Discurso de Rómulo Gallegos en Bolívar, Estados Unidos
Discurso pronunciado por el entonces presidente Rómulo Gallegos en el acto de inauguración de la estatua de Simón Bolívar, en el poblado de Bolívar, Misuri, un 5 de julio de 1948.

Nota del editor
En los últimos meses del accidentado Trienio Adeco, entre marzo y mayo de 1948, mientras se desarrollaba en Bogotá la IX Conferencia Panamericana, ensombrecida por el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, Rómulo Gallegos recibe la invitación del presidente estadounidense Harry S. Truman para visitar los Estados Unidos. Uno de los eventos pautados de esta gira fue la inauguración de una estatua de Simón Bolívar donada por el gobierno de Venezuela para la pequeña población que lleva su nombre, en el estado de Missouri.
A su llegada a Washington, durante la ceremonia de recibimiento del presidente estadounidense y sus funcionarios, Rómulo Gallegos afirmaría:
«Vengo haciendo este viaje —permítaseme creerlo y afirmarlo—, por camino alumbrado, desde el reino de la perennidad de los grandes pensamientos, por la luz de Bolívar, Padre de mi Patria. De la devoción bolivariana del excelentísimo Presidente Truman surgió en éste la idea de invitarme al descubrimiento de la estatua que en homenaje a aquél ha sido erigida en Bolívar de Missouri, y habiendo llegado ayer ya me encuentro hoy ante algo que de algún modo es realización de un pensamiento de mi Libertador, porque es evidente el lazo de continuidad histórica que, a través de más de un siglo, une los esfuerzos suyos, iniciados con las asambleas interamericanas de Panamá y Tacubaya, con la reciente Conferencia de Bogotá de donde proviene esta Organización de los Estados Americanos, denominación por la cual ha cambiado la suya la Unión Panamericana, no para estrenar nombre nuevo, sino para llamarse de modo que mejor se sepa lo que quiere ser y hacer».1
Tras el primer encuentro, ambos presidentes viajaron en tren hacia el poblado de Bolívar, en Missouri, para dar inicio a las celebraciones aquel 5 de julio de 1948. Truman rememoraría en su diario aquel festivo pero acalorado día en el que rindieron homenaje al Libertador:
«Llegamos a Bolívar a las 9:45 en punto. Nos saludan el gobernador Donnelly de Missouri, el Alcalde de Bolívar. Vamos a Court Hotel, pasamos revista a una gran parada y vamos al parque a la inauguración de la estatua de Simón Bolívar donada al pueblo de los EE.UU. por el gobierno de Venezuela. Nos sentamos bajo el sol, a 104 grados a la sombra, durante dos horas. Fue una gran ceremonia, pero más caliente que el infierno. El gobernador de Missouri colapsó al final. Vamos de regreso a Springfield. El presidente de Venezuela y su comitiva nos dejan en el aeropuerto de Springfield y parten para Nueva York, en el Independence».2
Gallegos en su discurso expresa de manera enfática la naturaleza verdadera magnitud del genio creador de Bolívar y la naturaleza trascendental de su obra, más allá de las fronteras nacionales.
Entre el caos en el que se encontraba enfrascada la América Meridional de aquellos años, este pequeño suceso diplomático destaca como un recordatorio de la verdadera significancia del Libertador ya no solo en Venezuela y los países que conformaron Colombia, la verdadera, sino también para todo el continente y el mundo.
Discurso de Rómulo Gallegos
He aquí un hombre mediante el cual se ha extendido sobre la Tierra una multiplicación de pueblos.
De los que creó con el esfuerzo de su brazo ya la historia nos ha dicho cuanto fuere menester; pero yo he querido atribuirle significación trascendente a la circunstancia de que su nombre, que en el origen fue de pueblo, a pueblos se los haya devuelto aquí y allá. ¿No habrá sido porque este hombre fue una personificación de voluntad colectiva, de esencia de pueblo? ¿Quién le puso su nombre a este de Missouri, y por qué son varios los que del mismo modo se denominan en esta gran nación americana, que pasa por quitada de romanticismos y sólo amante de lo suyo propio? Los curiosos y acostumbrados a detener sus averiguaciones en el documento positivo y fidedigno podrán responder a esa interrogación con nombres propios de ciudadanos de este país; pero sucede que muchas veces los hombres no podemos asegurar que hayan sido total y exclusivamente nuestras las ocurrencias que nos hubiesen pasado por la mente y yo no subordino realidad a capricho insustancial si prefiero situarme en el plano ideal donde se mueven los sentidos profundos de la vida, para atribuirle uno especial a ese multiplicado regreso de un patronímico al origen gentilicio.
