El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política1.
Desde 2019, Nayib Bukele ha sido investido como el supremo conductor de El Salvador, esa porción de tierra herida por la sangre y la barbarie, marcada por la enfermedad social de las pandillas y sus secuelas de asesinatos, secuestros, robos y otras acciones que despojaban al país de su anhelo de progreso y redención. Aunque el registro histórico de la nación no fue particularmente esplendoroso, sin aquellos males es posible imaginar cierta mejora. Sin embargo, lo cierto es que la nación salvadoreña fue, durante décadas, devorada por sus propios monstruos interiores.
Con el desafío de trocar la anarquía en orden, Bukele emprendió una auténtica odisea contra la delincuencia incubada por las pandillas, revirtiendo las cifras más funestas en apenas unos años mediante métodos de verdadero acero, probando que el hierro aún puede doblegar a las fuerzas disgregadoras de El Salvador.
Esta cruzada le ha valido un respaldo masivo en el universo de las redes sociales, especialmente entre los jóvenes, que lo perciben como un líder apto para los desafíos que la política plantea con crudeza. Aquí no nos detendremos a examinar los éxitos concretos de su magistratura hasta esta fecha de agosto de 2025, cuando se ha hecho oficial la reelección indefinida de Nayib Bukele, un viraje constitucional de gran calado que elimina los límites a los mandatos presidenciales en El Salvador.
Ello implica que Bukele podrá aspirar al poder de forma continua, afianzando su presencia en el largo plazo. Por supuesto, los entusiastas de la democracia —aunque esta a menudo se nos presente flácida y sin sustancia— han reaccionado con escándalo ante esta decisión, comparándola, de forma risible, con los excesos de tiranuelos patéticos del continente.
Dentro de todo, aunque Bukele tiene orígenes con movimientos de izquierda en El Salvador, su perfil político actual dista mucho de aquel rostro primerizo. Su accionar político, dentro de los contextos salvadoreños, reflejan maniobras pragmáticas que rompen con los esquemas tradicionales de las democracias, presentándose como un líder de acero en muchos casos.
Para acercarnos a su estilo, puede compararse con varias corrientes del pensamiento político hispanoamericano. Por un lado, autores como el venezolano Laureano Vallenilla Lanz postularon el concepto de cesarismo democrático, la idea de que la sociedad hispanoamericana requiere líderes autoritarios constructores de país eficiente para imponer el orden sobre el caos. Vallenilla Lanz argumentó que, dada la mezcla étnica de indios, hispanos y negros en Venezuela, existía un individualismo anárquico que llevaba al caos y, por tanto, requería de gobiernos de fuerza para consolidar la nación. En esta línea, él veía a los caudillos como necesidad orgánica ante la debilidad de las instituciones liberales.
Las cosas son como son y no como los ideólogos quisieran que fuesen2.
De modo análogo, Bukele se presenta como un «hombre fuerte» que asume poderes extraordinarios para reconstruir un Estado que se considera enfermo o ineficaz. Vallenilla Lanz creía que la sociedad debe entenderse como un organismo biológico regido por factores históricos y étnicos; por eso, insistía en que las fuerzas colectivas están por encima de las individuales. Desde esa perspectiva, Bukele encarna la figura del líder organísmico: no confía en la voluntad débil de individuos aislados, pero sí en un proyecto colectivo canalizado a través de un Ejecutivo poderoso comandado por su figura.
El nuevo etnarca
El gobierno ha de ser etológico y el jefe… etnarca3.
El maestro del Libertador Simón Bolívar, el errático y excéntrico Simón Rodríguez —o Samuel Róbinson—, postulaba que las Repúblicas deberían aspirar a instaurar modelos propios, autónomos, alejados de la imitación pueril y el servilismo europeo.
