedores con los vencidos selló con atino el ilustre pasaje último en la Historia Militar de la Independencia americana, en el llamado rincón de los muertos y, podríamos decir, el rincón de la victoria americana.
Las creaciones de Ayacucho
Tras las glorias obtenidas, el Libertador destila infinitos elogios y loas al general Sucre, quien ahora porta un nuevo título único en el mundo militar, el rango de Gran Mariscal de Ayacucho, vencedor del último sostén del Imperio de España en América, a quien se le debe el mérito de alcanzar la cumbre de la gloria americana89. Colombia y el Perú compiten, alocadamente, en demostrar enaltecimientos al Libertador, quien en unos pocos meses pasó, desde el desastre y el abismo de la República, hasta su completa salvación. El triunfo ayacuchano se esparció por la región americana, inundando de júbilo cada ciudad y pueblo, especialmente Lima, quien recibió con altos honores al Libertador y el Gran Mariscal de Ayacucho. No así Caracas o Cumaná, asoladas por la devastación demográfica de la guerra en Venezuela. Chile mostró alegría al igual que Buenos Aires; en Bogotá las calles se llenaron de festejos y ensalzamientos a nombre de Bolívar. Aunque estas alegrías no durarían mucho90.
Sólo restaban dos realistas por vencer tras la capitulación en Ayacucho: Olañeta, aún en el Alto Perú, y Rodil, atrincherado en las fortalezas del Callao. Este último sería vencido luego de casi dos años, su resistencia fue costosa y aguerrida, hasta que, finalmente, el general venezolano Bartolomé Salom se hizo con la fortaleza y culminando definitivamente el proceso de liberación91. Olañeta, por su parte, moriría defendiendo la causa realista, luego de la intervención de Sucre y el ejército en el Alto Perú92. Ahí en 1825, en concordancia con los clamores del pueblo altoperuano, convergiendo con el Perú y las Provincias Unidas de la Plata, se fundó la hija política de la espada de Sucre: República de Bolívar, más tarde cambiada a Bolivia, en honor al Libertador. América quedaba así despojada de cualquier dominio español93.
El año 1825 marcaría un hito en la administración peruana, tarea que Bolívar asumió con inquebrantable diligencia, enfrentando el caos anárquico dejado por las traiciones y los descalabros del pasado94. En febrero, exactamente un año después de haber recibido poderes dictatoriales del Congreso, los devolvió con absoluta rectitud, gesto que desató un regocijo popular indescriptible. Tanto así, que el Congreso del Perú lo proclamó Presidente Perpetuo, confiriéndole los títulos de Padre y Salvador del Perú, rogándole que ejerciera por un año más la dictadura. Además, le ofrecieron un millón de pesos para su persona y otro para el ejército, propuesta que rechazó con firmeza, demostrando nuevamente el austero compromiso que distinguía a los venezolanos y neogranadinos de la gesta emancipadora95.
En Lima permanecería pocos meses, dirigiéndose hacia Arequipa, con especial interés en evaluar el estado de cosas en las provincias del interior, tan marcadas por la desigualdad social y la ausencia de atención institucional. Durante la dictadura habría hecho algunas mejoras en la materia de la llamada justicia social.
Ya desde el 8 de marzo de 1824 Bolívar había decretado en Trujillo repartos de tierras entre los indígenas y la abolición de los cacicazgos; el 4 de julio de 1825 amplió aquellas disposiciones y declaró que para siempre los indios quedaban exentos de cualquier clase de servicio personal obligatorio96.
Aunque esta organización social disgustaba a quienes, durante años, ostentaron vidas opulentas y llenas de privilegios. Algunas otras importantes novedades tenían lugar en materia de educación.
Naturalmente, el desarrollo de la educación pública, y que fuera accesible a todos, volvía a ser, como en Colombia, preocupación cotidiana del Libertador. En la ciudad de Trujillo –que había declarado capital provisional del Perú antes de la campaña de Junín– fundó una universidad; en sus instrucciones al Consejo de Gobierno, que dejó encargado del poder al comenzar su viaje al sur, le indicaba enviar “diez jóvenes con los comisionados a Inglaterra, o por separado, para que aprendan allí las lenguas europeas, el derecho público, la economía política y cuantos conocimientos forman al hombre de Estado”; decretó el establecimiento de una Escuela Normal en la capital de cada Departamento, según el sistema de Lancaster; fundó varios colegios de educación media –tanto para varones como para niñas– aprovechando en algunos de ellos los edificios que se habían tomado a los jesuitas, y en todos los casos organizó cuidadosamente las rentas que debían sostener cada instituto97.
Naturalmente, los numerosos decretos promulgados en favor de la administración peruana han sido objeto de calumnias y envueltos en mezquinas falsedades, intentos por reducir la magnitud de la influencia benéfica del Libertador del Perú. Estas acusaciones provienen, en gran medida, de un nacionalismo peruano frustrado, avivado por una oligarquía ansiosa de construir su propia figura de trascendencia continental.