Y así me agrada pensar que esta estatua que acabamos de descubrir no es sólo una composición artística destinada al mayor adorno de un paraje hermoso, ni tampoco solamente una demostración monumental de buena amistad entre dos naciones: esta, grande y admirable, que aquí le brinda una porción de su suelo al asiento del mármol y el bronce del homenaje y aquella mía que tuvo la fortuna gloriosa de que en el suyo naciese Simón Bolívar. Aquí en sustancia de perennidad su figura procera, en medio a pueblo de su nombre, es el encuentro consigo mismo de un hombre-pueblo.
Pero viene al caso, que en seguida debo aprovechar, pedirles a los maestros de escuela de esta tierra de magistrales disciplinas, que no le hablen a sus discípulos del Bolívar de las batallas famosas, como no sea para enseñarles, con ánimo educativo del propio amor, que en un mismo año fueron, allá la de Carabobo, decisiva de la libertad de mi Patria y aquí la constitución de Missouri en Estado de la Unión. Que no se lo ponderen sino como ejemplo de constancia sin pausas en el propósito libertador que se había impuesto; como caso extraordinario de hombre tan poseído de fe en su ideal y de confianza en sí mismo, que, cuando en Pativilca —abrumadora la impresión del paraje, maltrecho él de salud y de tropas, siendo numerosas y aguerridas las del enemigo a cuyo encuentro marchaba— cómo al vérsele taciturno se le preguntase:
—¿Qué piensa el Libertador?
Todo aquello aconsejando retirada, la respuesta fue:
—Vencer.
Pero que no les perviertan y les estraguen el gusto, que sólo en aplicaciones a formas serenas de paz debe complacérseles, describiéndoles a este Grande Hombre de América sólo como un General intrépido, ganador de batallas difíciles, porque ellas no fueron propiamente el fin perseguido por los titánicos esfuerzos que le consumieron temprano la vida, sino el camino dramático a lo largo del cual, por entre campos de sangre, tenía que llegar a la realización de su ideal libertador y creador. Y para que ninguna duda les quede a los niños de esta comarca de que no hemos erigido aquí esta estatua para complacencias de admiración de genio guerrero —uno más entre los muchos que han figurado en la trágica historia del mundo— he aquí las palabras con que el Libertador de mi Patria, en el Mensaje al Congreso de Cúcuta, se definió a sí mismo ante la Historia, con hermosura y valentía:
“Yo soy el hijo de la guerra, el hombre que los combates han elevado a la magistratura; la fortuna me ha sostenido en este rango y la victoria lo ha confirmado. La espada que ha gobernado a Colombia no es la balanza de Astrea, es un azote del genio del mal que algunas veces el cielo deja caer a la tierra para el castigo de los tiranos y el escarmiento de los pueblos. Un hombre como yo es un ciudadano peligroso en un gobierno popular, es una amenaza inmediata a la soberanía nacional. Yo quiero ser un ciudadano para ser libre y para que todos lo sean”.
Estas palabras, insólitas en boca o de mano de un guerrero victorioso, son sin duda alguna las mejores con que yo pueda recomendar a la admiración de las generaciones que se estén levantando sobre el suelo de América, la óptima calidad humana del Padre de mi Patria. No se detengan mucho los ojos que hayan de contemplar este bronce conmemorativo en la espada que le arma la diestra, sino en el símbolo de leyes prudentes que la otra mano sostiene y en el reposo del manto que lo sobreviste de serenidad, y condúzcase el alma necesitada de enseñanza conveniente a felicidad de pueblos a la meditación del singular contenido de excelencia humana que encierran las palabras de mi Libertador que acabo de citar, para que se advierta cómo no abundan en la historia hombres de acción con tanta conciencia de sí mismos y tanta responsabilidad de su destino. Ante lo que de tremendo éste tuviese para lo relativo a sí mismo, nunca se le vio vacilar; pero cuando le hablaba a su pueblo, cuando tenía que modelarle el corazón a su criatura, siempre le brotaron de la boca palabras edificantes.
Coinciden, afortunadamente, en esa inquietud ante los atributos de la espada y en la renuncia al provecho del predominio que ella hubiese conferido, los máximos libertadores de América. Aquí fue el admirable Washington, el primogénito, que se sacude de las manos creadoras de Patria el polvo mortífero de las batallas y como el buen padre de familia que a la casa trajo el sustento bien procurado y con los hijos se sienta a compartirlo en la mesa cordial, colgado el sable de la misión cumplida, recobra el sitio del ciudadano para presidir el trabajo de los que van a asegurar en la paz la obra fecunda de la guerra; allá abajo fue también San Martín, de regreso de Guayaquil, libertador satisfecho de su obra que no cae en la tentación que se le ofrece de sobrevivirse más allá de la hora generosa en el tiempo de la gloria; allí el nuestro, que si traspasó fronteras y derrocó virreinatos no fue sino para fundar patrias libres, en cuya dignidad se pudiesen complacer los hijos de sus suelos.