Ese llamado a la originalidad resuena en Bukele, quien ha elogiado soluciones autóctonas (por ejemplo, en seguridad) y ha rechazado sin tapujos modismos de democracias foráneas. Siguiendo a Rodríguez, Bukele parece asumir que la democracia importada no sirve al 100% en El Salvador, por lo que busca instituir un sistema híbrido que puede calificarse de efectivo —y arriesgándonos a nombrarlo como «demos-cesarismo»—.
De acuerdo con esta óptica robinsoniana, el líder salvadoreño se siente habilitado para innovar institucionalmente: su éxito mediático —presencia directa en redes sociales, decretos ejecutivos, plebiscitos municipales— se presenta como un experimento genuinamente hispanoamericano. En suma, Bukele se sitúa en la tradición robinsoniana de crear estructuras propias para la región, fiel al principio de que «o inventamos o erramos».
¿Dónde iremos a buscar modelos? La América Española es original, originales han de ser sus Instituciones y su Gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro. O Inventamos o Erramos4.
Frente a una sociedad carente de valores ciudadanos, desprovista de liderazgo político y sumida en un vacío como sociedad organizada e institucionalizada, resulta imprescindible recurrir a operaciones fundamentales para edificar un nuevo orden social. Tales operaciones deben asentarse sobre tres principios entrelazados: dogma, disciplina y economía5.
El dogma representa el cuerpo doctrinario que sustenta la acción, es decir, la base ideológica o filosófica desde la cual se proyecta el gobierno. La disciplina, por su parte, es el mecanismo regulador que garantiza que toda acción se ejecute con orden y fidelidad al dogma.
Finalmente, la economía se refiere a la racional administración de los recursos en función de los fines propuestos, siempre bajo la guía de la disciplina6. Bukele, en este sentido, ha sabido articular estos tres elementos en su gobierno: con un horizonte político claro, una estrategia férrea y una administración austera pero eficaz.
La combinación de estos principios le ha permitido consolidar un régimen que opera con coherencia interna y eficacia práctica. En consecuencia, todo gobierno que aspire a ser eficiente y transformador no puede prescindir del ordenamiento riguroso de estos tres ejes, que constituyen la arquitectura mínima de un poder directivo verdadero.
Bukele nos expresa lúcidamente muy bien aquellos principios que constituyen la conjugación práctica de cuatro elementos políticos de orientación social propuestos por Rodríguez:
Ordenar, dirigir, regir y mandar7.
No se trata de funciones separadas, es todo un sistema entrelazado que opera en conjunto para sostener el equilibrio de la sociedad.
Ordenar implica establecer la arquitectura de la vida pública, reestructurar los espacios comunes con eficacia y dictar normas que devuelvan fluidez y respeto a la convivencia ciudadana; dirigir es la capacidad de orientar moralmente a un pueblo, educarlo con metas claras dentro de un proyecto nacional que no reniega de su pasado ni copia modelos ajenos; regir implica traducir los principios morales en cuerpos legales legítimos y funcionales; mandar, finalmente, es ejercer la autoridad con firmeza, asegurando la cohesión y la disciplina que preserva a la Patria del desgarramiento.
Estas cualidades, que para Simón Rodríguez definían la labor del etnarca, encuentran una encarnación contemporánea en Nayib Bukele, quien ha transformado El Salvador no sólo por la vía del discurso, podemos observarlo mediante acciones profundamente estructuradas.
Basta mencionar, como ejemplos recientes, el cerco militar sobre Ilopango en junio de 2025, donde más de dos mil efectivos fueron desplegados para impedir la reorganización de pandillas8; la operación en Chalatenango en 2024, con cinco mil hombres ocupando toda la zona para desmontar redes criminales9; o la creación de la megacárcel en Tecoluca, un símbolo del principio de disciplina como eje del orden nacional10.
Estas no son, repetimos, acciones dispersas, son claramente operaciones fundadas en un dogma político claro, una disciplina implacable y una economía eficiente de recursos. Bukele no gobierna al margen del carácter nacional, lo hace desde sus propias entrañas: orienta, ordena, manda y rige conforme a las costumbres, necesidades y expectativas del pueblo salvadoreño, robusteciendo así una forma de gobierno orgánica, anclada a su tierra y a sus luces. Es, en toda su expresión, un «etnárquico» moderno.
