El pensamiento auténtico de Bolívar sobre el régimen de gobierno
Por Luis Alberto Cabrales.

Nota del editor
Poeta e historiador, Luis Alberto Cabrales nació en Chinadenga, Nicaragua, en el año 1901. Ilustre hijo de Centroamérica, cultivador de las artes y figura asociada al Movimiento de Vanguardia de Nicaragua. Su estadía en Francia, donde hizo vida académica, le permitió nutrirse de las ideas contrarrevolucionarias, principalmente las de Charles Maurras, al punto de absorber una parte considerable de la tradición monarquista católica y europea para replicar parte de los principios a la realidad política hispanoamericana, máxime considerando la predilección republicana de las naciones de Hispanoamérica.
Cabrales en este ensayo, que nos hemos tomado la molestia de curar y replicar, no solo expone una fuerte admiración por la figura del Libertador, sino una ancha erudición en torno al pensamiento político bolivarista. Dentro de su exposición ensayística, caracterizada por una impresionante prosa, contemplamos vivas referencias al Libertador desde sus cartas, discursos y documentos. Logra, en unas pocas páginas, resumir las ideas políticas de Bolívar y la relación de éste con su medio político, con sus aliados y detractores. El nicaragüense comprende la visión institucional del Libertador.
Ahonda en la idea de la «república aristocrática» o «monocracia» y en la perspectiva bolivarista en relación a la monarquía. A simple vista, podría percibirse que el autor comete la misma equivocación de Carlos A. Villanueva —que le valió una justa reprimenda de Laureano Vallenilla Lanz en El libertador juzgado por los miopes— pero la verdad es que se trata de un genial análisis que consiste no en admitir que Bolívar era monárquico, sino que su forma de monarquía era, digámoslo así, republicana y que la evolución de su proyecto político, de cristalizarse su cosmovisión de las formas de gobierno, podía adquirir tintes monárquicos si le damos valor a la idea de la «presidencia vitalicia». Pongámonos de acuerdo en que el presidencialismo es, en el gobierno, monárquico aunque el presidente no esté coronado, ni tenga como centro político el Derecho divino.
Lejos de dibujar a un Bolívar «monárquico», se encarga de reconstruir históricamente la relación del Libertador con las ideas políticas del erróneamente llamado Antiguo Régimen, de su admiración por las formas aristocráticas y de su necesidad de lograr un régimen político estable, que además hay que reconocer el viraje «antiliberal» de su pensamiento político. Si alguna vez existió un Bolívar impío, revolucionario, el último de los Bolívares políticos —el vencedor, el legislador, el estadista— se nos revela como uno contrario al liberalismo, a la división y a la revolución misma.
Cabrales representa una de las tantas mentes del resurgir de un hispanismo muy hispanoamericanista —que en su forma podría ser bolivarista, pero no exclusivamente—, de un movimiento literario, cultural e intelectual que hace las paces después de una guerra civil tensa entre peninsulares y americanos, para fortalecer la unidad espiritual entre los pueblos del tronco civilizatorio ibérico, para comprender que la desunión americana es motivo de burla y felicidad para otras naciones que han estado conspirando contra las dignas naciones de América para someterlas, si así podemos decirlo, a la esclavitud típica de las naciones no soberanas destinadas a la irrelevancia.
De aquí a que el escritor nicaragüense escriba sobre los tempranos roces de Bolívar, a través del proyecto unitario colombiano, con los Estados Unidos de América y cómo esta nación, excusándose en el panamericanismo, el federalismo y la libertad, ha logrado alzarse como hegemón de toda América, dejando a las naciones hispanoamericanas sin decisión ni destino propio. Muerto así el último proyecto soberanista de América, muere la libertad de los españoles americanos.
El pensamiento auténtico de Bolívar sobre el régimen de gobierno
En la política internacional el pensamiento de Bolívar chocó con les designios de los estadistas de Washington, en la política interna, en la clase de régimen que debiera darse Hispanoamérica, el choque fue más vivo y de mayor trascendencia para nuestro futuro. El fracaso del Congreso de Panamá hubiera podido sobrepasarse; los intentos de aliarse a potencias europeas hubieran podido reanudarse si nuestras Repúblicas, en vez de guiarse por las directrices de Washington y por las quintas columnas del liberalismo y la masonería, hubiesen sentado las bases de sus gobiernes conforme a los postulados de Bolívar y de los otros grandes libertadores.
Bolívar, espíritu realista y positivo, sostuvo siempre, y de una manera clara y precisa, en contra de los ideólogos influenciados por Norteamérica, «que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al género de vida de los pueblos; referirse al grado de libertad que la Constitución puede sufrir, a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus modales...». «¡He aquí el código que debemos consultar —exclamaba en Angostura— y no el de Washington!»1.
Esto era en 1819. Aún no estaba asegurada nuestra independencia, y ya Bolívar y Washington estaban frente a frente. Los estadistas de Norteamérica ya lanzaban su ofensiva ideológica sobre nuestras tierras, aún no libertadas. Aunando, como siempre lo han hecho, sus intereses esenciales a principios de sedicente libertad, armados de los más vulgares prejuicios en contra de la monarquía y de todo gobierno aristocrático, dieron cuerpo a la doctrina de que América es el continente de la democracia y de la libertad, en contraposición a Europa, Continente de la esclavitud y del despotismo. Contrariando las realidades, y para la ruina y desgracia nuestra, sostuvieron la mentira de la unidad espiritual y política del continente.
Antes de proclamarse la doctrina de Monroe, Jefferson sostenía en carta al presidente:
La América, la del Norte y la del Sur, tiene una serie de intereses distintos de los de Europa, particular y propiamente suya. Ella debe tener, por tanto, un sistema propio, separado y aparte del de Europa. Mientras este último labora por llegar a ser el domicilio del despotismo, nuestro propósito debe ser, seguramente, hacer nuestro hemisferio el de la libertad2.
Europa era la amenaza, el derecho de conquista, la reacción aterradora. En cambio, los Estados Unidos eran el modelo y arquetipo, la nación desinteresada, el verdadero numen bienhechor del continente. Nacía ya el conocido estribillo de la vieja canción cuyos ecos aún repercuten en nuestras casas presidenciales y en el palacete marmóreo de la Unión Panamericana.
