
El olvido de que el primer valor a defender es el de la estabilidad de las instituciones, para lo cual lo que primero necesita Venezuela es crear las condiciones de hecho en virtud de las cuales comience y se mantenga el ritmo cíclico de los periodos constitucionales; el planteamiento prematuro de tesis que puedan poner frente a frente a factores que ahora tienen el interés primordial de salvar a la República; en fin, todo cuanto debilite el ritmo unitario y el rumbo solidario de la Patria como entidad moral que busca su destino, es la negación de la ansiedad civilista y republicana que sacude lo más profundo del espíritu venezolano.1
Pródromo
En las órbitas académicas venezolanas, tanto dentro como fuera del país, y en las dimensiones caóticas de las redes sociales, las discusiones políticas se desarrollan con una agresividad imparable y, con frecuencia, es la grosería y la burla los más altos estándares a los que aspiran muchos de estos “críticos”. Bajo el asedio de la kakistocracia que ha tiranizado los aposentos de la tierra del Libertador, las constantes preguntas sobre cómo se arribó a tal estado de servidumbre, descivilización y barbarie han llevado a cientos de venezolanos a escrutar los orígenes, el desarrollo y los entresijos de nuestra historia política, particularmente a lo largo del siglo XX. Una centuria marcada por el notable logro de la pacificación gomecista, la fundación de la institucionalidad venezolana durante el régimen de Eleazar López Contreras, un oprobioso golpe de Estado en contra del gobierno democrático de Isaías Medina Angarita y la instauración de lo que, con sobrada razón, podría denominarse como el democratismo fundamentalista. Un período que, bajo los cánones de la historiografía nacional, se conoce como la era de la democracia venezolana, esa que se hizo responsable de administrar las riquezas del Estado petrolero y las efímeras bonanzas de su producción masiva, mientras en su altar se sacrificaba la crítica opositora y se idolatraba el sistema viciado, dejándonos, lentamente, a la suerte del tiempo indómito, expectante por los resultados de nuestros sucesivos errores como sociedad venezolana.
En la actualidad universitaria, en los salones de Historia —en donde se alcanzan a oír los susurros de consignas desgastadas— de los distintos estados de la región venezolana, se ha construido una especie de culto defensivo, casi religioso, en torno a los paladines que encarnaron el destino de Venezuela en esos cuarenta años de gobiernos constitucionales y democráticos, cuyos méritos, según los devotos de la fe democratista, ascienden a la sacralidad de lo intocable. El democratismo, pese a sus fracasos históricos, y como única deidad visible para estos feligreses, abrió las puertas para la entrada de los monstruos que hoy atormentan a la nación venezolana. En ese sentido, pienso que es obligatorio acercarse a las bases conceptuales de la democracia venezolana, discutiendo sobre su naturaleza, su constitución y su evolución histórica, así como la diferenciación del concepto democratismo respecto a la auténtica democracia esparcida en los trabajos de nuestros más eminentes hombres de pensamiento y obra.
Mi intención, en la medida de lo posible, no es invocar teorías europeas ni recitar autores extranjeros, no por un capricho chovinista ni una pereza intelectual, sino porque, como venezolano, me veo en la obligación de husmear en nuestras propias fuentes, de abrir los libros de nuestros pensadores, aquellos que advirtieron el camino errado y cuyas voces fueron apagadas por el arrogante designio de quienes triunfaron en la historia oficial, arrinconando a otros ilustres representantes a las secciones olvidadas de nuestra tradición política.
Téngase, pues, este primer esbozo como el umbral de un recorrido sin concesiones, donde desnudaremos la significación histórica de la democracia venezolana, arrancando su máscara de cartón, y exploraremos cómo la concebían las mentes vigorosas y esclarecidas de los grandes hombres de la historia venezolana.
Autenticidad y artificialidad
Para cualquier país americano —y especialmente para Venezuela— se hace indispensable la necesidad imperiosa de concluir el cuadro social y político de la fundación nacional, lo que no desdeña, claro está, las evoluciones positivas —pero escasas— a las que ha estado sujeta la vida política del país. Dichas evoluciones han venido tardíamente a dar sus frutos, muchas veces amargos, y más bien se ha estancado el país en una constante acción demagógica que lo ha mantenido recluido en una zona de cartón, endeble, sin funcionalidad democrática efectiva, es decir, en un desbaratado sistema de enanez de liderazgo nacional. A efectos del presente, si desviamos nuestra mirada certera a los nudos del pasado, en los textos de los grandes prohombres que dedicaron su existencia y fuerzas al engorroso oficio de la disección de nuestros problemas, encontraremos migajas que nos señalan un camino más que claro —aunque, ciertamente, no definitivo—. Esta ruta histórica nos alumbra con suma claridad la inoperante capacidad de las masas venezolanas heterogéneas por unificar sus energías en la construcción de una ciudadanía eficaz, responsable y disciplinada. Desde los momentos iniciales de las revoluciones de 1810 y 1811, nuestro país, separándose de su destino, hasta ese momento enlazado a la Madre Patria, encuentra el río por el cual sus pasiones reposarán en corrientes tornadizas, sacudiéndolas con violencia y desbordando sus límites naturales.
Cuando el alma popular se ve sacudida por una conmoción repentina y violenta, lanza a lo lejos su grito o su sollozo, como el tañido de una campana que repercute en el espacio; pero, como la liga del metal que vibra, el sentimiento popular es siempre impuro. El vaso donde se condensan los sentimientos de las multitudes tiene en el fondo un sedimento que toda sacudida puede hacer subir a la superficie cubriendo de una espuma de vergüenza el licor brillante y generoso. Todos los pueblos han sufrido esa dolorosa experiencia: los hombres que permanecen en la sombra en tanto que el orden impera, se rebelan, desde que el freno social desaparece, con sus instintos de asesinato, de destrucción y de rapiña.2
Vallenilla Lanz nos expone una visión crítica sobre la naturaleza de las masas en momentos de incertidumbre y crisis, señalando que, cuando el freno del orden desaparece, emergen impulsos destructivos latentes en la colectividad. La metáfora del vaso con sedimentos nos dibuja cómo, bajo la aparente bondad de los sentimientos populares, descansa una impureza que puede aflorar en situaciones extremas, generando violencia, caos y descontrol —signos de la Venezuela sumergida en la guerra de emancipación—. Esta óptica hila con teorías como las de Gustave Le Bon, quien advertía sobre la irracionalidad de la multitud y su propensión a ser dominada por emociones primitivas y destructivas. La historia ofrece múltiples ejemplos de esta dinámica: desde las revueltas y saqueos en tiempos de guerra hasta los estallidos de terror en las revoluciones3. Así, Vallenilla Lanz puntualiza la incontenible peligrosidad de las masas cuando se liberan de los límites exigidos por el orden social, advirtiendo sobre la fragilidad de la civilización ante los instintos desatados del hombre.
Aquellos instintos desatados verían el fuego ardiente de sus efectos, pues, aunque rancia y olvidada, la Venezuela colonial atestiguó el nacimiento de esa camarilla de grandes pensadores, legisladores y hombres de acción política, aunque abstractos en sus principios elementales, no menos perspicaces al momento de sus planteamientos. Elogios merecen, sí; pero, en cuanto a su edificio republicano democrático, sus estructuras internas, sus organismos, sus modos naturales de existencia política, distaban mucho de asimilarse a los climas auténticos de los venezolanos emancipados. Plataformas fundadas en un poder desigual, sumado a las disparejas organizaciones de raza y la desaparición de una tradición de trescientos años, a saber, todo lo que podía definirse como el esquema morfológico de la sociedad venezolana, se amalgamó en el resultado final: un hombre abstracto en medio de una realidad denunciadora de principios constituyentes de una realidad efectiva. Estas teorías que provenían de los vientos de la Revolución Francesa embriagaron a los influyentes voceros de la sociedad venezolana, y con ápices de ideólogos europeos, fueron introduciéndose silenciosamente por los pulmones sociales de la Caracas colonial.4
La tendencia igualitaria, rostro legítimo de la democracia, se alimenta de cualquier trastorno que rompa el equilibrio de una estructura de castas o clases, sugiriendo que el avance de la igualdad no ocurre de manera natural, sino como consecuencia directa del caos y la disolución de los vínculos sociales tradicionales. La democracia avanza no como un principio armónico, sino como un fenómeno destructivo que, una vez que se eliminan las barreras de contención, se impone de manera arrolladora y descontrolada. Esto evoca una visión cercana a la de pensadores como Joseph de Maistre o Nicolás Gómez Dávila, quienes argumentaban que la democracia no es más que la disolución del orden natural de las sociedades en favor de un individualismo atomizado. Atrevido, pero con intenciones redondas, sugiero, continuando con el desmenuzamiento del Cesarismo democrático que, en ese sentido, la democracia no es un sistema autónomo con principios sólidos, sino un efecto colateral del colapso de las estructuras jerárquicas. Esto podría interpretarse como una crítica a la modernidad, donde la destrucción de los órdenes tradicionales ha llevado a una nivelación forzada que disuelve toda distinción social. En este sentido, la democracia no sería tanto un proyecto político positivo, sino una consecuencia de la entropía social generada por el derrumbe de instituciones que garantizaban estabilidad y cohesión —como lo fueron las instituciones hispánicas en los albores de la Independencia—. Venezuela, como ningún país de Hispanoamérica, sufrió las más rápidas y furiosas evoluciones igualitarias, en donde su punto más crítico fue la insurrección popular de 1814, germen de futuros sucesos de igual magnitud.5
Así, pues, sombrío el entorno político, desde los mismos orígenes de la epopeya independentista, inician las necesarias dudas que se han de trazarse sobre las incongruencias de nuestro carácter como pueblo venezolano con las insinuaciones ya materializadas — y encarnadas ideológicamente en estos sistemas extranjeros— en el sucesivo fracaso cíclico de nuestros proyectos políticos, siempre imperfectos, inconclusos y lejanos a una realidad, nuevamente, efectiva. ¡Y cuán peligroso es ir hacia los cuartos prohibidos de la Historia, protegidos por los apósteles de la tradición decadente!
Se debe huir de los gobernantes que mucho decretan, como de los médicos que prodigan las recetas. La mejor administración como la mejor medicina es la que deja obrar a la naturaleza.6
Hay una diferencia entre escribir sobre el poder y ejercerlo. El talento para la palabra no garantiza necesariamente el instinto para gobernar, como la roca teoría no siempre se traduce en acción efectiva perdurable. La política no es un juego de ideas puras, sino de carácter, audacia y astucia, virtudes que a menudo surgen en hombres sin gran erudición7. Sin embargo, la intuición sin visión también puede ser peligrosa: la grandeza política nace cuando el instinto se encuentra con el pensamiento, cuando la fuerza de la acción se apoya en una intelligentsia que sabe hacia dónde —y cómo— dirigirla.
