El hispanismo de Juan Vázquez de Mella
El último de los pelayos

Prolegómeno
En 1915, fiel al planteamiento geopolítico de don Carlos de Borbón y Austria-Este, Juan Vázquez de Mellla, en su insigne discurso en el Teatro de la Zarzuela, planteó la noción de los tres dogmas nacionales: dominio del Estrecho, la federación con Portugal y la confederación tácita con los Estados americanos.1 El genio hispánico de Vázquez de Mella, prohombre del tradicionalismo, vio la supervivencia de la raza en la unión, pues solo la unión podía traer la hegemonía. Para Vázquez de Mella España no podía entenderse sin América, ni viceversa.
Es cierto que el proyecto de Vázquez de Mella ofrece dos dimensiones, una política y una espiritual: en la política, pretende reforzar el papel de España y los Estados americanos a partir de una serie de postulados geopolíticos que le pongan en una posición privilegiada en el mundo. Luego, en la dimensión espiritual, entiende que América ha tomado su destino a partir de la emancipación, pero que como conjunto de naciones españolísimas, no es posible para ellas aislarse de los principios fundacionales, que son los religiosos y jurídicos con los que se formaron las Indias, y deben, en esta confederación de hecho, defender su carácter español ante el mundo. Esto es lo que llamaríamos Hispanidad, aquí Mella estaría defendiendo la idea de una reyecía espiritual; de una monarquía que, ante la imposibilidad de establecerse materialmente por las condiciones políticas de Hispanoamérica, llega a primar en el aspecto inmaterial. Es decir, que América reconoce esta reyecía privilegiada de España en su sentido de madre, aunque ello no menoscabe de ninguna manera el libre albedrío de los pueblos hispanoamericanos.
El regionalismo como vía a la confederación
En la actualidad, son muchas las propuestas que plantean la unión tácita o incluso forzada, al modo centralista, con los Estados americanos. Por la naturaleza de este estudio, no ahondaremos en ella; y no nos importa, de todos modos. Vázquez de Mella, que seguía los principios del tradicionalismo hispánico, entendía esta unión con Hispanoamérica desde el punto de vista foralista, regionalista.2 No era un centralista y sabía perfectamente que cada nación hispanoamericana tenía sus propios modos de vida, de la misma forma que España era de por sí diversa y amplia. En el caso peninsular, dedicó amplísimos discursos a la defensa del modo de vida regionalista y de los fueros de cada región, pues atendían a sus constituciones históricas y a sus necesidades particulares. Contra el centralismo liberal, que creía en la unión patria a partir de la estatalidad y de la imposición lingüística, Vázquez de Mella advertía:
La lengua, señores, no basta para constituir una nación, pero sobra para constituir una región. No basta para constituir una nación, porque nutre otras naciones; no hay una sola demarcación antigua que no tenga un espíritu común expresado en lenguas, o cuando menos, en dialectos diferentes, que revelan la variedad que le ha precedido y de que esa unidad es el resultado; pero sobra para constituir una región; porque, mirada sólo como un hecho que refleja la correspondencia del modo de hablar con el modo de pensar, de querer y de sentir, implica esa producción histórica, como suele decirse en cierta escuela, una semejanza interna y una convivencia secular que supone ya espíritu y carácter y tradiciones y costumbres propios, es decir, cuanto se necesita para señalar líneas de demarcación moral entre los pueblos.3
Si bien España destaca por su variedad lingüística, habiendo vasco, gallego y catalán como ejemplos principales, en América la realidad varía según la constitución de cada pueblo. En Perú, en Bolivia, en México, en Centroamérica, en Paraguay, por nuevamente mencionar ejemplos paradigmáticos, puede encontrarse variedad lingüística, más allá de los dialectos. Es decir, lenguas de origen prehispánico con un largo grupo de hablantes. En otros países la situación es más complicada, más predispuesta al castellano pero claro que si nos vamos a los dialectos, a los regionalismos, encontraremos también marcadísimas diferencias. En Venezuela, por ejemplo, el andino se expresa muy diferente al marabino. Si se extrapola esa realidad local, sin embargo, entre países, las diferencias son muchisimo más notables. Es lo hermoso de Hispanopamérica, como a pesar de su aparente uniformidad, es muy diferente entre sus partes integrantes. Aunque, como dice Mella, el lenguaje no es suficiente para crear naciones, pero sí para definir regiones.