Arequipa98, Cuzco99 y Potosí100 engalanaron con oro y diamantes la figura del Libertador, en fastuosas escenas imperiales que, aunque propias de un monarca, no incomodaban a Bolívar, quien reafirmaba con sus actos una convicción más elevada: ser Libertador trascendía cualquier cetro o trono101. En ese espíritu, el Libertador cedió estos honores a Sucre, el artífice militar de la emancipación del Perú y Bolivia, cuya nobleza moral y altura política lo distinguían, aunque su carácter reservado lo mantuviera distante de aquellas ceremonias cargadas de pompa y alabanzas102. El Potosí fue la altura máxima de las glorias de estos héroes, quienes sacrificaron todo por la libertad del continente americano, con objetivos mucho más ambiciosos y miras a realizar en hechos la unificación de América, buscando reafirmar el destino histórico de este pueblo universal, heroico y libre.
La liberación fue una empresa rodante. Desde Venezuela, las conquistas se sucedían una a otra y siempre había un nuevo objetivo a la vista. En estas campañas consecutivas, Bolívar supo usar su capacidad para pensar en grande, su talento para la improvisación detallada y su voluntad indomable. Bajo su dirección, la revolución siguió adelante durante quince años de lento pero seguro avance contra el Imperio español. No obstante, las fronteras de la liberación tenían un límite, y los ejércitos enemigos, un final. La última victoria puso fin al avance, y cuando los libertadores se detuvieron y miraron a su alrededor no vieron ya españoles, sino americanos. El escenario cambió y la liberación dio paso a la reconstrucción. La construcción del Estado también entraba dentro de las competencias del Libertador, una nueva ocasión para la gloria, pero los enemigos eran nuevos y el desafío que suponían diferente. Fue un cruel sino el que en el mundo que había creado nadie fuera su igual y cualquiera pudiera convertirse en su crítico. Al describirse a sí mismo a Santander como «el hombre de las dificultades», Bolívar había pronosticado lo que ocurriría en 1826, el año que supuso el fin de la revolución y el comienzo de los problemas de la posguerra, sus problemas103.
Dos siglos de incertidumbre
No nos detendremos, en esta ocasión, en los acontecimientos que siguieron a la retirada de Bolívar en el Perú. Él enfrentaba sus propios tormentos, nacidos en Caracas y Bogotá, donde germinaban, con alarmante rapidez, los embriones de conflictos que amenazaban con demoler el templo libertario, erigido con tanto sacrificio y abnegación. Héroe tras héroe fue sucumbiendo, ya en muertes agónicas, ya en asesinatos viles, mientras otros, con el tiempo, correrían igual trágico destino. Pareciera que Ayacucho, tierra consagrada con laureles y cánticos de triunfo, hubiese lanzado sobre aquellos hombres vigorosos una oscura maldición. Espíritus de inquebrantable energía y almas admirablemente nobles, como la de Sucre, quien parecía tocado por la inmaculada virtud del espíritu de Abel, sucumbieron bajo el peso de ese inexorable destino trágico.
Sánchez Carrión104, Ministro General durante la dictadura de Bolívar, fue un aliado insigne y capaz de la empresa libertaria. Parte de la tríada excelsa junto a Bolívar y Sucre, es recordado como el Padre Civil del Perú, responsable de la administración y logística de la causa emancipadora. Cercano al Libertador, su muerte prematura en 1825 llenó de pesar a Bolívar, quien vio desvanecerse en él un pilar fundamental de la nueva República. Sánchez Carrión, tristemente olvidado por los estragos del tiempo, pudo haber sido guía luminoso para el destino peruano.
Córdova105, el impetuoso héroe de Ayacucho también sucumbió a los infortunios del tiempo. Preso del clima antibolivariano y de una errónea percepción de ambiciones imperiales en Bolívar, se rebeló en Colombia, encontrando allí una muerte que mancilló su legado, pero jamás logró sepultarlo. Su valentía y sus gloriosos aportes a la causa libertadora son eternos, aunque Bolívar lloró profundamente el trágico desenlace de quien, en un tiempo, fuera su brazo más audaz y fiel.
Más tarde, el destino alcanzó el alma pura, sin mácula, de Sucre. El Gran Mariscal de Ayacucho, comandante supremo del Ejército Unido Libertador, coronado por la gloria en aquella jornada definitiva, sucumbió en 1830 bajo los disparos traicioneros en la selva de Berruecos. Gentes ruines, movidas por el odio, apagaron las luces del más brillante estratega que América haya visto nacer. Sucre, inmortalizado como el máximo general de la Independencia, dejó tras su asesinato un vacío imposible de llenar. Este abominable crimen apuñaló el alma de Bolívar, quien, sumido en la desesperanza, contempló cómo la traición y el rencor se convirtieron en la norma de sus adversarios. La muerte de su hijo espiritual fue, en esencia, la herida mortal que terminó por consumir al Libertador106.