Dictadura organizada
Bukele, ciertamente, ha pavimentado su ascenso a la consolidación de un Estado centrado en su figura a través de los propios cauces de la democracia. Sus decisiones, su visión y el rumbo nacional se subordinan a su persona, convirtiéndolo en un autócrata funcional que desafía las emociones colectivas de aquellos que, como poseídos por una liturgia vacía, siguen aferrados a sus sistemas tradicionales, aunque estos se hayan mostrado claramente insuficientes. La democracia, lamentablemente, para las masas adictas, es buena o mala dependiendo de a quién sirva. No hay angustia genuina en sus críticos, sólo el grito maniático de una ideología que, por más que grite, poco puede hacer frente a los hechos. En este sentido, vale recordar las palabras de Laureano Vallenilla Lanz, quien escribió:
Los ideólogos de toda la América, preconizando la panacea de las constituciones escritas, han contrariado la obra de la naturaleza; y considerando como un crimen de lesa Democracia todo cuanto no se ciñe a los dogmas abstractos de los jacobinos teorizantes del derecho político, nos han alejado por mucho tiempo de la posibilidad de acordar los preceptos escritos con las realidades gubernativas, estableciendo esa constante y fatal contradicción entre la ley y el hecho, entre la teoría que se enseña en nuestras universidades y las realidades de la vida pública, entre la forma importada del extranjero y las modalidades prácticas de nuestro derecho político consuetudinario: en una palabra, entre la constitución escrita y la constitución efectiva11.
En Apuntes sobre las Dictaduras Organizadoras y la Gran Farsa Democrática, José Santos Chocano, apoyándose en las ideas del sublime maestro Francisco García Calderón, defiende la figura del «buen tirano» como el conductor ideal para las naciones del trópico. Se emprende así la consolidación de un «civilizador enérgico que impone el orden, que detiene la disgregación social, que desarrolla las industrias y el comercio y funde las castas discordes». Las palabras allí impresas, aún en el sol de hoy, parecen llamarnos, desgraciadamente, para recordar las naturalezas inamovibles en las esferas políticas de nuestros países. Chocano, el «Cantor de América», afirma que nuestra América necesita, tras siglos de democracia postiza, área, una dictadura que organice, pues muchas Repúblicas carecen de leyes efectivas, partidos organizados y estabilidad real.
Los pueblos que durante cien años no han sabido, no han podido o no han querido organizarse, demostrando su incapacidad, su imposibilidad o su falta de voluntad para ello, tienen ya inaplazablemente que resolver el dilema, de disciplinarse o desaparecer, escogiendo, sin titubeos femeninos ni vacilaciones románticas, entre las Dictaduras nacionales o los amos extranjeros12.
El poeta peruano denuncia que la democracia en países como el Perú —y se puede extender a los países vecinos de la región— representó una apariencia tonta sin sustancia organizadora, donde los procesos electorales eran opacos, las leyes ineficaces y el orden público inexistente. Frente a esa realidad desagradable, ampliando la perspectiva a otros países del continente, concluye, certeramente, que es preferible una dictadura organizadora que la farsa democrática, y la alternativa es clara: disciplinarse o desaparecer. Y en 2025, no estamos ni remotamente lejos de aquellas visiones, pues el caos aún domina los corazones sociales de estos países en donde todos «desean hacer lo que les venga en gana».
Trayendo nuevamente a Vallenilla Lanz, en su lectura nace el justo reproche a la inquisición ideológica de modelos políticos abstractos en América, especialmente aquellos derivados del racionalismo jacobino —y su fetichismo por las constituciones escritas—. Se denuncia la interrupción entre las leyes importadas y la realidad social, una tirantez que ha generado una fisura insalvable entre la norma y la práctica. La crítica no es solo contra el revés de la aplicación de estos principios, es contra su naturaleza misma: pretender empotrar sociedades vivas y complejas en esquemas rígidos es un acto de violencia intelectual, una negación del derecho consuetudinario y de las estructuras políticas propias. La verdadera gobernabilidad no surge de artificios teóricos, se alza de la adaptación de las leyes a la historia, la cultura y las tradiciones de un pueblo13.