Brindo por la España regionalista, que tuvo la última magnífica expresión histórica en la guerra de la Independencia, a un tiempo nacional y a un tiempo regionalista; y en la cual, señores, se vio, por raro prodigio, de qué manera aunaron el sentimiento nacional común y el sentimiento regional, cuando las regiones, instintivamente y sin querer, cambiaban entre sí de caudillo para dirigir sus ejércitos; pues, como se ha notado muy bien, un catalán, el general Manso, mandaba las fuerzas castellanas, y un andaluz, el general Álvarez de Castro, se levantaba un pedestal en la pira gloriosa y sangrienta de Gerona.4
Una nación es, pues, el conjunto de sus regiones. El regionalismo es un régimen, por naturaleza, republicano y entiéndase aquí república no como aquel régimen moderno, como el de la Francia revolucionaria, sino como aquella comunidad política ligada por lazos históricos y naturales. De manera que el regionalismo, como prolongación de las familias, es la unión de pueblos distintos, de familias distintas, bajo lazo común. Bien decía Gambra Ciudad: «España fue una federación de repúblicas democráticas en los municipios y aristocrática, con aristocracia social, en las regiones; levantada sobre la monarquía natural de la familia y dirigidas por la monarquía política del Estado».5 Regionalismo y federalismo suelen ser sinónimos, aunque personalmente, como Mella, nos decantemos por el término regionalismo. Gambra Ciudad, en cuya obra hay incontables referencias a Mella, entiende a la Monarquía española como federalista o federativa.
La monarquía española, por su más profunda naturaleza y por su génesis histórica, ha poseído una estructura federal. Si ha dejado de tenerla en el terreno de la organización política, ha sido por la interposición, contra derecho y contra naturaleza, de un sistema uniformista y centralizador que ha suprimido en toda su extensión la vida institucional y la tradición política de la patria.6
El regionalismo, que viene a dar a las partes integrantes de la nación autonomía propia en la participación política, no es el hecho de repartir libertades a diestra y siniestra, como si habláramos de una sociedad anárquica, sino que es el reforzamiento de la participación política de los miembros de la comunidad política. Como extensión práctica del principio de subsidariedad, se trata de que las partes, pequeñas o grandes, trabajen por su cuenta según sus necesidades históricas y políticas. Por eso, en el caso de España y América, el regionalismo es la vía de entendimiento para que pueda lograrse la confederación tácita que promovía Juan Vázquez de Mella, partiendo de aquella política trazada originalmente por Carlos VII, defendida además en su testamento político.7
El regionalismo exige algo más: no se trata sólo de dar unas mayores atribuciones resolutivas a los delegados provinciales del poder público, sino de que se reviva en las diversas regiones una vida política relativamente autónoma, es decir, dotada de dinamismo propio.8
Vázquez de Mella llama soberanía social a aquella acción natural de los pueblos, mediante los municipios o comarcas, para la gestación de una entidad política superior. En este sentido, el Estado no inventa a la nación, sino que la soberanía social, emergente de las regiones, de los municipios, de las familias, genera la mayor forma de asociación política por medio de una vida común y de unas necesidades concretas. Así, entendemos que la soberanía social antecede a las soberanía política. En cambio, la noción contractualista entiende al Estado como producto de una cesión voluntaria por los peligros externos, por el estado de la naturaleza; como un contrato entre gobernados y gobernantes. En realidad, la política es la acción natural de las comunidades y toda forma superior de congregación, es producto de la convivencia histórica.
Yo defiendo eso que he llamado «soberanía social», que crea, que nace y germina en la familia y se desarrolla en una doble jerarquía ascendente de las sociedades complementaria: los municipios, donde se aúnan las familias para llenar las necesidades comunes que cada una no puede satisfacer por sí misma, y que hacen, por lo tanto, de los municipios una sociedad natural y no una creación legal del Estado; que se desarrolla en la comarca, y no diré en la provincia, para evitar el sabor imperialista romano, y que llega a la región como la entidad más alta de esa jerarquía ascendente, que se completa con otra de sociedades derivativas también de la familia, como la escuela, la Universidad y ciertas Corporaciones económicas.9
De aquí a que sólo podamos entender a nuestras naciones desde el punto de vista tradicional, desde nuestra constitución histórica, y no desde el ensueño liberal, ilustrado o nacionalista. Somos producto de siglos de vida comunitaria, no de fabricaciones nacionalistas varias. Es por ello que Vázquez de Mella entiende el principio regionalista desde el punto de vista de la nación, en el sentido de que la unidad común, la del Estado o la comunidad política, es obra de la vida común y colectiva de los pueblos que forman parte de la misma. No al réves.