Mientras tanto, la propaganda se ejercía también en los Estados Unidos, en donde el nombre de Bolívar era poco menos que execrado. Bedford Hinton Wilson, militar inglés que había sido ayudante de Bolívar, le escribía:
No he encontrado un solo [norte]americano que hable bien de V. E. Los papeles públicos desde un extremo de la República [los Estados Unidos] otro denigran y calumnian los hechos y la reputación de V. E. y de Colombia. El tratar de impedir este torrente de mentiras que diariamente se publican sería inútil; siempre que se ha ofrecido la ocasión de desmentirlas con hechos, los editores salen diciendo que ellos no tienen nada que hacer con hechos sino con principios y vuelven a repetir la mentira.3
Y Bolívar le contestaba: «Quedo enterado de la opinión que hay en los Estados Unidos sobre mi conducta política. Es desgracia que no podamos lograr la felicidad de Colombia con las leyes y costumbres de los americanos. Usted sabe que esto es imposible; lo mismo que parecerse la España a la Inglaterra, y aun más todavía»4.
Y refiriéndose al mismo tema, decía al doctor Estanislao Vergara: «Los Estados Unidos son los peores y son los más fuertes al mismo tiempo»5.
Pocas palabras que encierran en sí toda la tragedia política de Hispanoamérica.
¿Cuáles eran esos ideales políticos que tan general reprobación merecían en los Estados Unidos? Estudiémoslos atentamente, bajo una nueva luz, con la mente de una generación ya completamente limpia de vulgares prejuicios políticos, de una juventud que sabe que la ciencia de gobernar está basada en los dictados de la razón y no.en el juego romántico de las comparaciones víctorhuguescas; lejos de los clisés verbales que hicieron las delicias, los entusiasmos y, ¡ay!, las desgracias de nuestros abuelos y bisabuelos: luz y tinieblas, monarquía y esclavitud, democracia y libertad.
Los escritores liberales, que por el sobrenombre inmortal de Bolívar se creen obligados a admirarlo, echan un velo púdico sobre sus pensamientos que llaman reaccionarios, y sobre la época que llaman de la dictadura, como si toda la vida del
Libertador no hubiese sido una continuada dictadura, y como si el meollo de su pensamiento no fuese lo más antiliberal y antidemocrático que hombre alguno haya expuesto en todo el continente. Elevan por las nubes cuatro palabras efectistas, concesiones habilidosas, hijas de las circunstancias, verdadero pasto arrojado a la fauna de ideólogos hambrientos de palabras, y se quedan satisfechos y triunfantes, mucho menos exigentes que aquellos sus antepasados, que no quisieron saciarse con palabras y devoraron hasta las personas de los libertadores.
Siguiendo el hilo del pensamiento bolivariar.o, y analizando las circunstancias en que ese pensamiento fue expuesto, tiene que llegarse a la conclusión de que Bolívar fue un convencido monarquista, y que sólo las circunstancias le hicieron adoptar un sistema republicano aristocrático. Y de la democracia no hablemos: en medio de elegios, que son en realidad una crítica, de entre sus manos sale para siempre descalificada.
Un método fácil de exposición, pero completamente erróneo, ha sido el tomar al pie de la letra sus discursos públicos, sobre todo el de Angostura, y el enviado para presentar la Constitución boliviana. Hay que analizar esos discursos y confrontarlos con la fuente íntima y secreta de su pensamiento político, expresado en sus cartas. Hay que tomar en cuenta a qué clase de auditorio estaban dirigidos esos discursos, y el concepto que de sus auditores tenía el Libertador.
En primer lugar, Bolívar estaba convencido de que hablar claramente y sin embozos, exponiendo en toda su desnudez la doctrina, era marchar rectamente a un fracaso. Había que conceder algo a los ideólogos intrigantes, buscar la manera de agradar sus «manías», envolver el recto pensamiento dentro de formas que no chocasen con los vulgares prejuicios de los congresistas. Había que expresarse con cautela, porque, como dice en carta al General Andrés de Santa Cruz, «esta América es un caos: no se puede hacer lo que se piensa ni pensar lo que se debe; es preciso dejarse arrastrar por el torrente de las calamidades, sin objeto y sin plan»6. Cómo estaban constituidos aquellos Congresos, también lo sabemos por sus cartas, y sus expresiones están muy lejos de honrar a nuestros primeros legisladores. Dice en una de ellas:
Usted sabe las dificultades que hay para componer un buen Congreso. Los hombres de mérito no van a él... Solamente los majaderos e intrigantes se encargan.de la representación nacional. Tres individuos han decidido en la gran Convención los destinos de Colombia, aun chocando centra el pueblo, contra el ejército, contra el gobierno7.
En carta «confidencial y reservada» dice a Santander: «Tengo mil veces más fe en el pueblo que en sus diputados. El instinto es un consejero leal; en tanto que la pedantería es un aire mefítico que ahoga a los buenos sentimientos». Y agrega: «Un Congreso de animales hubiera, sido, como el de Casti, más sabio»8.
En carta al General Andrés de Santa Cruz expresa también, como él sabía hacerlo, el profundo desprecio por el Ccngreso colombiano y su obra, levantada a espaldas del gran hombre, mientras se ocupaba en la tremenda tarea de darles libertad con el filo de la espada. Dice: «El cúmulo de instituciones y de leyes que he encontrado en Colombia me ha aturdido de tal modo, que llego a temer por la verificación de nuestro proyecto de unión. Esto se ha descompuesto mucho con esos malditos Congresos de tontos pedantes. Cuando pienso en el Congreso que ustedes han de reunir, tiemblo, y tiemblo tanto más cuanto que es bien difícil que yo esté para septiembre en esa capital»9.
En otra carta a Santander condena la eficacia política del Congreso colombiano, y de paso condena todo régimen parlamentario : «Supongamos que un Congreso se reuniera en enero, ¿qué haría? Nada más que agriar los parados existentes, porque a nadie satisfaría y porque cada uno traería sus pasiones e ideas. Jamás un Congreso ha salvado una república»10.
¿Por qué los Congresos estaban formados de tan lamentable manera? Ya hemos enunciado la causa. Implantado el régimen electivo, habían surgido todas las condiciones adherentes al régimen: desenfrenada carrera hacia la demagogia en el pensamiento y en los hechos, intrigas, fraudes, espíritu de partido, cohecho. Ni Bolívar, ni los grandes hombres de mérito que eran el honor de Colombia, quisieron rebajarse a competir con las mediocridades letradas o semiletradas. Todas, las oprobiosas novedades que en las costumbres políticas trajera la democracia eran un escándalo y objeto de desprecio y alejamiento para el patriciado. No iba un Bolívar o un Arboleda, por conquistar una curul, a entrar en competencia de bajezas con un Santander, el Santander yanquizante que en su afán de halagar a la plebe, en andanzas electorales, entraba, como dice Bolívar, «en una chichería como entraba antes en palacio»11. No iban a seguirlo en sus manejos, degradándose hasta salir, «como un malhechor a los caminos reales», a esperar diputados, tal como lo pinta el Libertador, asqueado, en carta al General Francisco Carabaño: «Santander llega al extremo de salir a los caminos reales en busca de partidarios, ofreciendo casa y comida a los diputados que entran en Ocaña. Sobre ésto se cuentan anécdotas muy graciosas»12.