Un «gran tirano» o un dictador organizado, en contraste con la alternabilidad mísera que no lleva a nada concreto, efectivo, constructivo, constituye un mayor anhelo, pues uno se dedica a la construcción y los otros, en su pugna infantilizada, destruyen y opacan los caminos del desarrollo permanente. Siguiendo a Chocano, a la América ingobernable «le urge rectificar procedimientos, seguir nuevos rumbos y romper con la farsa democrática, entrando a una vida de verdad, que, por la voluntad unánime de todos o por la energía dominadora de uno solo, cristalice, al fin, en una organización completa»14.
Vemos, pues, cómo el Príncipe de Centroamérica, Nayib Bukele, ha transitado desde la democracia hacia una forma de gobierno claramente obsesionada con el control y la organización de su Estado. Desde la declaración del estado de excepción en marzo de 2022, ha ordenado más de 85,000 arrestos de supuestos pandilleros, con más de 800 jornadas sin homicidios y una caída drástica de la tasa de homicidios a 1.9 por cada 100 000 habitantes en 2024, una muy clara mejora histórica para El Salvador.
Sus megaproyectos como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una prisión para hasta 40 000 reos inaugurada en 2023, encarnan la doctrina del orden militarizado y disciplinario. El régimen exhibe con orgullo estos desarrollos como monumentos a la justicia —y no sin razón, pues allí se pudren con razón de peso los elementos que debilitan al espíritu nacional de El Salvador—.
La evolución de Bukele —partiendo de elecciones democráticas y desembocando en un régimen claramente autoritario— refleja muchas de las premisas que hemos mirado, hasta ahora, con mesura: la disolución institucional, la necesidad de reconstrucción ordenada y la convicción de que un gobierno fuerte, eficaz y disciplinado puede organizar lo informe. Aunque arrastra contradicciones éticas evidentes, su enfoque se presenta como el modelo contemporáneo del dictador tropical: eficaz, visible y respaldado por una mayoría que valora resultados tangibles, verídicos. Veamos, entonces, en este sentido, cómo «todo depende de las intenciones honradas y de las capacidades máximas de un organizador»15.
El ejercicio de las libertades sólo es el resultado de una perfecta organización democrática y mientras ésta no sobrevenga por obra del esfuerzo común, y más que todo por la instrucción pública y la educación cívica, dicho ejercicio habrá de ser cuando menos defectuoso16.
En su trabajo grandioso titulado «El Continente Enfermo», el pensador venezolano César Zumeta no hace concesiones: Hispanoamérica es una geografía política sumida en la disgregación, el separatismo pernicioso, la mediocridad institucional, la parasitaria corrupción y la servidumbre colonial heredada. Y frente a estos síntomas, Zumeta sugiere que el continente, incapaz de gobernarse a sí mismo, vive en un estado de fiebre histórica que requiere una cura radical, y el radicalismo, aparentemente, es una tendencia hispanoamericana.
En verdad nuestra conducta no hace apetecible la libertad. Nosotros la hemos caricaturizado, le hemos puesto mancilla y baldón, hemos falsificado su vino, y en las bacanales de la anarquía hemos hecho deseable la esclavitud; pero este proceder nuestro no excusa en los demás el horror a los trabajos de Hércules de la liberación de los pueblos17.
Si para Chocano la medicina se llama «dictadura organizada», en Zumeta la necesidad parecer ser aún más urgente: se trata de evitar el colapso absoluto ante la codicia extranjera y el deterioro interno de los países americanos. Incluso en ambos, el juicio es claro: la democracia liberal, tal como se ha ejercido en Hispanoamérica, es un artificio inoperante, algo que la mayoría puede constatar, si es que la realidad ejerce como visor y no la ideología abstracta. Y el remedio, aunque drástico, es asumir que el continente necesita ser gobernado con fuerza y dirección clara.