Nace el justo reproche a la inquisición ideológica de modelos políticos abstractos en América, especialmente aquellos derivados del racionalismo jacobino —y su fetichismo por las constituciones escritas—. Se denuncia la interrupción entre las leyes importadas y la realidad social, una tirantez que ha generado una fisura insalvable entre la norma y la práctica. La crítica no es solo contra el revés de la aplicación de estos principios, sino contra su naturaleza misma: pretender empotrar sociedades vivas y complejas en esquemas rígidos es un acto de violencia intelectual, una negación del derecho consuetudinario y de las estructuras políticas propias. La verdadera gobernabilidad no surge de artificios teóricos, sino de la adaptación de las leyes a la historia, la cultura y las tradiciones de un pueblo.8
Una vez publicado Cesarismo democrático, Vallenilla Lanz, con suma tenacidad, enfrentó a sus detractores, cuyos artículos y reseñas, a menudo incendiarios, evidenciaban las rabietas que desató su obra en el continente americano. Con la templanza de los grandes genios, fue desmenuzando sus ideas, dotándolas de una flexibilidad elástica y cubriendo las críticas ajenas con un velo de verdades tan densas como el osmio. En su artículo Las constituciones de papel y las constituciones orgánicas, en respuesta al parlamentario uruguayo Mario Falcao Espalter, Vallenilla Lanz traza una distinción crucial entre lo adaptativo idiosincrático y lo impracticable foráneo9. Aquí resalta lo que hemos abordado con anterioridad, como era notoria «la incapacidad en que se hallaban nuestros pueblos para practicar principios exóticos». Expone con claridad su escepticismo frente a la imposición universalista de la democracia republicana en las naciones hispanoamericanas. Su crítica se enfoca en el «prejuicio constitucionalista» que pretende uniformar las formas de gobierno bajo el dogma del self government. Vallenilla Lanz advierte que esta visión ignora las realidades concretas e inmediatas de cada país, subrayando que «afirmar que todas las naciones hispanoamericanas deben gobernarse según un modelo determinado, es desconocer los orígenes y la evolución de cada una de estas naciones». Asimismo, nos invita a reconocer las diferencias socioculturales y geográficas que influyen en el desarrollo político de cada pueblo. En sus estudios, resalta cómo «la influencia del medio físico y telúrico» juega un rol determinante en la formación de las instituciones, diferenciando, por ejemplo, las dinámicas de las llanuras venezolanas frente a las montañas andinas —una diferenciación histórica entre ambos gentilicios que aún permanece vigente—. En estas líneas de ideas, insistir en modelos democráticos abstractos y ajenos a las condiciones reales de Venezuela solo conduce a desórdenes y fracasos institucionales, dejando en relieve atroz la inadecuación de la democracia liberal en escenarios desorganizados y con estructuras sociales aún incipientes, en necedad constante, ausencias de sabiduría y práctica política eficaz.10
Nuestros países, sumergidos en el torrente insaciable de la anarquía, no han podido surgir y fortalecerse sino con la voluntad de los hombres fuertes y decididos a cambiar los destinos —inicialmente nefastos— a nuevas posibilidades de la vida nacional, extendiendo la fortuna del país en el tiempo. Se requería durante la segunda mitad del siglo XIX lo que García Calderón, refiriéndose al General peruano Ramón Castilla, denominaba como el dictador necesario11 o el gendarme necesario, más tarde acuñado por el mismo Vallenilla Lanz12, incluso antes de su cercanía con el régimen gomecista. ¡Cuánta ira despierta en los nobles entusiastas de las estadísticas sufragistas la resurrección de estos textos, pues ellos mismos se desviven en la realidad que anuncian estos hombres del pasado, aunque latentes en nuestras esferas de pensamiento y acción contemporáneas!
Desde la desaparición física de Bolívar y Sucre, últimos escuderos de la Gran Colombia, y la subsiguiente disolución de esta nación, escindida en tres partes fundamentales, las élites dominantes, lo que podríamos llamar la Oligarquía, sufrió las consecuencias de aquel derrumbe atroz que, como una nube de polvo histórico, sacudió los cimientos del porvenir venezolano, resquebrajando sus suelos y dejando pasar impunemente el arroyo por «donde veremos a la democracia venezolana fluctuar por largos años entre el tumulto anárquico y el orden despótico»13.
Fue presa relativamente sencilla esta nación desmembrada como la nuestra para caer en los incendiarios voceríos en contra de la demonizada oligarquía conservadora de Páez, Vargas y Soublette, cuyo ardor ideológico era propietario intelectual Antonio Leocadio Guzmán, padre del futuro Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, y fueron estos acontecimientos políticos, durante la desaparición del proyecto bolivariano, lo que dieron sustancia real a las futuras tragedias del país, entre ellas, lo que Gil Fortoul denominó la «democracia semidemagógica»14 de Zamora y sus cómplices.
Sobre el carácter político del Libertador, Gil Fortoul señala lo siguiente:
Nunca tuvo confianza en la democracia absoluta: inclinábase por carácter y reflexión a un régimen de oligarquía intelectual; y aun cuando amó sinceramente al pueblo y trabajó por su bien, lo amaba como Pericles, desde arriba, para gobernarlo a modo de rey sin corona.15
Naturalmente, el Libertador, portador de vastísimo genio, comprendió hondamente las singularidades de la raza americana, y aún más, cuando en sus célebres textos exhibe lo que serían los precedentes de la sociología americana, define a nuestro particular orden de gentilicios nacientes como un «pequeño género humano»16. Entendía Bolívar, viendo el desarrollo pesaroso del pueblo americano, que las constituciones exóticas, los modelos importados de otras latitudes, con tradicionales morales y conductas colectivas supremamente deferentes a las nuestras, eran impedimentos naturales para el ejercicio del poder eficaz. Avanzado en sus obversaciones y estudios mediante las realidades políticas operantes de su tiempo, sentencia:
No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la américa: no la mejor sino la que sea más asequible.17
Sobre la democracia, dentro de su amplia concepción, remembranzas de antiguas civilizaciones, la naturaleza del poder y el pueblo, afirma:
Muchas naciones antiguas y modernas han sacudido la opresión; pero son rarísimas las que han sabido gozar de algunos preciosos momentos de libertad; muy luego han recaído en sus antiguos vicios políticos; porque son los pueblos más bien que los gobiernos los que arrastran tras sí la tiranía. el hábito de la dominación los hace insensibles a los encantos del honor y de la prosperidad nacional; y miran con indolencia la gloria de vivir en el movimiento de la libertad, bajo la tutela de leyes dictadas por su propia voluntad. los fastos del universo proclaman esta espantosa verdad. Sólo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad; pero, ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo, poder, prosperidad y permanencia? ¿y no se ha visto por el contrario la aristocracia, la monarquía cimentar grandes y poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de china? ¿Qué república ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿el imperio Romano no conquistó la tierra? ¿No tiene la Francia catorce siglos de monarquía? ¿Quién es más grande que la Inglaterra? estas naciones, sin embargo, han sido o son aristocracias y monarquías.18
La libertad, más que un curso permanente e inmaculado, es un accidente —como la paz misma— y una etapa fugaz en la historia de los pueblos. Bolívar entiende que la opresión no se sostiene únicamente por los gobiernos despóticos, sino por las masas incivilizadas, habituados a la sumisión y temerosos de la incertidumbre que trae el autogobierno. Si la democracia es el único sistema capaz de encarnar la libertad en su forma más pura, ¿por qué su fragilidad es tan evidente, aunque siempre vestida con los mantos que le confieren sus acérrimos defensores, incumplidores de sus principios, productores de sectarismos disgregadores? Mientras que monarquías y aristocracias han cimentado grandes imperios durante siglos, las democracias suelen ser leves hálitos, violentamente débiles, corrompidas y, por lo general, mediocres. Roma conquistó el mundo bajo la disciplina luminosa del imperio, Francia sostuvo su monarquía por catorce siglos hasta que el monstruo revolucionario se la tragó naciendo así el Terror de Robespierre, Esparta y Venecia perduraron bajo estructuras rígidas de gobiernos macizos, mientras que las repúblicas han surgido y caído con increíble rapidez. Bolívar no rechaza la democracia, pero advierte que su permanencia es incierta si no se acompaña de una estructura firme y de ciudadanos preparados para sostenerla —este elemento de sostenibilidad ciudadana es indispensable—. Su reflexión es una advertencia contra la ingenuidad y la perversidad políticas. No basta con proclamar la libertad en los textos si la sociedad sigue siendo carcomida por sus viejos vicios, lastres de su fundación. La historia demuestra que el triunfo excelso de una nación no depende solo de su modelo de gobierno, sino de su capacidad para conciliar la estabilidad con la justicia, el poder con la prudencia y las aspiraciones de libertad con la realidad de su idiosincrasia.
Bolívar pedía a los legisladores de Angostura en 1819 un Código de leyes venezolanas y les recomendaba “no perder las lecciones de la experiencia y que las escuelas de Grecia, de Roma, de Francia, de Inglaterra y de América, nos instruyan en la difícil ciencia de crear y conservar las naciones con leyes propias, justas, legítimas y sobre todo útiles; no olvidando jamás que la excelencia de un gobierno no consiste en su teoría, en su forma, ni en su mecanismo sino en ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para quien se instituye. El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce la mayor suma dé felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política”.19
Todavía resuena la advertencia del maestro Róbinson en el punto álgido de la América entera, ya precipitándose hacia su propia devoración fratricida, adquiriendo en Venezuela un matiz aún más profundo, cuando proclama su sentencia, clara y penetrante:
En la América del Sur las Repúblicas están Establecidas, pero no Fundadas. Es un deber de todo ciudadano instruido el contribuir con sus luces a fundar el Estado, como con su persona y bienes a sostenerlo.20
En el fragor de una América que, tras sacudirse la maternidad española de tradición institucional, parecía encaminarse más a la dispersión y al enfrentamiento que a la construcción de un destino común, su sentencia no era solo una exhortación, sino un designio inapelable, calamitoso. Inventar, crear, concebir nuevas formas de sociabilidad, de gobierno y de educación, o condenarse a la errancia mezquina, a la imitación servil y, en última instancia, a la ruina perpetua. El mismo hecho de gobernar a la América, a esta tierra de desbarajustes tremendos, debe entenderse como la conjugación práctica de cuatro elementos políticos de orientación social:
Ordenar, dirigir, regir y mandar.21
No se trata de funciones aisladas, sino de un sistema interrelacionado que opera en conjunto para lograr el equilibrio en la sociedad. Ordenar proporciona la base estructural, implica la organización eficaz de los espacios públicos, establecimiento de normas que engendren fluidez en la sana convivencia entre la ciudadanía; dirigir se refiere a la capacidad de designar un rumbo común, la labor educativa de orientar al pueblo a través de la instrucción y los valores propios de su identidad en un plan de gobierno estructurado con metas fijas y alcanzables según el ambiente predominante; regir posee sustancias de legitimidad efectiva, en contraste con el ordenamiento, el acto de regir proporciona la ejecución de dichas bases morales en cuerpos de leyes legítimos; mandar es el uso de la autoridad para el cumplimiento de las decisiones que resguarda la sociedad de la disgregación, asegurando la integración nacional. Un buen gobierno, en el sentido robinsoniano, es orgánico según los preceptos culturales de la patria, naturalmente constituido por la encarnación respetuosa de sus costumbres, que manda y educa, simultáneamente, elevando sus virtudes y luces, robusteciendo la acción individual y preservando la norma de la ley en la acción pública, evitando desarraigamiento de la estructura disciplinaria.
Bolívar y Rodríguez, naturalmente, dieron paso a una evolución en sus configuraciones intelectuales, inclinaciones políticas y observaciones sobre la naturaleza social del gentilicio americano y venezolano. Era de esperar, no obstante, en los dos grandes hombres, una referencia común e inflexible, signo de claridad sobre las cosas y su relevancia implicada. Nos referimos, por supuesto, a esa suprema obligación de la creación de algo nuevo, auténtico y libre de artificiales vestiduras exóticas que puedan perturbar su ejecución en el plano de las masas en su proceso de transformación a una ciudadanía efectiva, consistente con sus necesidades históricas y perdurable en el tiempo de vida del país.