Observad ahora el principio regionalista desde el punto de vista de la nación. ¿España es una colección de naciones congregadas por un Estado, o una federación de regiones que han participado de una vida común y colectiva a lo largo de la Historia y que se han formado una unidad superior nacional que con sus caracteres las sella y las enlaza? […] Para mí, España es una congregación de regiones que tienen personalidad histórica y jurídica distinta, pero que no son todos completos, ni unidades históricas y sustancias independientes, sino que han juntado una parte de su vida y con ella han formado esa entidad superior, obra de ella y que obra sobre ella, que se llama España.10
Además, Mella entiende a las naciones como conjución de elementos históricos, geográficos, lingüísticos, étnicos, entre otros tantos. Entiende el factor territorial, racial y climático, entiende las influencias extranjeras y los enfrentamientos dialécticos entre pueblos de una estirpe y otra. El asturiano sabe que las naciones no son fabricaciones nacionalistas, ni relatos de libro; la presencia de una nación exige una historicidad, que no basta hallarla alegando diferencias particulares como es en el caso de los separatismos, todavía existentes en España.
No hay una nación —lo he dicho muchas veces, y lo quiero repetir, porque considero gráfica la frase para expresar la idea— no hay nación alguna que brote de una sola fuente; todas proceden de fuentes diversas. Cuando el territorio, el clima, la raza, las conquistas y reconquistas, las influencias de los pueblos extraños y las vicisitudes de una larga historia-llegan a amasar un todo social, la resultante común de tantos factores abrazados por una creencia que los penetra y enlaza, adquiere caracteres psicológicos, más aún, caracteres étnicos y geográficos que la distinguen de las demás, y la nación está formada.11
Don Vázquez de Mella concluirá que el regionalismo es sostenedor de la unidad nacional. Es natural que en el caso español, e incluso en el caso iberoamericano si estudiamos el siglo XIX, veamos a los Estados desmoronarse tras sus utópicos planes de centralismo político. Vemos a una Colombia que partiendo de la complicada organización administrativa española, quiere suplir el espacio uniendo a las naciones aledañas e incluso planteando una Confederación andina, tratando de borrar la autonomía nacional de sus partes. Luego, por ejemplo, a una Centroamérica, con centro neurálgico en Guatemala, que termina desmoronándose. Son varios los ejemplos y España, que a pesar de la farsa de las autonomías, sigue dándole vía libre a los separatismos hasta que en algunos años terminemos por ver a una península que abarque más Estados que Portugal y España. Acabar con la constitución natural del pueblo, que en España es la monárquica y regionalista, implica desunirlo.
Regionalismo es, por consiguiente, una expresión de aquella variedad nativa que exige la personalidad afirmada en la Historia con caracteres indestructibles, pero que sostienen al mismo tiempo la unidad nacional y no simplemente la unidad del Estado.12
El fracaso de las propuestas unitarias del presente se debe, en primer lugar, al desconocimiento de la constitución histórica de los pueblos hispánicos, en América y en la península. Un jacobinismo geopolítico no es la vía para lograr la promoción de los valores hispánicos, para lograr un frente común contra la depredación de otras naciones y potencias hegemónicas. La Hispanidad, en primer lugar, en tanto bloque civilizatorio, debe conocerse a sí misma. Debe entender sus particularidades históricas y empezar a plantear la confederación desde su propia realidad, desde lo que le caracteriza y le hace diferencia al resto del mundo. No se trata de unir, como si tuviésemos la capacidad de ensamblar partes, bajo premisas materialistas o desde constructos artificiales. La ideología no une a los pueblos.