Desde esta perspectiva, Nayib Bukele no aparece como una anomalía; para El Salvador es como la respuesta orgánica de un cuerpo enfermo que reacciona con una inflamación que organiza.
Inútil es alegar cuestiones de derecho, cuando se trata de cuestiones de hecho18.
Bukele hereda un país que encarna muchas de las dolencias que Zumeta describe: Anarquía e inestabilidad: décadas de guerra civil, post-conflicto mal gestionado, dominio de maras y violencia sistémica. Corrupción estructural: partidos tradicionales como ARENA y el FMLN protagonizaron escándalos de desfalco que minaron la legitimidad del régimen democrático. Falta de cohesión nacional: el Estado salvadoreño fue incapaz de integrar sus sectores sociales, rurales y urbanos, bajo un proyecto común e integrador. Pueblo sin fe en las instituciones: las elecciones eran vistas como ritos vacíos, liturgias postizas, básicamente. La democracia no ofrecía seguridad, empleo ni justicia. En suma: nada.
En esa coyuntura agitada, la llegada de Bukele es percibida como la de un restaurador, el principio de construcción nacional. Su narrativa, que se presenta como ruptura total con la vieja clase política, es leída emocionalmente por las masas como un acto quirúrgico: doloroso, pero necesario. En palabras de Zumeta, «la masa ignorantísima» acepta el bisturí de acero con tal de aliviar la infección letal.
Nosotros, en medio de la ferocidad de nuestras pseudodemocracias, cantamos la canción de los lobos. Hombres de insospechable rectitud de conciencia entonan, sin embargo, frente al Caribe, la canción de los perros. Respetamos su actitud porque la sabemos honrada y sin mácula de mezquindad, pero se yergue ante nosotros un signo de interrogación ominoso19.
Bukele puede leerse como la expresión natural del cuerpo político febril que busca sobrevivir como sea a través del mando vertical, eficiente. En su modelo, no hay simulacro democrático ni pretensión de regir bajo los viejos cauces deteriorados: hay cirugía a corazón abierto. En vez de pluralismo venenoso, hay dirección. Y donde antes hubo indiferencia y violencia, ahora hay orden y espectáculo, un «Principe Nuovo».
Según leemos en Zumeta, Hispanoamérica no podía ofrecer modelos de institucionalidad a la altura de su discurso republicano. Y para Chocano, esa contradicción se resolvía con la dictadura organizadora. Para Bukele, se resuelve con un nuevo tipo de autocracia digital, pragmática, funcional. Un Estado seguro y orientado a formas nuevas de dirección política.
El Salvador, podemos concluir, es un microcosmos del continente: si está enfermo, necesita medicina. Y la medicina —como el fuego purificador o el hierro en carne— no se pide con modales, con un permiso femenino y titubeante, se hace.
Biología de un sistema fallido
La Democracia no es americana20.
Para ir cerrando esta breve observación a las luces del fenómeno Nayib Bukele, conviene considerar algunos comentarios del cubano Alberto Lamar Schweyer, quien, con provocadora agudeza y desafiando ciertos postulados sociológicos que aquí hemos esbozado, ofrece una perspectiva alternativa sobre la democracia en América. Aunque parte de premisas distintas, sus conclusiones resultan sorprendentemente afines a las que sostienen otros pensadores de nuestra tradición.
Lamar sostiene que Hispanoamérica no está naturalmente dispuesta para la democracia, debido a una compleja red de factores biológicos, históricos, sociales, geográficos y culturales, que han modelado una realidad política profundamente divergente de la europea. Esta tesis se enmarca en una visión orgánica de las sociedades, donde la forma política no puede separarse de la sustancia social que la anima. En este sentido, la democracia liberal aparece como un artificio injertado en un continente que, por su constitución y evolución, no ha desarrollado los hábitos ni las estructuras necesarias para su funcionamiento genuino.