¿Dónde iremos a buscar modelos? La América Española es original, originales han de ser sus Instituciones y su Gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro. O Inventamos o Erramos.22
Un modelo de orden establecido es la directriz preclara para una nación envuelta en una tradición de fratricidio político, anarquía social y, entrando más a nuestros tiempos, habituada al clientelismo partidista, virus fatal para el organismo de la nación venezolana. Tal urgencia hace menester desatar gritos bien dirigidos a la conciencia colectiva, reclamando la buena voluntad de los venezolanos, y como dicta el Libertador:
Estoy penetrado de la idea de que el Gobierno de Venezuela debe reformarse; y que, aunque muchos ilustres ciudadanos piensan como yo, no todos tienen el arrojo necesario para profesar públicamente la adopción de nuevos principios.23
Hombres ambiciosos frenan abruptamente el procedimiento orgánico de la energía política venezolana. Muchos, moldeados por entornos ajenos, con otras gentes e ideas en la cabeza, obran más en perjuicio que en beneficio de su nación, y lo más grave: son conscientes de sus desvaríos, lo que demuestra sus compromisos mezquinos con el proceder del país, insistiendo con sus ideas de lejanas procedencias. Por lo que, «aquellos hombres no habían observado jamás su propio país» y «para ellos las cosas debían pasar en Venezuela como en Roma o Francia».24
Aquel afán de buscar normas fuera de la observación de la realidad circunstante y de la experiencia nuestra, nos desvió en otros caminos.25
Un caudal de terminologías políticas es desvirtuado de sus significados auténticos y se integran a una narrativa frecuente que tan sólo puede servirse de las fluctuaciones de las masas y los fanatismos que allí se exasperan para convertirse en regla generales de la opinión pública, siempre divagante, siempre influyente y terriblemente efectiva. Pedro Manuel Arcaya, citando a Gil Fortoul, ilustra este punto, exponiendo que las ambiciones personalistas se disfrazan con cáscaras ideológicas, ocultando sus verdaderas motivaciones, a menudo, sentimentales revanchismos de mentecatos huérfanos de suficiente dignidad patriótica. El concepto político «se transforma radicalmente en el cerebro de la gente inculta hasta perder su significación puramente política de autonomía local para convertirse en bandera de todo género de reivindicaciones democráticas y en tendencia a una definitiva igualación de todas las clases sociales».26
Así, este continente enfermo, trasnochado por las angustias de su identidad, de sus avances en el espectro político —positivos y negativos—, se tuerce de dolor, como si la indigestión causada por los modelos ideológicos impropios en su estómago social causara efectos gravísimos en la salud política de sus distintos pueblos. Somos, los americanos, y reitero, por esa misma vía, los venezolanos, sufrientes de los «elementos de barbarie» que padecemos y que carecen, por ejemplo, el pueblo yanqui, dada su vitalidad civilizadora, virtud ausente en nuestras «pseudodemocracias»27.
En verdad nuestra conducta no hace apetecible la libertad. Nosotros la hemos caricaturizado, le hemos puesto mancilla y baldón, hemos falsificado su vino, y en las bacanales de la anarquía hemos hecho deseable la esclavitud; pero este proceder nuestro no excusa en los demás el horror a los trabajos de Hércules de la liberación de los pueblos.28
César Zumeta, nutrido por las lecturas de Gil Fortoul y sus derivaciones, no se adscribe plenamente a su línea de pensamiento—no por distanciamiento, sino por cautela en ciertos matices—, pero coincide en la necesidad de repensar un siglo de revoluciones malogradas, de cómo la violencia caudillista ha terminado por desmantelar el ya de por sí difuso proyecto de Estado venezolano—pues, como sentenciaría José Ignacio Cabrujas, la noción misma de país no surgiría hasta el alzamiento del régimen gomecista—. Sostiene que nuestros partidos políticos han arrastrado una incapacidad crónica para cohesionarse en las grandes crisis de la historia nacional, y aunque su voz proviene de otro tiempo, su advertencia persiste: aquellos mismos partidos, desaparecidos pero refundados con otros rostros panfletarios y cuerpos doctrinarios, aún exhiben la parálisis congénita que les impide responder a los momentos decisivos de Venezuela, acaso por su sectarismo personalista, miopía horrenda de quienes no alzan el país como máxima prioridad. No obstante, Zumeta no incurre en un lamento victimista ni descarga toda responsabilidad en la dirigencia política, sino que advierte: «no es del capricho de los gobernantes de quien debe esperarse la regeneración de las sociedades, sino de la iniciativa y el tesón de los gobernados».29
Arcaya desmonta con suma sencillez las ilusiones del ejercicio sufragista, revelando la distancia insalvable entre las abstracciones teóricas y la realidad política del país. Las elecciones, presentadas como el culmen de la democracia, devienen en un espectáculo grotesco donde «los fraudes más escandalosos», la violencia entre los mismos ciudadanos y la mentira convertida en herramienta de combate no son anomalías, sino rasgos constitutivos del proceso sufragista. Lejos de representar la voluntad popular, el voto libre en estas tierras no es más que una máscara para la delincuencia institucionalizada, donde la contienda política se reduce a una pugna entre quienes mejor manipulan y dirigen el caos nacional como medio hacia su triunfo electoral. Allí resurge la cuestión ineludible: la distancia entre el ideal y la realidad, entre el papel y la vida. No basta con que las constituciones proclamen derechos y facultades si el pueblo carece de la preparación para ejercerlos con conciencia y responsabilidad. «La necesidad de que se civilice completamente el pueblo» antecede a cualquier aspiración democrática; sin esa base, los principios republicanos quedan reducidos a fórmulas vacías, a concesiones teóricas sin sustancia en el devenir político. Mientras tanto, otorgar funciones a una ciudadanía no formada es una mera ficción legal, una estructura sin cimientos que se tambalea con el menor viento de la crisis.35
Había nacido una nueva mística política, una transfiguración del sentimiento religioso que siempre habita en el alma humana. Pero esta vez, el altar no se erigió para lo divino, sino para una abstracción, para un cadavérico término político: «el pueblo», una entidad metalizada por la fantasía, investido de atributos ilusorios, adictivos para los obtusos. Sus conductores, sus agitadores, se embriagaron con la grandilocuencia de su creación, y las ideas democráticas se impusieron como dogma. En su nombre, cada nación redactó su propio «Pacto Fundamental», una promesa solemne de felicidad universal. Mas la realidad no tardó en traicionar a la utopía igualitarista, sufragista, idealista. «La fe en los dogmas democráticos ha flaqueado. Se está perdiendo. Mejor dicho, se ha perdido ya». La historia ha disipado las ilusiones, y lo que antaño fue materia de encendidos discursos, hoy solo inspiraría la porfiada burla. Nadie osaría escribir sobre ello con la exaltación de Michelet, pues el fervor que antaño inflamó plumas y corazones se ha disuelto en la ironía de los hechos.30
Atenas, pionera y paradigma de la democracia ejemplar, nos legó a la posteridad su resplandor más fulgurante, pero también su ocaso más amargo. La misma ciudad que encarnó la libertad con ímpetu inigualable, pronto evidenció la fragilidad de su propio ideal democrático.
«El más sabio legislador de Grecia no vio conservar su República diez años» —dice el Libertador— antes de rendirse ante la evidencia: la democracia absoluta es un espejismo que deslumbra con «relámpagos de libertad», pero carece de la solidez para sostener un orden duradero. Solón, en su derrota, dejó al mundo una lección indeleble: «cuán difícil es dirigir por simples leyes a los hombres».31
Mas, eran tan grandes las esperanzas por ella engendradas, que su hundimiento en la duda y la decepción ha acarreado la desorientación a que antes aludimos, con su trágica secuela de agitaciones dolorosas; pues el espíritu crítico, de tremenda fuerza para destruir leyendas y mitos, no la tiene aún bastante para presentar fórmulas definitivas. La vida misma, que es de continuos cambios, no lo permite. Destruido un mito, nacen otros.32
«La mayor fatalidad del hombre, en el estado social, es no tener, con sus semejantes, un común sentir de lo que conviene a todos».33 En esta sentencia de Simón Rodríguez yace la raíz del fracaso democrático en sociedades donde las masas, lejos de constituir un cuerpo orgánico, son un mosaico disperso de voluntades airosas en una interminable lid de intereses y pasiones de diferentes índoles. La democracia presupone una ciudadanía homogénea en principios y fines, capaz de deliberar en torno a un destino compartido; pero, la realidad ha sido la contraria: «cada imbécil es mina de algún truhán» y el sufragio universal no es más que la legalización del desorden. La política se ha reducido a fraudes, violencia entre ciudadanos y el imperio de la calumnia, mientras la historia demuestra que una sociedad inculta no puede sostener el gobierno de sí misma. La fe en los dogmas democráticos, que antaño se escribían con fervor, ha sido arrastrada por la evidencia de su inviabilidad, y las promesas de felicidad plasmadas en los pactos constitucionales no han encontrado correspondencia en la realidad. Se ha avanzado, sí, pero a tientas, entre fracasos y guerras intestinas, en una marcha incierta donde solo la educación podría allanar el camino hacia la república. Mientras no haya un «común sentir», el gobierno popular seguirá siendo un simulacro donde el pueblo no gobierna, sino que es gobernado por sus propias pasiones mezquinas y por quienes saben explotarlas con acertada perversidad.
Para la correcta implementación de los componentes democráticos a una sociedad, necesario será, como hemos atestiguado, el buen andar de sus ciudadanos, y antes de eso, la formalización de la ciudadanía como rango cívico perdurable. Francisco González Guinán nos exhorta con maestría los riesgos de una democracia ineficaz, llena de falencias, donde la libertad se confunde con la licencia y el derecho se proclama sin límites ni deberes. «Los que proclaman las libertades absolutas, destruyen todo derecho», apunta, subrayando cómo el desgobierno y la anarquía surgen cuando no hay una noción clara, sosegada, de límites en la vida republicana. En nuestra Venezuela, donde la democracia ha sido más una consigna que una estructura funcional, sus observaciones resuenan con inquietante vigencia. La inviabilidad del sistema democrático en nuestra sociedad no solo radica en la falta de educación política, sino en la incapacidad de formar ciudadanos virtuosos y conscientes de sus responsabilidades auténticas en el espectro cívico. Para González Guinán, la patria no necesita ciudadanos absolutos ni vengativos, sino hombres fuertes, pero «limitados por el derecho ajeno, obligados por el deber y útiles por sus cualidades morales»; es decir, una ciudadanía que entienda que el ejercicio del poder y la participación política no pueden fundarse en el desenfreno, sino en la virtud y la mesura.34
Continúa González Guinán, en sus paisajes literarios, invocando el requerimiento irrechazable por el cual los distintos partidos políticos deben humillarse ante la gloria de la Patria:
No debe profanar el santo nombre de la patria vinculándolo en círculos más o menos estrechos, apasionados y vehementes; porque si en la región de la política la existencia de los partidos es una inevitable necesidad, ellos deben tratar de vivir vida civilizada, emulándose por el bien de la patria y legando a la historia hechos legendarios y páginas de luz.35
A finales del siglo XIX, el distinguido doctor Carlos León, en una de sus obras, titulada Mis ideas, traza la misma preocupación sobre el adecuado y meditativo oficio de estudiar pormenorizadamente nuestras facultades como sociedad y sus climas políticos particulares, pues como bien lo denuncia León, «nuestros legisladores, enamorados de las más bellas y más acabadas doctrinas, no se han detenido a estudiar el medio en que legislan». Si bien el discurso universitario en la Venezuela de ahora insiste en idealizar la democracia como el empíreo del desarrollo político, la realidad, nuevamente, nos obliga a preguntarnos si dicha forma de gobierno fue realmente asimilada por la sociedad o si, por el contrario, fue un simple barniz bajo el cual persistieron las mismas estructuras de poder caudillista. En palabras de León, «las revoluciones que se han sucedido entre nosotros no han obedecido a otras causas que las de libertar al país de una dictadura, pero no han llevado nunca escrito en sus banderas ningún sistema», esto refiriéndose a las luchas de los caudillos en el siglo de la emancipación, aunque podríamos amoldar dichas palabras a nuestras cuatro décadas de desorden administrativo.36
Alberto Adriani también advierte sobre los peligros de la improvisación política y la ideologización foránea, trazando el mundo —y especialmente la América— como un tablero de nociones históricas, donde todas las tradiciones se derrumban y quiere reinar vida nueva, hecha a fuerza de «improvisación y de ideología». Aunque Adriani muestra más esperanza en la capacidad creadora de América, sugiere que aún no se ha alcanzado la madurez política necesaria para construir estructuras originales y armoniosas, aludiendo a la «evidente disconformidad» entre la vida real de las naciones y las formas políticas ideales. Adriani visualiza un horizonte de potencial creativo, especialmente en el ámbito político, donde «una nueva civilización surja» y será esta «el eje infaltable».37
Frente a esas construcciones ideológicas, que subsisten y se perpetúan como ideales, se erige la dura realidad. Y en pueblos donde todavía se funden las razas, y solo se adivina el hombre definitivo; donde no hay civilización estable y protectora; y las instituciones son vanas e ineficaces por lo ficticias, va a comenzar la lucha para hacer carne esos ideales de abuelos sonadores, motivo que disfraza choques de intereses o ambiciones de partidos.38
El egregio merideño es otro de los grandes representantes de la autonomía venezolana en el espectro político y social, y en su efímera obra se hallan rastros de inmortales sentencias y nociones sobre los tiempos políticos y el rol de Venezuela en el concierto internacional de las naciones. De vez en cuando, se alza un patriotismo americano, exaltando las cualidades del gentilicio americano, único, podemos afirmar, en los firmamentos de lo humano, y otras tantas actualiza con labor cerebral el ideal bolivariano, escribiendo que «es oportuno que las tres naciones que formaron la Gran Colombia, centinelas del gran bloque meridional, establezcan ciertas colaboraciones, que desarrollándose progresiva y metódicamente las incorpore en el potente Estado que soñó el Libertador»39.