El infausto 17 de diciembre de 1830, vencido por una enfermedad implacable, el espíritu de América, el hombre de las dificultades entregó su alma a la eternidad. Aislado de su amada Caracas, rodeado de pocos leales y en el ocaso de una vida dedicada al ideal supremo de la libertad, Bolívar presenció, con amargo pesar, el desmoronamiento de la soñada unión americana. Sus ojos, preclaros, vislumbraron las grietas ideológicas, los vestigios de anarquía y el avance implacable de los odios que condenarían a su obra. Así, el Libertador partió del mundo para habitar en las páginas inmortales de la historia, siendo recordado como el más grande hijo que ha dado América107.
Honremos, pues, a nuestros héroes y resguardemos con firmeza sus legados. La obra de la emancipación americana, tan grandiosa como dolorosa, ha sido constantemente objeto de calumnias, consumida por vulgaridades y mezquindades sin fundamento. América, hija legítima de España, ha trazado, en su camino hacia la independencia, las sendas para su resurgimiento. Sus tropiezos y las heridas que la han marcado no son más que el resultado de la ineptitud o malicia de los dirigentes que sucedieron a los héroes libertadores. Pretender condenar la gesta emancipadora como un acto nefasto sería negar, sin razón ni justicia, el curso natural de la historia y la inevitable caída de los imperios.
Este año se conmemoran dos siglos de aquella gesta que otorgó al Libertador y a Sucre las coronas más luminosas de la gloria. Sin embargo, es justo rendir homenaje a los patriotas de todas las naciones que, con audaz determinación, se lanzaron al fango de la lucha feroz, movidos por una causa superior a sus propias vidas. Ese ejemplo de entrega y heroísmo nos deja una lección profunda, a nosotros, sus herederos, quienes aspiramos a despertar del letargo este continente, aún cargado de promesas. América sigue siendo el crisol de las posibilidades humanas, llamada a forjar un pueblo universal, consciente de su papel en la transformación del mundo.
Si ya el Sol no está obligado, como otrora, a alumbrar eternamente los dominios españoles, en cambio más de cien millones de almas hablan hoy la lengua de Cervantes; y de esta suerte el sello a la vez luminoso y recio de la España grande y caballeresca queda impreso con caracteres indelebles en el corazón de nuestra América. Que si por educación, cultura, afinidades espirituales y formas de gobierno, con raras excepciones, estamos hoy más cerca de la Francia, por la sangre y la estirpe siempre seremos españoles.
Y esta América hispánica es la herencia forzosa de la civilización mediterránea, que, en su marcha migratoria al Occidente, después de haber culminado en Tebas, en Memphis, en Atenas, en Roma, en Bizancio, en Viena, en Florencia, en Córdoba, en Madrid y en París, está predestinada aquende el Atlántico a un nuevo entendimiento de gloria, con fulguraciones de epopeya, llevando por coronamiento en el zenit de su apoteosis, la obra excelsa y radiante de Bolívar108.
Víctor Andrés Belaunde, Bolívar y el pensamiento político de la revolución hispanoamericana, Lima, 1977, pp. 21-22.
Geraldo Arosemena Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, Tipografía y Offset Peruana, Lima, 1974, pp. 1-2.
John Lynch, San Martín: soldado argentino, héroe americano, Crítica, Buenos Aires, 2009, pp. 149-161.
Ibíd., p. 45: “San Martín fue ascendido a teniente coronel de caballería y la Junta de Sevilla le condecoró con la medalla de Bailén. Coupigny le felicitó y se lamentó por los problemas de salud que entonces estaba padeciendo. Su problema era una afección pulmonar que le obligó a dejar la acción y trasladarse a Sevilla para buscar una cura; y Castaños lo empleó en el cuerpo de inspectores del ejército. Bailen acabó con el mito de la imbatibilidad de los ejércitos franceses. Asimismo, fue un golpe de propaganda para los españoles, que le atribuyeron más importancia de la que merecía”.
Ibíd., pp. 175-176: “Perú no sería fácil de conquistar, si la conquista era lo que tenía en mente. Dada su historia, el país sería igualmente difícil de convencer. La suya era una sociedad colonial, quizá la más colonial de todas las posesiones españolas en Suramérica, con sus instituciones, Mentalidades y recursos vinculados firmemente a los intereses de la Península y condicionados por el poderío español”.
Indalecio Lievano Aguirre, Bolívar, Edición Especial, Caracas, 1974, pp. 207-208: “Cuando Bolívar salió del recinto, después de la prolongada ovación de que fue objeto, comenzaron a correr tiempos de grandes responsabilidades para aquella reunión de ilustres americanos. Lo decimos así, porque el Congreso de Angostura tenía a su favor un privilegio extraordinario; ser el primero de los congresos del Nuevo Mundo ante el cual se presentaban soluciones auténticamente americanas para la organización de los nuevos estados. Hasta ese momento, los cuerpos representativos o constituyentes reunidos en el mundo americano no habían tenido aspiración distinta de la de copiar, sin discriminaciones, las constituciones liberales de los distintos estados de la Unión Americana, especialmente las de Maryland y Massachusetts, o trasplantar a América, en idéntica forma, los regímenes monárquicos europeos, como venía acaeciendo en el Río de la Plata. Pero en 1819, los legisladores reunidos en Angostura se encontraron por primera vez ante una situación radicalmente nueva. El proyecto de constitución presentado a ellos, y muy especialmente el discurso del Libertador les señalaba un nuevo rumbo al Derecho Público Americano. No más imitaciones subalternas de instituciones exóticas para las realidades del Nuevo Mundo, tal era el espíritu de estos dos grandes documentos, con los cuales Simón Bolívar ofrecía a la inteligencia americana la oportunidad histórica de independizarse de la inteligencia europea, como se estaba emancipando de su dominio político”.