Confederación tácita con los Estados americanos
Don Juan Vázquez de Mella creía que los tres dogmas nacionales se completarían, la España irredenta, de haberse logrado la confederación con América y la constitución de unos Estados Unidos de América en el sur, lo que naturalmente incluiría a México como parte de ese gran sur. Veía en el fortalecimiento de América, de las Indias, el fortalecimiento de España y de la civilización ibérica en general. Mella no solo veía una amenaza en la Inglaterra, que ocupaba (y ocupa en el presente), al estrecho de Gibraltar sino en los todavía emergentes Estados Unidos de América en 1915. Si hubiera podido ver el desarrollo histórico desde entonces…
Entonces nos podremos erguir en este extremo de Europa, y dirigirnos a los pueblos americanos, y decirles: «Os hemos dado todo lo que teníamos, hemos llevado allí, con Alonso de Cárdenas, nuestro Municipio glorioso; hemos llevado nuestras Cortes y nuestro gobierno representativo, os hemos llevado nuestras tradiciones, hemos erigido el monumento de nuestras leyes de Indias, hemos levantado esas razas e injertado en ellas la sangre española, y esos Estados americanos, que hablan nuestra lengua, formados están con nuestra carne, y son obra de nuestra civilización; ahora, emancipados de Europa, no veis la nación humillada, postrada y envilecida, sino levantada, y ved cómo vuelve a enlazar su vida con la progenie de los navegantes y de los conquistadores, que, con sus espadas, tocaron en todas las cumbres, y los misioneros, que, con sus cruces, conductores de una vida sobrenatural, tocaron vuestras almas, y recordad cómo toda esa inmensa cordillera de los Andes, con sus bosques y sus ríos, vibró como un arpa gigantesca, con sones de epopeya, que todavía no ha podido igualar ningún pueblo de la tierra. Formemos ahora los Estados Unidos Españoles de América del Sur y para contrapesar los Estados Unidos sajones del Norte».13
La confederación con América, por supuesto, no implicaba, según Vázquez de Mella, la dominación de las antiguas colonias, ni el sometimiento de estas para la supremacía geopolítica de España. Él consideraba que la confederación era, en primer lugar, el destino natural de la península y del continente americano. En segundo lugar, era una reunión histórica entre pueblos del mismo tronco. Era el reforjamiento de una civilización, pues en América todavía poblaban los hijos de la raza española. La ruptura política no significaba la ruptura social o espiritual, como hoy día muchos quieren hacer creer. España vive en América.
La población de España no está toda en el territorio europeo: se encuentra extendida por el continente americano, singularmente en el centro y en el mediodía. Diez y ocho Estados hablan la lengua más extendida en nuestro solar. Una emigración constante renueva y acrece la sangre española, que circula por sociedades que llevan impreso el sello espiritual de nuestra estirpe.14
El caballero asturiano, digno hijo de don Pelayo, de aquella estirpe de guerreros que formaron aquella resistencia contra los musulmanes, creía que España, como madre, debía tener un papel de reyecía espiritual, de arbitraje, de mediadora entre sus hijos. España podía solucionar las disputas y discordias entre las naciones americanas, a la vez que las unía en vías a la reformación civilizatoria. ¿No es esto una restauración monárquica, aunque no la concrete en sentido político? Recordemos que la familia, por ejemplo, es una monarquía natural. El reino, en consecuencia, es la monarquía política pero aquí, en términos geopolíticos, esta unión de madre e hijas sería un híbrido, una mezcla, entre la monarquía natural y la espiritual, pues también se restaurarían los bellos principios sociales de la España eterna.
Una confederación tácita en pie de igualdad, pero con la primacía de honor para la madre, que puede resolver con el arbitraje en que se juntan la justicia y el amor, las discordias interiores de sus hijos, formaría, estrechando los vínculos intelectuales y comerciales con un creciente intercambio espiritual y material, los Estados Unidos del Sur, que contrapesarían la acción sajona de los Estados Unidos del Norte.15
Las jerarquías naturales existen y España, por antigüedad, posición y maternidad, tendría que tener aquella posición preponderante entre las naciones hispanoamericanas, sin que esto trastoque, pues, la igualdad plena en la dimensión geopolítica. Cada nación se debe a sí misma, ciertamente, pero no por ello puede, o debe, tratar de alzarse contra las jerarquías establecidas para adquirir una importancia que, fuera de los planos políticos, económicos o militares, no tiene. Ahora bien, Vázquez de Mella creía que era misión de España iniciar esta búsqueda, abrir las puertas a la reconciliación y el entendimiento. Principalmente si España quería (o quiere) mantener esta posición privilegiada como madre.