Estas costumbres serviles, que tenían forzosamente que corromper al mismo tiempo a los conductores y al pueblo, más tarde se connaturalizaron en nuestras repúblicas; pero cuando se inició esa fatal carrera, los hombres dignos y sensatos las reprobaron. Bolívar no podía concebir a congresistas que llegasen al recinto augusto de la legislatura ya de antemano ligados por intereses inconfesables, voluntariamente sordos a los dictados de la razón, esclavos de la consigna electoral. Ante ese espectáculo, decía, con el amargo dejo de quien sabe que las leyes sólo pueden ser dictadas por el imperio de la razón, o no son leyes: «Allí el espíritu de partido dictará intereses y no leyes; allí triunfará, en fin, la demagogia de la canalla»13.
Su esclarecido espíritu latino, enamorado de la unidad y la armonía, veía con horror el nacimiento de las facciones, de los «partidarios», de los que van a cumplir, en tarea de forzados, anteriores compromisos, a votar con su bando y por su bando, así la conciencia les grite que la patria perecerá. Al introducir Santander por primera vez la «preciosa palabra» partidarios, el gran patricio se subleva y califica de descaro el usar tal palabreja. A varios amigos, en diferentes cartas, les da cuenta de tal suceso. A Pedro Barceno Méndez le dice: «Santander se pondrá en marcha en la semana entrante; se jacta de que lleva cuarenta y ocho partidarios; ésta es la palabra con que los califica, y, ciertamente, muy adecuada al espíritu que muestra»14.
Ante la invencible repugnancia de los patricios a descender a innobles competencias, muy natural fue que los Congresos se llenasen de mediocres y de pícaros. Si alguno de ellos resultó electo, fue porque era imposible acaparar todo, porque Colombia no había llegado al extremo de México, y estaba muy distante de las fortunas de Poinsett. Las mayorías del pueblo no tenían representación, y sí las minorías de los facciosos, de modo que los Congresos eran la inversa representación del pueblo. De esto se queja Bolívar: «En todas partes, el mayor partido es el último [el de los bolivistas]; pero yo no sé intrigar, ni mis amigos tampoco, en tanto que Santander ha demostrado últimamente que éste es su fuerte. Los federalistas son pocos, mis enemigos menos; pero la inacción de los muchos iguala a la actividad de los pocos»15. Los muchos, por estar dedicados a sus honradas tareas en los talleres y campos, y los dignos, por conservar la propia dignidad, no querían bajar al ejercicio de la «actividad de los pocos». Santander, sí. Ese microbio liberal y panamericanista se solazaba a sus anchas, y se crecía en ese caldo propicio a las bacterias que es el régimen democrático.
Y ante esos Congresos, «menos sabios que el Congreso de Animales de Casti», tenía que comparecer Bolívar a exponer sus sólidas y armoniosas doctrinas. De allí las necesarias concesiones, el arrojar a las fieras unas cuantas palabras que les agradasen, a despecho de contradecir las cláusulas del mismo discurso.
Leyendo su magnífica disertación de Angostura, el ánimo se contrista ante el doloroso y necesario ejercicio intelectual del Libertador. Cada sólida y brillante exposición política tiene que ser precedida o seguida de una concesión para la fauna democrática. En este ritmo se suceden todas las cláusulas. Y todo para nada. Las fieras no serían saciadas con palabras. Su apetito necesitaba engullir al Libertador, a los patricios y a la patria entera.
Examinemos algunas cláusulas del discurso de Angostura. Veamos ésta: «Sólo la democracia, en mi concepto, es susceptibie de una absoluta libertad; pero ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo poder, prosperidad y permanencia? ¿Y no se ha visto, por el contrario, a la aristocracia, a la monarquía, cimentar grandes y poderosos imperios por siglos y siglos? ¿Qué gobierno más antiguo que el de China? ¿Qué república ha excedido en duración a la de Esparta, a la de Venecia? ¿El imperio romano no conquistó la tierra? ¿No tiene Francia catorce siglos de monarquía? ¿Quién es más grande que la Inglaterra? Estas naciones, sin embargo, son aristocracia y monarquía.»
Comienza con una concesión, que, en el fondo, para el Libertador, es una crítica: «Sólo la democracia es susceptible de una absoluta libertad.» Pero Bolívar no amaba, no podía amar esa libertad absoluta. Más adelante, en ese mismo discurso, se expresaría así: «La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos adonde han ido a estrellarse todas las empresas republicanas... Ángeles, no hombres, pueden únicamente existir libres, tranquilos y dichosos, ejerciendo todos la potestad soberana».
Así, el elogio a la democracia queda en el vacío, más aún: la democracia queda como la vacuidad misma.
Luego, abandonando cautelosamente el estilo de exposición directa, adoptando un estilo interrogativo, niega a los gobiernos democráticos la capacidad de proporcionar «poder, prosperidad y permanencia». En síntesis, y trasponiendo el pensamiento a un modo positivo, debilidad, pobreza e inestabilidad son los frutos del gobierno democrático. Pero el Libertador no podía lanzar eh público una bomba de ese calibre a las fieras que deseaba halagar y domesticar.
Luego, siempre en el cauteloso estilo interrogativo, hace el más cumplido elogio de los regímenes monárquicos y aristocráticos, señalando sus más gloriosos éxitos al través de la historia. Y termina con un «sin embargo» que hace pareja con aquel inmortal de la frase «era de noche y sin embargo llovía»: «Estas naciones, sin embargo, han sido y son aristocracia y monarquía».
Muy distinto modo de expresarse adopta cuando no se dirige públicamente a los Congresos de pedantes sino a un patricio esclarecido como don Joaquín Mosquera; entonces se va a fondo y de manera vibrante: «No quieren monarquías ni vitalicios, menos aún aristocracia; ¿por qué no se ahogan de una vez en el estrepitoso y alegre océano de la anarquía? Esto es muy popular y, por lo mismo, debe ser lo mejor, porque, según mi máxima, el soberano debe ser infalible»16.