Augusto Mijares, El Libertador, Academia Nacional de Historia, Ediciones de la Presidencia de la República, Caracas, 1987, p. 408: «Poco después Bolívar le confía a O’Leary: “Es uno de los mejores oficiales del ejército: reúne los conocimientos profesionales de Soublette, el bondadoso carácter de Briceño, el talento de Santander y la actividad de Salom. Por extraño que parezca, no se le conoce, ni se sospechan sus aptitudes. Estoy resuelto a sacarle a luz persuadido de que algún día me rivalizará”. Esta idea de que puede confiar en Sucre como en sí mismo irá creciendo de año en año en el Libertador. “No hay cualidad que no tenga para servir bien a la República y mandar los pueblos con agrado”, dice en una ocasión. Y en otra: “Sucre tiene talento, juicio, actividad, celo y valor”, con el alborozo de un padre, celebra después: “Sucre es el venezolano de más mérito que conozco. Como Dios le dé una victoria será mi rival en sucesos militares, porque del Ecuador para el Sur lo habrá hecho todo hasta el Potosí”».
Sobre el desarrollo histórico del Imperio Incaico, véase María Rostworowski, Historia del Tahuantinsuyo, Instituto de Estudios Peruano, Lima, 1999.
Ángel Parra, Rebeliones indígenas en la América Española, Editorial Mapfre, 1992, p. 216: “Hecho prisionero el cabecilla, su mujer e hijos, y sus familiares y seguidores más directos, cuando intentaban la huida en los alrededores de Langui, gracias a la decisiva intervención que tuvieron varios mestizos traidores, como fueron Francisco Santa Cruz, en el caso del propio Túpac Amaru, y Ventura Landaeta, los cautivos son conducidos al I Cuzco donde rápidamente se les incoa un proceso por medio del cual \ el día 15 de mayo se condena a Túpac Amaru a muerte, siendo ajusticiado y ejecutado en la plaza principal del Cuzco junto a varios de sus seguidores y familiares por traidor al rey, el 18 de mayo de 1781, en el mismo lugar que doscientos años atrás fuera degollado el Inca Túpac Amaru”.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 2.
Lynch, San Martín: soldado argentino, héroe americano, pp. 175-178.
Ibíd., p. 185.
Ibíd., pp. 186-188.
Ibíd., p. 191.
Ibíd., pp. 192-198.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 5.
Lynch, San Martín, pp. 199-200.
Jorge Basadre, Historia de la República del Perú, Edición “El Comercio”, 2014, p. 119: “El médico Hipólito Unanue fue uno de los próceres más importantes de la causa separatista. En 1821 dejó las filas realistas y suscribió el Acta de la independencia de nuestro país. Entre 1822 y 1823 presidió el Congreso Constituyente. Asimismo, fue nombrado por Bolívar ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores en varias oportunidades.
Ibíd., p. 207.
Ibíd., p. 208.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, pp. 6-9.
Itinerario documental de Simón Bolívar: Escritos selectos, Caracas, Ediciones de la Presidencia, 1970, p. 216.
Camilo Destruge, La entrevista de Bolívar y San Martín en Guayaquil, Imprenta Municipal, Guayaquil, 1918, pp. 47-48: “¿Cuál fue el asunto principal tratado en la Conferencia de Bolívar y San Martín? Multitud de relatos contradictorios se han publicado al respecto; infinitas relaciones, que provocaron polémicas ruidosas; siendo lo más curioso que, por regla general, se desatendiera lo que incuestionablemente fue materia principal de discusión entre los dos ilustres guerreros y estadistas. Porque, en efecto, la mayor parte de los que se han ocupado de tan importante suceso, relegaron como cuestión de segundo orden, la de la incorporación de la Provincia de Guayaquil, que fue, sin duda, lo que principalmente se trató; y esos mismos dieron preferencia a lo que se relacionaba con las ideas de Bolívar y San Martín en cuanto a la forma de gobierno que convenía a los países americanos”.
Aguirre, Bolívar, pp. 281-288.
Tomás Polanco Alcántara, Bolívar: Vida, obra y pensamiento, Editorial Océano, Barcelona, 2002, p. 36: “Bolívar aludirá a esa escena conversando en 1824 con un oficial de la marina norteamericana, Hiram Paulding, a quien dijo que los tres, (Rodríguez, Fernando Toro y él) ascendieron al Monte Palatino, “allí nos arrollidamos y juntos y abrazados juramos libertar a nuestra patria o morir en la demanda”.
Lynch, San Martín, pp. 277-279.
Ibíd., p. 280.