Introducciones forzosas, a destiempo, se han pretendido realizar con suma frialdad sobre los contornos de la tierra patria, cuya alma histórica, deshabituada a las formas igualitaristas o seudodemocráticas, ha sufrido aflicciones gravísimas heredándole problemas complejos a las juventudes venideras —y los nuevos inquisidores del pensamiento político, pupilos de la casta vencida por las realidades venezolanas, aún dentro de la boca de un gran dragón, claman izar la bandera de la voluntad popular del siglo XXI, mismo discurso que nos encaminó a nuestra catástrofe actual—. Adriani resulta sencillo y pragmático sobre el asunto, pues «debemos aceptar los hechos y aprender la lección», y la historia venezolana ya ha exhibido, en diversas ocasiones, el resultado de sus apresurados desvaríos en imprudentes aventuras políticas, ocasionando derrumbes que han sepultado el desarrollo natural, orgánico y vital de nuestro país. Aprender de estos errores del pasado es verdaderamente nuestra hoja de ruta para la salvación del porvenir venezolano, y «es que hay que proceder metódicamente (…) contentándose con resultados iniciales modestos».40
Surgen así, a la víspera de otros tiempos de incertidumbre, como en aquellos años, las últimas palabras reveladoras de este curioso hombre proveniente de Zea. Sus estudios, observaciones, intuiciones, aunadas a los dictámenes de Vallenilla Lanz, Arcaya, Zumeta, Gil Fortoul y otros exponentes del positivismo venezolano, nos acercan, lentamente, al entendimiento cabal de la problemática que azota, desde su fundación, a nuestra malhecha república.
Adriani nos advierte, ya pesado de angustias por largos años de exámenes, sobre el riesgo de que la nación venezolana no sea más que una parodia de teorías lejanas a su alma nacional, una imitación defectuosa de democracias europeas, un espejo roto del Norte, una falsificación, un artificio, en lugar de erigir, con energías renovadoras y nacionalistas, un diseño venezolanista adaptado a las dimensiones idiosincráticas del país, la urgencia de una labor constructiva que surja de las propias raíces venezolanas: «¿Estaremos siempre condenados a imitar a los demás, a ser el eco de los demás, a vivir la vida de los otros?». Condena con ferocidad a los «verbosos e impulsivos ideólogos», cuyas teorías absorbidas de fuentes extranjeras nos alejan de lo denominó nuestro camino real, practicando un «onanismo intelectual, fecundo en todos los males del onanismo, absolutamente estéril para el bien», subrayando esa floreciente esterilidad de verborreas inviables como el daño potencial a raíz de sus apetitos voraces de poder; enfrentando a esto, Adriani defiende, como aspectos claves de la acción venezolana, la práctica disciplinada, prescindiendo de esas diatribas ácidas —los estímulos preferidos de los pensadores de gabinete— propias de quienes emiten promesas atiborradas de vacuidad, porque lo que necesita Venezuela, lo que el verdadero capital humano de la patria necesita no son más programas políticos, siempre contradictorios, inoperantes, ruines, o más formulaciones ideológicas para etiquetaciones políticas, sino todo un caudal de voluntades patrióticas encauzadas hacia la labor venezolanista, es decir, la de hacer un país digno, próspero y macizo. «Lo que se requiere urgentemente es nuestro pueblo, todo nuestro pueblo, se una en el propósito tenaz, en la feroz voluntad de lanzarse a la acción para resolver de una vez por todas la media docena de problemas de todos conocidos que condicionan nuestro bienestar y el definitivo enrumbamiento de Venezuela por las vías de la civilización», guiando el destino nacional con pragmatismo ante los desafíos concretos. Adriani deposita su confianza en el espíritu venezolano, evocando a grandes figuras como Bolívar, Bello, Miranda y Sucre para marcar la diferencia entre la altura de estos hombres y la mezquindad de los vendedores de humo y falsos profetas, convencido de que el pueblo venezolano tiene mejor sentido y sabrá escoger su propio destino, sin entregarse a la ingenua emulación ni a matrices impropias que no se integran a nuestra naturaleza social.41
César Salas, habituado al estudio riguroso de la etnología y sociología venezolanas, a todo pulmón sugería la necesidad primeriza de instalar en Venezuela medidas legislativas adaptadas a los medios etnológicos particulares de nuestra sociedad. Si nuestro recorrido en esta pieza de juicio nos alumbra las imposibilidades de la instauración de medidas liberales o democráticas plenas, Salas lo atribuye a las evidentes ausencias de fundamentos institucionales en nuestras costumbres, siendo estos montajes políticos una obstaculización permanente en la evolución nacional, por lo que, como dice, «fácilmente se quebranta el mandato imperativo, con lo cual la práctica queda muy lejos de la teoría escrita, ya que gobernantes y gobernados son los principales factores de su inejecución». Dado que las costumbres bárbaras se entronizaron desde nuestra fundación y posterior desarrollo caudillista, estas leyes de libertades y responsabilidades, ciertamente, aparecían más como códigos de adorno que como efectos políticos auténticos, solamente expresando grados de civilización hacia los extranjeros que miraran de cerca a nuestras constituciones escritas, pues las constituciones reales, no demostraban esos altos estándares políticos.42
El convencionalismo, denuncia Salas, que hemos impuesto a estos pueblos ignorantes y atrasados en el diestro oficio del comportamiento civilizatorio, nos ha costado grandes sacrificios de sangre, y no contentos con estas descabelladas empresas, se empeñan en alargar la comedia que significan estas instituciones avanzadas en países como los nuestros, desubicados en tanto orden y disciplina. Falta de patriotismo, pereza social, hombres indiferentes con los caminos reales que la política venezolana debiera tomar con dignidad y rigor, son unos de los vicios graves que encarnan nuestros problemas de adaptabilidad sistemática a estos códigos abstractos inútiles a la nación venezolana.43
Su diagnóstico—un pueblo moldeado por la impulsividad guerrera del conquistador español, la belicosidad tribal del indígena y la abyección servil del africano—plantea una visión determinista en la que la República fue una imposición artificial sobre un sustrato social incapaz de sostenerla. Salas señala cómo la independencia no encontró un terreno fértil para los ideales de libertad y autogobierno, pues la sociedad venezolana estaba aún sumida en el servilismo y la ignorancia, sin la tradición política ni la madurez institucional necesarias para sostener un régimen verdaderamente democrático. Su crítica no se restringe sólo a la categoría anecdótica, sino que subraya, como otros tantos pensadores venezolanos, una lid interminable entre la herencia histórica de nuestras facultades hispánicas y posteriores valores republicanos prematuros y las aspiraciones políticas, una fractura que, a su juicio, condenó a Venezuela a la inestabilidad y el despotismo en nombre de ideales incomprendidos, causando una especie de orfandad o virginidad de entendimientos políticos superiores.44
En la vía dolorosa recorrida por Venezuela a través de un siglo, cuantas constituciones y leyes se han promulgado han sido otros tantos fracasos, porque en ninguna de ellas se ha atendido al medio étnico, ni se han consultado los principios más rudimentarios de la filosofía ni las severas enseñanzas de la historia. Alta responsabilidad apareja la falta de patriotismo y desinterés a los gobernantes; más, sin investigar sus nombres y los mezquinos sucesos de que han sido fautores, pues aún no ha pasado el tiempo suficiente para juzgarles con el criterio sereno e imparcial que ha menester el fallo severo e inapelable del historiador, cumple sí a la juventud y especialmente a estos institutos científicos, investigar las causas de esta enfermedad política de Venezuela, para ver de obtener su remedio.45
Los sistemas de gobierno no son el resultado de una arbitraria imposición, sino una expresión natural de la idiosincrasia y el nivel cultural de cada pueblo, porque «todo pueblo tiene, no el Gobierno que se merece (…) sino el sistema de Gobierno que él mismo produce». Para nuestra Venezuela, se hace aún evidente el fracaso de un derecho importado ajeno a la realidad nacional, lo que ha producido, casi irremediablemente, recelos en las leyes escritas, debido a nuestra insuficiencia en nuestros grados de cultura necesarios para el seguimiento de dichos proyectos que requieren de abnegada disciplina institucional. Esta juventud, ansiosa de conocer las realidades naturales de la patria, corre el mismo riesgo de estar amenazadas por el «juicio apasionado de los partidos y al de los historiadores retardados», sólo por el insólito hecho de presentar las cartas genuinas que expresan la naturaleza política venezolana.46
Se ha demostrado, hasta estos momentos, en este recorrido de pensadores venezolanos, la necesidad de una acción juvenil creadora en una base plenamente venezolana como etapa imprescindible para nuestro desarrollo civilizatorio. Pero, el dogma de los santos del democratismo, a saberse, la igualdad, el sufragio, el pueblo, el rechazo al orden —siempre asociado, para mal, a los elementos totalitarios— obstaculizan la composición de ideales constructivos, aquellos que no se desviven en los gabinetes de los intelectualoides encapsulados en teorías de escritorios, sino evocaciones de sentido nacionalista, arquitectura eficaz de ciudadanías activas y hombres capaces, sólo orientados al propósito común de hacer patria, enaltecer su tierra y a sus gentes. Rechacemos, una vez por todas, a qué santo de otras latitudes le ofreceremos nuestra devoción social y política, pues Venezuela no obedece sino al Altísimo, ordenador del cosmos y conductor de todos sus destinos posibles y a nuestro Padre de la Patria, el Libertador, antecedente primerizo de la gloria americana, caballero de luces morales, anunciador y realizador de la máxima epopeya y actor de primer orden para el más alto rendimiento al que nuestro sagrado gentilicio ha estado envuelto en su historia nacional.
Democracia y democratismo
Sentíamos angustiosamente que habíamos venido a menos, que habíamos equivocado el camino, que habíamos perdido el sentido precioso de la unidad y de los fines superiores de la sociedad.47
Se ha pretendido durante muchas décadas a mancillar el concepto de la democracia, pues siendo secuestrado por diversos actores políticos, su significado se ha desvirtuado, ensuciado y, no para menos, hecho acreedor de repudios, insultos y bajezas. ¡Qué tal oficio el de los democratistas venezolanos: acaparar y ensuciar! No obstante, cabe decir, mis motivaciones no son arrojar más ladrillos acusatorios a la democracia venezolana en esta segunda parte de nuestra humilde exposición, y aunque podría hacerse, por el material histórico existente y los evidentes fallos de su progreso, estaría arañando los legados de nuestros auténticos hombres democráticos, aquellos que pensaron la democracia como lo que es: proceso lento de innegable cuidado quirúrgico y no la excusa estupenda de los golpistas por acelerar la Historia y desbaratar sus caminos sosegados, seguros y fiables.
¡Qué gusto daría que los nuevos inquisidores del democratismo venezolano sentaran sus ideas frente a otras, en el verdadero oficio de quién dialoga y desnuda los volúmenes de los pensamientos; pero cómo ejecutan las labores bovesianas de despedazar a quiénes, por cuestiones honestas, divergen de sus santos democráticos, sus altares políticos y sus ídolos, aunque de cartón, de incuestionable santidad para estos inquisidores!