O cuando dirigiéndose a Santander (en los tiempos en que confiaba todavía en el pérfido), le dice: «Estoy fatigado de ejercer el abominable poder discrecional, al mismo tiempo que estoy penetrado hasta adentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América»17.
Se comprende así cómo este frío e hipócrita calculador, conociendo a fondo el pensamiento de Bolívar, ocultara cautelosamente sus íntimos designios, y esperara para sacarlos a luz hasta que estuviese a punto su trabajosa y subterránea tarea de zapa: destrucción del entusiasmo y de la disciplina del ejército, con leyes —pasadas bajo mano al Congreso— que lo vejaban; retardo en los pagos, cultivo de las rivalidades en la oficialidad; recluta de prosélitos en la juventud, que crecía y se educaba en manos de ideólogos, criaturas suyas.
Se comprende cómo no se quitó la careta hasta que había minado todos los cimientos en que podía apoyarse el Libertador para desbaratar sus proyectos.
Con qué pávido temblor de carnes leería, la cobarde hormiga, estos calientes párrafos en que el Libertador le mostraba, desnuda como su espada, su doctrina política, y en que, al mismo tiempo, descubría, como conocedor incomparable de supatria, las bases realistas y positivistas (ese es el término) de sus designios políticos. Y que después de esto vengan todavía los liberales a decirnos que Bolívar era un demócrata, y los adocenados exégetas, un fiel discípulo de Rousseau, un influenciado por las llamadas «luces» del siglo XVIII francés.
Oigámoslo: «Por fin, han de hacer tanto los letrados que se proscriban de la república de Colombia, como hizo Platón con los poetas en la suya. Esos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está, y porque ha conquistado este pueblo de manos de los tiranos; porque, además, es el pueblo que quiere, el pueblo que obra y el pueblo que puede; todo lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, o con mis o menos patriotismo; pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos. Esta política, que ciertamente no es la de Rousseau, al fin será necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a perder esos señores... Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos de Patria, sobre los indómitos pastusos, sobre los goajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia»18.
Volvamos al discurso de Angostura, y otra vez nos encontraremos en difícil equilibrio, elogios para los sistemas anteriormente establecidos, y a continuación la más cabal y completa condenación de los mismos.
Amando lo más útil, animada de lo más jusro y aspirando a lo más perfecto, al separarse Venezuela de la nación española ha recobrado su independencia, su libertad, su igualdad, su soberanía nacional. Constituyéndose en una república democrática proscribió la monarquía, las distinciones, la nobleza, los fueros, los privilegios; declaró los derechos del hombre, la libertad de obrar, de pensar, hablar y escribir. Estos actos, eminentemente liberales, jamás serán demasiado admirados por la pureza que los ha dictado.
Advirtamos en este párrafo de alabanzas el final tan significativo: «jamás serán demasiado admirados por la pureza que los ha dictado». No por la cordura, ni por la sabiduría, sino por la pureza. Casi la candidez y la ignorancia. Las concesiones no podían llegar más allá de un justo límite.
Luego, inmediatamente después de estos halagos, que lindan con la ironía, entra de lleno a la crítica, que destruye todo lo anteriormente expresado:
Estoy penetrado de la idea de que el Gobierno de Vene zuela debe reformarse; y aunque muchos ilustres ciudadanos piensan como yo, no todos tienen el arrojo necesario para profesar públicamente la adopción de nuevos principios. Esta consideración me insta a tomar la iniciativa en un asunto de la mayor gravedad, y en que hay sobrada audacia en dar avisos a los consejeros del pueblo.
«Cuanto más admiro la Constitución federal de Venezuela, tanto más me persuado de la imposibilidad de su aplicación en nuestro Estado...» Y más allá agrega:
A vosotros pertenece el corregir la obra de nuestros primeros legisladores; yo querría decir, que a vosotros toca cubrir una parte de las bellezas que contiene nuestro código político; porque no todos los corazones están formados para amar a todas las beldades, ni todos los ojos son capaces de soportar la luz celestial de la perfección.
Este discurso era pronunciado en 1817, y ya en 1812 había arremetido contra el mismo sistema, con mucho menos cautela, en la «Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño»:
Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino les que han formado ciertos buenos visionarios, que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectabiüdad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente conmovido, y, desde luego, corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada19.
La ironía sobre los «buenos visionarios», las «repúblicas aéreas» y la «luz celestial de la perfección» cobra mayor vigor, hasta llegar a la imprecación, en los documentos privados, en las cartas, cuando da rienda suelta a la expresión libre de sus más íntimas ideas y de sus más fogosos sentimientos:
Yo veo al congreso del Istmo como una representación teatral, y veo nuestras leyes como Solón, que pensaba que sólo existían para enredar a los débiles y de ninguna traba a los fuertes. En tanto que esto pasa por mí, los diaristas proclaman a los héroes bajo las leyes, y a los principios sobre los hombres. Aquí de la ideología. Esta será la patria celestial, donde las leyes personificadas van a combatir por los héroes y los principios, como los genios del destino, dirigirán las cosas y gobernarán a los hombres. Vírgenes y santos, ángeles y querubines, serán los ciudadanos de este nuevo paraíso. Bravo, bravísimo. Pues que marchen esas legiones de Milton a parar el trote de la insurrección de Páez, y que, puesto que con los principios y no con los hombres se gobierna, para nada necesitan de usted ni de mí. A este punto he querido yo llegar de esta célebre tragedia, repetida mil veces en los siglos, y siempre nueva para los ciegos y estúpidos, que no sienten hasta que no están heridos. ¡Qué conductores!
[…]
El dolor será que los ideólogos, como los más viles y más cobardes, serán los últimos que perezcan: acostumbrados al yugo, lo llevarán fácilmente hasta de sus propios esclavos20.
La verdad es que Bolívar no tenía la menor inclinación por el régimen democrático, y, antes bien, era un fervoroso admirador de la monarquía y de la aristocracia. Sus discursos y sus cartas están llenos de expresiones que confirman este aserto. La unidad de mando, la estabilidad, la herencia que perpetúa la unidad sin conmociones y que produce la continuidad histórica, tienen en él un panegirista a veces exaltado.
En carta a Sir Robert Wilson dice:
Un monarca goza de prerrogativas y derechos capaces de proporcionarle una autoridad suficiente para reprimir el mal o promover la ventura de sus súbditos. Un magistrado republicano, constituido para esclavo del pueblo, no es otra cesa que una víctima. Las leyes, de un lado, lo encadenan, y las circunstancias, por otra parte, lo arrastran21.