Belaunde, Bolívar y el pensamiento político de la revolución hispanoamericana, p. 174: “Examinemos brevemente las disposiciones esenciales del Estatuto Provisional. Reconoce la religión católica como religión del Estado, pero otorga el libre culto a los disidentes. Establece la institución de ministros que deben refrendar las órdenes del Protector. Crea un Consejo de Estado, de carácter consultivo, ya que sólo tenía el derecho de dar dictámenes, compuesto de doce individuos e integrado por los ministros, el jefe del Ejército y el del Estado Mayor y el deán del Cabildo Eclesiástico. Consigna los derechos individuales y declara que no hay crímenes de opinión. Finalmente extiende la ciudadanía peruana a todos los americanos. De conformidad con este Estatuto, dictó un decreto estableciendo la libertad de imprenta. Otro decreto creaba la Orden del Sol, a la cual atribuyó un carácter aristocrático. (…) La idea de San Martín fue realizar la monarquía mediante la sincera reconciliación del Perú con España”.
Basadre, Historia de la República del Perú, p. 43: “San Martín tuvo, por cierto, errores, actos fallidos, esfuerzos truncos. El inventario de ellos resulta mezquino u ocioso ante la visión de conjunto, dentro de una amplia perspectiva histórica. Esto es particularmente aplicable al juicio sobre los aspectos ideológicos y militares del Protectorado. En cuanto a la fase ideológica, el debate acerca de los planes monárquicos se queda dentro de la historia de las intenciones no maduradas en la realidad”.
Mijares, El Libertador, p. 435.
Aguirre, Bolívar, p. 293.
Ibíd., pp. 26-27: “Esta facción, que giraba en torno de las ambiciones de don José de Riva Agüero y se distinguía por secreta hostilidad hacia la posible intervención de Bolívar en el Perú, atribuía los fracasos del gobierno a la debilidad del Poder Ejecutivo plural y pedía la inmediata destitución de la Junta y la elección de un presidente dotado de facultades dictatoriales. Naturalmente, la persona que figuraba como candidato a dictador era el propio Riva Agüero”.
Ibíd., pp. 297-298.
Mijares, El Libertador, p. 437.
Aguirre, Bolívar, pp. 298-300.
Mijares, El Libertador, p. 437; Aguirre, Bolívar, p. 299.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 34-35.
Polanco, Bolívar, p. 156: “Era necesario, en esos días, un talento especial para manejarse. La sociedad limeña agasajaba a Bolívar continuamente. Los directores políticos deseaban que atacase a Riva Agüero. Las intrigas políticas abundaban. El poderío militar del virrey aumentaba. Si atacaba a Riva Agüero distraería tropas necesarias para combatir al virrey. Si pactaba con Riva Agüero crearía problemas en Lima”.
John Lynch, Simón Bolívar, Editorial Crítica, Barcelona, 2006, p. 247.
Aguirre, Bolívar, p. 304.
Ibíd., pp. 301-302.
Mijares, El Libertador, p. 440.
Lynch, Simón Bolívar, pp. 248-249.
Aguirre, Bolívar, p. 305.
Mijares, El Libertador, p. 440.
Lynch, Simón Bolívar, p. 250.
Mijares, El Libertador, p. 447.
Ibíd., p. 449.
Mijares, El Libertador, pp. 451-452: “Como siempre sucede, Torre Tagle y Berindoaga quisieron justificarse posteriormente con ataques a Bolívar y patrañas más o menos verosímiles. Entre otras, que el Libertador pensaba fusilarlos cuando, ante las primeras pruebas de su deslealtad, mandó detenerlos. Pero en el propio manifiesto que Torre Tagle dio para cohonestar su conducta, encontramos la explicación de ella, desnuda y precisa: “Unido ya –dice– al ejército nacional mi suerte será siempre la suya. No me alucinará jamás el falso brillo de ideas quiméricas que sorprendiendo a los pueblos ilusos sólo conducen a su destrucción y hacer la fortuna y saciar la ambición de algunos aventureros. Por todas partes no se ven sino ruinas y miserias. En el curso de la guerra: ¿Quiénes sino muchos de los llamados defensores de la patria han acabado con nuestras fortunas, arrasado nuestros campos, relajado nuestras costumbres, oprimido y vejado a los pueblos? ¿Y cuál ha sido el fruto de esta revolución? ¿Cuál el bien positivo que ha resultado al país? No contar con propiedad alguna ni tener seguridad individual. Yo detesto un sistema que, termina al bien general y no concilia los intereses de todos los ciudadanos”. Y, olvidando que acababa de ser el primer magistrado del Perú, termina: “De la unión sincera y franca de peruanos y españoles, todo bien debe esperarse; de Bolívar, la desolación y la muerte”.
Aguirre, Bolívar, pp. 307-309.
Lynch, Simón Bolívar, p. 251.
Aguirre, Bolívar, p. 310.
Lynch, Simón Bolívar, p. 251: “El 29 de febrero, en connivencia con Torre Tagle y otros tránsfugas, el enemigo tomó Lima nuevamente con un ejército compuesto por españoles, criollos, negros e indígenas, una advertencia y una lección para los blancos indecisos”.
Mijares, El Libertador, pp. 452-453.