España, descubridora y civilizadora del Nuevo Mundo, es geográficamente la parte avanzada de Europa que sale al encuentro de América y que tiene la misión de estrechar las relaciones entre los dos centros, que son la sede de la civilización en la tierra.16
España, a la que Mella no niega su naturaleza europea, mira hacia América porque la geografía no miente, ni es alterable por voluntades ideológicas. Por ello decía que «uno de los brazos de España, la cordillera cantábrica, con el índice de Finisterre extendido sobre el mar, está señalando a América».17 La geografía no miente, le gustaba repetir a don Vázquez de Mella. Acertaba, pues ningún Estado puede negarse a su realidad concreta, a lo que le rodea. ¿No es la geopolítica, pues, la política sobre un medio geográfico específico?
¿Qué alianza nos conviene más? La Geografía contesta lo mismo que la Historia.
Y aún añade: Fuertes en el Estrecho, recobrais en gran parte el papel que habéis perdido en el Viejo Mundo; podéis dirigiros al Nuevo y tender los brazos a los 18 Estados americanos que habéis amasado con vuestra sangre y que son obra de vuestra civilización. Y podéis formar con ellos un magnífico imperio moral que se traduzca en vínculos diplomáticos y comerciales y que dé a los hijos y a la madre fortaleza para resistir en América la invasión anglo-sajona de los Estados Unidos.18
Imperio moral, espiritual, dice Vázquez de Mella. Pero no sólo inmaterial, sino también material: la confederación es el actuar conjunto de los dos centros de la raza española para su realización definitiva en la historia. El día que la raza decida reunirse, refundir su sangre en un mismo organismo, se logrará aquella idea imperial interrumpida y aquella tan deseada autarquía, como en la época de los Austrias y aún de nuestros Borbones.
El hispanismo de Juan Vázquez de Mella
Don Vázquez de Mella elaboró su sistema, los tres dogmas nacionales, en pro de lograr la refundación de la civilización española, de unir ambos centros neurálgicos y ultramarinos, si contamos a Puerto Rico, a Cuba, a las Filipinas y a todo el océano bajo bandera española. En 1921, recordaba que su sistema había sido recibido con agrado en América, en una América que, a su juicio, era amante de España.
Ese sistema bosquejado en aquel discurso llegó a América, a esa América tan amante de España, donde se prolonga nuestra raza que revive manteniendo el espíritu de los gloriosos aventureros y descubridores, la que encierra nuestro porvenir, la que cantaba con frases tan sentidas y elocuentes, la otra tarde, el señor Francos Rodriguez; y un grupo de universitarios de Chile, queriendo formar un Centro de estudios, me hizo el altísimo honor de tomar como una norma de estos estudios el bosquejo de sistema que yo traté de formular en el discurso del Centro.19
Amaba a su patria y esa es la razón de que la evocase espiritualmente, recordando sus proezas y hazañas alrededor del mundo. El amor de la patria española, en su concepción, implicaba su mejoramiento material y espiritual. El organismo ibérico yace incompleto, inacabado, sin la presencia de América y del ultramar español. Mella sabe la grandeza de su patria y por ello no desea verla en el estado en que yace, conformarse con el presente y no es que se dirija al pasado, como añorando, sino que llama a una restauración de todo lo que es España y eso implica aceptar su naturaleza imperial, como es obvio.