Y si bien nunca intentó coronarse, ni puso en práctica proyecto alguno para establecer una dinastía de origen extranjero, no fue porque considerase inadecuado el régimen, sino porque las circunstancias, los acontecimientos, los vulgares prejuicios de los ideólogos —dueños de las legislaturas—, la obcecada política del Gobierno español y la enconada e intrigante política de los Estados Unidos se lo impedían. La desgraciada experiencia de Iturbide se había clavado muy hondo en su espíritu, y así no tuvo más remedio que hacer a un lado la solución que juzgaba como la mejor para la marcha ordenada y próspera de nuestras nacionalidades.
Y éstas no son simples deducciones. El mismo, en carta a don Estanislao Vergara, enumeró los inconvenientes que tendría la implantación de la monarquía, «por ventajosa que fuera en sus resultados». Y en ella no hay, ni por asomo, no digamos una crítica, ni siquiera la insinuación de un pensamiento contrario al régimen monárquico. Dícele:
En el pensamiento de una monarquía extranjera para sucederme en el mando, por ventajosa que fuera en sus resultados, veo mil inconvenientes para conseguirla:
Primero. Ningún príncipe extranjero admitirá por patrimonio un principado anárquico y sin garantías.
Segundo. Las deudas nacionales y la pobreza del país no ofrecen medios para mantener un príncipe y una Corte miserablemente.
Tercero. Las clases inferiores se alarmarían temiendo los efectos de la aristocracia y de la desigualdad; y
Y cuarto. Los generales y ambiciosos de todas condiciones no podrían soportar la idea de verse privados del mando supremo22.
No hay que pensar, pues, en la solución monárquica; pero no por defectos inherentes al sistema, sino por defectos en la opinión pública falseada, y por defectos en los ciudadanos y en la economía nacional: faltaban méritos, talentos y virtudes para merecerse una corona. «¡Qué locura la de estos señores —dice en otra carta, refiriéndose a algunos que proyectaban erigir tronos— que quieren coronas contra la opinión del día, sin mérito, sin talentos, sin virtudes!»23.
Estas eran consideraciones de orden interno; había otras, como ya dijimos, de orden externo: San Martín había fracasado en sus proyectos monárquicos; a Iturbidj el trono le había costado la vida; no se estaba seguro del efecto que produciría en Inglaterra, y se estaba seguro de que en México, bajo la tutela de los pupilos de Washington, el paso trascendental y saludable sería recibido con animadversión, y aun se apresurarían a prestar ayuda a los descontentos. A estos obstáculos se refiere en carta dirigida al Coronel Patricio Campbell.
¿No cree usted que Inglaterra sentiría celos por la elección que se hiciera en un Borbón? ¿Cuánto no se opondrían todos los nuevos Estados americanos, y los Estados Unidos, que parecen destinados por la Providencia para plagar la Américade miserias a nombre de la Libertad?24.
Allí, en una sola frase genial, Bolívar indica el designio opositor de los hombres de Washington, y define para siempre, en palabras que debieran estar grabadas frente a las mesas de trabajo de todos los estadistas hispanoamericanos, la hipócrita y funesta política de los yanquis: «Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad».
Debido a estas circunstancias invencibles, Bolívar no pensó más que en establecer una república aristocrática y autoritaria.La sola enunciación del trono era un peligro, y sus mismos enemigos, para desacreditarlo, hacían todo lo posible por esparcir falsas noticias, ya sobre proyectos suyos de coronarse, ya sobre proyectos de establecer una dinastía extranjera. El momento más álgido de esta situación fue cuando un grupo de venezolanos nombró comisionado para instarle a que se coronase.
Su mismísima hermana María Antonia se alarma al conocer el proyecto, y le escribe una carta que da toda la medida de lo arriesgado que era por entonces el solo proyecto de semejante empresa. Palpita en ella la angustia de un corazón fraterno ante las amenazas que ve surgir por todas partes si el gran hombre se decide a realizar el proyecto. Angustia de hermana por la persona del hermano. Dícele:
Mandan ahora un comisionado a proponerte la corona. Recíbelo como merece la propuesta, que es infame, y parte de las potencias de Europa a ver si concluyen con nuestra existencia miserable a manos de los partidos; pero di siempre lo que dijiste en Cumaná el año 14: «que serías Libertador o muerto». Ese es tu verdadero título, el que te ha elevado sobre los hombres grandes y el que te conservará las glorias que has adquirido a costa de tantos sacrificios. Detesta a todo el que te proponga corona, porque ese procura tu ruina. Acuérdate de Bonaparte e Iturbide y de otros muchos que no ignoras; estoy bien satisfecha de tu modo de pensar, y te creo incapaz de permitir semejante cosa; pero no puedo menos que declararte tos sentimientos de mi corazón por el interés que tengo en tu felicidad25.
Días más tarde de haber recibido esta carta de su hermana, Bolívar escribe al General Páez, uno de los proponentes de la Corona (con palabras que son eco fiel de la carta fraterna), estas frases efectistas, necesarias para disipar mal entendidos y para terminar de una vez con las ilusiones de los pocos monárquicos: «Yo no soy Napoleón, ni quiero serlo; tampoco quiero imitar a César; aún menos a Iturbide. Tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria. El título de Libertador es superior a todos los que ha recibido el orgullo humano. Por tanto, es imposible degradarlo»26.
Sus enemigos estaban aprovechando el proyecto para procurar su ruina, y de un punto a otro de Colombia corrían los mensajeros de los traidores indisponiendo los ánimos, esparciendo calumnias, sembrando sospechas. El más vil e hipócrita de todos ellos, Santander, escribe al mismo Bolivar una carta indagando la verdad, poniendo en duda cuál sea la resolución del héroe. La contestación que recibe es un documento de gran importancia, porque demuestra lo peligroso que juzgaba Bolívar el proyectar monarquías, y porque en ella se descubre que comienza a darse cuenta de la perfidia del célebre fundador de! liberalismo colombiano:
Usted me habla con alguna seriedad sobre monarquía; yo no he cambiado jamás. Yo espero que usted se acordará de mis principios y de mis palabras cuando usted brindó porque yo despotizara Colombia. Por consiguiente, me admira que usted hable como de una cosa cuestionable para mí. Libertador o muerto es mi divisa antigua. Libertador es más que todo; y, por lo mismo, yo no me degradaré hasta un trono. Respondo a esto porque me ha picado la carta en cuestión; carta que ha navegada en el Norte y en el Pacífico, y pudo perderse y comprometerme de algún modo, pues no todos me creen con estas ideas27.
