
El lado oscuro del individuo es el adversario absoluto del héroe; la personalidad que evita el contacto con lo desconocido, o que niega su existencia en lugar de acercarse de manera activa y explorar; la personalidad cuyo «consejo» acelera el declive de la sociedad más que su renovación1.
Pródromo
En la Historia de los países, en los vastos almacenes de sus profundas memorias, hallamos leyendas y hechos sorprendentes que retan a las mentes contemporáneas a recrear los escenarios de las hazañas más azarosas e impensadas del pasado. Este sentido adquiere una profundidad especial en las naciones americanas, nacidas en el fragor de las sangrientas y calamitosas guerras civiles de la emancipación del Imperio Español. Mitos y epopeyas, narradas y escritas con esbelto dramatismo, relucen en los gruesos libros del tiempo como tesoros que los hijos del hoy aprecian y estiman. Son majas herencias de una era de gloria y terror, en la que los héroes de la Independencia alcanzaron títulos supremos, algunos de los cuales nunca volverían a repetirse2, quedando así grabados como figuras inmortales en los anales de la historia universal.
Al tratar el mosaico insigne de la gesta emancipadora de Venezuela, emergen nombres diáfanos que, a través del tiempo, son invocados con honor y respeto. Bolívar, Sucre, Páez, Mariño y Miranda adornan los pergaminos de la eternidad con trazos excelsos, como pinceladas doradas en la misma superficie de la historia, inmortalizando sus gestas en el recuerdo colectivo. Sin embargo, en contraste, existen figuras envueltas en sombras, deliberadamente o no relegadas al olvido por una preferencia que privilegia la épica heroica. Estas figuras han sido frecuentemente demonizadas, sin que sus motivaciones o significados esenciales sean explorados. Los moradores de ese oscuro Hades historiográfico permanecen encerrados en una prisión de olvido y rechazo.
Entre la oscuridad insondable, una llama ardiente emerge, un fuego que como ráfaga de lanzas desplaza con ferocidad a quienes osan acercarse, enviándolos al reino de lo intemporal. Este fuego lleva el nombre del primer caudillo de América y Venezuela, un asturiano sufrido, impetuoso, valiente y feroz, conocido como el Taita Boves3 .
En el lienzo histórico de Venezuela, la imagen colectiva que se obtiene del Taita siempre ha sido ambivalente y llena de misterios, inundada de aseveraciones diversas que no terminan por definir a aquel líder de bandoleros que fue capaz de desatar una vorágine de violencia sin límites, una hecatombe4 que devastó los esfuerzos patriotas, un ciclón sangriento que degolló a decenas de localidades. Aunque lleno de oscuridades y leyendas, Boves es un hombre singular, el síntoma alterado de un pueblo que buscaba un destino por cumplir, acaso por la impetuosa necesidad de su tiempo o por las llamaradas de la venganza indómita que dominaba su corazón. En la tradición venezolana aún se alcanzan a escuchar los susurros de sus hijos históricos, los lanceros que sobrevivieron, las misas en su nombre, por allá en las planicies del Alto Llano, en los confines de la Venezuela heroica.
I
Boves se alza como una figura que trasciende lo humano para encarnar una imagen simbólica: el mal transformado en un arquetipo viviente, el antihéroe por excelencia de la gesta venezolana. Es el adversario que se interpone con furia en el sendero de la esperanza y del triunfo heroico, reflejo implacable de los vicios y desequilibrios de una sociedad en pugna consigo misma. Su esencia es la de un torbellino, desbordante de emociones encendidas y desgarradas. El mal, como lo encarna Boves, no es una abstracción fría; exige formas concretas, una expresión que trasciende lo racional para volverse estética, casi artística. En este sentido, su maldad se asemeja a una obra de arte sombría, tallada por el demonio del sufrimiento. Es una posesión que no se limita a lo psicológico, sino que se extiende a lo moral y lo espiritual, confiriendo a sus acciones una profundidad que desafía los límites del entendimiento convencional.5.
El bien, como concepto puro, encuentra su sentido y razón de ser en la existencia de su opuesto, el mal. Esta dualidad inherente, esta pugna eterna entre luces y sombras, es un eje central de los mitos fundacionales y de todas las tradiciones culturales. Es un hecho que trasciende épocas y geografías, un marco simbólico que refleja la condición humana y sus dilemas morales. Satán, la representación arquetípica del mal, se erige como el antagonista necesario en esta narrativa. Su figura ha sido elaborada y explorada en profundidad por las plumas magistrales de Dante y Milton, quienes convirtieron al adversario en un símbolo de rebelión, dolor y condenación. En La Divina Comedia, Satán es el contrapunto al orden celestial, el reflejo invertido de lo divino, atrapado en el hielo de su propia traición. En El Paraíso Perdido, Milton lo representa con una complejidad que va más allá de la mera maldad: un espíritu desafiante, atrapado en su orgullo, cuyo descenso al abismo da testimonio de la lucha incesante entre las fuerzas de la creación y la destrucción. De esta tensión surge una verdad esencial: el bien y el mal no existen de forma aislada; cada uno otorga sentido al otro, una danza incesante que revela tanto la fragilidad como la grandeza del alma humana.6.
El mal se manifiesta de manera velada en quienes sucumben ante los sentimientos disgregadores, o más precisamente, en aquellos atrapados por su incapacidad emocional para soportar e integrar las adversidades de su vida y su entorno. Estos se hunden en el abismo del rencor. Boves, inmerso en la rueda implacable de un tiempo turbulento, encarna al hombre que sufre repetidamente, arrastrado por humillaciones, traiciones y pérdidas que desgarran su espíritu. Las heridas de su historia personal no solo lo hieren, sino que debilitan los ya frágiles destellos de bondad que alguna vez pudieron habitar en su carácter.
El mal es el rechazo orgulloso de lo desconocido, el fracaso deliberado para comprender, trascender y transformar el mundo social. Además, y como consecuencia de ello, el mal es odio al virtuoso y al valiente, precisamente por su virtud y valentía. El mal es el deseo de diseminar la oscuridad allí donde podría haber luz, por amor a la oscuridad. El espíritu del mal subyace a todas las acciones que aceleran la decrepitud del mundo, que alimentan el deseo de Dios de inundar y destruir todo lo existe7.
Por ello, quien aspire a la devastación absoluta, ya sea de un mundo, una era o una vida, movido únicamente por el deseo de sembrar dolor en un espacio que, sin sufrimiento, le es indiferente, es la encarnación del mal, un empedernido de la crueldad. Este concepto no debe perderse en abstracciones nebulosas, sino arraigarse en la cruda evidencia de la experiencia humana, en la comprensión tangible del sufrimiento. El mal toma forma, se materializa, y no se limita a un solo demonio, sino que habita en legiones de sombras que, a través del tiempo, han marcado la historia con horrores indecibles. Se recuerdan eventos como los ejecutados por el Rey de Asiria, hace milenios, en donde la toma de ciudades enemigas se convertía en circos de vil entretenimiento, cuando cortaban las manos y pies de los habitantes y los apilaban en la plaza central, esperando su desangramiento8. Ese mal puede, por diversas razones, como se ha visto, expresarse en figuras que ostenten condiciones espirituales y morales indecorosas.
José Tomás Boves, entre 1813 y 1814, como el primer gran caudillo de Venezuela y América emprende una serie de acciones en el bando de los realistas que le confieren una peculiar reputación en el territorio venezolano y particularmente en la región de los Llanos. Amenazante, este centauro de sangre y caos pasaba a cuchillos a prisioneros y saqueaba a los pueblos que se cruzasen en su camino de mefistofélica desolación. Boves tenía, sin lugar a dudas, una evidente personalidad marcada por rasgos psicóticos, un hijo espiritual de Nerón y Calígula, comparable a Genghis Kan por su insaciable sed de conquista y organización del ejército. El asturiano fue un hombre de inmenso orgullo, de conducta exagerada que desbarataba a las convencionales formas de ser de aquellos inicios del siglo XIX. Su sexualidad era vívida, alborotada y su agresividad viene en dosis elevadas, aunque denota una cierta actitud generosa y justiciera con sus más allegados, pues el hombre malvado, aunque poseído por el caos, siempre deja hueco inmaculado en su corazón9.
Cabe señalar rasgos esenciales de la personalidad de este intrépido asturiano que, en los días azarosos que vistió con el manto de caudillo, nos permitirán comprender a cabalidad la formación natural y predecible de su espíritu iracundo, no siendo parte de una vaga sujeción de hechos cronológicos que desembocaron en su conducta asesina, sino obedeciendo al llamado de voces habitantes ya de su malsano corazón, cuya elevación se da por las circunstancias envolventes en distintas etapas de su vida. El distinguidísimo historiador Augusto Mijares, refiriéndose a nuestro belicoso personaje, lo retrata de la siguiente manera:
Valiente, diestro en el manejo del caballo y de la lanza, extraordinariamente activo y con minucioso conocimiento de aquellas llanuras, no tuvo reparos desde el principio en estimular los excesos de las semisalvajes hordas que acaudillaba, y con ferocidad sin igual se entregó a saquear, asesinar y torturar en las indefensas poblaciones que fueron el primer escenario de sus correrías10.
Boves, mucho antes de su ascenso como la cólera del cielo, fue un llanero más, un hombre del campo que había nacido en el seno de una empobrecida familia, parte de la nobleza española, por allá en 1782, en la provincia de Asturias del reino de España. Diez meses después, pero en la ciudad de Caracas, en la Capitanía General de Venezuela, nacía Simón Bolívar. Ambos hombres, con una energía infatigable, aunque con métodos y destinos diferentes, emergieron con relativa diferencia a un mundo que dejarían eclipsado con sus actos extraordinarios11. Mucho se especuló sobre sus posibles orígenes en tierras llaneras, acaso por su íntima relación con esta región, siendo señalado de ser mestizo nacido en Barinas. Pero esto resultó, ciertamente, falso12.
La muerte repentina de su padre en 1787 sumió a la familia en la penuria. Su madre, viuda y abatida, enfrentó una gravísima crisis económica con tres hijos huérfanos, siendo el menor José Tomás, de apenas cinco años. Este penoso episodio llevó a la familia asturiana a trasladarse a Gijón, donde el joven Boves, con un espíritu inquieto y vivaz, desarrolló un precoz interés por los estudios náuticos y el pilotaje. Se destacó con habilidad en el Real Instituto, aquel prestigioso centro que moldeó su vocación marina, permitiéndole más tarde ingresar a la Marina Real13. Por caminos sinuosos, Boves llegó a la Capitanía General de Venezuela como pilotín en una embarcación, con tintes de piratería, y desembarcó en el puerto de La Guaira siendo aún un mozo hambriento de aventura. Allí, el litoral venezolano, con su lozano paisaje, pareció hechizarlo. El gran azul del Caribe, de una atracción hipnótica, despertó en él un vínculo profundo con la tierra y el mar, que sellarían su destino. Los oficios de marinero, pese a su esfuerzo, no prosperaron en esa nueva tierra, lo que lo empujó a la práctica del contrabando, un ejercicio habitual en los tiempos coloniales. Sus intenciones no eran más que las de ayudar a su familia lejana, que luchaba por sobrevivir en España. No obstante, la ley colonial no fue indulgente. Las autoridades realistas lo apresaron, condenándolo al presidio. Pero incluso en la adversidad, la suerte pareció sonreírle: amistades influyentes intercedieron por él. Una familia guaireña de apellido Jove, dedicada al comercio y vinculada en algún momento con Boves durante sus incursiones entre La Guaira y Puerto Cabello, intercedió por él para que se le sustituyera el confinamiento en las bóvedas de Puerto Cabello por una reclusión más favorable en los Llanos centrales, hacia los cuales Boves mostró especial aprecio14.