Lynch, Simón Bolívar, p. 253: “Por tanto, Santander estaba atrapado entre un congreso reacio y un Libertador exigente, que parecía considerarlo una fuente siempre disponible de financiación para sus campañas”.
Ibíd., p. 254: “Puso los asuntos civiles en manos de un solo ministro, José Sánchez Carrión, un peruano capaz y reconocido patriota, que colaboró estrechamente con Bolívar y fue el responsable de la renovación y creación de las instituciones civiles, las políticas sociales y la administración de justicia en los territorios liberados, lo que dio un significado adicional al concepto de dictadura”.
Mijares, El Libertador, p. 458.
Aguirre, Bolívar, p. 312.
Palabras de Daniel Florencio O’Leary, edecán del Libertador; citado de Lynch, Simón Bolívar, p. 253.
Aguirre, Bolívar, p. 313.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 31.
Mijares, El Libertador, p. 473: “En el Perú aparta decididamente a los ineptos o corrompidos, se rodea de preciosos auxiliares como Sánchez Carrión y Unanue, salva para la patria la oficialidad del país, despilfarrada hasta entonces bajo jefes incapaces, advierte las reservas de patriotismo y combatividad que conserva el pueblo peruano y convierte en veteranos sus reclutas, en abnegados proveedores del ejército a sus humildes artesanos”.
Ibíd., p. 477: “En la ciudad de Trujillo –que había declarado capital provisional del Perú antes de la campaña de Junín– fundó una universidad; en sus instrucciones al Consejo de Gobierno, que dejó encargado del poder al comenzar su viaje al sur, le indicaba enviar “diez jóvenes con los comisionados a Inglaterra, o por separado, para que aprendan allí las lenguas europeas, el derecho público, la economía política y cuantos conocimientos forman al hombre de Estado”; decretó el establecimiento de una Escuela Normal en la capital de cada Departamento, según el sistema de Lancaster; fundó varios colegios de educación media –tanto para varones como para niñas– aprovechando en algunos de ellos los edificios que se habían tomado a los jesuitas, y en todos los casos organizó cuidadosamente las rentas que debían sostener cada instituto”.
Lynch, Bolívar, pp. 255-256: “Llegaron refuerzos procedentes de Panamá y Guayaquil, entre ellos un contingente irlandés dirigido por el coronel Francis Burdett O'Connor, cuyo talento para la logística impresionó a Bolívar tanto que lo nombró jefe del Estado para la coordinación de personal y suministros en las fuerzas patrióticas. Otro irlandés, Arthur Sandes, veterano de la guerra de independencia española, se había unido al ejército bolivariano en Venezuela y había alcanzado el grado de coronel para la época de la campaña de Perú, tras la cual sería promovido a general”.
Lynch, Bolívar, p. 256.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 32.
Ibíd., p. 35.
Aguirre, Bolívar, pp. 316-317
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 36.
Lynch, Bolívar, p. 257-258.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 37
Ibíd., p. 40.
Ibíd., pp. 39, 40, 41.
Mijares, El Libertador, p. 465: “Contribuyó también a la victoria republicana, una circunstancia al parecer fortuita, pero que el Libertador había previsto: aquellas “lanzas finas como las que usamos en Venezuela”, que él había pedido se le enviaran. Tres varas y media de largo alcanzaban estas lanzas, en tanto que las de los españoles apenas eran de dos varas. Lo que parece increíble es que, a pesar de su desmesurada longitud, las pudieran usar con tanta agilidad. El general Guillermo Miller, que estuvo en Junín y escribió mil tonterías para atribuirse el triunfo en esa batalla, dice sin embargo sobre nuestros llaneros: “Las lanzas que se usan en Colombia tienen de 12 a 14 pies de largo, y el asta de ellas la forma una vara gruesa y flexible. Los lanceros fijan las riendas encima de la rodilla en forma que pueden guiar el caballo y les quedan las dos manos en libertad para manejar la lanza, y generalmente hieren a su enemigo con tal fuerza, con particularidad cuando van al galope, que lo levantan dos y tres pies encima de la silla”.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, p. 41.
Alfonso Rumazo González, Antonio José de Sucre, Ediciones Presidencia de la República, 2006, p. 160: “¿Fue la acción de Junín un grave revés real para los españoles? Vista la pérdida en sí, menos de 500 de caballería de un total de 1.300, no lo fue. Pero un ejército posee o no posee, ante todo, la moral. Y los hispanos en Junín la perdieron: se derrotaron en el espíritu, que es el fracaso mayor en el hombre. Comprendió Canterac demasiado tarde que se habían subestimado el poder y la decisión de Bolívar y Sucre; que constituyó error haberse desprendido de una tercera parte de las tropas para combatir a Olañeta; que lo que le envolvía ahora era todo el peso del ejército unido colombiano-peruano y que la gigante pesa destructora estaba ya sobre su cabeza”.
Aguirre, Bolívar, pp. 325-326.
Laureano Villanueva, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 777.