Los regímenes políticos son conclusiones de biología social, productos de culturas que encuentran en ellos su representación histórica, manifestación de las fuerzas orgánicas del Estado que derivan hacia un régimen de armonía interior. A cada medio corresponde una cultura que involucra un sistema de teorías propias, una construcción política determinada por sus necesidades, por el carácter psíquico, por el factor biológico de los individuos que la integran21.
Esa pancivilización forjada por un «pequeño género humano»22, como lo habría advertido Bolívar, dejó en su estela pueblos fragmentados, con una psicología colectiva presocial, dominados por el sensualismo, el misticismo, la melancolía y el culto al caudillo. En este terreno, Bukele emerge, ya antes dicho, no como una anomalía, es el fruto lógico de esa genealogía histórica: el hombre de hierro que, rompiendo con la institucionalidad democrática, impone el orden por el acero —no por la dialéctica parlamentaria, aunque utiliza el sistema para ascender a sus triunfos actuales—, y que responde a una demanda profunda de organización, no de libertades abstractas. Su popularidad no contradice esta tesis; más bien la confirma: los pueblos que no se autogobiernan piden ser gobernados.
La democracia, dice Lamar Schweyer, no brota en suelo tropical; la igualdad no es más que un artificio antinatural en tierras donde el cuerpo político está hecho de desiguales, de razas mezcladas sin armonía, de tribus desarraigadas de la polis.
El tesoro espiritual de la cultura no es permanente, sino que con ellas empieza y termina, constituyendo las verdades "valores en el tiempo" que Europa no podía legarnos fuera del espacio. Los principios de ética cívica forman un mundo cerrado en formas que se afirman en necesidades materiales y de allí, que sean siempre verdades dentro de un círculo histórico y falsas fuera de él. Por eso la Democracia es y será un concepto abstracto sin realidad política en la nueva cultura americana23.
Nayib Bukele no representa una excepción al ideal democrático, es su negación fecunda. Es el hombre de acero que aparece súbitamente cuando las constituciones de papel colapsan. Su figura no responde a la utopía liberal, corresponde a la ley natural de las masas intertropicales, incapaces —según el autor— de construir civilidad sin verticalidad. Bukele es, así, el reflejo histórico de un continente —y allí, naturalmente, entra El Salvador— cuya alma no supo ser ciudadana y cuya historia no engendró instituciones, pero sí a los hombres fuertes: tiranos, caudillos y dictadores organizadores.
Los regímenes que se derivan de esa necesidad tienen que obedecer a la presión espiritual de la moral individual que integra el Estado y formarse de acuerdo con el medio físico, no por imposición de teorías nacidas al calor de otro sol, arraigadas en tierras distintas, aplicadas a hombres de otro sentido moral y político24.
El pensamiento de Lamar Schweyer no busca «justificar» la dictadura, pero la ve como una respuesta biológica al fracaso cultural de la democracia liberal en América. De igual manera, el régimen de Bukele no se basa en un corpus ideológico sofisticado, se trata de una praxis adaptativa: la obediencia no se exige por ley, sino por resultado; la autoridad no se legitima tanto en el voto, sino en el grado de su efectividad.
Aceptemos, pues, nuestras equivocaciones: los errores sociales y políticos de Hispanoamérica, más allá de su supuesto reposo en teorías sociológicas, no se corrigen con panfletos ni con ideas arcaicas. Las desmitificaciones, en su mayoría, no han servido sino para enredar el juicio y agudizar la catástrofe. Las dictaduras organizadas —para bien o para mal— han demostrado ser, al menos, el martillo inicial con que puede enderezarse el clavo torcido de estos países desordenados. No son cien, ¡no! Son doscientos años de una democracia insustancial, incapaz de consolidar un rumbo, y se justifica, a través de sus entusiastas, por la permisividad de unas acciones que, más temprano que tarde, terminan por finiquitar a la nación, porque, no es la emoción sincera de una democracia, sino cómo esa democracia beneficia a ciertos integrantes, partidos, por unas libertades que, habiéndolas, no influyen positivamente en los carriles patrios. Porque para ordenar, hay que apretar; y si se ha apretado, no ha sido con inteligencia ni con visión. Se impone, entonces, no la violencia ciega, es el mando lúcido: seamos, pues, guardianes de esa dirección suprema que guía, no que destruye; que forja, no que disgrega.