Así, Boves termina confinado en los llanos venezolanos, en donde ejercerá la labor de comerciante abriendo una pulpería, también dedicándose a la trata de cueros de res y otras labores afines15. Ahí, en ese oficio, y rodeado de otros hombres de campo, se desarrollará el hombre generoso, aunque ya con muestras de su enérgico carácter. Boves era despreciado por su condición social, aunque su físico, equipado con cabellos rojizos y rubio de ojos azules contrastaba ferozmente con aquel oficio en el cual compartía con negros, mulatos, indios y otras razas que permanecían en los bajos estratos de la sociedad colonial venezolana, pero con los cuales se sentía a gusto, por el trato igualitario que entre todos se prestaban. Así se perfilaba el futuro caudillo asturiano, José Tomás Boves, un hombre sencillo, pero astuto, con una habilidad innata para forjar amistades y alianzas en el vasto llano venezolano. Su carisma y destreza comercial lo destacaban, asegurándole oportunidades y consolidando su posición. Jacinto Lara, antes de convertirse en héroe de la Independencia, lo trató de cerca en los años de comercio. Lo describió como un hombre recto, activo e inteligente16, resaltando su habilidad en una etapa aún temprana de su vida.
El cuadro humano de José Tomás Boves, en su tránsito por los roles de navegante, comerciante y figura surgida paradójicamente al amparo de un confinamiento, nos revela una complejidad profunda. Este encierro, que en circunstancias ordinarias sería una desgracia, se convirtió en el inesperado trampolín hacia una bonanza económica que le otorgó una posición de poder. No obstante, aún queda en penumbra el detonante final, aquel instante invisible que desbarató su espíritu y lo transformó en la ventisca iracunda de la Guerra a Muerte. ¿Qué fuerza oculta de espanto, miedo o ira latió en las entrañas de su alma hasta romper con su vida aparentemente pacífica? ¿Qué impulso, ajeno a la razón y entregado al abismo, hizo emerger al león sediento de sangre, cuya rugiente violencia marcaría para siempre la historia de Venezuela con la estela de su terror desbordado?
II
La visión de los hombres respecto al mundo puede determinar el rumbo de ciertos acontecimientos universales o locales. A menudo, durante el desarrollo de la Historia, personajes singulares cosechan una visión defectuosa del hombre y todo el entorno que lo rodea. Si el hombre percibe corrupción e injusticia ilimitadas en su mundo cercano, actuará con sus propios medios para reducir los dolores proyectados de ese cosmos deforme e imperfecto que habita, incluso si eso significara la destrucción del orden preexistente o la directa intención de desatar el infierno mismo, vomitando el fuego de la redención, como si se tratase de una pantomima del diluvio bíblico.
Goethe debió, seguramente, a través de las lecturas y pensamientos que dieron forma literaria a su Fausto, entrar en un contacto hondo con las concepciones tradicionales del mal. Mefistófeles, la creación luciferina o diabólica en la vida del Dr. Fausto, es el centro de la cuestión del mal en la obra, entre otros temas que no abordaremos en este instante. Dice el oscuro y carismático personaje, presentándose a sí mismo:
¡El espíritu soy que siempre niega! Y con razón, pues todo lo que nace merece ser sólo aniquilado; mejor sería, pues, que no naciera. Y así, cuánto soléis llamar pecado, destrucción o, abreviando, sólo, el Mal, es mi elemento propio17.
El espíritu que encarna Mefistófeles, una figura labrada con precisión inigualable por la maestría germánica de Goethe, trasciende su lugar en la ficción para devenir en una metáfora universal. Este sentimiento dominador, síntesis de los instintos destructivos y vengativos que subyacen en el hombre común, no se limita al marco de lo literario: es una presencia tangible, un eco que resuena en las profundidades de la psique humana y en las dinámicas de las sociedades. A lo largo del relato, esta fuerza oscura se formula con intensidad renovada, revelando su influencia insidiosa en las decisiones, deseos y temores del hombre. Aunque las expresiones de Mefistófeles son extremas, propias de un ser infernal, sus matices se replican, como sombras menos densas, pero igual de significativas, en el tejido mismo de la humanidad. Las masas, en su vastedad, contienen los vestigios de esta energía destructiva, cuyos aires desoladores se extienden como un velo tenue pero omnipresente, abarcando los rincones del mundo. El diablo, entonces, no se encuentra exclusivamente en el infierno ni en los salones filosóficos donde Goethe lo coloca con ironía aguda. Habita, más bien, en el corazón de una existencia siempre amenazada por la ruptura y el caos, una advertencia de las capacidades autodestructivas que acechan en la condición humana.
Dostoievski, maestro del abismo humano, añade un matiz imprescindible al retrato de la naturaleza del mal. En Los hermanos Karamazov, por medio del hermano mayor Iván, de gran poderío intelectual, nos confronta con una sentencia que no es solo provocadora, sino reveladora:
Pienso que, si el diablo no existe, pero el hombre lo ha creado, lo ha creado a su propia imagen y semejanza18.
Así como Goethe viste a Mefistófeles con las galas del ingenio y el sarcasmo, Dostoievski nos entrega un diablo que es un reflejo perturbador del hombre, una sombra proyectada por su deseo de dominar y destruir, como vientos cercanos de sus temores y debilidades. En esta visión, la crueldad humana, como la expone Iván en su disertación, no es un desvarío aislado ni un atributo de unos pocos; es, más bien, una constante en el tejido de nuestra historia, una manifestación de un diablo hecho a nuestra imagen. Como en las almas turbulentas de los personajes de Dostoievski o en la desmesura de Boves, el mal se convierte en una posesión que trasciende lo meramente psicológico para infiltrarse en lo espiritual y social, revelando al hombre como su mayor arquitecto. Hallado en la universalidad del drama humano, el mal es, por su dilatación en el mundo, «cósmico». Pues, el mal afecta y seguirá afectando todos los lugares de todas las eras y así la vida de todos los hombres19.
Siempre existirán personas dedicadas a ejecutar el oficio de Caín, el labrador de tierra. Mencionado este, arquetipo del mal, siendo el primer homicida de la historia, al menos dentro de la mitología bíblica, comentamos lo siguiente: Caín, hombre frustrado, irritable y mediocre, no invierte suficientes energías en presentar los sacrificios más elevados posibles para Dios, quién espera de él, como lo hace con el diligente y comprometido Abel, su hermano, abnegada devoción a las tareas designadas. Encolerizado, invadido por un resentimiento abrasador, el hombre privado de las bonanzas, apartado de la prosperidad entregada por el Altísimo, por sus muestras de escaso compromiso, emprende la acción disgregadora suprema: asesinar a su hermano Abel, fuente de todo lo bueno y correcto20. Mal, en este sentido, y como regla general, es la arremetida consciente y vulgar sobre las almas humanas ahí en donde el sufrimiento no tiene cabida natural. Insertar sufrimiento, como arte mismo, diversificando los métodos y la intensidad del dolor infligido, es el quehacer fundamentalmente cainiano.
En la explosión revolucionaria de 1810, nos encontramos con un José Tomás Boves erigido en comerciante lucroso, acompañado de reputación innegable, codeado con otros prósperos tenderos de la zona, reposado sobre una vida relativamente cómoda. Durante estos años de comercio álgido y vibrante, Boves se desplazó hacia diferentes puntos de la Capitanía General, siempre atendiendo con seriedad y eficiencia las labores de sus negocios, yendo hacia Valencia, San Carlos de Cojedes, Villa de Cura y explorando como pocos los horizontes de los Llanos de Venezuela. Esta continua actividad le generó la reputación antes referida y se estableció como uno de los hombres de negocios más importantes. Aún, por sus orígenes, no abandonaba la idea de integrarse a la aristocracia, por entonces restringida por los mantuanos ricos, cuyas ofensas, siempre hirientes y ácidas, recaían en el asturiano con especial aflicción. Aquella oligarquía de Calabozo invertía esfuerzos en despreciarlo y minimizar sus condiciones naturales de español y hombre de considerables recursos. Recordemos, además, los orígenes mediocres de este, por ahora, león dormido, por los cuales, desde niño, siempre se le dificultó asociarse a ciertos grupos de personas, ausente de suficiente altura de clase y carente de la más baja, permaneciendo como un imán en el limbo de las clases sociales medianas e insignificantes21.
Posiblemente, esta inadaptación y repliegue constante de uno a otro grupo, los rechazos continuos y el desprecio arrojado hacia su persona, a pesar de sus logros como comerciante, condujeron a madurar agriamente sentimientos enanos y mezquinos dentro de su espíritu ya comenzado en el proceso de amargura e ira, formando una masa de odio y rabia, un barro emocional apestoso que terminó por vestirlo internamente y que lo empujará a externalizar toda esa olla podrida de conmociones alteradas.
III
Avispado en su faceta de comerciante, emprende rumbos, como antes dicho, hacia latitudes varias de la Tierra Firme, escudriñando los modos de ampliar los dominios de sus negocios. En una de esas marchas, en la ciudad de Valencia, aquella comarca de, ya ausente en estos tiempos, latente arquitectura colonial, conocerá a maja dama, cuyo romance, efímero y violento, desatado en silencios nocturnos, engendrará a un hijo. Dicho episodio adquiere peculiar atractivo al saberse que, aquel niño que llevará por nombre el de José Trinidad, portaba, por intermedio de su madre, el apellido Bolívar22. Manera burlesca, pícara que tiene el destino de augurar los caminos del porvenir.
Boves y Bolívar, dos remolinos de voluntades inquebrantables, espíritus de hierro, forjados por el fuego del dolor, se harían ejes mutuos de una vorágine de sangre nunca antes vista. En dos años, en la época oscura en la cual penetraremos más adelante, esa dualidad de ideales, métodos, odios y arremetidas fulgurantes, acabarán con sesenta mil almas venezolanas, sembrando parcelas enteras de cadáveres, no sólo deformes en su apariencia física, sino resquebrajados en el crisol de sus almas por las llamas emergentes de las fuerzas interiores de aquellos dos soles irradiantes de furor.
Porque el héroe mitológico es el campeón no de las cosas hechas sino de las cosas por hacer; el dragón que debe ser muerto por él, es precisamente el monstruo del status quo: Soporte, el guardián del pasado. Desde la oscuridad el héroe emerge, pero el enemigo es grande y destaca en el trono del poder; es el enemigo, el dragón, el tirano, porque convierte en ventaja propia la autoridad de su posición23.
El campeón de la libertad, recientemente aclamado como Libertador con aquel solemne acto de nombramiento en 1813, título que, en sus palabras, era «superior a todos los que ha recibido el orgullo humano», emergía de los fangos de la derrota para alzarse como un huracán de perseverancia durante los siguientes veinte y tantos años de ardua lucha encarnizada. Con él, por otro lado, nacía, de las convulsiones, las injusticias y la naturaleza salvaje de la época, el antagonista de su epopeya, el devorador de mundos, el león que amenazaría no la existencia del héroe en novicia aparición, sino la vida misma de una nación en muletas, torpe en su andar, ingenua aún en su configuración política. Una dualidad como esta, precedida por otras de antaño, representaba, para nuestra naciente historia republicana, una escenografía de combates a la altura de los mitos de antiguas civilizaciones, la lucha eterna entre San Jorge y el Dragón del Caos. Si este hombre solar, este sucesor del ideal prometeico, con las luces del Nuevo Mundo, pretendía alumbrar los corazones de sus coterráneos, no advertía que, en la ambición de la victoria siempre se contrapone la apetencia del desafío, encarnado en un adversario digno, robusto, amenazador de principios.