Destejemos, en ese sentido, a qué llamamos democracia venezolana y cómo podemos separarla de esa artificial creación de los inquisidores, que tiene por nombre «democratismo fundamentalista».
Arturo Uslar Pietri escribiría que, dentro de la vastedad bolivariana, muchos de sus elementos, si se dieran por viables en nuestros actuales tiempos, sería una empresa absurda y un disparate propio de nostálgicos. Esto no quiere decir, por supuesto, que debamos abandonar los preceptos bolivarianos ni mucho menos, Uslar enseguida asegura que existen aspectos rescatables dentro del cosmos bolivariano que ayudarían a pavimentar las rutas necesarias de Venezuela.
Lo bolivariano sigue siendo la concepción de una democracia ajustada a nuestra realidad histórica y social, de una centralización de los recursos y de las acciones para alcanzar los fines fundamentales de la asociación, de una moral de servicio público y del reconocimiento de un objetivo nacional superior al cual deben tender todos los esfuerzos y los recursos. Para nadie que conozca, aunque sea superficialmente, su pensamiento y su lucha puede ser difícil imaginar lo que el Libertador haría o diría ante las cuestiones que se plantean en nuestro presente.48
Cuando se mira hacia atrás en el tiempo —y no tan atrás— se llena uno de un agrio sentimiento de amargura y desdén por el desorden que ha gobernado al país en todos sus niveles de acción posible. «No era esto lo que Bolívar hubiera querido» surge como un odioso indicio de lo que nuestra mente y espíritu esperan de su nación, heredera del acero bolivariano. Bolívar estaría horrorizado por los últimos tiempos que gobiernan a la patria, y también habría estado inconforme con los años de la segunda mitad del siglo XX, pues siempre se ha creído que el rumbo democrático se mantuvo constantemente tambaleante, dando una máscara irreal de estabilidad en el resto de la región. El país lo que requiere, indudablemente, es «la vigencia permanente de una moral pública irreprochable, de una finalidad de hacer nación para el bien con justicia y de hacer de todos ciudadanos, no sólo por el derecho otorgado sino por el esfuerzo contribuido al progreso común»49.
Habrá quiénes intenten con esfuerzos malévolos destrozar este hilo que nos une a nosotros, los venezolanos, con el espíritu del Libertador, pero nos advierte Uslar Pietri que romper esta sacra unión «sería una amputación mortal para el espíritu venezolano».50 Y no sólo para el espíritu venezolano, sino para las realidades políticas inmediatas del país, ansioso por recibir soluciones naturales a sus enfermades congénitas, y mejor remedio resultan las palabras de su más laureado hijo que píldoras demagógicas exteriores.
El escudriñamiento de Uslar Pietri sobre la roca de la democracia es riguroso, siendo él mismo actor en sucesos de trascendental importancia, sus ojos presenciaron muchas veces cómo la barbarie de los inquisidores, amantes de las lejanías exóticas trastocaron el cuerpo desnudo de la patria y lo vistieron de mantos envenenados. Uslar parte del análisis desde la promulgación de la más antigua de las constituciones hispanoamericanas, aquella que fue resuelta a darse en el congreso venezolano de 1811, texto que se asemeja más a una antología de grandiosos preceptos constitucionales de Francia y los Estados Unidos que a una implementación de soluciones específicas para la Venezuela recientemente iniciada en la aventura alocada de la emancipación, pronto a morir sucesivas veces por la ira de los bárbaros. Hace cuenta de la oposición de Bolívar de crear esas repúblicas áreas, constituciones fuera de la órbita de lo auténtico y natural que la historia había creado para esos territorios devenidos en países independientes51.
La verdad es que las constituciones escritas nunca se han cumplido efectivamente en los países latinoamericanos, salvo en los aspectos normativos de funcionamiento de los poderes, casi ceremoniales, y han llegado a ser más que una "ley fundamental" una conmovedora declaración de principios políticos y morales a los cuales no se quiere ni se puede renunciar y que hay que conservar, como una promesa y un compromiso para un futuro que puede no estar próximo.52
Como Nietzsche, Uslar piensa a martillazos, desmenuzando no sólo las dificultades de la democracia venezolana, sino el conflicto continental de este concepto extendido sobre las tierras de las independencias. Para él, los errores reunidos en años de palabras con aliento demagógico resultaron en la gran inestabilidad que nos han caracterizado como americanos, y en ese torbellino de dudas, pasos inciertos, al borde del abismo, la democracia aún busca una escapatoria intentando liberarse de las malas lenguas que la atormentado, señalando cómo las frustraciones históricas han alimentado resentimientos que, en lugar de ser transformados en progreso, muchas veces se estancan en discursos estériles y actitudes infructuosas. Para Uslar Pietri, el verdadero desafío no es «satisfacer... los resentimientos acumulados por tantas frustraciones», sino canalizar esa energía potencial hacia «una salida positiva por medio del cambio de la actitud frente a las posibilidades reales». Esta observación resalta la necesidad de abandonar los viejos ideales empobrecedores que han lastrado el desarrollo de la región, reemplazándolos con mecanismos prácticos y probados capaces de ofrecer un crecimiento verdadero y confiable. Advierte que las supersticiones políticas poseen un poder notable para resurgir y aprovechar cualquier oportunidad, ya que su habilidad para denunciar los males no se traduce en una capacidad real para resolverlos seriamente.53
Es pertinente destacar, en este punto de la presente disertación, el enfoque eminentemente venezolano que he adoptado, apoyándome en la mirada crítica de aquellos pensadores que, con temple y profunda visión, sometieron a su país al escrutinio de la crítica aguda, cimentando así sus profecías sobre el porvenir. Este abordaje, inevitablemente, configura una perspectiva nacional respecto al complejo problema democrático. Cada región carga con sus propios lastres históricos y cada nación debe enfrentar sus particulares fisuras y heridas sociales, políticas y culturales para guiar sus destinos con sensatez. Esta postura encuentra lugar en las reflexiones de Uslar Pietri, quien sostenía con convicción que:
La cuestión de la democracia en la América Latina es esencialmente nacional y cada país debe enfrentarla dentro de su propio ámbito y circunstancias, sin que esto signifique que no sea importante la presencia, el ejemplo y la ayuda de democracias efectivas en otros países. Junto con la aspiración a la democracia, el pueblo latinoamericano ha sentido con inmensa adhesión la necesidad de la independencia, hasta el punto de que ambas han terminado por estar indisolublemente asociadas. Si el precio que hay que pagar por mantener una democracia, que no pocas veces merece escasamente ese nombre, consiste en el sacrificio de la soberanía, la dependencia y la aceptación de la intervención extranjera, yo dudo mucho que vaya a encontrar apoyo en los pueblos de la América Latina.54
Uslar, quien siempre fue voz de luminosa en la conciencia de los venezolanos, no pudo, ni siquiera con su vasta capacidad como orador, salvar a la nación, por más intentos que realizara —en libros, programas de televisión o entrevistas en canales nacionales— nunca se izó el espíritu venezolano a las alturas críticas del momento histórico. Su voz lamenta las tragedias que configuraron el progresivo declive de la cuna del inmaculado Sucre, pues «no sólo no supimos aprovechar adecuadamente esos recursos gigantescos y transitorios para echar las bases de una transformación estable y progresiva del país, para la construcción efectiva de una nación moderna y el afianzamiento de una democracia efectiva y funcional, sino que se incurrió en el error imperdonable de abrir anchamente la puerta al endeudamiento público». Esa forma de gobierno seudodemocrático adoptada a partir del año del 23 de enero de 1958 «ha reflejado, en muchas formas, el clima de la facilidad y la abundancia de recursos. Se formó un poderoso Estado paternalista a quien todo se le podía pedir y que a todo atendía. No era este el clima ideal para que se desarrollara un sistema democrático efectivo que fuera más allá de las libertades públicas y creara en el ciudadano la conciencia de sus deberes y responsabilidades».55
Uslar Pietri aboga por sistemas políticos que no solo se adhieran a los principios constitucionales, sino que también garanticen «la justicia y la separación de los poderes», creando un entorno donde la corrupción sea «difícil y peligrosa». Además, subraya la importancia de que cada ciudadano experimente de manera tangible «la sensación efectiva de que tiene derechos y de que puede usarlos», evidenciando su preocupación por una democracia real, participativa y justa. Su reflexión expone la necesidad de superar las estructuras políticas estériles y construir un sistema que responda a las verdaderas aspiraciones de la ciudadanía hispanoamericana.56
Confía Uslar en que existen suficientes «voluntades para tarea tan digna», capaces de «fortalecer la democracia, impulsar la economía» y promover «la justicia social». Llama a superar «viejos fantasmas inconsistentes» y advierte que lo que se juega es nada menos que «el destino de Venezuela». Finalmente, convoca a todos los sectores de la población, desde «los viejos y los jóvenes» hasta «los de la pala y los de la computadora», para que aporten su esfuerzo, demostrando que cada venezolano, sin importar su oficio o condición, tiene un papel esencial en la «empresa de salvación» de la nación. Él mismo se incluye con humildad, presentándose como un «viejo soldado de la esperanza» dispuesto a contribuir al renacer del país.57
El estado actual de la política en la América Hispana persiste, como sentenció Rufino Blanco Fombona, en una situación de enfermedades sociales que han encaminado la vía americana hacia la mezquindad. «Hasta ahora todos somos una democracia de mediocridades». A pesar de los errores acumulativos, lo que sembró ese distinguido estado de constante incertidumbre y confusión, la luz de nuestra situación se resume en que «el destino irrevocable de esos pueblos (americanos) aún no está fijo». Aún esperamos, como señala Blanco Fombona, en que las rutas de la prosperidad puedan asfaltarse con hechos de innegable patriotismo y civismo, esa era su visión sobre las políticas en las repúblicas independientes, y durante todo el trayecto de su vida, siempre acusando al régimen gomecista de entorpecer la claridad de la patria, nunca estuvo —ni lo habría estado— en las altas ramas del interés personalista o movido por el ruin fin de los partidos políticos, aunque escasos y/o inexistentes en sus años de exilio, siempre como gérmenes en evolución continua. Él mismo nos brinda la significación de este continente siempre inclinado a la locura casual, a las loqueras que la historia produce con sus actores y sus eventos tumultuosos; «la historia de América, como vemos, es fecunda en sorpresas».58
Si los fervorosos inquisidores del democratismo fundamentalista aspiran, con auténtica devoción, a levantar los sólidos cimientos de una democracia genuina, deberán, antes que nada, adentrarse con rigor en el estudio de las complejas dinámicas sociales que han llevado a América Hispana a un constante choque de sistemas contrapuestos, cada uno con sus propias fisuras internas y sus fuerzas tanto generativas como disgregativas. Sólo destapando los agujeros de la historia, ensuciados con el fango de la ignorancia y la perversidad sectarias, podrá Venezuela recuperar su honesta incursión en la develación de su verdad política: sus caminos posibles, sus destinos posibles y sus triunfos posibles. Porque no sólo las grandes elucidaciones de las teorías políticas del mundo exterior, a menudo postradas en trazos de pizarra, oratorias robóticas y textos fríos, sin vida, sin capacidad de reanimar los sentidos políticos, son los modos del perfeccionamiento de los sistemas políticos, sino que, según la máxima bíblica, el sudor de nuestra frente deberá cumplir el sacrificio del arduo oficio, y así, pues, «el trabajo de hacer república, de formar democracias efectivas, es más arduo y difícil que el de hacer leyes y requiere fundamentalmente una voluntad de acatamiento y una correspondencia estrecha entre realidades y principios, que rara vez ha sido el caso entre nosotros»59.