Durante un siglo hemos estado viviendo esa verdad sin querer verla, aferrados desesperadamente a un sistema impracticable, que en realidad sólo existe en las Constituciones25.
Bukele puede entonces entenderse como un fenómeno darwiniano de la política tropical: el más apto para sobrevivir en un ecosistema hostil a las abstracciones institucionales. En lugar de un Parlamento deliberativo, un líder absoluto; en vez de una justicia autónoma, una voluntad central que ordena.
A veces, el Cincinato no puede gobernar la tierra amorfa, carente de unidad y orden, y debe alzarse, como remedio orgánico, el César, el gendarme, una vez más, para desgracia de los entusiastas de las constituciones y órdenes anodinos, y se afirma, otra vez, el César democrático: no como negación de la democracia, sino como su alquimia trágica, su disciplina fundadora, su acero necesario. Porque donde el pueblo ha olvidado el sentido de su destino y el derecho ha dejado de ser orientación, el mando se convierte en pedagogía, y el César no impone: organiza.
En vez de flácida y disgregativa democracia, acero decidido y edificador.
Manuel Pérez Vila, ed., Doctrina del Libertador, Caracas, 2009, p. 130.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, 1991, p. 162.
Simón Rodríguez, Inventamos o erramos, Caracas, 2004, p. 407.
Simón Rodríguez, Sociedades americanas, Caracas, 1990, p. 88.
Simón Rodríguez, Obras Completas, Caracas, 2016 p. 54.
Esta economía no se refiere exclusivamente al ámbito financiero, sino al uso eficiente de cualquier recurso (tiempo, esfuerzo, materiales, etc.) necesario para ejecutar la operación de acuerdo con la disciplina.
Rodríguez, Sociedades americanas, p. 11.
Bukele ordena cerco militar ante retorno de pandilleros. Véase: https://www.dw.com/es/bukele-ordena-cerco-militar-ante-retorno-de-pandilleros
Ponen cerco militar en Chalatenango y reportan primeras dos capturas. Véase: https://www.laprensagrafica.com/elsalvador/Ponen-cerco-militar-en-Chalatenango-y-reportan-primeras-dos-capturas-20240325-0022.html
La megacárcel de por vida para los pandilleros de El Salvador. Véase: https://andina.pe/agencia/galeria-la-megacarcel-por-vida-para-los-pandilleros-de-salvador-24768.aspx
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 113.
José Santos Chocano, Idearium tropical: Apuntes sobre las dictaduras organizadoras y la gran farsa democrática, Lima, 1922, p. 14.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, p. 230-231.
Chocano, Idearium tropical, p. 25.
Ibid., p. 25.
Ibid., p. 20.
César Zumeta, El continente enfermo, Caracas, 1961, p. 42.
Ibid., p. 21.
Ibid., p. 41.
Alberto Lamar Schweyer, Biología de la democracia: Ensayo de sociología americana, La Habana, 1927, p. 9.
Ibid., pp. 141-142.
Pérez Vila, Doctrina del Libertador, p. 73: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.
Ibid., p. 119.
Ibid., p. 142.
Ibid., p. 142.
¡Buen ensayo! Una perspectiva refrescante al respecto de un tema que se viene hablando últimamente pero sin ahondar mucho en los detalles.
Grata experiencia al desentrañar algunas cuestiones elementales sobre el accionar político de Nayib Bukele.