Mijares, El Libertador, p. 470: “Pero el 24 de octubre recibió una noticia que ha podido ser un hachazo mortal para su empresa: le participaban de Bogotá que el Gobierno colombiano le había retirado, por una Ley votada el 28 de julio, seguida de un decreto el 2 de agosto, las facultades extraordinarias que le había dado para dirigir la guerra en el sur. Le quitaban también el mando de las fuerzas auxiliares del Perú, y no le reconocían autoridad para dar ascensos militares en la campaña”.
Lynch, Simón Bolívar, p. 260: “Como general, Sucre era insuperable, un militar valiente, talentoso e infatigable, siempre atento a los detalles, así como al panorama completo; escribió sus propios partes, controló las labores de espionaje, reconoció el terreno, visitó las avanzadillas a todas horas y se aseguró de que las raciones fueran entregadas como correspondía. Tenía las cualidades para dirigir la última gran victoria”.
Edgar Sanabria, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 653.
Rumazo, Antonio José de Sucre, p. 176.
Pedro Montesinos, “El general Trinidad Morán”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 759: “El periódico titulado El Museo de ambas Américas, de Valparaíso, decía en 1842: “El español cae sobre la retaguardia del ejército independiente, bate al batallón Rifles, uno de los mejores cuerpos colombianos y prosigue sus ventajas hasta que le sale al frente el batallón Vargas, a las órdenes del teniente coronel Morán. Contiene éste al enemigo, y después de un combate reñido de más de dos horas, son rechazados los españoles, con alguna pérdida y el batallón Vargas y su bizarro jefe reciben los más entusiastas aplausos y el justo homenaje de admiración que les tributan sus compañeros de armas por su brillante y feliz comportación”.
Edgar Sanabria, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 654.
“Documentos sobre Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 691.
Aguirre, Bolívar, p. 337: “Los oficiales españoles recibieron a La Mar, y después de corta deliberación elaboraron conjuntamente un proyecto de armisticio para presentarlo a la consideración del general vencedor. Este proyecto, que salvaba el honor de los españoles y permitía a cuantos lo desearen embarcarse libremente para España, fue ratificado por Sucre con modificaciones de detalle, después de lo cual recibió oficialmente la rendición del ejército español”.
Garland, El monumento a la gloria de Ayacucho, pp. 49-64.
Rumazo, Antonio José de Sucre, p. 181.
Ibíd., p. 182: “La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución, divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos y el sagrado imperio de la naturaleza”.
Edgar Sanabria, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 662: “Mas no sólo en Perú tuvo resonancia el triunfo de Ayacucho. Sumidas en la ruina y la desolación, a causa de la espantosa guerra a muerte, Cumaná y Caracas, y esta última, asolada todavía, además, a consecuencia del horrible terremoto de 1812, aun cuando la celebraron con entusiasmo, no pudieron efectuarlo de modo magnificente conforme a sus deseos y cual les correspondía. Buenos Aires lo festejó de esplendorosísima manera. En la Gran Colombia, sobreponiéndose el sentimiento y el orgullo patrios a las diferencias políticas, todo fue satisfacción y contento.
Laureano Villanueva, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 791: “El único que se resistió a cumplir la capitulación, fue el brigadier Rodil, quien se negó a poner en manos de Bolívar la fortaleza del Callao, punto importante del tratado, lo cual obligó al Libertador a poner fuera del derecho de gentes a todos los residentes en la fortaleza, y a secuestrarles sus bienes. Duró un año el sitio de esta plaza, pues no fue sino en enero de 1826 cuando se rindió al benemérito general Bartolomé Salom, jefe del ejército sitiador”.
Lynch, Simón Bolívar, p. 267: “Cochabamba, La Paz, y otras ciudades proclamaron su fidelidad a los libertadores. Y, finalmente, Olañeta, que había quedado arrinconado y aislado, recibió una herida mortal en la batalla de Tumusla (1 de abril de 1825) y sus tropas fueron derrotadas. Ésta fue la última batalla de la revolución suramericana, y tras ella Sucre ocupó Potosí, el que había sido el tesoro de España, como lo llamaba Bolívar, durante cerca de trescientos años”.
Vicente Lecuna, “Campaña de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 775: “Reunidos los diputados de las cinco provincias altas, centro del Continente Sur Americano en la ciudad de Chuquisaca, la Asamblea Deliberante decretó la independencia del país e interpretando el sentimiento patriótico de los adeptos de la independencia dio a la nación el nombre de Bolivia, el más adecuado para un Estado nuevo iniciador del movimiento general de toda nuestra América, en favor de la autonomía propia, y de la libertad del hombre en todas sus actividades”.
Lynch, Simón Bolívar, p. 261: “Bolívar dedicó la primera parte de 1825 a la administración civil, labor en la que buscó aplicar los principios republicanos de libertad e igualdad a la reforma de las instituciones políticas, jurídicas y económicas, y que incluyó la creación de un sistema escolar inspirado en el modelo de Lancaster”.
“Documentos sobre Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 682.
Mijares, El Libertador, p. 476.
Ibíd., p. 477.