En el mito solar típico, el héroe se identifica con el sol, portador de la luz de la consciencia, que es devorada cada noche por la serpiente de agua del oeste24.
Frente a este teatro de rivalidad, Boves, en su conjunto humano, como expresión colérica del adversario, encarna «el poder que se opone eternamente al dominio de la luz»25, entendida esa luz, personificada en Bolívar, como «un Sol, proyectado sobre el cielo de América»26. Simón Bolívar y José Tomás Boves emergen como figuras antagónicas, cada uno tejiendo su legado con hilos de ideales opuestos, semejantes a los contrastes míticos de las culturas antiguas. Bolívar, el Libertador, se erige como un Prometeo moderno, trayendo la luz de la independencia y la ilustración de un nuevo destino a las colonias oprimidas, cargando con el peso de la esperanza y el sacrificio por la humanidad, muy a la manera de cómo el titán griego desafió a los dioses para dar fuego a los hombres. Su visión de un continente unido bajo la bandera de la libertad evoca la imagen del sabio rey Yudhisthira del Mahabharata, cuyo reinado se basaba en la justicia y la unión. Por otro lado, Boves, el caudillo realista, se asemeja más a un Loki del panteón nórdico, sembrador del caos y la discordia, utilizando las divisiones sociales como herramientas de poder, recordándonos al dios del engaño y la destrucción que altera el orden establecido por mero capricho o venganza. Mientras Bolívar buscaba construir un nuevo mundo sobre los ideales de la unión americana, Boves, con su estrategia de guerra de castas, desataba fuerzas primigenias, semejantes al Tifón griego, que con su violencia intentaba devolver al mundo a un estado de barbarie. Así, ambos líderes, en su lucha, no solo definieron el destino de sus tierras, sino que también encarnaron los perennes duelos entre luz y oscuridad, orden y caos, que han resonado a través de los mitos de todas las civilizaciones.
Aumentando la óptica de estas representaciones simbólicas de tan vastos personajes, iguales en grandeza, aunque supremamente desemejantes en sus caminos de luces y sombras, podemos conciliar que, dentro de las construcciones mitológicas de los pueblos, especialmente de los nacidos en el seno de las guerras fratricidas, sirven estos como modelos de conductas colectivas que pueden degenerarse en propósitos abúlicos o producir grandes sentidos heroicos. Bolívar es «genial y único en la Historia»27, mientras que, su semejante, el Taita, constituye el «azote del cielo»28.
El mundo de la revolución en Venezuela, el proceso de su independencia, los actores que ahí entraron de manera intrépida y feroz, son parte esencial del cosmos bélico de la patria. El Cosmos, nuestro mundo, en este caso, el mundo venezolano, sufre el asedio de los adversarios, semejantes a los enemigos (las primeras resistencias de los aborígenes) de los dioses fundadores (los primeros conquistadores españoles). El surgimiento que, históricamente, ocurre y seguirá ocurriendo, la aparición del archienemigo, el Dragón vencido al comienzo de los tiempos (el brote de furia de la resistencia en contra de lo nuevo, del desarrollo elevado de la cultura), es un evento que debe esperarse cada cierto lapso de años en la historia patria. Boves, por esa visión, surge como el volcán de las reacciones encarnadas en la lucha de las pasiones detenidas por el tiempo que, tarde o temprano, habría de reaparecer.
El ataque contra «nuestro mundo» es la revancha del Dragón mítico que se rebela contra la obra de los dioses, el Cosmos, y trata de reducirla a la nada. Los enemigos se alinean entre las potencias del Caos. Toda destrucción de una ciudad equivale a una regresión al Caos. Toda victoria contra el atacante reitera la victoria ejemplar del dios contra el Dragón (contra el «Caos»).29
Misma línea podríamos continuar con la destrucción que ocasionó la más que devastadora Guerra a Muerte, cuyas consecuencias, posteriormente, dieron forma a la República de Colombia, el gran proyecto político del Libertador. Curioso es, además, realizar una tentativa comparativa respecto a los «doscientos mil cadáveres sobre los cuales levantó Venezuela su bandera victoriosa» y la supervivencia de quienes, honradamente, alabamos como nuestros Libertadores y Próceres. Bolívar y los próceres, al igual que Marduk o Yahvé, crean el mundo a partir del enfrentamiento con el Dragón: Marduk, usando los restos del dios marino Tiamat, forja el cosmos; Yahvé, tras vencer a Rahab, da forma al universo. Simbólicamente, este proceso se ha perpetuado de manera ininterrumpida. De los pedazos de los adversarios, como Boves, visto a través de este lente como la encarnación del Dragón en el cosmos venezolano, se personifica un nuevo mundo (el elegido destino independiente de Venezuela y América de la maternidad de la Corona Española). Las fuerzas patriotas, triunfadoras sobre las Tinieblas, la Muerte y el Caos representados por el dragón bovesiano, repiten este ciclo a lo largo del tiempo, marcando también la aparición del monstruo histórico, cargado de evidentes connotaciones simbólicas.30
En el contexto de la Independencia de Venezuela, el mito no solo relata una historia sagrada, sino que encarna la acción primordial de los Libertadores como «Héroes civilizadores». Las hazañas de Simón Bolívar y los demás valientes generales, oficiales y soldados, enfrentados a Boves el Urogallo, se presentan como un evento fundacional que tuvo lugar ab initio de la nación venezolana. Al igual que los dioses o seres divinos del mito, estos próceres revelan un misterio (la creación de una nueva realidad política y social) que no habría sido conocida por el hombre común sin su osada intervención. La lucha contra Boves, el antagonista de este relato épico, y el triunfo patriota —triunfo que viene luego, pues Boves habrá de desbaratar la Segunda República—, proclaman la aparición de una nueva situación cósmica, la pérdida de la república y la continuidad milagrosa de la empresa libertaria hacia la suprema independencia, narrando cómo se efectuó este cambio, cómo comenzó a existir una Venezuela libre en los años sucesivos. Así, la narrativa de la independencia se convierte en una verdad apodíctica, una historia sagrada que fundamenta la verdad absoluta de la nación: Así es porque se ha dicho que es así, fundamentando no solo la historia de Venezuela sino también su identidad colectiva y su destino manifiesto, solidarizándose con la ontología al hablar de realidades concretas, de lo que sucedió realmente en el devenir de su tiempo heroico. Y aunque, en ocasiones, atacadas en aras de desvelar lo auténticamente histórico, nuestras epopeyas, cantadas con la heroica fuerza de su grandeza infinita, nos devuelven una verdad sagrada y patria: la necesidad de lo que Eliade llamaba la reactualización de los mitos, pues el hombre siempre demanda esa emulación de lo sublime, de lo maravilloso, de lo asombroso:
No carece de interés el observar que el hombre religioso asume una humanidad que tiene un modelo trans-humano trascendente. Sólo se reconoce verdaderamente hombre en la medida en que imita a los dioses, a los Héroes civilizadores o a los Antepasados míticos.31
El león de los Llanos tiene por sistema de vida la temeridad, todo él se resuelve en el mismísimo peligro, se sumerge con beneplácito al océano de la incertidumbre. El Libertador es más un administrador del propio valor, un estratega de posibilidades superiores, un aventón de inteligencia magna, aunque, por supuesto, su adversario no carecía de esta.32
Bolívar, en su proclama del 2 de agosto de 1818, aún marcado por la sombra del máximo adversario, evocó a Boves con palabras cargadas de fervor: lo describió como «la cólera del cielo que fulmina rayos contra la patria». En estas líneas, el Libertador sintetizaba no solo el temor y la devastación sembrados por aquel caudillo, sino también la imagen de un azote divino, un castigo que, en su brutalidad, puso a prueba la resistencia y el temple del pueblo venezolano.33
Fue el máximo destructor. Fue el asesino de toda vitalidad en Venezuela. Se le ha comparado con Atila. No sabemos si Atila fue en realidad tan malo.34
Boves, en tanto, como ese otro hijo de Dios, es decir, el adversario eterno, es rígido y autoritario. A pesar de esta conceptualización simbólica, siguiendo los planteamientos de Herrera Luque al examinar la psicopatología del Urogallo, ponemos de relieve un patrón diferente, aunque no sustancial, en que la inestabilidad de Boves al portar el arquetipo del héroe (héroe para las hordas de los pardos) lo hace enloquecer, estalla en delirio esquizofrénico y sucumbe el ego, la individualidad, perdiendo el sentido de la realidad.35
Boves encarna el espíritu de Namuci, el adversario de Indra en la mitología india, el dios de la oscuridad y el odio que nunca suelta su presa. Si Bolívar, como Indra, buscaba la unión bajo la luz de la libertad, Boves era su opuesto, una fuerza implacable que retorcía corazones con el odio nacido del sufrimiento. «El que nunca suelta» parecía describir al caudillo llanero, cuya tenacidad destructiva resonaba como gruñido eterno de caos, desafiando incluso en la derrota los ideales luminosos que Bolívar defendía.36
Bolívar, antes referido como héroe solar, el sol encarnado, tiene la digna facultad de que, en esa condición, «tiene el privilegio de poder atravesar el infierno sin morir»37. La imponente figura del momento —Boves— surge únicamente para ser destruida, desmembrada y diseminada. En esencia, el ogro-tirano representa el triunfo del acto supremo, mientras que el héroe encarna el poder de la vida que crea y renueva, y «surgen los tiranos humanos, que usurpan los bienes de sus vecinos y son causa de que la miseria se extienda. Éstos también deben ser suprimidos. Los hechos elementales del héroe consisten en limpiar el campo».38
El caraqueño no fue solo quien continuó la dinámica del ciclo cosmogónico de la América Latina, sino aquel que reabrió los ojos de sus pueblos, permitiendo que, a pesar de las idas y venidas, de las victorias y derrotas, de los deleites y las agonías del vasto panorama del mundo, la Presencia Única de la libertad y la unidad se viese nuevamente. Su lucha requirió una sabiduría más profunda que la mera acción militar; en él, la espada de la virtud no solo cortó las cadenas del yugo colonial, sino que también levantó el cetro del dominio y escribió con la tinta de su visión el libro de la ley de una América unida. En Bolívar, el héroe supremo, se fusionan el símbolo de la acción y el de la representación significativa, legando a las generaciones futuras no solo un modelo de valor, sino también de sabiduría y ley.39
Boves «y los demonios grandes como columnas avanzaron a su lado»40.
