
Es absurdo buscar en el pasado soluciones o causas.1
Así reza la declaración de un conocido democratista de la Universidad Central de Venezuela, el señor Jesús Piñero, cuyas credenciales como historiador, si bien legitimadas por el aparato universitario, parecen ser ajenas al oficio que pretende ejercer. De otra manera, no se explica cómo, en el arte de la Historia, se deba buscar enlaces significativos con los estados actuales de la nación, si el pasado, en la consideración de este vocero de la necedad, resulta absurdo para hallar patrones de causalidad y, además, posibles remedios, aunque no con exactitud, sí con un rumbo preclaro hacia la consecución de una línea aclaradora de los problemas contemporáneos.
Resultará violentamente molesto para estos estrafalarios sofistas de bodega —pues un conjunto de fiscales del pensamiento académico conforma el séquito de nuestro referido— ver cómo estas palabras, inscriptas en el mármol de la crítica, aparecerán espontáneamente en sus perfiles digitales, ese refugio máximo que los aparta del combate frontal de las ideas. Y no contentos con ello, invocarán una vez más sus papeles doctrinarios en lugar de los conocimientos de hecho. No obstante, presentarme esos cartones mojados de arrogancia no aligerará el peso de mi juicio, ácido impaciente por consumir sus imposturas, verdaderos atentados y sinvergüencerías contra la grandeza de nuestros más distinguidos historiadores nacionales.
Anuncio, dada la oportunidad recibida por la desafortunada aparición de tan disparatada afirmación, partiendo de las ideas de eminentes venezolanos —muchos de ellos, en vida, entregados al rigor de la historiografía—, la ineludible significación del pasado en el estudio serio y metódico de la Historia, particularmente en su dimensión venezolana. Desde mi posición independiente, metalizada en la autodidaxia —término cuya sola mención parece bastar para sacudir el avispero de los inquisidores del rígido academicismo—, emprendo esta ruta para esclarecer el rol de los tiempos pretéritos en la funcionalidad misma de la Historia.
El oficio del historiador, a saber, la excavación del subsuelo de las memorias de una nación, el buceo entre los arrecifes de sus variadas épocas, el estudio meditativo de sus actores principales, los sucesos que dieron forma a las estructuras del presente, necesariamente debe atravesar —y parece redundante aclararlo— los ayeres, ese conjunto de larguísimas fechas que conforman el edificio de bronce del pasado, recinto de los signos primordiales que forman la memoria histórica de un pueblo y que, muchas veces, anuncian, discretamente, sus caminos hacia el porvenir.
En ese sentido, la «función de la Historia es mantener viva la memoria de los valores que sirven de vértebra al edificio social», pues son los restos del tiempo que ha pasado las migajas con las cuales se hace indispensable allanar el camino para el entendimiento de nuestras actuales crisis como sociedad venezolana. El gran historiador, Mario Briceño-Iragorry, delineaba «la necesidad de defender las líneas determinantes de nuestra Nación», incorporar los valores sutiles, elementos vitales de fisionomía, al corpus de la nación, y voltear a mirar el pasado, naturalmente, para evitar la desintegración del pueblo venezolano, pues, rechazando esto, las fuerzas extrañas del imperio de la barbarie impondrán su voluntad, dada la indiferencia de la colectividad por asumir conciencia de sí mismos, y el hogar de esa conciencia no consiste en el presente tumultuoso o en las adivinanzas del porvenir, sino, para sorpresa de nadie —incomprensible, sí, para este «educador» universitario— en las formas antiguas, las sustancias valiosas, materiales históricos «para el proceso de reelaboración de cultura que corresponde a cada generación». Sin conocer nuestro suelo histórico, los planes de elevar un nuevo edificio en terrenos desconocidos, resultaría cuánto menos, una empresa descabellada. «No se puede crear cuando se ignora la resistencia de los elementos donde se fundará la nueva obra. Para que la Patria sea la tierra feliz de nuestros hijos, debemos verla y amarla como el grato legado de nuestros padres».2
Refiriéndose al oficio del historiador en la figura de Briceño-Iragorry, Guillermo Morón distingue entre la capacidad de investigar y la destreza de traducir el cúmulo de datos, fichas y citas en el lienzo soberbio de la diamantina escritura. Ambas cualidades, señala, se hallaban encarnadas en el insigne trujillano. Concluye Morón afirmando que «el investigador de historia escribe sobre las realidades y restablece, o establece por primera vez, la realidad verdadera, la realidad real, aunque los lectores, los actores, los contemporáneos o los posteriores difieran sobre esa realidad real».3 ¡Cuán grande ha de ser el desconcierto de estos negadores del pasado!