Por eso amo a mi Patria, y la evoco en mis sueños, y deseo vivir en una atmósfera que no se parezca a la atmósfera que me rodea en la hora presente. ¡Cuántas veces, al apartar la vista de la realidad actual, me dirijo hacia la Historia pasada, y la evoco y la busco en aquel período de intersección entre una España que termina y otra que comienza! Entonces veo aquella Reconquista, que se va formando con hilos de sangre, que salen de las montañas, y de las grutas de los eremitas; que van creciendo hasta formar arroyos y remansos, y veo crecer en sus márgenes los concejos y las behetrías, y los gremios, y los señoríos, y las Cortes, y a los monjes, a los religiosos, a los cruzados, a los pecheros, a los solariegos, a los infanzones, enlazados por los fueros, los Usatjes, los Códigos, los poemas, y los romanceros; descendiendo hacia la vega de Granada en un ocaso de flores, para ver allí el alborear de un nuevo mundo, con la conquista de América y del Pacífico; y entonces pasan ante mi fantasía Colón y Elcano, Magallanes y Cortés; los conquistadores, los navegantes y los aventureros, y, a medida que el sol se levanta, mi alma arrebatada quiere vivir y sentir y admirar a políticos como Cisneros y como Felipe II; a estadistas y caudillos como Carlos V y Juan de Austria; y, por un impulso de la sangre, quiero ser soldado de los tercios del Duque de Alba, de Recasens y de Farnesio; y quiero que recreen mis oídos los períodos solemnes de Fray Luis de Granada, y las estrofas que brotan de la lira de Lope y de Calderón, y que me traiga relatos de Lepanto aquel manco a quien quedó una mano todavía para cincelar sobre la naturaleza humana a Don Quijote, y quiero ver pasar ante mis ojos los embajadores de los Parlamentos de Sicilia y de Munster, que se llaman Quevedo y Saavedra Fajardo; y ver la caida de Flandes al través de las lanzas de Velázquez, y quiero sentarme en la cátedra de Vitoria para ver cómo el pensamiento teológico de mi raza brilla en aquella frente soberana, y quiero llamear en la mente de Vives, sembrador de sistemas, y en la de Suárez ascender hasta las cumbres de la metafísica; y quiero más: quiero que infundan aliento en mi corazón y le caldeen las llamas místicas que brotan en lo más excelso del espíritu español con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, y quiero ver a los penitentes varoniles y desgarrados en los cuadros terribles de Ribera; quiero, en fin, embriagarme de gloria española, sentir en mí el espíritu de la madre España; porque, cuando se disipe el sueño, cuando se desvanezca el éxtasis, y tenga que venir a la realidad presente, ¿qué importa que sólo sea recuerdo del pasado lo que he contemplado y sentido? Siempre habrá traído ardor al corazón y fuego a la palabra para comunicarle al corazón de mis hermanos y decirles que es necesario que se encienda más su patriotismo cuanto más vacile la Patria.20
La guerra en Cuba fue un hecho catastrófico en la memoria española, no menos para Vázquez de Mella que no entendía cómo España podía simplemente plantearse abandonar Cuba o dejarla en manos angloamericanas. Era un error que España saliera de América, como ya había comenzado a acontecer desde 1811. En 1896, cuando Mella escribe lo que a continuación compartiremos, era un mal presagio. Hablamos de que era el desmoronamiento total de España, su fragmentación. España no perdió su imperio colonial como dice cierta historiografía moderna, sino que se perdió a sí misma y a su constitución política histórica, perdió esa Monarquía de los Reyes católicos que se convirtió en el Imperio de España y de las Indias.
No; así no puede volver España; España puede caer en un Guadalete o en un Trafalgar; pero no puede salir así de América. La que un día avasalló el mar, rindió los Andes, triunfó en los pantanos de Flandes y en las vertientes de los Apeninos; la que imperó sobre toda Europa, dominándola por la fe en Trento y en las Universidades más famosas por la ciencia; esta España gloriosísima, y prepotente en días mejores, no puede dejar como único recuerdo de su soberanía una mancha roja en medio del Océano; no puede dejar en aquel golfo mejicano la isla de Cuba, como si fuera una lápida funeraria, que recordase de un modo siniestro nuestras antiguas proezas; no puede salir de allí de tal manera que, al llegar la nave conduciendo los últimos soldados, venga como un catafalco en medio de las ondas, teniendo que ir el pueblo español a los puertos de donde salieron en otros tiempos los descubridores, a recibirlos como a unos náufragos.21
Durante la Revolución Mexicana, Vázquez de Mella escrachó a España por no ofrecerse como mediadora por la paz, pues sólo a España le correspondía ese papel porque era su hija la que estaba en pugna contra el vecino del norte. Para nuestro noble caballero asturiano, España no podía permitir que sus hijas fuesen ultrajadas por un enemigo que atacaba con tanta saña como en anglosajón. Estaba convencido, como claramente lo demostrará en sus dogmas nacionales, que España debía arbitrar siempre en pro de la paz entre las naciones hispanoamericanas.