Los hermanos hostiles míticos —Spenta Mainyu y Angra Mainyu, Osiris y Seth, Gilgamesh y Enkidu, Caín y Abel, Cristo y Satán— encuentran su recinto en las figuras históricas de Bolívar y Boves, representativos de dos tendencias individuales eternas, los hijos de dios gemelos, el heroico y el adversario. Bolívar, como el salvador arquetípico, encarna el espíritu duradero de la creación y la transformación, caracterizado eternamente por su capacidad de admitir lo desconocido y, por tanto, progresar hacia el reino de los cielos —en este caso, la independencia y la nueva Venezuela. En cambio, Boves, el adversario eterno, es la encarnación, en la práctica, la imaginación y la filosofía, del espíritu de negación, representando el rechazo eterno de lo desconocido redentor, adhiriéndose a una autoidentificación rígida con la igualdad social de los pardos. Los mitos de los hermanos hostiles —como los de los zoroástricos— tienden a enfatizar el papel de la libre elección en la determinación del modo esencial de ser, una elección que Bolívar y Boves encarnaron en su lucha por definir el futuro de Venezuela.41
¡Bolívar y Bobes! Los dos fueron inmensos personificando dos patrias: la que nacía de los horrores de la guerra y la que lloraba, vieja y desgarrada, la pérdida de tantos de sus hijos.42
IV
Mientras, sensible el genio caraqueño a los terremotos bélicos que se desatan con ferocidad en el mundo hostil de los Llanos, fija su mirada en el terrible lugar de los azotes, la guarida del dragón, el recinto de las penas y pozo hondo de los lamentos. Y en esa disposición del destino, los dos rivales, uno elevando el humo negro del caos al cielo de éxitos del otro, quedan enfrentados en un combate olímpico.
Dirigente de los destinos de aquellas tierras dispersas, ajenas las unas a las otras, que trataban de unificarse bajo los principios de una república perenne, Bolívar, el Libertador, reúne a sus guerreros más audaces, invadidos por deseos de triunfo, odio y muerte, para darle enfrentamiento definitorio al remolino apocalíptico que azota con horror en la profundidad de los Llanos. Y aunque expresan admirables ideales de victoria infinita, no son rivales contra el avasallador despliegue de las fuerzas bovesianas.
Los dos mejores oficiales de Bolívar, uno Juan Antonio Bermúdez de Castro, arrojado hasta la temeridad, y otro José Félix Rivas, soldado hábil, maniobrero y valeroso, reciben la misión espinosa de aplastar al temido campeón de los realistas ; en una semana, tras inverosímiles marchas, Bobes destroza los batallones de Bermúdez y aniquila la División de Rivas, tomándoles armas, municiones, banderas y ganado, con mortandad tan grande, que ambos caudillos insurgentes escapan sin escolta siquiera que los guarde.
¡Victoria o muerte! El eco de la barbarie, el desatino de la sed de sangre de las hordas alimentadas por la violencia inalcanzable acompaña los charcos de sangre junto a los cadáveres de los patriotas y sus restos, y como muestra infalible del compromiso con el exterminio, aquellos soldados de la causa libertaria, sobrevivientes milagrosos, no tardan en ascender a la vida eterna por los peajes de la pólvora, pues no se toleran cambios de bandos o súplicas para ingresar al formidable Ejército de Barlovento.
Muchos de los dispersos se presentan en el campo del vencedor para unirse a sus filas. Bobes no admite traidores ni pasados: el que una vez defecciona sus banderas no es de fiar; aquellos que esperaban ser acogidos son fusilados con los prisioneros.43
Bolívar recoge la herencia maldita de las victorias de los llaneros de Boves, hace uso de la misma gallardía, incorpora a su gente el valor del triunfo por medio de la muerte atroz: el enemigo debe ser exterminado, como manda el acta suprema de su espíritu. Así, Antoñanza y Barreiro, fieles a la causa realista, comandantes decididos, son consumidos por la orden de los fusiles, destruyendo porción relevante de los ejércitos enemigos. El Libertador los ha trasladado al mundo del Altísimo. Sorprendidos los patriotas por la dignidad y solemnidad de sus muertes estoicas, rinden respetos a sus rivales.44
Pero el año de 1813, marcado por el ascenso del caudillo asturiano y la gloria reciente del intrépido caraqueño, terminará con augurios desoladores, de frente a un año que tendrá las batallas definitivas, únicas podríamos decir, entre las fuerzas negruzcas de la rebelión popular y el dubitativo, aunque valiente y resistente, bando patriota. Estas devastaciones propias de las epopeyas arcaicas, personificadas en grandes hombres, uno, ciertamente, de dimensiones que el destino aún guarda por robustecer de laureles eternos, y otro, aunque efímero como un chispazo de luz, es suficiente para alborotar la tierra misma y abrir en ella las cicatrices de los mundos antiguos, dejando entreabierto al mismísimo averno en el espanto que supone las huellas de sus pasos.
La campaña toma proporciones de epopeya; posiblemente, no hubo ninguna tan encarnizada, tan feroz, desde que el mundo es mundo, porque no registra la Historia batalla en que perecen siempre la mitad у hasta el 70 por 100 de los combatientes.45
Aquel paisaje sumergido en el desencanto y la barbarie, producto de las huestes furiosas, arrebatas de ira, concluyeron el primer ciclo de destrucción. Todo el escenario bélico era una iracundo ventisca sin conocimiento de la clemencia, sin distinguir la pureza del corazón del otro, ahogados en los lamentos que se estiran por toda la agonizante república. Son tiempos oscuros, una época de terror que inició con el signo de la lucha entre ambos contingentes: el odio.
La campaña de 1813 fue la ilusión que alentó los pueblos de Venezuela: la de 1814, la tumba en que ésta se sepulta.46
El estallido de la Guerra a Muerte es el aguacero de la barbarie. Allí, todo espíritu se involucra encarnizadamente en el sanguinario intercambio de fusiles y machetazos, símbolos perennes de tan atroces días. Pasar a cuchillo, o por las armas, es el ritual común entre ambos bandos, y no siendo meramente un protocolo ordenado por superiores, sino una práctica gustosa entre los más coléricos oficiales. Las atrocidades evidentes cometidas por el bando realista, integrado, mayoritariamente, por otros venezolanos47, fueron respondidas enérgicamente y su expresión concreta obtuvo cuerpo en forma de decreto, por allá en Trujillo, un 15 de junio de 1813. Bolívar, el conductor de tropas, General en Jefe del Ejército del Norte libertador de Venezuela, se dirige a sus conciudadanos para evocar muestras de su ya irrebatible elocuencia, denunciando a «los bárbaros españoles», cuyas acciones aborrecibles han violado los derechos sagrados de las gentes. A pesar de las muestras de firmeza, manifestación vital en situaciones de enorme peligrosidad, hay cabida, no obstante, para la redención y la magnanimidad:
A pesar de nuestros justos resentimientos contra los inicuos españoles, nuestro magnánimo corazón se digna, aún, abrirles por la última vez una vía a la conciliación y a la amistad; todavía se les invita a vivir entre nosotros pacíficamente, si detestando sus crímenes y convirtiéndose de buena fe, cooperan con nosotros a la destrucción del gobierno intruso de la España y al restablecimiento de la República de Venezuela.48
Y aunque estos deslizamientos morales, insustituibles en el corazón ancho del Libertador, resulten conmovedores, las circunstancias envueltas de sangre e injusticia lo encaminan a cerrar con ferocidad tan controvertida proclama, casi como invocando a Ares, el dios de la guerra, sin saber con certeza las magnitudes de sus deseos, que eran los deseos de muchos, los sentimientos degollados de almas desconsoladas por el arrebato de sus seres amados, por la pérdida del ideal libertario.
Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.49
El furor de acabar con ochocientas almas50, el desliz del cuchillo por el pescuezo de los odiados enemigos fue una sensación fugaz y pigmea, pues, como asevera Juan Vicente González, aquellos años del Terror no trajeron sino maleficios que tardaron muchos años en desaparecer, y aún más, quizás hay reminiscencias en los tiempos actuales de aquella tolvanera cruenta51.
Aquella pasión colectiva vendría siendo el lazo furioso de cada uno de los protagonistas del calamitoso evento bélico, desde los más nobles iniciaría el tornado de inclemencias. Blanco Fombona describe la naturaleza psicológica del clima azaroso como «la voz de muchas pasiones; el grito, la actitud del alma de todos»52.
Hay otros, como el expresidente e historiador nacional, Eleazar López Contreras, cuyas investigaciones concluyen que las disposiciones de la proclama fueron, justamente, más una circunstancia del tumultuoso sucedo que un arrebato frenético de ira. Así lo constata el oriundo de Queniquea:
Bolívar no fue cruel ni sanguinario, pues en múltiples circunstancias probó ser proclive a la clemencia y al perdón y a la generosidad; y si hubo de acudir a medidas extraordinarias y tremendas, como el Decreto de Guerra a Muerte, firmado en Trujillo, fue en justa represalia, y por necesidades perentorias del momento histórico, ante las conocidas crueldades de los Bizcar, los Zuazola, los Antoñanzas y los Boves. La amenaza que contenía aquel documento fue una forma de amedrentar al adversario y de estimular el sentimiento de libertad, y no un método inhumano y feroz53.
La Guerra a Muerte, ese capítulo ominoso de nuestra historia, no requiere en esta ocasión del examen minucioso de sus maniobras bélicas, sino del retrato vívido de la barbarie desatada por las huestes zambas del Taita. Bajo el mando de José Tomás Boves, cuya figura oscila entre la leyenda y la realidad, se desplegó una violencia desmesurada, reflejo de los resentimientos y fracturas de una sociedad convulsa. El dolor, la brutalidad y el sufrimiento se entrelazaron en una danza macabra, dejando tras de sí un reguero de pueblos arrasados y vidas truncadas. Así, el Taita se erige no solo como un caudillo, sino como un símbolo inquietante de una época donde la libertad nacía entre los ecos de atrocidades que aún estremecen la memoria colectiva.
Al referirnos con anterioridad a Boves como una continuación histórica, y por lo tanto simbólica, aunque actuante y viva, de Caín, cabe resaltar la cualidad innata que yace en el personaje bíblico, cuya acción, matar a Abel, invoca el principio anticristiano: el desprecio por el prójimo (No intentes mal contra tu prójimo. Que habita confiado junto a ti, Proverbios 3:29). Dentro de la Patria grande, la venezolana, al ser, como sentencia Vallenilla Lanz, una guerra civil entre venezolanos y españoles connaturalizados, hay un brote curioso de odios que llevan a hermanos a matarse entre sí. Blanco Fombona afirma, apoyado seguramente en las observaciones de Vallenilla Lanz sobre la psicología de las masas, dando prominencia al punto, que «nadie es más venezolano que Boves»54.
Un año más tarde, cuando tras las derrotas que comenzaron en La Puerta ve sucumbir la Patria bajo los cascos de los caballos llaneros, decepcionado y violento, lanza contra aquellos mismos pueblos, enemigos de la Independencia, esta tremenda acusación:
“Si el destino inconstante hizo alternar la victoria entre los enemigos y nosotros, fue sólo en favor de pueblos americanos que una inconcebible demencia hizo tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro a sus tiranos. Así parece que el cielo, para nuestra humillación y nuestra gloria, ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros...” 11 No os lamentéis, pues, sino de vuestros compatriotas, que instigados por los furores de la discordia os han sumergido en ese piélago de calamidades, cuyo aspecto solo hace estremecer a la naturaleza, y que sería tan horroroso como imposible pintaros. “Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno, derramado vuestra sangre, incendiado vuestros hogares y os han condenado a la expatriación. Vuestros clamores deben dirigirse contra esos ciegos esclavos que pretenden legaros a las cadenas que ellos mismos arrastran. Un corto número de sucesos por parte de nuestros contrarios ha desplomado el edificio de nuestra gloria, estando la masa de los pueblos descarriada por el fanatismo religioso y seducida por el incentivo de la anarquía”.55
El sangriento arte de los caudillos que lideraban las montoneras de los llanos, compuestas por pardos, mulatos e indios, se ha convertido en un testimonio imborrable de nuestra historia. Los seguidores del Urogallo, como sombras encarnadas del caos, parecían competir en una macabra carrera por demostrar quién empuñaba con mayor maestría el cuchillo del diablo, ese filo que trazaba surcos de terror en la carne de la patria.