A propósito de la mención de Guillermo Morón, conviene rememorar algunos pasajes de su discurso de incorporación a la Academia Nacional de Historia, pronunciado el 16 de marzo de 1960. En él, destilando su visión sobre la función de la Historia con suprema elocuencia, afirma que «es, el historiar, una función de la vida de cada pueblo en el afán por señalar los pasos que el vivir sigue», capturando las palpitaciones que se precipitan en el libro de la historia. Siguiendo su ordenanza de principios sobre las facultades del pensar histórico y las etapas precedentes —la investigación mecánica y la interpretación histórica—, Morón establece con rigor que «hacer historia es averiguar si efectivamente ocurrieron determinados sucesos en un tiempo igualmente determinado, señalando las CAUSAS normales que lo provocaron y la importancia que ellos han tenido y tengan».4
No resulta discordante que nuestras reflexiones históricas se hallen circunscritas a los problemas de la organización política, detonantes de innumerables controversias, pues el pueblo nacional, como criatura natural —portadora de sensibilidades históricas y testigo del ritmo de las intimidades que, según Morón, aderezan su existencia y perspectiva—, es siempre objeto de esta filosofía de la historia: ese dúo inseparable entre la historia concreta y el modo particular de pensar sobre ella. Sin embargo, bajo el dominio de una hegemonía académica de corte democratista, se ha erigido una coraza infranqueable que, lejos de esclarecer, oscurece el acceso a nuestra auténtica historia. Quedan así sepultados los caminos y las corrientes que conforman la historia del pueblo venezolano, sustituidos por los actos de la estereotipación, engendros de la opinión más que reflejos genuinos de una sociedad actuante y viviente en el devenir histórico.
Como planteaba Uslar, la historia nos rodea en cada instante, en cada momento, porque no es otra cosa que la vida misma. En su reflexión sobre nuestra fundación como República, señala que el pueblo venezolano difícilmente hallará satisfacción en los quehaceres ordinarios del mercado y la administración organizada, pues lleva consigo la latente imagen de la historia: tonos heroicos que embellecen su ser colectivo con una visión de orgulloso sacrificio y entrega irreductible a ideales eternos.5
Declara que «la imagen que un pueblo llega a hacerse de su pasado forma parte esencial de la noción de su propio ser y DETERMINA la concepción de su posición ante el mundo». En esta línea, denuncia que el material historiable, sometido a la égida de intereses mezquinos, ha sido amputado por la arrogancia, el egoísmo y la rabia de una multitud de historiadores dominados por prejuicios excesivos. Así, lejos de honrar la verdadera labor de la historiografía científica, han traicionado su cometido primordial: forjar una historia sin intenciones, un vivo reflejo del quehacer humano en toda la extensión de su dimensión. Si no contemplamos, con sutil indagación y feroz voluntad, nuestro actual estado de crisis a la luz del pasado —dimensión suficiente para desentrañar la completitud de nuestro ser nacional en toda su amplitud y profundidad—, nos condenamos a una doble orfandad histórica por la pérdida de los siguientes principios: primero, la historia como explicación del pasado; y segundo, la historia como empresa creadora del futuro desde el presente.
¿Queremos posesión del presente? Entonces, debemos rescatar por completo el pasado. Pero no cualquier pasado, no aquel que nos resulta cómodo por caprichos ideológicos o intereses circunstanciales, ni el que se acomoda a los fines mezquinos de los partidos o a la ciega veneración de sistemas que, vistos desde la ruina en que nos hallamos, no hicieron sino sacudir nuestros cimientos y arrojarnos a la jauría de hienas hambrientas.6 No. Lo que debemos conquistar es el imperio del hoy, y nuestros ejércitos solo pueden formarse en la naturalidad del pasado, donde sus raíces han tejido un vasto bosque de posibilidades, aún desconocido para nosotros, como si ignoráramos una parte esencial de nuestro propio cuerpo. Así sucede con Venezuela: desconoce la mitad de sus oportunidades de grandeza.