Yo he sentido amargamente que, cuando se trató de la cuestión mejicana, pidiéramos nosotros amparo a los Estados Unidos —de quien llevamos, y no hace mucho más de tres lustros, una herida muy grave— apoyo y protección contra los bandidos de Pancho Villa; pero, en fin, todavía eso pudiera explicarse; lo que no se explica, señor Ministro de Estado, lo que no se explica, señor Presidente del Consejo de Ministros, es que hayáis desperdiciado aquella ocasión memorable que se os ofrecía para que España fuese la primera que, no en son de guerra, sino de paz amorosa, interviniese en el conflicto; que fuese el Estado español el que se dirigiese a todos los Estados americanos, hijos de España, y en nombre de todos interpusiese su valimiento para la paz entre la República yanqui y la República mejicana. ¡Ah, señores! Si lo hubierais hecho así, puede ser que ante la fantasía y la gratitud americana apareciese la bandera de la Patria ondulando con aquellas brisas que la orearon un día, cuando era dosel de gloria de esos pueblos, como el ala maternal que protege a los polluelos cuando aparece en el horizonte amenazador el gavilán.22
¡Vázquez de Mella amaba a América! Como tradicionalista, sabía que América, a pesar del error moderno, tenía todavía la llama española en ella. Creía que la restauración de los principios tradicionales, de la España tradicional, podía viajar de la península a las Indias en forma de Reconquista, aunque esta fuese pacífica. España es América y América es España, ambas se corresponden como madre e hija. En sus palabras: «Ya lo dije un día: la cordillera cantábrica es un brazo de España, y termina en Galicia su mano, y tiene un indice, Finisterre, que, con la sombra temblorosa que proyecta en el mar, está señalando a América».23 En 1914, antes de plantear sus gloriosos dogmas nacionales, ya mencionaba que España había dado tanto a América y que América, a partir de esa bella confederación familiar, tenía que retribuir en pro de la unión de todos los hispanos. Hablaba de un Imperio espiritual que tendría que ser más grande de lo que fue el antiguo Imperio.
Cuando hablamos de cuestiones internacionales, no debemos apartar nunca de nuestra mente y de nuestro corazón a América. Señores, contando a Cuba, a Puerto Rico y a las pequeñas Antillas, nosotros hemos creado veinte Estados que están bañados por nuestra civilización, y un estadista verdaderamente español debiera aprovechar todas las ocasiones para dirigirse a ellos y decirles: «Os hemos dado nuestra fe, os hemos dado nuestras costumbres, porque nosotros os hemos llevado hasta el Gobierno representativo y hemos celebrado las primeras Cortes del Nuevo Mundo ; nosotros os hemos dado aquel Municipio glorioso de las Ordenanzas seculares de Alonso de Cárdenas, que sirvieron, en el siglo XVIII, de base al de los Estados Unidos, y del cual después nosotros sacábamos la copia, sin saber que el original lo teníamos en la propia casa; nosotros os hemos dado las leyes inmortales de Indias, que no había dado jamás ningún pueblo; quellas leyes en las cuales, en todos los litigios, se prefería al indígena sobre el peninsular, y que establecieron en el siglo XVI la jornada de ocho horas para los indios mejicanos; nosotros hemos cubierto en poco más de un siglo, desde la época del descubrimiento, de Universidades y de escuelas el Continente americano, en tal forma, que su catálogo, todavía incompleto, produce verdadero asombro; nosotros os hemos dado nuestro carácter, con sus virtudes y sus defectos, y la sangre española, que corrió durante siglos y siglos, despoblando el patrio solar; y, por manos de apóstoles y de héroes, hemos arrancado del tronco peninsular ramas frondosas y las hemos injertado en las razas indígenas y las hemos sellado con el sello indeleble de nuestra civilización, de tal manera, que, si un cataclismo geológico hundiera parte del Continente americano, no podrían las olas cubrir la cruz de nuestros misioneros, ni el murmullo de esas olas apagar las estrofas de nuestra lengua, y todavía andarían errantes sobre ellas las sombras de Hernán Cortés y de Balboa, para decir a los supervivientes que, en la hora en que la madre patria disminuye de vida, tienen ellos bligación de devolvernos algo de lo que les dimos y de fundir su vida con la nuestra para formar un imperio espiritual que sea todavía más ilustre y más grande que nuestro antiguo Imperio.24