Pero para que los principios tomen cuerpo de realidad es necesario crear condiciones de hecho que así lo determinen, y no simplemente levantar apotegmas de valor moral.60
Sanear el espíritu democrático conlleva una labor de autoevaluación de los principios insertados en la degenerada concepción democrática de los últimos tiempos. El gran prostíbulo de las terminologías, el hueco por el cual se empinan los putrefactos éteres, precisa ser curado y, en ese oficio, eliminado. Terminar con el ciclo que Alirio Ugarte Pelayo bautizó como el de «la frustración y el rencor», esas fracturas cíclicas que el tiempo entrega y por las cuales la República se encuentra herida de muerte, y dar inicio a esa época de civilidad y sentido de responsabilidad patriótica. «No más odios, no más intrigas, no más persecuciones».61
¿Es acaso intención de este servidor de Venezuela practicar una cirugía malintencionada a la democracia venezolana para allanar el camino a ideales autoritarios, o, más bien, su crítica responde a la necesidad histórica de desenredar los nudos de nuestra política, ofreciendo una noble cavilación sobre la razón de nuestra naturaleza política, entre ellas, la de la dualidad entre presidentes civiles y militares en Venezuela?
Sobre este último —y no menos polémico— asunto, volvamos a las palabras de don Alirio, quien se erige como una voz sensata en medio de la discusión. Ante la ola de acusaciones que ha salpicado a los patriotas venezolanos, resulta necesario desmenuzar las apreciaciones de Ugarte Pelayo y presentarlas en un comentario más suelto y esclarecedor. Alirio Ugarte Pelayo aborda con lucidez el debate sobre la necesidad de un presidente civil o militar en Venezuela, desmantelando la rigidez de esta dicotomía, aún en pugna en nuestra época, con mucha razón. Establece una postura clara: «consideramos incorrecto proclamar que la democracia requiere un Presidente civil. Tan incorrecto y abusivo como afirmar que la estabilidad de las instituciones demanda un Presidente militar». Ugarte Pelayo no solo rechaza estas posturas absolutas, sino que propone un panorama equilibrado, orientado hacia la búsqueda de un estadista auténtico, independiente de su formación civil o militar. Introduce la noción de que el verdadero criterio para un buen presidente debe ser «su talla de estadista, con sensibilidad histórica, con formación doctrinaria» y una capacidad integral para manejar la vida pública, incluyendo la complejidad de las relaciones con el Parlamento y el manejo de los problemas económicos del país. Al enfatizar que «el que ese magistrado sea un civil o sea un militar es cosa secundaria», Ugarte Pelayo señala que la legitimidad y la eficacia del liderazgo no dependen del uniforme, sino de las virtudes personales y políticas del dirigente del momento.62
Alirio condena la vieja tesis del gendarme necesario y aduce la existencia de personas y núcleos de venezolanos a los cuales repugna la democracia, y a pesar de sus posiciones férreas en favor del civilismo y en contra de la dictadura militar, para él, conductora de males y vicios que se impregnan en el clima político venezolano, es consciente que, para el mejoramiento de las condiciones democráticas venezolanas, se debe cumplir a cabalidad los preceptos urgentes que las democracias exigen a sus ciudadanos, porque «es necesario también que una política sana de los partidos democráticos nos conduzca con paso firme hacia perspectivas claras de robusta organización constitucional, sin divisiones enconadas, sin odios descontrolados, que sea la afirmación del actual sentimiento de unidad del pueblo venezolano».63
Actualmente Venezuela confronta una crisis de Estado, una crisis de pueblo. Los factores de esa crisis son de una magnitud tal que ningún partido, ninguna clase, ningún estamento, puede resolverlos solo. Esta evidencia crea las condiciones para sustituir la pugna entre los partidos por una cooperación nacional presidida por un Gobierno de integración. Dentro de esa cooperación cabe la emulación, la lucha sana por el crecimiento de los partidos, las discrepancias tácticas y aun de fondo entre las corrientes, pero todas referidas al interés central del país: crear la nueva República, consagrar los ciclos constitucionales, adelantar un programa nacional de salvación de nuestra economía.64
Militante de la Unión Republicana Democrática, Alirio Ugarte Pelayo comprende resueltamente las intenciones de esos sectarios de buena fe, cuyo fervor político inquebrantable a veces termina sacrificando la grandeza de la patria. Por ello, Alirio no encaja en el molde de los hombres arrastrados por las pasiones ciegas que fermentan en los círculos partidistas. Él es un hombre de leyes, un demócrata auténtico, un pensador venezolano que nos muestra, con aguda sensatez, las rutas más sensatas para repensar la democracia venezolana. Su defensa de la democracia no se reduce a la idolatría ciega de sus formas, sino a la crítica constructiva que fortalece sus cimientos, demostrando que ser un verdadero defensor de la democracia implica, a veces, la valentía de señalar sus propios vicios. En Venezuela, no obstante, «el diálogo democrático, el juego de contrapesos, la situación de equilibrio, han sido siempre imposibles»65.
Mariano Picón-Salas, a pesar de las divisiones que sus actuaciones políticas puedan causar en el torbellino de las opiniones sociales, no merece ser sepultado por aquellos que, con justa razón, desconfían de los falsos profetas del democratismo. Este hombre excepcional aún tiene mucho que decirnos, aunque sus alianzas nunca lograron la pureza que habitaba en su auténtico y genuino sentido democrático. Sabedor de nuestra «democracia humana», declara la obligación de «perfeccionar nuestra democracia legal». Afirma, mediante ideas inspiradas por Cecilio Acosta, que «la Democracia, entre muchas cosas, es un problema de cultura colectiva». Finalizado el cesarismo democrático en 1936, las puertas mentales de todos los venezolanos eran llamadas a su apertura, y en las multitudes escandalosas, el concepto de democracia penetró hondamente, bien sabemos. Picón-Salas, como Alirio o Uslar, comparte la misma línea de entendimiento sobre el procedimiento escrupuloso que significa la consolidación de la democracia en Venezuela, y simultánea a esa labor, «hay que crear las cabezas que piensen para la nación, los hombres capaces de señalarnos los caminos de la vida moderna». Además de ello, «el problema de la inteligencia nacional es el de aprovechar la energía perdida, de hacer consciente lo que hasta ahora sólo fue como rápida iluminación en algunos escritores y algunos artistas; de abrir —para los que estaban perdidos y ciegos— las ventanas y los caminos que se proyectan sobre el mundo».66
Picón-Salas nos invita a una democracia que no se conforme con el «crónico cruzarse de brazos» ni con las «democracias bobas» del laissez-faire, sino a una que sea «árbitro de toda querella nacional» y capaz de guiar al país hacia su «confuso destino». Su visión se aleja del idealismo ingenuo y abraza una democracia activa, práctica, más cercana al modelo de Roosevelt, que reconozca que «la vida, el destino, la organicidad de un país» están por encima de cualquier «abstracta fórmula». Aquí se revela un pensamiento que, sin renunciar a «la libertad y dignidad humana», forja un lazo comprometido e irrenunciable con la preservación y el fortalecimiento de la nación venezolana.67
¿Hasta cuándo permitiremos que la hediondez demagógica siga humedeciendo las mesas de mármol de nuestra tradición política? ¿No hemos aprendido nada de las lecciones que nos legaron nuestros grandes hombres? Estos demagogos, tan inmiscuidos en su pequeño mundo de personalismo y poderío sectario, ¿serán acaso conscientes de las manchas que dejan sobre el sagrado nombre del gentilicio venezolano, único, podríamos decir, en los fastos de América?
¡Necios agitan la bandera de la igualdad, la justicia y la democracia, sin percatarse de la falta de las virtudes civilizadoras necesarias para el proceso democrático venezolano! Como ya hemos señalado, pretenden implantar en el Apure o en Caracas las formas políticas de Suiza o Dinamarca, sin comprender que tales experimentos no arraigan en nuestro ecosistema social, donde estas pretensiones fuera de órbita entorpecen y obstaculizan aún más el proceso de la consolidación política. ¡El oficio de pensar!, esto es, educar a la inteligencia venezolana, prepararla para la vida civil, sus deberes, responsabilidades y consagrarlos a ese camino de grandeza en tanto civilización unida a un sentido de elevación cultural. Si antes la tesis del gendarme persistió, no fue por un alarde intelectual de corte autoritario, sino que, en palabras de don Mario Briceño-Iragorry:
Puede justificarse el fenómeno antiguo del gendarme como necesidad provisional de que el más fuerte tomase la misión de aquietar el desasosiego provocado por el ímpetu levantisco de un pueblo que gustó la igualdad y la libertad a boca de la República, sin haber conquistado los instrumentos prácticos de defenderlas: cultura intelectual y suficiencia económica.68
Y, casi como si se revelaran las costuras spenglarianas, don Mario nos recuerda la inevitabilidad de los procesos naturales de las sociedades, sometidas a su propio ritmo biológico-temporal, en eso que él expresó con claridad como «los tiempos (que) tienen su ley, tanto en la vida de los hombres como en la vida de los pueblos. Las sociedades pasan por estadios de ascenso y de descenso, que recuerdan las edades filosóficas del hombre». Esta evocación nos muestra la necesidad de tiempos meditativos en la hora histórica de la Venezuela del siglo XX —y, sin duda, en la de nuestro siglo XXI—, para transitar hacia esos tempos transformadores que la llevarán a una democracia real y efectiva. Claro está, antes de ello, se impone la tarea esencial de educar para tal estado político. De poco serviría, como ya lo experimentamos desde 1958, la arrogancia perpetua de los gobernantes democráticos, pues, en las sabias palabras de Briceño-Iragorry, «la lealtad de los políticos no consiste en mantenerse fieles a sus errores, sino en reconocer estos y buscar su enmienda».69
En su demoledora precisión, Mario Briceño-Iragorry nos alerta sobre el peligro de una nación sin verdades, un país sin sistema, sin pies ni cabeza, un «antipaís». Sus palabras dibujan el panorama de una Venezuela que, carente de principios y doctrina, ha permitido que su política se transforme en un baile errático de personalismos, donde «los hombres se acostumbraron a moverse en torno al gobernante como las moscas en torno a rico pastel». Para reorientar las formas de hacer política democrática, es fundamental devolverle a la nación un sistema moral y doctrinario que encauce sus fuerzas hacia la construcción de un proyecto sólido y duradero. Solo con verdades preclaras y principios firmes podrá Venezuela abandonar el vicio de la improvisación y alcanzar una democracia genuina, sustentada en la virtud y el honor, elementos de civilización auténtica.70
La historia venezolana, a menudo, se asemeja a un «panteón de estatuas mutiladas o descabezadas», una copela de bajas traiciones y perniciosos engaños, donde escasos espíritus se atreverían a lanzar la primera piedra acusatoria. En esta cruda autopsia, emerge la necesidad de una «profunda y centrada meditación», un ejercicio de introspección nacional que permita redescubrir el camino hacia una democracia auténtica. No basta con señalar a los «hombres llamados por su altitud moral» que fallaron, sino que se debe exaltar a aquellos cuyos nombres aún «prueban la posibilidad de la conducta contraria». Estos últimos son la luz en medio de la penumbra histórica, los ejemplos fecundos de ideales desamparados que pueden y deben convertirse en las nuevas columnas de una política democrática fundada en la virtud y la responsabilidad cívica. Es hora de trascender el conformismo y tomar de nuestra historia las lecciones necesarias para edificar una república de ciudadanos dignos, activos y conscientes de su deber con la patria venezolana.71
El peligro hace a los hombres y a los pueblos. Al generalizarse la virtud heroica, los hombres encuentran un canon funcional que da unidad a sus acciones. No se necesita para ello la inminencia de un peligro bélico en el orden positivo de la Nación. Al mirar con ojos claros hacia todos los vientos de la hora, en cualquier parte asoman señales que prueban la quiebra de la República. ¿No es suficiente saber que se conspira contra la dignidad de la República para ponernos todos a la obra de salvarla? ¿Se necesita, acaso, que una potencia extranjera llegue a hollar materialmente el decoro nacional para que los ciudadanos salgan a una a defender la Patria y resuelvan olvidar mutuamente los odios estériles que mantienen en espantosa anarquía a la sociedad?72
La política es el ejercicio por el cual la potenciación de las vidas humanas en todos sus frentes, medios y contextos nacionales se hace tangible. El arte político no es sino el arte de engrandecer las naciones y a sus ciudadanos. Es, como apunta Uslar Pietri, «el medio superior de revelar y realizar grandes designios nacionales y poner a su servicio, libremente, todas las energías morales y materiales de la colectividad» y no sólo se reduce, como se ha pretendido, a raíz de las desesperanzas engendradas y los actos de inmoralidad pública, a «ese deslucido arte de promesas y engaños de las almas subalternas hambrientas de mando», y en ese sentido, poseemos la voluntad de hacer realidad «esa política superior de la vida» para el mejoramiento en la calidad de vida de todos los venezolanos73.