Los hombres, las circunstancias, las pasiones, los Estados Unidos, todo se oponía a que la corona llegase a las sienes de Bolívar, y éste, carácter realista, no iba a empecinarse en realizar contra lo imposible el íntimo y desinteresado sueño.
El presente estaba perdido para la monarquía.
El principal obstáculo, los Estados Unidos, parecía invencible si no era contando con las fuerzas bélicas de alguna pctencia europea. Así lo creían y expresaron los eminentes hombres de Estado del Consejo de Gobierno, cuando, sin la expresa aceptación del Libertador, iniciaron pláticas con Francia e Inglaterra para que a la muerte de Bolívar le sucediese un príncipe europeo. En nota del 5 de septiembre de 1829 dicen así al Sr. Carlos Bresson, comisionado de S. M. el Rey de Francia:
En esta obra es de temerse que se empleará el Gobierno de los Estados Unidos del Norte, que ha querido y dado instrucciones a sus plenipotenciarios en la Asamblea Americana para que prediquen la conveniencia de que las otras naciones adopten las formas federales, que, viendo frustrado su proyecto de un modo tan positivo en Colombia, hará cuanto le sugiera su rivalidad y su celo para impedir que se ejecute el plan que he expresado; no pudiendo menos de verlo como contrario a sus intereses. Colombia, para este caso, debe buscar un apoyo en Europa, que la sostenga contra las intrigas y maquinaciones de los Estados Unidos y de los otros Estados, a quienes tratará aquel Gobierno de comprometer, y este apoyo el Consejo podrá hallarlo en el de S. M. C., interesado como está en que los principios monárquicos se generalicen para que los demagogos, enemigos de una libertad racional, se encuentren aislados por todas partes28.
Habría, pues, que esperar, dar tiempo al tiempo, y de la república aristocrática pasar, como naturalmente, a la monarquía. Este designio secreto, este último sueño bolivariano de establecer al fin la monarquía, se descubre en un párrafo de carta al Mariscal Sucre. Lleva fecha de mayo de 1826 —es decir, está escrita dos meses escasos después de haber escrito su citada carta antimonárquica al General Páez, que es de marzo del mismo año—. Ni en Páez ni en Santander podía confiar. Eran vulgares ambiciosos, hambrientos de mando a toda costa, como lo probaron más tarde, y como lo estaban probando en el presente. En cambio, Sucre era la figura inmaculada, el desinterés supremo, la lealtad más abnegada. Sobre él podía descansar la cabeza, como Cristo en Juan, y decir las palabras supremas que no podía decir a otros.
Sucre había expresado deseos de abandonar la presidencia de Bolivia; estaba hastiado del mando, y Bolívar en su carta le insta a permanecer, a sacrificarse. No debe abandonar la lucha el joven Mariscal de Ayacucho, el segundo en la gloria, el primero en la lealtad, el único en merecer la herencia bolivariana. En toda la extensión de la América, sólo a él, al intachable e insospechable, podía hacerle la confesión suprema y peligrosa. Sólo Sucre era capaz de comprender que el ofrecimiento de la corona no era un ofrecimiento de botín, sino la perspectiva de someterse a un arduo y alto servicio... Le insta, pues, Bolívar a permanecer en la Presidencia vitalicia, y dícele...: «Persuádase usted que los más grandes destinos le esperan. A mí me han ofrecido una corona que no puede venir a mi cabeza, y que yo concibo en la oscuridad de las combinaciones futuras planeando sobre las sienes del vencedor de Ayacucho»29.
A falta, pues, de monarquía, era necesario establecer una república aristocrática, en el exacto sentido de la palabra, y autoritaria, que contuviese en germen los órganos que más tarde, desarrollándose, llegarían a constituirse en monarquía: el Senado hereditario y el Presidente vitalicio con derecho a nombrar sucesor.
En el Congreso de Angostura expresó así su pensamientosobre el Senado hereditario:
Si el Senado, en lugar de ser electivo, fuese hereditario, sería, en mi concepto, la base, el alma de nuestra república... Estos senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso. Los sucesores al Senado llaman la primera atención del Gobierno, que debería educarles en un colegio especialmente destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la Patria. Aprenderían las artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia ellos sabrían a qué carrera la Providencia los desuñaba, y desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que les espera30.
Luego agrega, adelantándose a las objeciones de los demócratas, en un vano intento de adormecer sus envidias igualitarias:
De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de un Senado hereditario; no es una nobleza lo que pretendo establecer, porque, como ha dicho un célebre republicano, sería a la vez destruir la igualdad y la libertad. Es un oficio para el cual se deben preparar los candidatos, y es un oficio que exige mucho saber y los medios proporcionados para adquirir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y la ventura de las elecciones; el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte; y aunque es verdad que estos senadores no saldrían del seno de las virtudes también es verdad que saldrían del seno de una educación ilustrada. Por otra parte, los libertadores de Venezuela son acreedores a ocupar siempre un alto rango en la república que les debe su existencia. Creo que la posteridad vería con sentimiento anonadador los nombres ilustres de sus primeros bienhechores; digo más: es de interés público, es de la gratitud de Venezuela, es del honor racional conservar con gloria, hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados, que, superando todos los obstáculos, han fundado la república a costa de los más heroicos sacrificios31.
Sin las atenuaciones y excusas que van simpre adheridas a la exposición pública de sus ideas antidemocráticas, en carta a Santander, expone así su pensar sobre las aristocracias:
El Senado británico existe en su mayor vigor, es decir, su aristocracia, que es de un carácter inmortal, indestructible, tenaz y duro como la platina. Vea usted lo que dice de Pradt de la aristocracia en general, pues la británica está multiplicada por mil, pues se halla compuesta de cuantos elementos dominan y rigen el mundo: valor, riqueza, ciencia y virtudes. Estas son las cuatro potencias del alma del mundo corporal, éstas son las reinas del universo, y a ellas debemos ligarnos o perecer. Por mi parte, profeso esta doctrina alta y entrañablemente32.
Por su parte, ni el Santander, servil enamorado de Monroe. ni la comparsa de ideólogos profesaban esa doctrina. Para ellos, los Libertadores no eran más que dignos de la proscripción, del asesinato y del olvido. El «interés público», la «gratitud» y el «honor nacional» eran para ellos palabras sin sentido. Ambiciosos, ingratos y sin honor.
Contrariando al Padre de la Patria, harían que sobre toda nuestra América se cumpliesen las palabras que como una maldición profiriera su boca de vidente: «Y si el pueblo de Venezuela no aplaude la elevación de sus bienhechores, es indigno de ser libre, y no lo será jamás»33.