El tirano mandó sus tropas para que mataran a los hermanos dentro de la ciudad.56
El cronista Arístides Rojas, en sus detalladas narraciones, ilumina con sombría claridad los abismos de la brutalidad del monstruo asturiano. Boves, en su ferocidad, no era un solitario; encontraba reflejo en sus compañeros de tinieblas, figuras igual de temibles como Morales, Yánez o Suazola. Ellos compartían, con himno de acero y sangre, esa infamia que marcó su tiempo y sembró el terror en los campos y ciudades de Venezuela, escribiendo con crueldad una página que aún nos estremece.
Un día le presentaron un anciano enfermo y descarnado, único habitante del pueblo de donde habían huido todos los demás, al saber su aproximación. Después de algunas preguntas, a las que el anciano respondió con dulzura y veracidad en lo que sabía, le mandó decapitar. Al instante salió de entre las filas un bello joven que rayaba en los catorce, postrándose de rodillas ante el caballo que cabalgaba el jefe español: "os ruego", exclamó, "por la santísima Virgen, perdonéis a ese pobre hombre, que es mi padre: salvadle y seré vuestro esclavo". "Bien", dijo el monstruo, sonriéndose al oír las súplicas fervientes del joven: "para salvar su vida, ¿dejarás que te corten la nariz y las orejas sin un quejido?" " Sí, sí", respondió generosamente el mancebo, "os doy mi vida; pero salvad la de mi padre". El desdichado sufrió con admirable serenidad la horrible prueba: visto lo cual, el inhumano Boves mandó que le matasen juntamente con el padre; por ser éste un insurgente, y aquél demasiado valiente para permitir que le sobreviviera y se convirtiera más tarde en otro tal".57
Boves, decidido a consolidar su dominio, ocupó el fértil valle de Aragua, cortando las comunicaciones vitales entre Caracas y Valencia. En esta última, la guarnición resistió con valentía, pero la adversidad la llevó a pactar una rendición negociada. El acuerdo prometía que las vidas y propiedades de los ciudadanos, así como las de los defensores, serían respetadas. En un gesto que pretendía sellar su palabra, Boves juró “solemnemente” cumplir el pacto durante una misa, justo antes de la eucaristía. La traición pronto mostró su rostro. Esa misma noche, mientras las esposas de los patriotas se entregaban con miedo al baile, creyendo en la dudosa tregua, Boves dio la orden implacable: sus maridos debían morir. Lo que siguió fue una masacre implacable, un baño de sangre que no se detuvo hasta que todos los patriotas de la ciudad fueron exterminados. Así, la promesa jurada de Boves quedó sepultada bajo el estruendo de la violencia y el eco de una traición inolvidable58. El Urogallo, en su furia y arrogancia, parecía despreciar las enseñanzas que emanan de Romanos 12:18: Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. Cada acto suyo era un desafío, un escupitajo a la virtud de la reconciliación, como si la paz misma fuera indigna de su naturaleza violenta y despiadada.
La toma de Barcelona, aquel fatídico 15 de octubre, marcó uno de los episodios más sombríos de la campaña de Boves. Entre las escenas que aún estremecen a la memoria, resalta la tragedia de Carmen Mercié. Refugiada en la capilla que llevaba su nombre, buscó amparo en la figura de un sacerdote, pero Pedro Rondón, como un lobo hambriento, irrumpió en aquel sagrado espacio. Sin atender plegarias ni la súplica del clérigo, la arrancó de los brazos protectores y, frente a la mirada complacida de Boves, consumó un acto de brutalidad indescriptible. Esa misma noche, las tinieblas se mezclaron con la lúgubre luz de una lámpara que apenas lograba perforar la oscuridad. Entonces, contra todo sentido, comenzó a sonar una música melancólica que, con el correr de los compases, se transformó en una melodía bulliciosa y alegre. El salón pronto se iluminó, revelando una escena macabra: damas de Caracas, obligadas a vestirse con elegancia, lloraban mientras eran obligadas a participar de aquel grotesco baile entre hombres con las manos aún teñidas de sangre. Conforme la noche avanzaba, la música comenzó a apagarse lentamente. Las notas de un único violín se mantuvieron en el aire hasta que también este cayó en silencio. Los treinta músicos que amenizaron aquella velada, uno tras otro, dejaron sus instrumentos para ser conducidos a la muerte, sus gargantas segadas como última nota de una sinfonía de horror. En el iluminado salón, ya no quedó más que el eco de un silencio atroz, mientras la sangre corría como un testigo mudo de la barbarie.59
El célebre gacetillero José Domingo Díaz, médico y condiscípulo de Vicente Salas, traza una acertada descripción del portador inclemente de la lanza invencible del llano. En carta de este a Boves, a mediados de 1814, expresa que «Dios se cansó de sufrir los insultos que nos hacían: los castigó por medio de usted, de un modo seguro y enérgico…»60.
V
Situamos el estado de las cosas en medio de unas torres de carne putrefacta, el hedor de vísceras escapadas de sus recintos carnales, desmembraciones bárbaras: largas filas esperan a las puertas de San Pedro. Por el momento, sólo una inscripción se observa, inscrita con el acero infernal de Boves, aquella misma consigna a las puertas de las mazmorras por donde las fieras luciferinas precipitaron al florentino a su aventura: lasciate ogni speranza61. Las hordas del caudillo asturiano aglomeran las tierras, extienden su terror hasta Caracas y los Valles de Aragua, desafiando las geografías más escabrosas, los ríos más inclementes, alzándose su poderío en la densidad de la sangre que cubren a sus lanzas coloradas. Una hueste que rememora a los centauros arcaicos y a las leyendas de tribus igualmente despiadadas.
Boves, que, ya en el desarrollo galopante de su trayectoria en el año, comandaba a la España de las estepas americanas62, aumentaba sus ambiciosos proyectos de conquista, de venganza, de odio irreductible. Consumado este poderío de masas, cabe resaltar las singularidades que componen el cuerpo discursivo de la demagogia bovesiana. El intrépido león de los llanos no podría haber encadenado a su voluntad personal las emociones colectivas de aquellos hombres sin una poderosa retórica, hipnótica y llena de promesas, recordatorio de la vigencia del populismo aún en tiempos tan lejanos. El retrato político de Boves debe, y sin omisión alguna, enfatizarse en el momento crucial del nacimiento de su odio robustecido por la ira.
Cuando los acontecimientos del 19 de abril de 1810 inician a asomarse en el ánimo popular de los habitantes de Calabozo, en donde españoles y canarios recibieron con júbilo las nuevas buenas, Boves es invadido por este furor espontáneo y tal es su emoción que decide, como muestra a su lealtad con la causa libertaria, adornar la entrada de su tienda con vivas a la patria. El alborozo en Calabozo estalla gozosamente al año siguiente con la formalización de la Independencia de Venezuela y fue festejado esto «con bailes, músicas, iluminaciones generales, geroglíficos alusivos a la ostentación del acto y otros aparatos públicos». Hallaba Boves gratitud y contento por la causa republicana, el emergente orden lo indultaba de la pena que cumplía, a saber, el confinamiento en Calabozo, de ahí su adhesión devota a la causa independentista. Sin embargo, la reconquista encabezada por Monteverde, tenaz jefe realista, fue disminuyendo los progresos de los patriotas, quienes, envueltos en una mala praxis de dirección eficaz, fueron debilitando sus conquistas en el territorio. Ante estos avances, Boves, que se encontraba en San Carlos, resuelve dirigirse nuevamente a Calabozo para advertir sobre el inminente acceso por la fuerza de Monteverde. Y necios los jefes patriotas a las advertencias del asturiano, deciden encarcelarlo por esparcir, según ellos, funestas noticias. Allí, absurdamente, es sentenciado a muerte, pero es luego conmutada la pena para ser puesto como soldado a las órdenes del Generalísimo Miranda. Entretanto, los realistas lo colocan en libertad junto a otros fieles a la causa del Rey una vez llegados al territorio. Así, entre injusticias y desprecios, cuyos contenidos tiene divergencias en algunas perspectivas de los historiadores, Boves se deshace de su ligadura a la causa patriota. Ya verán ustedes —comentó a un vecino— las lágrimas que les costará tamaña injusticia. La causa republicana me rechaza, la realista me aplaudirá.63
Escritores modernos han pretendido hacerlo venezolano, mulato o zambo, imbuidos quizás en la falsa creencia de que sólo participando por razones étnicas de los caracteres psicológicos de nuestros pueblos llaneros, hubiera podido ser, como fue en realidad, el primero de nuestros caudillos populares64.
Ciertamente, Boves llegó muy joven al país, cuando los albores de los deseos de emancipación ya habían dado su primer grito ahogado con Gual y España, y en ese sentido, creció y se formó en la futura republicana venezolana. Presentar a Boves como un enemigo extranjero, sin más, sería, indudablemente un error. A pesar de ello, podríamos calificarlo como un auténtico llanero y como se ha mencionado anteriormente, su integración al ecosistema de los pardos y mulatos fue orgánica y natural, y llegó a ser, como el león de los Llanos, su indiscutido jefe, ídolo, Taita. De hecho, Boves, según historiador destacado, sería el primer jefe de la democracia venezolana, penetrando hondamente en las asaduras de la revolución65.
Redimió los esclavos de la servidumbre y fue el primero en comenzar la igualación de las castas, elevando a los zambos y mulatos de su ejército a las altas jerarquías militares. Su popularidad llegó a ser inmensa y “por donde quiera se le recibía con obsequios y aclamaciones”66.
La élite criolla se enfrentaba, pues, a una división de clases con un elemento de fuerza imparable. Los llanos eran, por los tiempos primeros de la Independencia, un refugio de gentes mal vividas y de costumbres bárbaras, no es de extrañar hallar en sus interiores a masas, no sólo ennegrecidas por su tez de piel, sino manchadas del mismo modo en su propia alma, por antivalores salvajes. De esta manera, la ideología predominante era un asunto fósil para las turbas que sólo tenían en mente la supervivencia a toda costa. El temor de caer en manos de las gentes negras ascendía entre la aristocracia blanca, un temor que persistió en el Terror de ese par de años agitados por la maldad. Era el desafío impuesto por las masas populares, de los esclavos y llaneros, conformados por mulatos, indios y pardos, ese núcleo negruzco inconforme por sus condiciones de vida, alborotados sin dirección alguna, hallaron en Boves el adalid de su empresa final: la aniquilación de los criollos blancos.67
Sus seguidores, es cierto, eran negros y mulatos, y lo que él les prometía eran las propiedades de los blancos. A los llaneros, por tanto, los animaba una poderosa mezcla de raza y recompensa, y fue eso lo que les proporcionó tropas a Boves y otros caudillos realistas68.
Boves, empapado de la psicología y hábitos de los llaneros69, conocía, cabalmente, los elementos necesarios para sugestionar a estos guerreros a una causa que, verdaderamente, les resultaba harta desconocida. No fue sino una promesa la que movía los ánimos de los mulatos y pardos: propiedades, bienes, lujos. Infiltró en las masas resueltas a reclamar lo que creerían merecer la idea de exterminar a la clase criolla blanca, iniciando así una cacería de castas e incorporando a la lucha los conflictos raciales. ¡Qué diferencia abismal existía entre los oficiales venidos de la Península y estos caudillos líderes de montoneras de ladronzuelos y asesinos! Priorizó entonces el reclutamiento de negros y pardos, y en el sistema de recompensas que empleaba, estos solían estar satisfechos, dada la afinidad de las naturalezas inferiores para con las vivencias nómades. La reducción de la raza blanca en los territorios bajo el control de la Legión Infernal alarmó a la aristocracia criolla, y en el mismo ejército bovesiano sólo se contabilizaban unas escasas decenas de blancos. Las divisiones raciales eran evidentes y constituían un problema gravísimo en el ideal de unificación70.
