El Príncipe de la Gran Colombia
Homenaje a Antonio José de Sucre por los 195 años de su oprobioso asesinato.

Nadie más subordinado que yo; nadie más estricto en sus deberes militares, y por lo mismo nadie más amigo de que en ninguna circunstancia las pasiones suplanten las leyes.1
Pródromo
La historia venezolana —fértil en proezas y dramas— parece inagotable en sus fastos memoriales: soldados de temple férreo, hombres de vocación civil insobornable, eruditos de la ley, defensores tenaces de la dignidad republicana. Hay entre ellos quienes combatieron con la espada y pensaron con la pluma, enemigos declarados de la demagogia, la mediocridad y el impostado decoro que a veces viste de virtud al alma nacional. Mucho se ha dicho, por supuesto, del Libertador Simón Bolívar, cuyo genio irradia aún como relámpago fundacional de la República; de José Antonio Páez, el centauro de los llanos; de Urdaneta, de Mariño, de Vargas, de Soublette. Figuras todas que se alzan cuando ondea la bandera tricolor y que, como fuegos artificiales, ciegan con su luz la mirada sobre otros astros igualmente valiosos y perdurables.
Mas hay uno cuya estatura moral y política no debe jamás confundirse con el murmullo general de los próceres. En la espesura de las montañas de Berruecos, paraje áspero y sombrío, fue segado por las balas el espíritu más puro de la causa americana: Antonio José de Sucre. La sangre allí derramada, en aquel rincón de pérfida traición, no sólo truncó la vida de un hombre excepcional, sino que anunció el naufragio definitivo de la Gran Colombia, ese proyecto gigantesco concebido por Bolívar y custodiado por su más fiel discípulo. Aquel crimen —el más vil en la historia del continente americano— cerró de un disparo las posibilidades más altas de unidad y orden en la América libertada deseosa de nuevas vías de ascendencia. Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, cayó como un Abel, víctima de múltiples Caínes que no soportaron la virtud ni toleraron la excelencia de esta alma impoluta.
Este escrito —por momentos escrito con la sobriedad de los temas históricos, otros pasajes serán bañados por la prosa heroica que ameritan hazañas admirables— se propone abordar el desenterrar la figura del más caballeroso entre los libertadores, iluminar su drama humano y redescubrir al joven general que, a tan temprana edad, fue arquitecto de victorias imposibles y mártir de un proyecto aún más alocado. A través de estas líneas, intentaré destejer el alma del héroe, penetrar el significado del hombre que encarna, en su vida y en su muerte, el más alto ideal republicano.
Raíces, carácter y destino heroico
Poseía una cuidada educación y sus maneras eran también finas y cultas. Modesto, sencillo, clemente y magnánimo; modelo de templanza y amor fraterno.2
Desglosar las apostillas de la vida de Antonio José de Sucre ya lo han hecho una infinidad de veces para numerosas ocasiones de homenajes y tributos bien merecidos por la gloria que expresa la sombra siempre luminosa de este hombre solar. Aspiro yo, por otro lado, a destejer algunas de las características esenciales que tienen estos grandes hombres de Venezuela, cuya significación histórica siempre late con fuerza en el pulso de la nación.
Desde muy temprana edad, Antonio José de Sucre fue un espíritu señalado, un ser excepcionalmente cumplidor y entregado con fervor a las causas militares que lo forjaron. Su juventud coincidió con el tumultuoso ritmo de los años fundacionales de la Patria —el ardoroso 1810—, época en que la tierra temblaba bajo los pasos de hombres decididos y se exigían acciones concretas y voluntades férreas. En aquella tormenta de inicios, cuando comenzaba la más longeva y sangrienta de las guerras de independencia en América, Sucre emergía como un carácter destinado, envuelto ya en la promesa del deber y la virtud.
Nacido en las costas ardientes de Cumaná, su infancia fue testigo de la abundancia y las comodidades de un hogar nutrido, sin que eso menguara el temple flamenco que le venía por herencia. Sus primeros pasos por las playas tropicales no apagaron el fuego interior que lo distinguiría incluso entre los suyos. Desde entonces se advertía en él una diferencia —ese fulgor discreto que anuncia al elegido— respecto a sus hermanos y hermanas, más inclinados a hábitos de vida más sencillos. Aquella vasta familia que lo rodeaba, colchón de ternura y afecto, dejó en él huellas profundas: trazos de cariño, sensibilidad, dulzura, sin quitarle el brío natural de su arrebatado temperamento.
La ascendencia de Sucre era tan notable como el destino que le aguardaba. Por la rama paterna, los Sucre portaban una tradición eminentemente europea. Sus raíces se hundían en la noble tierra de Flandes, al norte de Francia, región cruzada por antiguas sangres célticas y una historia romana todavía palpitante en sus ruinas. De allí también provenía una impronta de orden y severidad, casi nórdica, que marcó el temple de sus antepasados y que él llevaría con naturalidad. Tatarabuelo, bisabuelo, abuelo y padre: todos hombres de armas, distinguidos en su tiempo. El linaje no se quebró con él, sino que se elevó. Vicente de Sucre y Urbaneja, su padre, alcanzó altos cargos militares en Cumaná, fue coronel de la corona y luego, convertido en republicano, general en jefe del Ejército de la región oriental. Aquel tránsito del poder al ideal fue también el tránsito de la casa Sucre hacia la posteridad.