En el discurso con que se presentó el proyecto de la Constitución boliviana expuso la idea del Presidente vitalicio con derecho a nombrar sucesor:
El Presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución como el sol, que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua porque en los sistemas sin jerarquía se necesita, más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos, los hombres y las cosas.
[…]
El Presidente de la República nombra al Vicepresidente, para que administre el Estado y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares34.
En la ya mencionada carta a don Estanislao Vergara, despues de exponerle los motivos por que juzgaba imposible el establecimiento de la monarquía, expone la conjunción de los dos sistemas. Dice: «En este extremo solamente debe pensarse en un Gobierno vitalicio como el de Bolivia, con un Senado hereditario, como el que propuse en Guayana»35.
El Presidente vitalicio con derecho a nombrar sucesor era el germen del monarca, y el Senado hereditario el germen de la aristocracia. Así lo juzgaron en esa época amigos y enemigos del proyecto bolivariano. No fue sino más tarde cuando los falsificadores liberales de la historia inventaron que Bolívar, forzado por las circunstancias y por las ideas coloniales todavía arraigadas, había expuesto su proyecto para que más tarde, «con la difusión de las luces», se evolucionase hasta la implantación de la democracia. Los decididos bolivaristas del Consejo de Gobierno, en sus arreglos iniciales con Francia e Inglaterra para establecer la monarquía en Colombia, claramente lo expresaron en una de sus notas oficiales:
V. S. convendrá en que, para el éxito mismo de la mutación de forma de gobierno, es conveniente que el Libertador por su vida gobierne este país. Se hará así un tránsito suave hacia la monarquía, porque los pueblos, olvidándose de elecciones y acostumbrándose a ser gobernados permanentemente por el Libertador, se dispondrán a recibir un monarca. Los elementos monárquicos que nos faltan podrán crearse en este tiempo ya con un Senado hereditario, que será una base de la aristocracia, y ya aumentándose las fortunas de los hombres con el espíritu de empresa36.
Pronto, sin embargo, todos estos sensatos y brillantes proyectos, levantados conforme a las realidades hispanoamericanas y a las experiencias políticas, varias veces centenarias, de la civilización occidental, no tendrían ni esperanza de verse realizados. La revolución contra los Libertadores tomaba cada vez más cuerpo, y la Gran Colombia sería el postrero y más trágico escenario de ese suicidio de naciones. Toda Hispanoamérica parecía entrar al caos primitivo. Chile y las provincias del Plata se despedazaban; México se ahogaba en sangre y más que en sangre, en desvergüenza. Desde Bolivia a Venezuela, pasando poi el Perú, Quito y Nueva Granada, el inmenso territorio conquistado per la espada de Bolívar se resquebrajaba, y no había lugar en donde posar en firme las plantas para comenzar la implantación del orden, para comenzar la tarea heroica de la reacción política. Terrible tarea, quizá tan magna y llena de dificultades como la misma empresa de la liberación nacional.
Después de más de quince años de brega encarnizada y constante, en lucha contra todo, hasta contra la naturaleza; después de esa brega, que será siempre el asombro de la Historia, Bolívar tenía ante sí, en vez del cumplido descanso, una terriblea tarea por comenzar.
Todo marchaba hacia la disolución. Páez levantaba bandera de discordia; el Perú invadía Colombia, pagando así con sangre la libertad que recibiera; Bolivia arrojaba de sí al vencedor de Ayacucho; las divisiones colombianas, esperanzas de la Patria, se sublevaban. Los subordinados héroes de ayer arrojaban sus laureles en el fango de la revuelta. El General Córdoba, tan heroico como atolondrado, encontraba muerte oscura e infamante, lanzado a la guerra civil por el General William Henry Harrison —luego noveno Presidente de los Estados Unidos—, entonces Ministro y agente provocador en Colombia.
Sólo Bolívar, con súbita presencia, podía dominar los acontecimientos. Pero el escenario era tan grande, que ya no con dones sobrehumanos, sino con virtudes arcangélicas, comenzando por la virtud de la ubicuidad, era posible la consolidación de nuestros pueblos.
Veía claramente que sólo empuñando de nuevo la espada de la guerra a muerte podía obtenerse un renacimiento del orden ; pero esa misma clarividencia le llenaba de angustia, y sus manos se negaban a empuñar la justiciera espada.
Por fin, se decide a salvar a la sola Colombia. Empuña de nuevo el cetro de la dictadura, barre con todas las leyes liberales de Santander y sus secuaces, y comienza a poner en práctica lo que más antes aconsejara al General Andrés de Santa Cruz: «Nada de aumentos, nada de reformas quijotescas que se llaman liberales: marchemos a la antigua española, lentamente y viendo primero lo que hacemos»37.
Con su mirada de águila acertaba en que la salvación consistía en reanudar la continuidad histórica rota por el lapso guerrero, en fundar el nuevo edificio sobre el magnífico basamento legal y de costumbres del pasado.
Pero, por más decidido que lo vemos en esta obra, tiene momentos de vacilación, hijos de la situación y del cansancio físico. Él siente subir sordos rumores de la plebe electoral, que ha sido plenamente envenenada por los sofistas y demagogos, por los liberales sedentarios, que se dedicaban a escribir en los diarios y a propagar sus doctrinas, mientras; él, del Orinoco al Potosí, heroica e infatigablemente, conquistaba para ellos «hasta el aire que respiraban». Siente desmoronarse la disciplina del mismo ejército, el que ha sido largamente irritado o maleado por la obra subterránea de Santander. Y si el intelecto permanece lúcido hasta el postrer instante, su cuerpo envejece de modo prematuro, y la enfermedad hace vacilar la mano y la voluntad, antes firmes y tensas en firmeza y tensión sin precedentes.
Sus aprensiones y presentimientos se confirman trágicamente en la nefanda noche del 25 de septiembre, en que un puñado de fanáticos, amigos de Santander, intentan asesinarlo. Cada vez más falto de aliento, y Colombia cada vez más convulsa y agitada, Bolívar resuelve abandonar el poder. Convoca nuevo Congreso, antes de retirarse definitivamente a la vida privada. Tomaba esta resolución ya sin ninguna esperanza de lograr el bienestar de Colombia. Deseaba que el pueblo manifestara su voluntad de algún modo; y en caso de que prefiriese perderse, que se perdiera. Una notable desgana de imperio, de origen fisiológico, venía apoderándose de él, desde hacía dos años, cuando los síntomas de la enfermedad mortal que lo llevaría a la tumba se habían enseñoreado poco a poco de su cuerpo.