En este mismo espíritu, Uslar concluye su disertación con una sentencia que resuena como un mandato ineludible: «el alma de los venezolanos, es decir su cultura, su espíritu, sus valores, sus motivaciones, sus conceptos, sus creencias, sus posibilidades creadoras, hay que irla a buscar en la historia».
Esa historia que, con insidiosa malevolencia, se tacha de absurda por dirigir sus energías a la revitalización de sus aspectos antiguos, es en realidad la más cabal disciplina moral, aquella que nos señala los tonos profundos de nuestra vida actual. En nuestro presente estado, no erigimos cultos nostálgicos a la memoria heroica como si fuésemos una secta de anemoia, entregada a un fanático afán de restaurar el pasado. No buscamos reconstruir ruinas gloriosas, sino elevar nuevas formas de vida nacional, ancladas en las respuestas que nos ofrece el espectro de los tiempos antiguos, ese revelador de caminos, depositario de fuerzas inspiradoras y proveedor de los elementos necesarios para cimentar el castillo de las posibilidades del porvenir.
Estamos abiertos a la nueva conquista, y en nuestras manos portamos los inventarios de la tradición histórica, no como una casa del hoy donde habitemos con la comodidad de lo dado, sino como un mausoleo de huesos de oro, cuyo tintineo resuena en las sombras y nos orienta, como ciegos en busca de luz, hacia la construcción significativa de nuevas rutas. Porque en ese eco de la tradición se encuentra la clave para guiar a Venezuela hacia sus grandes destinos históricos.
Si aspiramos a un verdadero camino de desarrollo para el país, debemos encontrar un fundamento sólido que nos encamine hacia las auténticas «conquistas liberales», las cuales siguen siendo inalcanzables y ajenas a nuestra realidad venezolana, pues en las costumbres actuales del pueblo venezolano no se halla aún la base esencial sobre la cual pueda erigirse un orden político estable y armonioso, y quizás la mirada certera hacia el pasado heroico nos conceda el elemento primordial requerido para las nuevas vías del porvenir de Venezuela.7
Nuestra historia escrita se halla desfigurada, víctima de una desvergonzada apropiación ilícita de sus sucesos, que ha culminado en lo que Andrés Leonardo Briceño denomina la historia secuestrada: un país oculto tras los pensadores, gobernantes e intereses de turno, a menudo furibundos detractores de su propia tradición, intolerantes hasta el cansancio. Paradoja exquisita la suya, pues sus principios democráticos pregonan el diálogo, la responsabilidad histórica y el deber venezolano, mientras ejecutan, con mano sucia, la censura de aquellos elementos que no encajan en su relato. A juzgar por los climas imperantes, todo indica que seguiremos siendo desafiados y calumniados por el «juicio apasionado de los partidos y de los historiadores retardados»8.
Seguimos viviendo, como lo atestigua este humilde servidor, bajo una óptica desgarrada de nuestro pasado. Cualquier intento de curaduría que repare las fisuras historiográficas es visto como una herejía por los nuevos inquisidores, como el señor Piñero, quienes, con su dogmatismo implacable, se precipitan en lo grotesco y lo absurdo. Lo más lamentable es que estas afirmaciones, lejos de quedarse en el círculo de su torpeza, se despilfarran en las aulas, donde otros jóvenes, con la receptividad de las esponjas, absorben sin cuestionar los cochambres pseudointelectuales de su «maestro», cuyas enseñanzas, propias de lo absurdo, intentan equilibrar relatos de novelas de ficción con las realidades políticas venezolanas, en un burdo intento de didáctica pedagógica vergonzosa.9
Poseído de una convicción engrandecida por los momentos históricos de exigencia que el país demanda, me consuela precisar las medidas canijas de estos detractores, a quienes solo el aval del carnet puede custodiar de nuestras —para ellos— «ofensas», o como prefiero llamarlas, aclaratorias pertinentes. Tengo el privilegio de estar afinado por las circunstancias del exilio y, desde la lejanía, aunado a la obesidad de mis pensamientos, alimentados crónicamente por vastas lecturas, encuentro un consuelo mayor en no exhibir un cartón como imposición de grandes facultades intelectuales para negar cualquier desafío de ideas, sino en esbozar, sencillamente, conceptos desnudos que esclarezcan los erróneos juicios presentados por el señor en cuestión. Para él, como hemos visto, el pasado resulta absurdo para hallar soluciones o causas, pues se ensaña en presentarse como un sabedor —o eso parece— que invoca, sabrá Dios cómo, predicciones del futuro en el presente inmediato.