Si entendemos el hispanismo como expresión de amor, veneración, a lo hispano, a la raza española, a la Hispanidad, a la civilización hispánica, Vázquez de Mella fue un gran hispanista, como bien comenzaba a cultivarse ese sentimiento en la época que vivió. Fue contemporáneo de muchos hispanistas que, en diferentes marcos de pensamiento, buscaron el acercamiento de las naciones de la Ciudad hispánica. Sólo que Mella fue de los pocos que realmente lograron acertar; pues Mella entendía la verdadera naturaleza tradicional de las Españas. Mella no se le puede situar en ninguna corriente intelectual, a pesar de sus grandes hallazgos y disertaciones. Gambra Ciudad lo describe así:
A pesar de su espíritu sistematizador, su obla luó brote espontáneo de un impulso creador, y, como toda obra maestra, no exenta de los defectos inherentes a lo, en cierto modo, improvisado; pero con la virtud única de lo que es fruto de la inspiración. Por eso es imposible asignar a Mella precedentes científicos; él no poseía, quizá, una extensa erudición contemporánea, pero bebió ávidamente en el mejor manantial de las esencias patrias, y, movida su voluntad, a la vez que penetrada su inteligencia, supo a un tiempo cantar poéticamente y exponer intelectualmente. Mella escribió poco. Ni siquiera volvió sobre su obra para corregirla; su vida fue un presente continuado hasta la muerte.25
Fue ciertamente una mente lúcida, guiada por la España eterna, por las esencias patrias, por la tradición y el entendimiento de lo sacro frente a lo mundano. A Vázquez de Mella no le interesaban las nimiedades de la política contemporánea, las cosas vacías de la modernidad. Entendía que la salvación de su patria, de todas las Españas, pasaba por el tradicionalismo. Era una cuestión de verdad: la Verdad es eterna. Para Gambra Ciudad, «Mella cree en la verdad profunda, religiosa y en el espíritu vivificador que creó todo ese sistema. Sólo por ello es eficaz, empírico y conforme con la naturaleza del hombre que el mismo Dios creó».26 Por esto, y mucho de lo que hemos expuesto, Mella resulta ser uno de los prohombres del pensamiento hispánico y una inspiración para nosotros los hispanoamericanos, aún cuando Mella centró su política en la península porque, claro, para lanzarse en empresas cruzadas, en quijotadas, tenía que restaurar el orden natural y tradicional de las Españas. Mella, todavía en el siglo XX, recordaba al poeta-soldado español: fina retórica, intransigencia religiosa, tenacidad e invencibilidad.
Juan Vázquez de Mella, El ideal de España: Los tres dogmas nacionales (Madrid, 1915), pp. 47-48.
«El regionalismo no es obra de ira y de venganza, sino reivindicación de los derechos y de las libertades para regirse y administrarse a sí mismas las regiones, conforme al modo de ser que ellas tienen y a las necesidades que sólo ellas experimentan y conocen, y dentro de su órbita, y dejando a cargo general del Estado todo lo que es común». Juan Vázquez de Mella, Obras completas, 4 vols. (Madrid, 1931), IV, pp. 165-166.
Ibid., IV, pp. 166-167.
Ibid., IV, p. 174.
Rafael Gambra Ciudad, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional (Madrid, 1954), p. 192.
Ibid., p. 158.
«Gibraltar español, unión con Portugal, Marruecos para España, confederación con nuestras antiguas colonias; es decir: integridad, honor y grandeza. He aquí el legado que por medios justos yo aspiraba a dejar a mi Patria». Melchor Ferrer (ed.), Escritos políticos de Carlos VII (Madrid, 1957), pp. 130-131.
Gambra Ciudad, La monarquía social, p. 159.
Vázquez de Mella, Obras completas, IV, pp. 176-177.
Ibid., IV, p. 179.
Ibid., IV, p. 180.
Ibid., IV, p. 190.
Vázquez de Mella, El ideal de España, pp. 74-75.
Ibid., p. 90.
Ibid.
Ibid., pp. 90-91.
Vázquez de Mella, Obras completas, III, p. 161.
Ibid., III, p. 164.
Ibid., III, p. 371.
Ibid., I, pp. 97-99.
Ibid., I, pp. 109-110.
Ibid., I, pp. 146-147.
Ibid., I, pp. 147-148.
Ibid., I, pp. 148-150.
Gambra Ciudad, La monarquía social, pp. 19-20.
Ibid., p. 32.