La democracia, no sólo la venezolana, la democracia ecuménica, según la reconstrucción de las ideas de Diógenes Escalante hecha por el entonces jovencito Ramón J. Velásquez, adquiere la significación de «ser diálogo, renovación, lucha» como medidas para evitar su descomposición como centro de demagogia adulterada. El concepto alcanza alturas prominentes en el distinguido Escalante, demostrando suficientes cualidades en el entendimiento del ejercicio democrático, y en el medio venezolano, afirma que la democracia progresista deberá estar «dispuesta a utilizar todas las energías del hombre venezolano». Embelleciendo lo tratado en otros apartados, se dicta que «lo que interesa en esta tarea de la renovación venezolana, no son tanto las obras que se planean, ni las leyes que se dicten, sino la completa realización de esas obras y el cabal cumplimiento de esas leyes. Nada gana Venezuela con una maravillosa legislación social, si no estamos dispuestos a ponerla en práctica, identificados con el espíritu de la ley, evitando en todo instante su desfiguración. Lo fundamental es hacer realidad tangible la promesa, el programa».74
Las realidades políticas de los hechos americanos, a menudo, con excepción de los Estados Unidos del Norte, nunca han correspondido con los acumulativos textos constitucionales fermentados abstractamente, como hemos detallado más arriba de este texto. Jamás, desde el momento en que las cadenas hispánicas se desprendieron del cuerpo americano, se logró la estabilidad de las instituciones democráticas inspiradas en los modelos franceses y estadounidenses, y la América, sus repúblicas, han venido a ser el saco de boxeo de los caudillos, las intrigas y el barrio de los asesinatos de la moral cívica. Repúblicas que, muchas veces, caídas en el despotismo y otras, afortunadamente, cuidadas en tiempos de orden y desarrollo, odiosos para los amantes de las anarquías liberales, oportunas para quienes el realismo constituye la evaluación acertada de las acciones políticas. «Entre nosotros, la paz y la democracia han sido rarezas frágiles; la tiranía o la guerra civil, las normas». Esas particularidades como sociedades americanas se evidencian fuertemente cuando determinamos nuestra condición como países nacientes en un simultáneo «proceso de desintegración», y en consecuencia a esa naturaleza, por esa «manera de ser» de los hispanoamericanos, «no estamos hechos para la democracia» y, por otro lado, en caso de incursionar en ella, se deberá proceder con «mucha cautela», siempre presidida con la dureza de «un poder ejecutivo fuerte».75
Vemos así que, dentro de los conceptos claros, la democracia o mejor dicho, el democratismo, no fue más que otro ismo, una vía más a la justificación del hombre para cometer sus males; lo que prevaleció no es esa alta cultura cívica, sino el culto a la estadística sufragista, a los efímeros momentos de bonanzas y riquezas surgidas de la negrura del petróleo, diamante tóxico, cuya masificación engrandeció el Estado y lo llevó hacia caminos intransitables, cayendo, irreparablemente, en un ciclo de torpezas y vilezas, fundiendo la crisis de nuestra actualidad. ¿Qué fue el democratismo? La adulteración, el envilecimiento, la corrupción democrática: un abuso de las estadísticas financiera de todos los involucrados en los susodichos gobiernos de la democracia, aunque sucia y hueca, democracia, al fin y al cabo; se prefiere, como es lógico, una democracia mohosa a un sistema de gobierno que produzca, como diría el Libertador, a la mayor suma de felicidad posible para todos los habitantes de Venezuela.
Si entendemos a Venezuela como elemento evolutivo permanente, como si se tratase de un ser vivo, entendiendo la política como la higiene de estos organismos —países—, podemos afirmar, con algunas dudas, aunque acertados en primera instancia, que los designios que la guían, muchas veces, pueden ser peligrosos al no conocerlos cabalmente76. Nuestra Venezuela, esa Gran Belleza, fue conducida por la arrogancia de un sistema inepto, y no por la democracia que nuestros grandes venezolanos pensaron y que, ciertamente, la hicieron en sus obras, y en sus vidas públicas la defendieron, la engrandecieron. ¡Absténganse, inquisidores, de ladrar en contra de estas palabras! Escucharé, si me lo permiten, sus preguntas de manera sosegada, no así en airados griteríos, signos primordiales de sus bocas alborotadoras de controversias mezquinas.
Acertadas son las palabras de Manuel Egaña al respecto, cuando evalúa, en mordaces reflexiones, el propósito de los proyectos de la nación y cómo se desenvuelve el proceso de su creación, así como, al entender la nación como medio superior de planes de vidas mejores para los venezolanos, desbarata las pretensiones electorales. Distingue de manera profunda entre la visión de la Nación y la de los Gobiernos en cuanto a la planificación y ejecución de proyectos. Egaña critica la superficialidad de los «planes quinquenales» y de los programas de los gobiernos, señalando que estos a menudo «prefieren el vado de las promesas electoreras relumbrantes, menudas y efímeras». Aquí, subraya la diferencia entre un proyecto genuinamente nacional, venezolano, y uno motivado por intereses políticos temporales, pasajeros; democracia fugazzi. Egaña exalta la intuición y permanencia de la Nación, destacando que «la Nación sabe cuándo un proyecto es suyo, cuándo una obra es suya, y las alienta y las realiza». Este juicio, naturalmente, evidencia la capacidad de la Nación para trascender lo meramente electoral y reconocer las obras que realmente responden a sus intereses duraderos. Por contraste, critica duramente las propuestas «simple maquinaria electorera, para la cual tiene indiferencia, cuando no desprecio». Así, Egaña establece una línea divisoria entre las verdaderas obras nacionales, arraigadas en una visión a largo plazo, y las estrategias políticas cortoplacistas que buscan solo el rédito electoral, y esta fue la religión política de aquellos cuarenta años. Esto es un llamado a evitar la trampa de los intereses momentáneos, abogando por un compromiso con la Nación que trascienda los ciclos electorales y que se enfoque en el auténtico desarrollo y bienestar de la sociedad venezolana.77
Como bien escribió el maestro Rodríguez, en la formación de los pueblos, en lo que él denominaba la constitución de los mismos, se halla la gran empresa realizarse, muy distante, claro está, a la tarea pérfida de seducirlos con promesas, alborotando el avispero de las emociones sociales, alejándonos cada vez más de «la verdadera gloria con que se coronan las empresas políticas». Constitución efectiva del pueblo venezolano, esto es, a saber, la conformación de una ciudadanía ajustada a los deberes resultantes de una verdadera república, de una democracia funcional, una democracia a la venezolana y no hecha a los cañonazos. Por muchas razones se ha empleado la pólvora como el ingrediente de las revoluciones democráticas venezolanas, por medio de incomprensiones o buenas observaciones del carácter de las masas proclives a las aventuras partidistas, y estos venezolanos, muchos quienes cumplen el oficio de gaveteros, es decir, remover papeles en sus cajones hasta mezclar distintos textos, abundantes de teoría y verborrea demagógica, pero indiferentes a la realidad venezolana, no cumplen sino el papel de revolver la sopa. ¡A estos hombres hay que decirles: «Si no conoce el país por donde anda, váyase por el camino de las vacas!».78
Por su naturaleza social, como señala Mijares, «en América la concepción democrática de la vida se manifiesta con amplia raigambre colectiva» y lo que llama la atención, es ese signo masificador que sus prácticas demuestran, al menos desde la óptica histórica de Venezuela. Estamos en carrera para «la formación de una sincera conciencia democrática» desde la fundación de la república, y en ese enredoso procedimiento se han perdido épocas de prosperidad, sustituidas por la descivilización y la barbarie institucional, pues «la causa principal de nuestros fracasos ha sido, por el contrario, que el radicalismo de nuestros pensadores y políticos no ha podido encontrar nunca una base de organización». Si optamos por tomar como las palabras de Mijares, además de ilustrar el estado americano en cuanto a los procesos sociales y políticos, dibuja las líneas claras de nuestra silueta nacional, porque «en América el curso de nuestras abortadas revoluciones populares fue muy diferente: se frustraban al nacer porque en el pueblo eran únicamente necesidad de protesta, y sólo un generoso propósito en la mente de algunos hombres superiores; fuera de esa reducida esfera no teníamos sino a los semiletrados, que intentando darles calor las hacían ridículas, aterradoras o mezquinas».79
Ser venezolanos es, naturalmente, ser americanos; esta vasta tierra extiende sus facetas características hacia cada una de sus hijas geográficas, nacidas del fragor de las guerras y a duras penas sobreviviendo de las guerras intestinas del siglo XIX, y luego, en la agitación de los totalitarismos ideológicos del siglo anterior, también sufrientes de grandes recambios en sus esquemas sociales, políticos y mentales. En ese sentido de enlaces geográficos e históricos, en nuestra Venezuela, como en otra parte de la región, «cualquier sistema nuevo se detiene perplejo, cuando trata de estabilizarse, ante la escasez de nuestros recursos humanos, para la política, la administración y la planificación técnica». Aunque el propósito de hacer democracias vivas y ejemplares es siempre una constante en los planes políticos de América —y señalando los problemas que la Historia ha situado frecuentemente— es lógico que pensadores demócratas, como el propio Mijares, aclare que no considera a Venezuela y a la América «un barquichuelo infantil, dentro de un bonancible determinismo histórico que la llevará, sin resistencia ni sobresaltos, a la región encantada de la justicia social».80
En la lid protagonizada entre la «democracia doctrinaria» y la «democracia de hecho»81, parece triunfante, para mal de nosotros, los líderes que, por común denominador de la Historia, se mantienen en sus habituales patrones de conductas: la improvisación salvaje, la superficialidad y el simplismo, la intolerancia a los análisis contrarios. El desmesurado personalismo, como eje de los partidos políticos, desvirtúa el arte de la política venezolana, se convierte en una farsa exagerada, pervertida hasta el hartazgo, manchas del atraso de nuestra sociedad en conformar instituciones democráticas duraderas, y en los escasos casos existentes, consumidas por el fuego de la barbarie democratista, acelerada en su impulso, tonta en su proceder.