Por último, si bien este leve señalamiento no posee los distintivos de la extensión que me caracteriza, es porque lo considero, en este instante, prescindible. Dejo abierta la puerta para futuras intromisiones semejantes, presto a danzar al son de los testimonios de nuestros grandes representantes: Mario Briceño-Iragorry, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Morón, José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz, entre otros. Tal vez la osadía se preste a declarar que, al ser estas almas de antaño, sus observaciones carecen de fiabilidad y son, una vez más, absurdas. Sin embargo, ansío que las inteligencias que se mueven entre estos historiadores, avaladas por sus rótulos, sean más despiertas y coherentes, o, quizás, sería demasiado exigirlo, a sabiendas del origen de esta polémica.
Tómese, estimado lector, la presente contestación, como antesala para una pieza de mayor solidez y hondura, necesaria para desenvolver, en su amplitud requerida, la total significación del pasado en la labor de los historiadores venezolanos.
R. Alexander Núñez, PÉREZ JIMÉNEZ y la sombra del DICTADOR | Docu La Nueva Enciclopedia | Hablen Claro! ft. Jesús Piñero, vídeo de Youtube, 40:49, publicado el 9 de marzo de 2025, https://www.youtube.com/watch?v=QAORToX4nl8.
Mario Briceño-Iragorry, Introducción y defensa de nuestra historia, Caracas, 1952, p. 13.
Guillermo Morón, Prólogo en Mario Briceño-Iragorry, La Historia como elemento creador de la cultura, Caracas, 1985, pp. 9-10.
Academia Nacional de la Historia, Discursos de incorporación, 1959-1966, tomo 4, Caracas, 1966, pp. 37-56. El discurso de Morón, titulado Para una historia de la moral política en Venezuela, ofrece una elucidación detallada sobre las facultades del historiador y sus actitudes frente a la investigación y la interpretación históricas. Traza de manera sublime la importancia de considerar no solo el pasado, sino las épocas en su conjunto, como materia prima para examinar el presente.
Ibíd., pp. 151-164. El discurso de Arturo Uslar Pietri, titulado El rescate del pasado, fue presentado en agosto de 1960, generando una multitud de simpatías. Para nuestro propósito, resulta especialmente relevante destacar algunas de las ideas expuestas en él.
Aunque el señor Piñero comenta durante la tertulia conducida por Alexander Núñez el uso del pasado con fines propagandísticos, cuando se trata de abordar la Historia desde perspectivas opuestas a sus principios democráticos, descarta su validez como elemento de discusión. ¿No es esto, evidentemente, una contradicción con los fundamentos del diálogo democrático? Claro está, se excusará atribuyéndole peligrosidad por tratarse, según él, de discursos de odio.
Julio César Salas, Estudios sobre sociología venezolana, Mérida, 1910, pp. 10-11.
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, 1991, p. 207.
El señor Jesús Piñero ha manifestado elocuentemente, en varias ocasiones, su inclinación por presentar la historia nacional a los escolares mediante analogías extraídas del universo mágico de Harry Potter, la célebre saga de libros y películas creada por la escritora británica J. K. Rowling.
Gran trabajo hermano 🫡
Interesante planteamiento. Desconozco mucho sobre la polémica (no he visto el vídeo del caballero Piñero, pero puedo imaginar de qué trata), pero sí aplaudo este vaivén de ideas y posiciones. Es necesario revitalizar el país con este tipo de debates.