Los realistas distinguidos, españoles y venezolanos, no creyeron jamás en que Boves, Morales, Yáñez y las hordas que los seguían defendieran honradamente la causa del Rey, y desde los primeros días —como sucedió al patriota gobernador de Barinas— comprendieron los verdaderos móviles de aquella guerra de exterminio. “Boves ha logrado reunir —decía Montalvo— como que convida con todo género de desorden, al pie de diez o doce mil zambos y negros, los cuales pelean ahora por destruir a los criollos blancos, sus amos, por el interés mutuo que ven en ello; poco después partirán a destruir a los blancos europeos, que también son sus amos, y de cuya muerte les viene el mismo beneficio que de la de los primeros”.
Restrepo apoya estas afirmaciones, diciendo que “las desgracias repetidas de los patriotas se debieron, no tanto a los horrores y excesos que sin duda cometieron en medio del incendio producido por la exaltación de las pasiones revolucionarias, sino al levantamiento casi general de las castas contra los criollos blancos”. Ya en páginas anteriores había definido el carácter de nuestra revolución, en esta forma tan gráfica como significativa: “Siendo casi todos ellos (los soldados realistas) indios, zambos, negros y mulatos, Boves había desencadenado la ínfima clase de la sociedad contra la que poseía la riqueza del país. Las razas blanca, negra y bronceada iban a darse un combate de destrucción y muerte en las llanuras y en las montañas de Venezuela”.71
El pillaje, como una sombra ominosa que seguía a las hordas bovesianas, emergía con una fuerza devastadora, reflejo ineludible de los impulsos más oscuros y primitivos del ser humano. Este fenómeno no era simplemente un acto de rapiña, sino la manifestación tangible de un desgarro profundo en el tejido moral de la sociedad, que se desbordaba con furia sobre la historia en construcción de la nación. En ese saqueo desmedido y violento, se condensaban la anarquía de los tiempos y el peso de resentimientos largamente contenidos, marcando con cicatrices indelebles la progresión histórica de un país en pugna consigo mismo.
Naturalmente, las hordas bovesianas, constituidas por esas avalanchas humanas de zambos, mulatos, indios, eran salvajes, evidentemente. A menudo, por la Historia misma y en los rastros de la mitología, lo negro, lo oscuro, es asociado al mal, contrario a las visiones positivas de lo blanco, representante de todo lo bueno. En África, por ejemplo, estas percepciones despectivas a lo oscuro y ennegrecido son «causas más que efectos del racismo». Figuras que pertenecen al listado de la mitología lo respaldan: Shiva, representado por el lado malo de su esencia por el color negro, y Kali, la destructora, de igual manera. El negro es el tinte predilecto del diablo, por lo que, resulta atractivo el hecho de que las hordas negras que seguían a este enfurecido embajador de Caín en la tierra cumplieran con el requisito de color. Boves, aunque no negro, portaba en su propia figura el estigma de lo infernal. Su cabello rojizo ardía como un presagio de las llamas del inframundo, un rasgo que lo marcaba como un emisario de la destrucción. El rojo de su melena y de la sangre que lo rodeaba era un emblema del caos, un color que, en la tradición, siempre ha pertenecido al diablo. Así, tanto su ejército como él mismo parecían personificar las fuerzas más oscuras, trazando un camino de terror que teñía el paisaje venezolano de sombras y fuego. Izaban gustosos los actores de la Legión Infernal la bandera negra, sabiéndose, inconscientemente, herederos de la negrura, que cosmogónicamente es el caos; ontogenéticamente es la muerte y la tumba.72
En el marco de las asociaciones simbólicas del color negro, el Urogallo y sus legiones de raza zamba se convierten, como antes dicho, en figuras cargadas de significados esotéricos y míticos. Al igual que Saturno, el plomo y el caos, Boves representa una fuerza destructiva y densa, encarnando el "dragón negro" del hermetismo como una prueba que Venezuela debe superar en su camino hacia la independencia. La guerra racial que promovió puede verse como una magia oscura, similar a la invocación de la Gallina Negra, utilizando métodos no convencionales para desbaratar el orden colonial, pero oponiéndose cruentamente al proceso emancipador, enfatizando esa tercera raíz del conflicto independentista cuya expresión colérica lideró durante los terribles años del terror. La frase egipcia «recuerda que Osiris es un dios negro» resuena aquí, pues Boves trae una muerte del sistema antiguo, una disolución que, a diferencia del mito de Osiris, parece más un regreso al caos primitivo que una promesa de resurrección. Sus acciones, asociadas con Satanás y las rosas negras, simbolizan la pérdida y la muerte, dejando un país en la oscuridad de la guerra, reflejando el sable de la heráldica como emblema de la tierra, la noche y la muerte, y sumergiendo a la nación en un estado de confusión y mezcla de todas las semillas de su futuro.73
François Raymond Depons, en su calidad de corresponsal político y diplomático del gobierno francés en Caracas durante los primeros años del siglo XIX, plasmó sus observaciones sobre las provincias de la Capitanía General en una obra que constituye un invaluable retrato de la sociedad colonial venezolana. Entre sus descripciones, destaca la de la Villa de Nirgua, donde Depons se detiene a analizar el comportamiento del zambo, figura emblemática del crisol étnico de la región.
El zambo es el resultado de la mezcla de indio con negro; su color es muy semejante al del hijo de mulato y negro. El zambo goza de buena complexión, es nervioso y resistente para la fatiga; pero todos sus gustos, inclinaciones y facultades tiende hacia el vicio. La palabra zambo significa en el país lo mismo que libertino, perezoso, borracho, impostor, ladrón y hasta asesino. De diez crímenes, ocho son obra de la maldecida raza de los zambos. La inmoralidad es su elemento. No se podría decir lo mismo de los negros, ni de los mulatos ni de otra raza pura o mezclada. Me ha llamado la atención el que los hijos de blanco e india cuyo color es blanco pálido, sean siempre delicados, buenos, agradables y dóciles, y que la edad no destruya esas cualidades, sino más bien las aumente y las haga más notorias.74
En su psicología de masas, su accionar histórico, bajo la lanza de Boves, no constituía sólo una rebelión política, sino un estallido catártico de odio social, donde la promesa de destruir a los criollos blancos actuaba como combustible de una guerra que desbordaba el campo de batalla para convertirse en un ajuste de cuentas histórico.
En la evolución histórica de Venezuela se observa claramente cómo estallaban a cada conmoción los mismos instintos brutales, los mismos impulsos de asesinato y de pillaje; y cómo continuaban surgiendo del seno de nuestras masas populares las mismas hordas de Boves y de Yáñez, dispuestas a repetir en nombre de los principios republicanos los mismos crímenes que en nombre de Fernando VII, e igualmente ignorantes de lo que significaba el gobierno colonial o el gobierno propio.75
Surgirán, como producto de su época y las extensiones agresivas de ella, los domadores de estos hombres que sólo por el instinto de supervivencia mueven los hilos de sus vidas desafortunadas. Las cadenas del odio deben estar firmemente sujetadas por voluntades indómitas, como repasamos, y en ese clima denso de problemáticas sociales, políticas y económicas, los caudillos se alzan con elevada autoridad y ese es el rol primario de Boves y sus secuaces, aunque más adheridos a la mayúscula figura de este.
Los bandidos no pueden someterse sino a la fuerza bruta; y del seno de aquella inmensa anarquía surgirá por primera vez la clase de los dominadores: los caudillos, los caciques, los jefes de partido.76
El cuadro político de José Tomás Boves, entendido como el primer trazo preclaro de demagogia de clase en Venezuela, proclamando la guerra a los criollos blancos en favor de los pardos, es precursor de sucesivas líneas políticas de iguales características y que, con el curso natural del tiempo, se irán perfeccionando y afincando hondamente en la emoción colectiva del país. Boves, quién no lucha en favor de Fernando VII, la religión católica o la causa realista, es la tercera raíz del conflicto: la lucha inclemente de razas, el verbo malformado en la verborrea amarga y chispeante de furia indómita en contra de otros venezolanos, criollos blancos. Bajo el «pendón de la muerte» cabalgaban los protagonistas de la calamidad sobre los huesos de los primeros intentos de república independiente.77 Podríamos, razonablemente, preguntarnos cuál mayor hecatombe para Venezuela en tan alborotados años: el gran terremoto, obra de la naturaleza, que sacudió desde los Andes hasta el corazón de Caracas, o el devastador terremoto humano, un cataclismo de sangre y acero, perpetuado por hombres que, sin titubeos, hundieron sus cuchillas en los cuerpos de sus propios hermanos de patria.78
Juzgar como españoles, es decir, como representantes del Gobierno español en Venezuela a hombres obscuros con larga residencia en el país, identificados por sus oficios con la parte más baja de la población; considerar como defensores conscientes del régimen colonial y del Monarca a los diez o doce mil zambos, mulatos, indios y negros que constituían los ejércitos de Boves, Yáñez, Rosete, etc., y no establecer diferencia entre éstos y los verdaderos representantes de España, que fueron en general humanos, generosos, justicieros, y por esta causa víctimas del odio y de las persecuciones de aquellos mismos bandidos, “que se llamaban defensores de Rey”, equivale a arrebatarle a nuestra revolución sus más típicos y peculiares caracteres.79
Boves, ciertamente, fue un demócrata, aunque no en el sentido científico del vocablo. Su vida, marcada por el esfuerzo propio y la convivencia con gentes humildes, le forjó un temperamento directo y sincero, casi brutal en su franqueza. En las comunicaciones oficiales que dirigía al Rey, no dudaba en exponer con crudeza su opinión sobre quienes consideraba ineptos para la defensa de lo que denominaba la justa causa. Así, calificaba a Cagigal como valiente, pero tonto, y al arzobispo, como listo, pero cobarde, dejando claro que su lealtad y compromiso no toleraban la incompetencia ni la cobardía.80
Nadie entre los contingentes realistas podía igualarlo; ninguna figura se alzaba con la intensidad de su ferocidad, la inquebrantable resolución de su espíritu, ni la presencia avasallante que parecía ocupar un espacio más vasto que el de cualquier mortal. «No tuvo más ideal que la destrucción». Boves (Monstruo-Tirano), el avaro de los beneficios colectivos encarna el monstruo que atesora el derecho voraz del yo y lo mío. Sus estragos, semejantes a las catástrofes narradas en los mitos y leyendas, se expanden desde su alma torturada hasta las vidas que toca con su amistad o poder, contaminándolas. Su ego desmedido es una maldición que asfixia a su entorno, mientras su mente, atrapada en temores y desconfianzas, anticipa agresiones que reflejan sus propios impulsos de dominio. Donde pisa, surge un lamento, un clamor sordo que implora al héroe redentor, portador de la espada luminosa, cuya sola presencia libertará la tierra81.