Ese estado de espíritu refleja el discurso pronunciado el 20 de enero de 1830, con el que abandona para siempre el poder público, y deja a los congresistas la tarea de constituir a Colombia como mejor les plazca.
En él no expone proyecto alguno de constitución. Apenas relata rápidamente los acontecimientos de anarquía que han sufrido las nacientes repúblicas, desde Bolivia y Chile hasta Venezuela, y les pide tomen experiencia de esos resultados funestos.
Luego expene su inquebrantable deseo de no seguir gobernando la república, y lo hace con palabras dolorosas, que son un reproche eterno para sus contemporáneos, y una. vergüenza indeleble para nuestra historia.
Todos, todos mis conciudadanos gozan de la fortuna inestimable de aparecer inocentes a los ojos de la sospecha; sólo yo estoy tildado de aspirar a la tiranía. Libradme, os ruego, del baldón que me espera si continúo ocupando un destino que nunca podrá alejar de sí el vituperio de la ambición. Creedme: uno nuevo es ya indispensable para la República38.
Con estas palabras, que al través de la distancia escuchamos como la más suprema y trágica ironía, el Padre de la Patria abandona su destino político y se marcha definitivamente en busca de la salud y de la paz doméstica. Se encamina hacia la costa norte de Colombia con ánimo de marcharse a Europa; pero la enfermedad lo clava, lo retiene. En ese retiro le llega la noticia de que Sucre, el hijo predilecto de su esperanza, ha caído asesinado en la montaña de Berruecos. La flor de la Caballería libertadera, el espejo de los militares, el príncipe heredero ha sido tragado porr la selva llena de asechanzas. La barbarie democrática que lleva en su seno, a la selva y a la tribu podía estar ya satisfecha con haber dado esa última puñalada al Padre de la Patria, con haberle demostrado, hasta el último límite, hasta donde podía llegar su ignominia. Abrevado de amarguras hasta las últimas heces, pobre, abandonado, el Libertador se recostó sobre el seno de !a Iglesia y entregó su alma al Creador. Ya podían cantar sobre su cadáver los ideólogos del liberalismo; y ya podían respirar con tranquilidad, sin sobresaltos ni cuidados, los estadistas de Washington, seguros de que ninguna fuerte nación llegaría a fundarse en el sur del Caribe; ciertos de que ese Mare Nostrum tendría que caer al seno de la Unión, asfixiando así con un cerco destructor a todas sus desorganizadas repúblicas ribereña. Moría vencido por ellos y por los traidores internos el primer político y el más genial, el que había expuesto, con clarividencia despué:no sobrepasada, la doctrina más integral que nvcda oponerse al imperialismo norteamericano.
Llegaba la hora de las tinieblas, y envuelta en ellas vendría el reino de Santander, el influjo del hijo muy amado, en quien Washington había puesto todas sus complacencias.
Artículo publicado en Revista de estudios políticos, n.º 43 (1949), pp. 129-153.
Discurso de Angostura, 15 de febrero de 1819, en Vicente Lecuna (ed.), Proclamas y discursos del Libertador (Caracas: Lit. y Tip. del Comercio, 1939), 211.
Jefferson a Monroe, Monticello, 23 de octubre de 1824, en The Writings of Thomas Jefferson, ed. Andrew A. Lipscomb y Albert E. Bergh, 20 vols. (Washington: Thomas Jefferson Memorial Association, 1903-1904), XV, 477.
Belford Hinton Wilson a Simón Bolívar, Washington, 10 de febrero de 1829, en Daniel Florencio O’Leary, Memorias del General O’Leary, ed. Simón B. O’Leary, 32 vols. (Caracas: Imprenta de la Gaceta Oficial, 1879-1888), XII, 92-93.
Bolívar a Wilson, Guayaquil, 3 de agosto de 1829, en Simón Bolívar, Obras completas, ed. Vicente Lecuna y Esther Barret de Nazarís, 2 vols. (La Habana: Editorial Lex, 1947), II, 730-731; véase C. Parra-Pérez, La monarquía en la Gran Colombia (Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1957), 431.
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Bolívar a Andres de Santa Cruz, Bogotá, 7 de mayo de 1830, ibíd., II, 879.
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Bolívar a Francisco Carabaño, Bucaramanga, 12 de abril de 1828, ibíd., II, 310.
Bolívar a Robert Wilson, Bogotá, 7 de febrero de 1828, ibíd., II, 256.
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Bolívar a Santander, Magdalena, 8 de julio de 1826, ibíd., I, 1390.
Bolívar a Santander, San Carlos, 13 de junio de 1821, ibíd., I, 565.
“Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño”, Cartagena, 15 de diciembre de 1812, Proclamas y discursos, 12.
Bolívar a Santander, Obras completas, I, 1390-1391.
Bolívar a Wilson, Caracas, 30 de abril de 1827, ibíd., II, 105.
Bolívar a Vergara, Campo de Buijó, 13 de julio de 1829, ibíd., II, 705.
Bolívar a Santander, Cuenca, 23 de septiembre de 1822, ibíd., I, 687.
Bolívar a Patricio Campbell, Guayaquil, 5 de agosto de 1829, ibíd., II, 737.
María Antonia Bolívar a Simón Bolívar, Caracas, 30 de octubre de 1825, ibíd., I, 1274-1275.
Bolívar a Páez, Magdalena, 6 de marzo de 1826, I, 1284.
Bolívar a Santander, Guayaquil, 19 de septiembre de 1826, ibíd., I, 1436.
No hemos podido encontrar la fuente original.
Bolívar a Sucre, Magdalena, 12 de mayo de 1826, Obras completas, I, 1325.
Discurso de Angostura, Proclamas y discursos, 219.
Ibíd., 219-220.
Bolívar a Santander, Cuzco, 10 de julio de 1825, Obras completas, I, 1130.
Discurso de Angostura, Proclamas y discursos, 220.
Discurso del Libertador al congreso constituyente de Bolivia, Lima, 25 de mayo de 1826, ibíd., 326 y 329.
Véase nota 22.
Estanislao Vergara a Leandro Palacios, Bogotá, 8 de septiembre de 1829, en Tomás Michelena, Resumen de la vida militar y política del ciudadano esclarecido General José Antonio Páez (Caracas: Tipografía de El Cojo, 1890), 77.
Véase nota 9.
Mensaje al congreso constituyente de la República de Colombia, Bogotá, 20 de enero de 1830, Proclamas y discursos, 397.
Maravillosa pieza ensayística. ¡Gracias!
Excelente artículo.