Ibíd., p. 293: “Visita el país libertado: “Empezó por Arequipa. La Municipalidad salió a recibirle con manifestaciones de delirante alborozo. Ofrecióle para entrar en la ciudad un caballo ricamente enjaezado: los estribos, el brocado, el pretal y los adornos de la silla y de la brida eran de oro macizo. No hicieron nunca los Incas paseos más pomposos que los del héroe colombiano. A fines de julio estaba en el Cuzco…”.
Aguirre, Bolívar, pp. 362-363: “Bolívar continuó su marcha por los pueblos de Santa Rosa, Sicuarí y Tinta, y el 25 de junio, acompañado de la delegación enviada a su encuentro por la ciudad del Cuzco, entró triunfalmente en la Villa Imperial de los antiguos incas. Dejemos a la pluma de O’Leary la descripción del magno recibimiento que se le tributó: Los frentes de las casas —escribe— estaban adornados de ricas colgaduras y ornamentos de oro y plata; los arcos triunfales en las calles ostentaban los mismos ricos adornos, vistosamente arreglados, y de las ventanas y balcones caía una lluvia de flores y coronas de laureles que las manos preciosas de las bellas cuzqueñas arrojaban al pasar la comitiva, así como puñados de medallas para el pueblo que vitoreaba. Lo mismo que en Arequipa, regalóle la municipalidad un caballo con jaez de oro y del mismo metal las llaves de la ciudad que le presentaron. Después de asistir al solemne Te Deum que se cantó en la catedral, se dirigió a la Casa Municipal, donde le esperaban las señoras principales de la ciudad con una corona cívica de diamantes y perlas”.
Edgar Sanabria, “Campaña y Batalla de Ayacucho”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia n.º 57 (octubre-diciembre de 1974), p. 666: (…) en el pináculo de su grandeza, el año de 1825, en Potosí, ciudad aún opulenta, que lo recibió en insólita forma apoteósica y donde gentiles damas ciñeron su frente olímpica con espléndida corona de oro y piedras preciosas
Mijares, El Libertador, p. 499: “Con fecha 19 de setiembre de 1826, le decía: “Libertador o muerto es mi divisa antigua, Libertador es más que todo; y, por lo mismo, yo no me degradaré hasta un trono”.
Lynch, Simón Bolívar, p. 269: “Y, cuando le regalaron una corona de oro con diamantes incrustados, se la entregó a Sucre: «Esta recompensa toca al vencedor y, como tal, la traspaso al héroe de Ayacucho».
Ibíd., p. 265.
Basadre, Historia de la República del Perú, p. 103: “Falleció el 2 de junio de 1825. Tenía solo 38 años. En una carta dándole cuenta de este hecho, Heres escribió a Bolívar: “Sánchez Carrión, después de hallarse aparentemente bueno y en estado de venirse de un día a otro a desempeñar su destino, ha muerto repentinamente en Lurín, el 2 del corriente por la tarde. Había estado aquel mismo día a caballo y con muy buen humor; concluido su paseo, se puso en cama a reposar y habiendo en estas circunstancias entrado su cuñada a verlo, lo encontró expirando. Inquieto yo con esta muerte, y con muchos deseos de saber la causa de su mal, que había podido ocultarse hasta el grado de engañar a los facultativos y aun al mismo paciente, convine con el señor Unanue en mandar un cirujano que abriese el cadáver y lo observase. Fue efectivamente y del reconocimiento ha resultado que tenía en el hígado una aneurisma reventada; y de aquí se ha creído que sus paseos a caballo fueron dilatando los vasos hasta reventarlos. Así Sánchez Carrión se dio la muerte por los mismos medios que buscaba su salud”.
Polanco, Bolívar, p. 221: “El general Córdoba se alzó en armas y tuvo que ser sometido con gran dolor de Bolívar”.
Rumazo, Antonio José de Sucre, p. 364: “¿Y el Libertador? Hallábase, aniquilado por la tuberculosis, en una cama de campo al pie del Cerro de la Popa, en Cartagena. ¡No le quedaban sino cinco meses y medio de vida! La noche del 1 de julio, a las nueve, recibió por correo el aviso del crimen. Se llevó las manos a la cabeza y exclamó: “¡Santo Dios! ¡Se ha derramado la sangre de Abel!”. Siguió hablando, casi en delirio, contra Obando. Y se trasladó a la ciudad a verse con sus amigos. ¡Sentíase él también asesinado!”.
Polanco, Bolívar, p. 221: “El 10 de diciembre el obispo de Santa Marta y el Libertador sostuvieron un largo diálogo a solas. Después recibió el Viático y los Santos Sacramentos. Al día siguiente otorgó testamento y ese día firmó su última proclama: si su muerte contribuía a la unión de sus conciudádanos, bajaría tranquilo al sepulcro. Del 11 al 16 de diciembre, la situación se hace cada vez más grave. No había esperanzas de salvarlo. El 17 a la 1 de la tarde todo había terminado. En ese momento se acaba la biografía y comienza la historia”.
J. Graterol y Morles, Bolívar en el pasado, en el presente y en el porvenir, Biblioteca de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, Caracas, 1988, pp. 38-40.
Gloria al Ejército Libertador.