Terminó, dueño absoluto de todo el país, por encima de las más altas autoridades de España y dando con el pie como a un estorbo, al cuerpo más respetable y representativo de la civilización española: la Real Audiencia. Todo con la rapidez del relámpago. Su valor personal, su actividad, su capacidad instintiva para dirigir grandes masas de caballería y para la guerra de sorpresas y su prestigio entre los llaneros eran sus títulos.82
Era suya la euforia de gritar a los cuatro vientos ¡me siento bien entre negros y pardos!, y confiere autenticidad a sus andanzas compitiendo barbáricamente con ellos, emulando sus comportamientos, sintiéndose a gusto y siendo una pieza esencial de su maquinaria colectiva, como nunca pudo serlo con otros grupos, ni con la aristocracia mantuana ni los patriotas en Calabozo. Más que conductor de tropas, como Bolívar, es un conducido de su afán por identificarse con sus secuaces ladronzuelos y asesinos. ¡Todo es para los negros y todo es para los pardos! ¡Muerte a la raza blanca! Y así, esa emoción encolerizada desata la neurosis colectiva y se convierte en el efector de la revolución social, la tercera vía de la emancipación venezolana. Él despierta a esas masas con el ruido de su lanza resquebrajando el viento mismo y acelera el igualitarismo social, proceso aún inexistente en toda la región americana, figurando como el gran precursor de las ideas igualitarias, de razas: democratismo igualitario. El concepto de maná (personalidad imán de voluntades ajenas) de Jung se personifica en la atracción que poderosamente ejerce Boves a todas las fuerzas llaneras, quienes con banderolas negras visten sus lanzas y ponen de manifiesto el poderío de su respetado y querido Taita.83
José Tomás Boves emerge como una figura paradigmática del caudillo que, al liderar la tercera vía (¿árbol de las tres raíces?) de la guerra de independencia, encarna la insubordinación y el desmantelamiento del orden colonial. Boves, al promover una guerra de razas, se sitúa a la cabeza de una revuelta que, como se menciona, es guiada por aquellos históricamente marginados: negros, mulatos y zambos. Su estrategia de vociferar odio contra los blancos y proponer una forma distorsionada de igualitarismo democratista racial, encuentra su paralelo donde las pasiones desatadas desintegran la sociedad y en cada ciudad y aldea estallen odios heredados. Boves, como uno de esos capataces, contrabandistas y pulperos que surgen en tiempos de crisis, representa la barbarie que ahoga en sangre las ilusiones de regeneración social y republicanismo. Su liderazgo se convierte en un catalizador para que esclavos, peones y plebeyos se vuelvan contra sus amos, propietarios y nobles, reflejando la imagen de un país transformado en un vasto campo de carnicería por la lucha por la igualdad racial y el resentimiento acumulado. Su visión de un democratismo igualitarista de razas, aunque distorsionada por la violencia y el odio, desmantela la jerarquía social previa, evidenciando el desequilibrio revolucionario que Vallenila Lanz describe. La figura de Boves, por tanto, ilustra cómo el trastocamiento del orden colonial y la elevación de todos los pardos a la categoría de iguales pueden conducir a una anarquía devastadora, similar a las invasiones bárbaras en el Imperio Romano. Su movimiento también revela una lucha por la redefinición del poder y la identidad en una Venezuela que, en su diversidad y geografía complejas, estaba predispuesta a ser escenario de tales convulsiones sociales. Boves, en este sentido, es tanto un destructor de un orden antiguo como un involuntario precursor de una nueva concepción de sociedad viciada, aunque su legado se tiña salvajemente de sangre y caos.84
No sería desatinado concebir el igualitarismo de masas que Boves representaba como una forma de infierno, ese espacio donde el individuo se diluye en la muchedumbre hasta convertirse en sombra. Como señalara Northrop Frye, «el infierno es el mundo de la muchedumbre solitaria o, de forma más virulentamente infernal, la masa», y en las hordas tumultuosas de Boves, guiadas por el odio y la venganza, se materializaba esa noción: un océano de almas perdidas, donde la humanidad era despojada de su rostro único y se hundía en el torbellino de la barbarie.85
El caudillo, en su tiempo final, fue merecedor de cánticos que lo envolvieron en esa aura enigmática reservada a los hombres extraordinarios. Hasta nuestros días, gracias a la labor de cronistas posteriores, han llegado coplas que, entre ecos de admiración y temor, fueron entonadas y aclamadas en el ocaso de su vida, como un tributo oscuro y fascinante a su temible legado.
Está del valiente Boves
La victoria enamora,
Siempre le lleva la lanza
Adondequiera que va.
En la batalla lo libra
De las manos de la muerte,
De velo mata patriota
Llena de amor se divierte.86
VI
¿Fue Boves un acontecimiento inhabitual en el contexto de la guerra de independencia venezolana? En absoluto. Tanto él como sus contemporáneos en la lucha armada —Bermúdez, Arismendi o Ribas, entre los patriotas— compartían una marcada inclinación por la violencia como herramienta decisiva de combate. Sus acciones, en muchos casos, se caracterizaron por un furor desmedido que no distinguía entre amigos o enemigos, arrasando con todo a su paso. Su análogo, tal vez el más despiadado del bando patriota, era, paradójicamente, su paisano: Vicente Campo-Elías, español de nacimiento, el héroe de Mosquiteros, equiparable a la furia indecorosa y las escasas virtudes del asturiano87.
¿Fue la vida de Boves más cruel que la de otros? Difícilmente. Todas las vidas humanas, sin excepción, son vulnerables a ser destrozadas por las circunstancias. El sufrimiento, más que un privilegio reservado, es una constante universal, una verdad inexorable de la condición humana; es terrible, pero instruye y se hace necesario para madurar el alma88. En esta existencia, la capacidad de padecer supera ampliamente la de experimentar alegría o placer. Ser azotado públicamente, rechazado por los grupos sociales a los que se aspira pertenecer, o ser víctima de innumerables injusticias, puede desviar incluso las almas más fuertes hacia el sendero del mal, pero no es un destino inevitable.
El ejemplo opuesto lo encontramos en el inmaculado Abel de América, el Gran Mariscal Antonio José de Sucre. A pesar de haber enfrentado tragedias personales devastadoras, incluida la pérdida violenta de numerosos miembros de su familia, Sucre no permitió que el odio dominara su corazón. En cambio, forjó una carrera militar donde la magnanimidad y la virtud brillaron como faros, alcanzando una altura moral y profesional que, como Bolívar mismo reconoció, ningún otro militar ha logrado igualar. Su vida nos enseña que la adversidad puede forjar no solo el carácter, sino también la grandeza.89
Pero pocos hombres sucumben tan airosamente a las llamaradas del averno. Esa razón nos concede el atrevimiento de tomar a la figura del asturiano como demonio, pues «el demonio es rechazo voluntario del proceso que hace soportable la vida por el resentimiento que causan las condiciones trágicas de la existencia» y «el demonio trabaja para eliminar el mundo como algo cuya debilidad y vulnerabilidad lo hace despreciable».90
Por tanto, el desarrollo del adversario sigue un camino predecible que va del orgullo («El orgullo y la ambición me han precipitado»), a la venganza pasando por la envidia —hasta la construcción definitiva de un carácter poseído por un odio y una envidia infinitas.91
Nunca tuvo un mejor nombre —legión infernal— un elenco de demonios (demonios que pasarían luego a formar parte de los lanceros que vencerían hasta el sur del continente), los cuales, en los trazos de la historia patria, nos ilustran su parecido genuino con las legiones de ángeles luciferinos que Milton retrata con magistral habilidad en su obra El Paraíso Perdido. «Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer bien, el mal será nuestra única delicia, por ser lo que contraria la suprema voluntad a que resistimos. Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien, debemos esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez le enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen», dice el gran Enemigo de los cielos.92
Lanzan los demonios gritos de rabia contra el Todopoderoso, y enfurecidos, y empuñando sus armas, golpean los escudos con belicoso estruendo, lanzando un reto a la bóveda celeste.93
Urica marcó el final del temible caudillo, la tumba definitoria de su carne. Su pecho, herido por una lluvia de lanzas, no encontró dueño cierto entre sus verdugos. Algunos nombran a Pedro Zaraza (¡O se rompe la zaraza o se acaba la bovera!), otros hablan de un joven sediento de venganza. Sin embargo, más allá de su muerte incierta, la Historia revela que aquel pecho de bronce, aunque traspasado, no dejó de influir en los destinos de Venezuela. Su sombra sigue recorriendo las llanuras, y sus gritos, de bárbara resonancia, aún estremecen a las propias visiones macabras que habitan las noches del llano.
Boves persiste en combatir con los pocos jinetes que le restan: su lanza poderosa abate ensangrentados a cuantos osan lidiar con él en singular combate; nada consigue empero su personal bravura; encontrándose al fin solo y expuesto a perecer inútilmente, cuando por retaguardia va a ser acometida toda su infantería, intenta desasirse de las audaces picas que lo estrechan y volar en auxilio de sus amenazados fusileros. En tan supremo trance, la Fortuna, de quien tanto abusara, le abandona; el indómito potro cuyos ijares rasga la espuela del gigante, se encabrita de pronto, niégase a obedecer al freno y acicates, y un obscuro soldado venga la Patria, postrando en tierra de una mortal lanzada, a aquel feroz batallador, el más pujante y cruel de nuestros enemigos.94
Muerto Boves, su figura permaneció como un espíritu errante por los llanos, rodeada de leyendas que alimentaron el folclore popular. El demonio de carne y hueso que había sacudido con furia el tapiz de la naciente Venezuela independiente seguía viviendo en sus sombras, implacable, como si la muerte no pudiera apagar su aliento infernal.
Y esta leyenda de Boves Demonio, vivió largo tiempo después de su muerte. Un fraile Márquez contó una vez desde el pulpito, cómo fue engendrado en un súcubo, cómo le creó Dios en una isla apartada y cómo llegó a ser el azotico de los pueblos, que habían pecado.95
A pesar de la negruzca época de la Guerra a Muerte, Eliade nos recuerda que:
A una época «sombría» sigue, en todos los planos cósmicos, una época «luminosa», pura, regenerada.96
El hijo del diablo97, como algunos clérigos bautizaron a Boves, no emergió de la oscuridad de la noche como un ente predestinado a desatar el apocalipsis; su carácter, como el hierro al yunque, fue forjado por las tensiones de su época —y la complicidad de algunos factores psicológicos—. Reducirlo a un simple asesino sería no solo insensato, sino también un error imperdonable en la comprensión del vasto y tumultuoso universo simbólico y psíquico que encarnó. Las reflexiones aquí trazadas nos invitan a descifrar las múltiples facetas de este coloso del caos, a explorar las raíces de su significación histórica-simbólica y las sombras que proyecta sobre nuestra memoria nacional. Así, el gran adversario, el Urogallo, no muere del todo: cada cierto tiempo, invoca a sus hordas y amenaza con sumir en tinieblas el mundo creado por los patriotas. Sin el coraje y la unión de nuestros héroes que inspiraron la gesta de antaño, el abismo podría abrirse una vez más, como ya lo insinúan las tempestades de nuestro azotado suelo venezolano, y tragarnos hasta yacer muertos en las cenizas de nuestra Patria98. Habría que, buscando las nuevas vías de la revitalización del pueblo venezolano, integrarnos al camino del heroísmo que antaño fue perpetuado por los conquistadores y los próceres de la independencia, lo que Campbell denominó como «la hazaña del héroe moderno» que debe ser la de pretender traer la luz de nuevo a la perdida Atlántida del alma coordinada99.
¡El nombre de Boves resuena en los oídos americanos como la trompeta apocalíptica!100
Jordan B. Peterson, Mapas de sentidos: La arquitectura de la creencia, Barcelona, 2019, p. 503.