Y téngase en cuenta que la naturaleza le dio temperamento dominador y que a su genio impetuoso modalidades americanas no dejaron de hacerle invitaciones a la violencia.
Pertenecía a un mundo que aún ejercía sobre sus pobladores de espíritu animoso la fascinación que sus selvas, sus ríos anchurosos, sus montes coronados de nieve y borrascas, sus vastas soledades. ejercieron sobre el conquistador temerario, explorador de misterios geográficos más aún que dominador de indiadas.
“Si la Naturaleza se opone a nuestros designios, lucharemos contra la Naturaleza” —dice en Caracas, entre los escombros del terremoto de 1812—, y es porque ya tiene enderezada la lucha contra el medio natural, todavía bárbaro en su país, la gana de esguazar ríos a nado y de cabalgar potros salvajes, para que lo acatasen como jefe natural quienes a esas pruebas sometieran la hombría de los suyos. Pero también la de tramontar páramos ventosos, para extender sus horizontes a todo lo que pudieran darle los ojos desde eminencias y para delirar sobre el Chimborazo.
Es el caudillo que produce el suelo americano y especialmente el venezolano, apenas resuena el grito de emancipación, antes de que la idea exacta de ésta hubiese puesto en movimiento, propiamente, la voluntad colectiva; pero se diferencia de los demás en que no abriga el propósito personalista de dominar dentro de los términos de la región natal, sobre los determinados hombres, de presa también, que pudiesen disputarle tal dominio; sino el ambicioso y por ello generoso de trasponer sus propias fronteras, de empinarse sobre toda la América, no para someterla a su personal imperio, sino, por lo contrario, para pertenecerle totalmente a toda ella. Y sus más duras, difíciles y tenaces luchas son, desde los primeros momentos, contra los libertadores de patrias chicas a quienes no les llegaba el espíritu hasta abarcar los contornos de la grande que ya él llevaba en su mente.
Que no es solamente Venezuela, desde los comienzos, ni será tampoco la Gran Colombia, poco después, sino la América entera.
Pero conviene advertir que la idea de americanismo integral no es ocurrencia exclusivamente suya, cual de hombre desligado de su mundo circundante, sino que ya ha comenzado a formar parte del pensamiento político venezolano. En Europa, Miranda se presenta como enviado de América y en la Constitución venezolana de 1812 se establecía que podían ser miembros del ejecutivo los “naturales del continente colombiano”, sólo con haber residido durante un año en el territorio de Venezuela.
En Simón Bolívar, personificación de pueblo y grandeza humana en cuya composición todo se encuentra en proporciones extraordinarias, aquellos balbuceos de americanismo integral adquieren firmeza y magnitud de pensamiento dominante, categóricamente expresado tanto en la hora de la angustia, como en la del gozo consecutivo al triunfo o en la de la reflexión serena.
Es el año funesto de 1814. Las huestes de Boves han destrozado la República, llaneros de Venezuela en pos del asturiano impetuoso han clavado sus lanzas en el tierno cuerpo de la Patria naciente y a los leales soldados de la división de Urdaneta, Bolívar les estimula el ánimo grande, diciéndoles; “Para nosotros la Patria es la América”.
Es la suerte cambiada en 1818. Aunque incierta todavía la existencia de Colombia, los triunfos obtenidos con la conquista de Guayana y con la reunión del Congreso de Angostura, tienen carácter de victoria definitiva y Bolívar complacido le escribe a Pueyrredón: “Una sola debe ser la Patria de los americanos’’.
Es, finalmente, para no insistir demasiado, en 1825, cuando las armas de Colombia cubren todo el territorio comprendido desde las bocas del Orinoco y el istmo de Panamá hasta la región del Chaco y Bolívar se halla en toda la plenitud de su influencia sobre el mundo americano, cuando propone la reunión del Congreso de Panamá, para echar las bases de una gran confederación de las naciones del Continente. Y he aquí, en la hora de la fortuna acariciadora del triunfo, cuando mayores riesgos corre la grandeza humana, en la ocasión de los laureles, sobre los cuales ha sorprendido la historia, dormidos, a tantos hombres que parecían hechos para los desvelos portentosos, el pensamiento del genio vigilante, en estos puntos capitales del ideal de aquel Congreso, tomados en un borrador sin fecha:
“El nuevo mundo se constituiría en naciones independientes, ligadas todas por una ley común que fijase sus relaciones externas y les ofreciese el poder conservador en un congreso general y permanente; el orden interno se conservaría intacto entre los diferentes Estados y dentro de cada uno de ellos; ninguno sería débil con respecto a otro, ninguno sería más fuerte; la fuerza de todos concurriría al auxilio del que sufriese por parte del enemigo externo o de las facciones anárquicas; la diferencia de origen y de colores perdería su influencia y poder; la reforma social se alcanzaría bajo los santos auspicios de la libertad y la paz”.