Llegaríamos, pues, a justificar, en nombre de una futura democracia, horrores efectivos y cotidianos repetidos durante un siglo; no nos parece una aventura muy tentadora. En el campo teórico la inconsecuencia no es menos grave: nos conduciría a admitir que todos los personajes o acontecimientos históricos pueden ligarse a una finalidad posteriormente escogida —la democracia en este caso— por una especie de predestinación metafísica. Más cómodo y más simple sería admitir de una vez la suprema ley de los ancianos conformistas: no hay mal que por bien no venga.82
La Revolución es un célebre espectro en nuestro vocabulario político, es el santo de los jóvenes sedientos de devastación o restauración, según los contextos atravesados, el temor de quienes se regocijan en la conservación de lo indecoro y lo putrefacto, es el éter de las cosas por hacerse, de las posibilidades viables o las oportunidades muertas. Venezuela es, como caso particular, terreno de la revolución constante, por sus condiciones de nacimiento político a partir de la emancipación. Mijares sentencia:
La verdad es que en un país como Venezuela, donde todo está por hacer, hemos de vivir en revolución constante. O rutina o revolución, no puede haber término medio; cualquier forma de administración eficaz será revolucionaria. Lo que sí debemos recordar es que «revolución» es «proyecto» y no violencia; doctrina y no gesticulación y palabras.83
«Construir una democracia sana, justa, ordenada y próspera» requiere, ya lo hemos tratado ampliamente, una honda «mentalidad saturada de realidad venezolana», y en ello consiste esa liberación «de los espejismos de las grandes ciudades», constituirnos como una colectividad que, «con la mano tendida no hacia arriba, sino hacia abajo», podamos llevar la prosperidad a las zonas más vulnerables de la nación y enriquecer, en todos sus niveles, a nuestros ciudadanos en formación.84
Alicia Larralde, en una ocasión, al referirse al oprobioso pacto mediante el cual se convalidó la victoria de Acción Democrática en las elecciones de 1963—pese a las denuncias de sabotaje y a las advertencias sobre la injerencia de colombianos indocumentados en la frontera tachirense—, dejó constancia en sus memorias de un testimonio que parece brotar no como simple relato, sino como un lamento desgarrado, casi un suplicio agónico:
¡Oh, democracia! ¡Cuántas vagabunderías se cometen en tu nombre y con el pretexto de salvarte...!85
¡No tardan ya los inquisidores en declamar sus versos de elogios —oxidados— hacia sus santos políticos democratistas! ¡Según ellos, sufren obesidad de virtudes cívicas, facultades de mando, dominio del alma venezolana! Ante ello, anticipo, con suma sobriedad, tales comentarios, y sugiero, sinceramente, apreciar las palabras de Rangel Lamus sobre este tema:
Los que se abrogan el carácter de orientadores del pensamiento político y social de un pueblo, debieran siempre revisar la propia conducta, ya en el presente, ya en el pasado, pues nada hay que comprometa más la prédica de un escritor, por calificado que sea, como el hecho de que ella discrepe fundamentalmente de la ética con que aquél ha gobernado su vida pública a través de muchos años. Así, el que habla, por ejemplo, de altivez, de valor cívico, de decoro ciudadano, todo para arremeter como indignos contra los que no han ido a formularle en sus horas de amargura y resentimiento, protestas de amistad, a solidarizarse con sus actuaciones, y a reconocerle, en consecuencia, los méritos que se atribuye, se sitúa en un plano equivocado si en el camino por él recorrido no ha dejado otra huella que la del conformismo cortesano y la del olvido más completo de lo que reclama de los demás, muchas veces con énfasis y desparpajo que llegan a causar asombro.86
Venezuela requiere, con suma urgencia, «la dura ley de la vida: el trabajo» y será propósito de ese afanoso empeño hacer un país «de todos los venezolanos y para todos los venezolanos». Y ojalá que «el pueblo venezolano, heredero de mil tradiciones gloriosas, tenga la sensación de que por fin ha llegado para él la hora de que la promesa oficial no es engaño, sino realidad de justicia, de progreso y de bienestar para todos»87.
Últimas consideraciones
Tener orejas de gigante para escuchar lo que viene.88
Aclaremos, por el momento histórico, que nuestras intenciones, como venezolanistas dirigidos a una misión común —la grandeza de Venezuela— no pretenden invocar el pasado como quién añora las épocas de su niñez, sino beber de las fuentes de las virtudes elevadas de antaño, reposadas no sólo en textos amarillentos y llenos de epopeyas pretéritas, también se hallan vivas en expresiones que se alcanzan a percibir en lo hondo del corazón todo venezolano89, albergue de deseos hermosísimos que nos conducen a lo más grande: el amor por la gloria de la patria. Nuestros héroes y próceres, nuestros grandes educadores y civiles de gran altura moral, aunque sepultados bajo tierra, reposan en el cielo de nuestras esperanzas, y más allá de sus ideas, nos interesa el amalgamiento de sus proyectos en un sentido de unión venezolana. En ese sentido, no hay espacio en el espíritu venezolanista para los revanchismos o enemistades por razones de ideologías, siendo odioso caso el desprendernos de nuestros hermanos por razones desligadas de nuestras realidades auténticas como seres humanos ocupantes de un mismo destino nacional.
Si bien hay muchos matices y otros aspectos fundamentales que deben ser tratados sobre la democracia venezolana, este primer tapiz deberá ser considerado como la pieza de origen del futuro tablero de indagaciones al respecto. Hay, lógicamente, tópicos que deben ser abordados. Una de esas tentativas será hacer, no sólo como oficio de divulgación histórica, sino como labor de sinceridad para con sus vidas, un justo boceto de las ideas y obras republicanas y democráticas de los gobiernos, a menudo olvidados, de los generales tachirenses Isaías Medina Angarita y Eleazar López Contreras, cuyo título, como padres de la democracia venezolana, no ha sido oficializado en nuestra historiografía nacional. Y, armando el mosaico final, realizar una excavación en los subsuelos de la mitología política sectaria nacida del oprobioso 18 de octubre de 1945 y los grados de violencia excesiva en los cuarenta años de democratismo venezolano. Estas dimensiones de nuestra historia podrían alumbrar los rincones de la historia secuestrada de Venezuela y revelarnos nuevos horizontes, los tapices ocultos de nuestra historia patria.
Habría que evocar con acalorada energía la razón por la cual esta pieza debe ser necesariamente expuesta a ojos de nuestros compatriotas venezolanos, a nuestras gentes, a quienes sufren el asedio del exilio y los atormentan los recuerdos, las posibilidades muertas de una vida hurtada, y quienes validan su gentilicio venciendo cada día las opresiones que la naturaleza y las adversas circunstancias les presentan, y sucede, pues, que no puedo permitirme vivir en ese mundo apático y gris que Mario Briceño-Iragorry llamó «el limbo de los irresponsables»90.
Destejer la democracia y el democratismo es una labor de incesante investigación sobre nuestro pasado histórico, no con la ambición ilógica de quienes anhelan invocar espectros irreales en nuestras dimensiones actuales, sino con el objetivo de extraer los patrones que produjeron la acumulación de los errores que sirvieron para materializar una bonanza artificial, eso que Uslar Pietri llamó la nación fingida para denominar la Venezuela entre 1958 y 1998, porque sentía él que «en el fondo somos como un hombre que vive de prestado»91. Y mientras la abulia reinaba en los terrenos de la acción política, aligeradas por las riquezas transitorias de un veneno con fecha de caducidad, las gentes, hechizadas por la atmósfera democratista, en contraste con la instauración de dictaduras militares en países hermanos, no fue consciente de la displicencia de la clase política, que fue maquillando cada vez más el rostro de la patria hasta perderse en un arcoíris de confusión y de crisis, «cuando la hora sería del despertar, del destruir mentiras, de la unidad de acción y de una bolivariana salvación de la nación»92.
Aseguremos, pues, venezolanos, una vez caída la Hidra, instaurar «el imperio de las leyes»93, la disciplina indeclinable del trabajo, sostenido todo en una ciudadanía consciente de sus responsabilidades, virtudes naturales de este gentilicio heroico, incansable, protagonista de innumerables hazañas, y que, en estos momentos de necesidad histórica, necesitará de todos nosotros para fundar, una vez por todas, como señalaba Rodríguez, la auténtica República y producir, como lo soñaba Uslar, la Venezuela posible94.
Alirio Ugarte Pelayo, Destino democrático de Venezuela, México, 1960, p. 26.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, Caracas, 1919, p. 20.
Cabe resaltar aquí la revuelta que significó la tercera vía de nuestra guerra fratricida promovida por José Tomás Boves, el primer jefe de la democracia venezolana, quien con suma tenacidad encaminó a una furiosa multitud a una declarada guerra de exterminio racial.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, pp. 53-54
Ibíd., pp. 117-119.
Ibíd., p. 230.
Véase el caso extraordinario del General Juan Vicente Gómez, un fructífero hacendado que, en los tiempos corrosivos de las luchas caudillistas, surgió, en efecto, como el conductor de los destinos nacionales con tacto y sensibilidad de poder y astucia como nunca antes vista, portador de una gran inteligencia aguda, aunque ha sido caricaturizado por un sector opositor de la historiografía oficial venezolana.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, pp. 230-231.
Lo adaptativo idiosincrático y lo impracticable foráneo hace referencia a la contraposición entre modelos de organización social, política y cultural arraigados en la identidad y necesidades de una nación, frente a la imposición de esquemas ajenos que desconocen su realidad. Lo primero alude a la instauración de normas y sistemas basados en una observación rigurosa del clima histórico, cultural y político propio, asegurando su viabilidad y eficacia. Lo segundo, en cambio, señala la tendencia a imponer doctrinas y estructuras teóricas concebidas en contextos ajenos, generando un artificio incapaz de integrarse a la autenticidad del país y de su pueblo.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, 1991, pp. 186-187.
Francisco García Calderón, Las democracias latinas de América. La creación de un continente, Caracas, 1983, p. 58: “En suma, Castilla fue durante quince años el dictador necesario a una república inestable”.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, p. 189: “Los jefes no se eligen sino se imponen”.
José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, 3 vols., 4.ª ed, Caracas, 1954, III, p. 90.
Ibíd., p. 187.
Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, p. 417.
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Alicia Larralde, Lo que quiero recordar, Desde Teresa de la Parra, Marcos Pérez Jiménez hasta el cambio, Caracas, 1969. p. 195: «Se denunció que miles de colombianos indocumentados cruzaron la frontera para votar por los adecos, previo pago de veinte bolívares y una botella de ron por cabeza. Esto último aconteció en el Táchira, en la Goajira y en Apure. En Caracas, formando parte de una comisión designada al efecto, presencié la recolección de urnas, con millares de tarjetas de La Campana, que habían sido arrojadas a quebradas de El Junco, el Junquito y la Puerta de Caracas, después de haber sido sustituidas con unas urnas amañadas para darle a los adecos una votación mayoritaria. Como es de suponer, estas trampas, este fraude descarado, nos llenaron de indignación. Decidimos dejar a salvo la dignidad de la mujer, costase lo que costare. Visitamos al Dr. Uslar Pietri y le rogamos que denunciara a través de la radio y la televisión el fraude cometido; que contara al pueblo la verdad, todo lo que él sabía. Mas, lamentablemente, nuestro candidato tuvo miedo. Él estaba sujeto a la influencia de intereses creados y, por si fuese poco, había que salvar a todo trance a cierto Banco que se tambaleaba, que necesitaba urgente inyección financiera oficial y para obtenerla precisaba negociar con los votos del pueblo. Y luego, como excusa que no engañó a nadie, el Dr. Uslar y los demás candidatos firmaron con los adecos, en el Consejo Supremo Electoral, un pacto de caballeros que reconoció y legitimó el resultado electoral, dizque para evitar un supuesto Golpe de Estado que “y que” se vislumbraba y se nutría en el descontento popular».
Ibíd., p. 227.
Ibíd., pp. 229, 131-132.
Picón-Salas, Suma de Venezuela, p. 197.
Mijares, Lo afirmativo venezolano, p. 227: «Fue en 1865, año de la muerte de don Fermín Toro, cuando Juan Vicente González lo llamó «el último venezolano». Apenas 29 años antes, en ocasión igualmente solemne y luctuosa, se había dicho algo análogo, pero con ánimo totalmente diferente. Me refiero al título que el Congreso de Venezuela encontró como máximo elogio para Vargas, en el momento de aceptar su renuncia a la Presidencia de la República: «un corazón todo venezolano», lo llamó la representación nacional».
Briceño-Iragorry, Ideario político, p. 80.
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, p. 184.
Ibíd., p. 187.
Antonio José de Sucre, De mi propia mano, Caracas, 2009, p. 502: «Preferí el imperio de las leyes a ser el tirano o el verdugo que llevara siempre una espada pendiente sobre la cabeza de los ciudadanos».
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, p. 155: «Hay una Venezuela posible, en la plenitud de realización de todas sus posibilidades, que no es ciertamente la que tenemos».
Excelentísimo artículo, uno de los mejores publicados en el Boletín, muchas gracias por la dedicación y el gran esmero.
Agradecido de continuar contribuyendo a tratar los asuntos primordiales de nuestra historia patria.