Títulos militares únicos, como el de Libertador otorgado a Simón Bolívar, o el de Gran Mariscal de Ayacucho conferido por Bolívar a Antonio José de Sucre en honor a su victoria en la batalla que consolidó la independencia americana, jamás volvieron a ser concedidos.
Arístides Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, 2 vols., Caracas, 1972, II, p. 174: «El Tío llamaban a Páez sus centauros; y éstos mismos habían llamado a Boves, el Taita —El Taitica, de la voz quichua Taita, que equivale al padre— al abuelo, al Jefe de la familia, entre los antiguos peruanos. El Tío, tiene en este caso la misma acepción que Taita, es decir, el Jefe».
Francisco Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso y otros ensayos, Caracas, 1983, p. 44.
Peterson, Mapas de sentidos, p. 502.
Ibíd., p. 507.
Ibíd., pp. 503-504.
Jeffrey Burton Russell, El Diablo: Percepciones del mal, Barcelona, 1977, p. 18.
Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso y otros ensayos, p. 48.
Augusto Mijares, El Libertador, Caracas, 1987, p. 256.
Edgardo Mondolfi Gudat, José Tomás Boves, Caracas, pp. 9-11: «De esta ciudad, acostumbrada a empavesar su torre catedralicia con banderolas rojas para anunciar el jubileo de la Santa Cruz o los festejos de su patrono San Mateo, procedía la familia “Bobes”, un núcleo de “hidalgos de gotera”, como se conocía a una de las tantas frondosas divisiones como la de “hidalgo de bragueta”, “hidalgo de cuatro costados” o “hidalgo de solar conocido” entre las que se distribuía la pequeña y empobrecida nobleza española. Siendo de “gotera” la familia Boves podía confiar en mantener ese casi inútil privilegio de hidalguía mientras no se estableciera fuera de los linderos de la comarca de origen. Pero hidalgos al fin, como cualquiera que perteneciera a tal condición, los Bobes no se distinguían mucho de aquel personaje admirablemente descrito por Benito Pérez Galdós que, para vivir, se la pasaba mal vendiendo poco a poco sus bienes».
Acisclo Valdivieso Montaño, José Tomás Boves: Caudillo hispano; el más recio batallador realista en Venezuela durante la guerra a muerte: años de 1812 a 14, Caracas, 1931, p. 4.
Mondolfi Gudat, José Tomás Boves, pp. 11-15.
Ibíd., p. 20.
Valdiviezo Montaño, José Tomás Boves, p. 7: «En sus negocios solía hacer expediciones por diversas regiones del país en el lapso de tiempo comprendido entre los años de 1803 a 1811. Compraba mercancías en las Antillas, las que desembarcadas en el puerto de Píritu de Barcelona conducía en recuas al Guárico. Compraba también ganados que conducía para su venta a Valencia y Villa de Cura».
Ibíd., p. 8.
Johann Wolfgang Goethe, Fausto, Barcelona, 1980, pp. 40-41.
Fiódor Dostoievski, Los hermanos Karamazov, México, 2006, p. 158.
Russell, El Diablo, p. 20.
Jordan B. Peterson, 12 reglas para vivir, Barcelona, 2018, p. 200.
Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso, p. 53; Valdiviezo Montaño, José Tomás Boves, p. 9.
Valdiviezo Montaño, José Tomás Boves, p. 9; Mondolfi, José Tomás Boves, p. 25.
Joseph Campbell, El héroe de las mil caras: Psicoanálisis del mito, México-Buenos Aires, 1959, p. 300.
Peterson, Mapas de sentidos, p. 309.
Ibíd., p. 194.
Justiniano Graterol y Morles, Bolívar en el pasado, en el presente y en el porvenir, Caracas, 1988, p. 15.
Eleazar López Contreras, Temas de historia bolivariana, Madrid, 1954, p. 48.
Eduardo Blanco, Venezuela heroica, Caracas, 1981, p. 11.
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, México, 1998, p. 40.
Ibíd., 41.
Ibíd., 75.
Luis Bermúdez de Castro, Bobes o el León de los Llanos, Madrid, 1934, pp. 40-41.
Juan Vicente González, Biografía de José Félix Ribas: Época de la Guerra a Muerte, París, 1913, p. 114.
Rufino Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte: Época de Boves 1813-1814, Caracas, 1942, p. 130.
Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso, p. 62.
Russell, El Diablo, p. 66.
Mircea Eliade, Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Madrid, 1974, I, p. 168.
Campbell, El héroe de las mil caras, p. 301.
Ibíd., p. 307.
Ibíd., p. 199.
Peterson, Mapas de sentidos, p. 518.
Bermúdez de Castro, Bobes o el León de los Llanos, p. 51.
Ibíd., p. 27.
Ibíd., p. 28.
Ibíd., p. 30.
Arístides Rojas, Estudios históricos: Orígenes venezolanos, Caracas, 1891, p. 199.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, 1991, p. 20: «Y ¿por qué ha de ser un baldón para Venezuela el hecho de que los degolladores capitaneados por Boves, Yáñez, Morales, Calzada, fuesen venezolanos? ¡No, señores! Tan franceses fueron los guillotinados como los guillotinadores de la Revolución, y nadie discute que aquella orgía de sangre “arrojó sobre la tierra torrentes de civilización”».
Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, Caracas, 2009, p. 25.
Ibíd., p. 26.
John Lynch, Simón Bolívar, Barcelona, 2006, pp. 107-108: «Después de que todos los intentos se revelaran inútiles y enfrentado a las atrocidades que estaban cometiendo Boves y otros españoles, así como a informes que mencionaban una conspiración para escapar, Bolívar firmó la orden que condenó a muerte a los españoles y canarios prisioneros en La Guaira. Juan Bautista Arismendi, gobernador militar de Caracas, estaba más que preparado para ejecutar la orden, y ochocientas víctimas fueron sacrificadas entre el 14 y el 16 de febrero de 1814, a pesar de las peticiones de clemencia del arzobispo Coll y Prat. En una carta al prelado, Bolívar defendió su decisión sin hacer concesiones: “La salud de mi patria que lo exige tan imperiosamente podría sólo obligarme a esta determinación ... la indulgencia aumentaría el número de las víctimas ... Se ha conseguido que ayer en el Tinaquillo hayan asesinado veinte y cinco hombres que le guarnecían, sin perdonar uno solo; que Boves no haya dado todavía cuartel ni a uno de los prisioneros que nos ha hecho... El enemigo viéndonos inexorables a lo menos sabrá que pagará irremisiblemente sus atrocidades y no tendrá la impunidad que le aliente”».
González, Biografía de José Félix Ribas, p. 65.
Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte, p. 110.
López Contreras, Temas de historia bolivariana, p. 57.
Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte, p. 124.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 23.
Campbell, El héroe de las mil caras, p. 312.
Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, II, p. 116.
Lynch, Simón Bolívar, pp. 114-115.
González, Biografía de José Félix Ribas, p. 114.
Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, II, p. 128.
Blanco, Venezuela Heroica, p. 7; Dante Alighieri, La Divina Comedia, Buenos Aires, 1894, p. 15: «Por mí se va tras la ciudad doliente. Por mí se va al eterno sufrimiento. Por mí se va con la maldita gente. Movió a mi Autor el justiciero aliento. Hízome la Divina Gobernanza. El Primo Amor, el Alto Pensamiento. Antes de mí, no hubo jamás crianza. Sino lo eterno. Yo por siempre duro: ¡Abandona al entrar toda esperanza!».
Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte, p. 118.
Valdivieso Montaño, José Tomás Boves, pp. 12-16.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 67.
González, Biografía de José Félix Ribas, p. 115.
Ibíd., p. 68.
Lynch, Simón Bolívar, pp. 108-109.
Ibíd., p. 110.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 106: «El llanero como el bárbaro, como el nómade en todos los tiempos y en todas las latitudes, se caracteriza por “la afición a la independencia individual, por el placer de solazarse con sus bríos y su libertad en medio de los vaivenes del mundo y de la existencia; por la alegría de la actividad sin el trabajo; por la afición a un destino azaroso, lleno de eventualidades, de desigualdad y de peligros; tales eran sus sentimientos dominantes y la necesidad moral que ponía en movimiento aquellas masas humanas. Mas a pesar de esta mezcla de brutalidad, de materialismo y de egoísmo estúpido, el amor a la independencia individual es un sentimiento noble, moral, cuyo poder procede de la humana inteligencia; es el placer de sentirse hombre; el sentimiento profundo de la personalidad, de la voluntad humana en la más libre expresión de su desarrollo”».
Ibíd., p. 111.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 73.
Russell, El Diablo, p. 68.
Fulcanelli, Le mystère des cathédrales: esoteric interpretation of the hermet symbols of the great work, Las Vegas, 1990, p. 85.
Francisco Depons, Viaje a la parte oriental de la tierra firme, Caracas, 1930, pp. 436-437.
Ibíd., p. 85.
Ibíd., p. 66.
Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar, Caracas, 1974, pp. 123-124.
Mijares, El Libertador, p. 205.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 70.
Bermúdez de Castro, Bobes o el León de los Llanos, p. 44.
Campbell, El héroe de las mil caras, p. 22.
Blanco-Fombona, Bolívar y la Guerra a Muerte, p. 129.
Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso, pp. 56-58.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, pp. 65-66.
Northrop Frye, Poderosas palabras: La Biblia y nuestras metáforas, Barcelona, 1996, p. 291.
Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, II, p. 156.
Blanco, Venezuela heroica, pp. 25-26: «Aunque español nativo, fue Campo-Elías uno de los más leales, tenaces y esforzados sostenedores de la causa republicana: ente misterioso, fanático revolucionario, de pasiones terribles; su alma, inflexible como su brazo, padecía extraños vértigos, en los cuales el odio que sentía hacia sus compatriotas, se desbordaba a torrentes e inundaba de sangre los campos de batalla. En uno de esos instantes de frenesí y venganza, fue acaso cuando dejó escapar aquella frase de trágica elocuencia que ha recogido la historia: “Después que los haya degollado a todos, me quitaré la vida para que así no quede uno de mi raza”».
Russell, El diablo. Percepciones sobre el mal, p. 226.
Mijares, El Libertador, p. 19: «“Es —díjole— uno de los mejores oficiales del ejército, reúne los conocimientos profesionales de Soublette, el bondadoso carácter de Briceño, el talento de Santander y la actividad de Salom; por extraño que parezca no se le conoce, ni se sospechan sus aptitudes. Estoy resuelto a sacarle a luz, persuadido de que algún día se rivalizará”».
Peterson, Mapas de sentidos, p. 506.
Ibíd., p. 524.
John Milton, El paraíso perdido, Barcelona, 1873, p. 9.
Ibíd., p. 20.
Blanco, Venezuela heroica, p. 156.
González, Biografía de José Félix Ribas, p. 114.
Eliade, Tratado de historia de las religiones, I, p. 218.
Herrera Luque, Bolívar de carne y hueso y otros ensayos, p. 52.
Eliade, Tratado de historia de las religiones, II, p. 203: «”Debemos hacer lo que en el comienzo hicieron los dioses» (Qatapatha Br., VII, 2, 1, 4). «Así obraron los dioses, así obran los hombres” (Taittiriya Br., I, 5, 9, 4)».
Campbell, El héroe de las mil caras, p. 342.
Blanco, Venezuela heroica, p. 8.
Excelente artículo.
Sólo la comprensión minuciosa de nuestro pasado nos ayudará a resolver los conflictos del presente y abrir los caminos hacia el destino común: la Patria Grande.