Y como coronamiento de esta concepción visionaria, de auténtica excelencia espiritual y no en forma de discurso compuesto para impresionar y deslumbrar, sino en un papel de notas para fijar el pensamiento relampagueante, la visión de “una sola nación cubriendo el universo, la federal, en la marcha de los siglos, para la dicha de los pueblos”.
¿Delirios sobre el Chimborazo todavía? Yo no sé de nada que sea grande y hermoso entre las angustias y miserias de la vida cotidiana y que no haya sido relámpagos del ideal a través de cerebros visionarios. Pero en todo caso es buen motivo de orgullo nuestro, el que en el pensamiento de un guerrero de América, de un hombre violento como la naturaleza de su país, todavía indómita, haya anidado siquiera la imaginación de un solo asiento de felicidad humana, y por obra de leyes prudentes, la tierra entera. Los guerreros de otras patrias nunca pudieron soñar sino con la sujeción de las ajenas al dominio de la propia. Aquí fueron libertadores, sin ánimos de conquista.
Pero de nada nos serviría el haber venido a rendir homenaje al pasado, honrando la memoria de los que fueron y son grandeza real y perenne, si no estuviésemos dispuestos a llevarnos de aquí alguna lección provechosa. Y al entregarle, como formalmente lo hago, al Presidente de los Estados Unidos de América y en nombre del Gobierno y del pueblo de Venezuela, esta estatua del Libertador de mi Patria, para que él le transfiera su posesión a este pueblo que su nombre lleva, se la confío a su generosa devoción bolivariana como si le entregase una semilla de amor a Venezuela, para que él la siembre en su suelo y sea la flor con que se adorne la planta que de ella nazca, amor a América, igualmente nuestra.
Porque Vos y yo, señor Presidente Truman, hemos conmemorado juntos los consecutivos días nacionales de nuestras Patrias y en un solo viaje hemos pasado del uno al otro y por añadidura de Washington a Bolívar, sin traspasar fronteras, y quiero creer que algún sentido trascendente hayan tenido estas concurrencias. ¿Estuvo, acaso, en vuestro pensamiento la premeditación intencionada de que esto sucediese cual si significase algo que debería ocurrir en plano de acontecimientos superiores? Yo me inclino a creerlo y me complazco en celebrarlo, porque a la verdad son dos pueblos, el vuestro y el mío, quienes han hecho ese viaje, cordialmente compartido. De Washington a Bolívar, los grandes y admirables creadores de nuestras Patrias, sin trocar un sentimiento por otro, sin quitar los corazones, ni por un instante, de donde se tienen desde el nacer firmemente puestos; pero sin esquivárselos tampoco al grande amor que este visionario le confió a la marcha de los siglos. ¿Una hermosa utopía y nada más, América patria común de todos los americanos? ¿Pero no es la historia del mundo dramático relato de una trabajosa persecución de utopías, cargados de angustias los pueblos, mirando hacia donde la esperanza promete: allí descansarás en la posesión de la felicidad? ¿Y de dónde, si no de las anticipaciones de los visionarios de ayer, han sacado los hombres prácticos de hoy las soluciones positivas de que tan arrogantes se muestran?
Por todo esto, cumplido el encargo que me dio Venezuela, hecha en este pueblo la siembra de amor a ella, yo me retiraré de aquí, no con la superficial complacencia de haber contribuido a acto de protocolar cortesía, sino con la emoción de haber asistido a un acontecimiento trascendental.3

Citado por Simón Alberto Consalvi, Venezuela y Estados Unidos a través de dos siglos, Caracas, 2000, p. 300.
Ibíd., p. 301.
Discurso recopilado en el tomo 74 de Pensamiento político venezolano del siglo XX: Documentos para su estudio: Gobierno y época del presidente Rómulo Gallegos: Pensamiento oficial, Caracas, 1991, pp. 103-110.
Un discurso memorable para quien es la máxima figura venezolana de todos los tiempos.