Por el lado materno, los Alcalá ofrecían un contraste enriquecedor. Era una familia espiritual, marcada por la cultura y la humanidad. Descendientes del primer Gobernador de la Provincia de Cumaná, sus miembros cultivaban una sensibilidad refinada, con una vocación por lo justo y lo elevado que habría de encarnar, como símbolo, el corazón magnánimo del futuro Mariscal. Era la otra mitad de su noble alma.
Así, la conjunción de estos linajes fundió en Sucre una personalidad única. Heredó de los Sucre la austeridad, el sentido del deber, la meticulosidad del soldado que jamás descuida el detalle; y de los Alcalá, el humanismo, la inclinación a la piedad, la ternura silenciosa que habita en los grandes hombres. El temple nórdico y el fervor hispánico convivían en él. Era un espíritu ordenado, severo consigo mismo, pero también generoso, justo, profundamente humano. Apasionado y sereno, terco e íntegro, Sucre fue el fruto de esa alquimia de dos sangres, dos historias, dos visiones del mundo: el acero del guerrero y el incienso del sabio.
El orgullo cumanés, casi congénito en quienes nacen bajo el amparo de su cielo, se alzaba con dignidad en aquella ciudad primogénita del Continente, la primera en ser fundada por la civilización hispánica en tierras americanas. Sucre nació en un escenario de contradicciones deleitables: un clima semiárido, de calores intensos suavizados por las brisas marinas y el curso generoso del río Manzanares; paisajes que alternaban la aspereza de la vegetación espinosa con la belleza luminosa del mar Caribe. Era un lugar de carácter fuerte y a la vez sereno, como habría de serlo también el joven que allí creció.
Allí transcurrieron, tranquilas y soleadas, las pasantías de su infancia. Aprendió a nadar en las aguas templadas del río, pero —curiosamente— no a montar a caballo, como sería de esperarse en un futuro general. Su educación inicial no fue ruda ni apresurada, sino paciente y enraizada en la experiencia cotidiana del paisaje, del hogar y de la pérdida. A los siete años sufrió el desgarramiento más profundo de su niñez: la muerte de su madre. Ese hecho marcaría su sensibilidad y lo sumergiría en una nueva etapa.
Su padre, viudo y vuelto a casar, decidió mudar a la familia a una casa más amplia, dispuesta para un nuevo hogar. Sin embargo, fue su tío paterno quien tomó las riendas del corazón huérfano del pequeño Antonio José. Bajo su tutela encontró afecto, dirección, método. Fue un guía severo y bondadoso que lo formó con esmero, lo instruyó en las letras y las armas, y lo acompañó con fidelidad durante esos años formativos. Sucre, ya hombre, sabría recordar con nobleza aquellos cuidados, y en tiempos de revolución y juicio sumario, no vacilaría en alzar la voz para defender a su tío de la injusticia.
Por la alta posición de su familia y el prestigio de su padre, pudo haber conocido a dos luminarias del mundo hispánico: el barón Alejandro de Humboldt, sabio universal que estudió con asombro las tierras americanas; y Andrés Bello, quien sería más tarde el Educador de América. En el caso de Bello, la conexión era más íntima aún, pues el padre de este, Bartolomé Bello, tenía relaciones directas con el entorno familiar de los Sucre.3
La estadía del joven Antonio José en Cumaná se prolongó por trece años. Fue allí donde se tejió su primer carácter, aún tierno, pero ya perfilado por la seriedad, la disciplina y el sentido del orden. Cumaná le dio el color y la cadencia de lo originario. Al partir, llevaba consigo una memoria plena de afectos y experiencias entrañables, salvo por la herida viva de la orfandad. Con ese ánimo sereno, diligente y bien dispuesto, marchó a Caracas, bajo la supervisión de un pariente de los Alcalá, para continuar sus estudios en una ciudad que, como él, comenzaba a agitarse con los vientos heroicos de la causa republicana.
El camino de las armas republicanas
Es uno de los mejores oficiales del ejército; reúne los conocimientos profesionales de Soublette, el bondadoso carácter de Briceño, el talento de Santander y la actividad de Salom. Por extraño que parezca, no se le conoce, ni se sospechan sus aptitudes. Estoy dispuesto a sacarle a la luz, persuadido de que algún día me rivalizará.4
En 1808, Antonio José de Sucre, se trasladó a Caracas para iniciar su formación académica y militar. Ingresó en la carrera de ingeniería militar, disciplina entonces orientada principalmente a la instrucción castrense. Es probable que recibiera enseñanza en una academia como la de Mires, inspirada en los modelos europeos del siglo XVIII, donde se impartían nociones de táctica, estrategia, artillería, fortificaciones, ceremonial y conducción de tropas. Así lo sugiere su expresión de 1822: «Vd. sabe yo estoy desde la edad de trece años en un cuartel»,5 clara evidencia de una temprana inmersión en la vida militar.
Este período formativo fue abruptamente interrumpido en 1810, cuando apenas contaba con quince años. La causa fue la conmoción política originada por la invasión napoleónica a España en 1808 y los hechos de Bayona, cuyas noticias llegaron primero a Cumaná, inflamando el espíritu revolucionario. El 19 de abril de 1810 Caracas inició el proceso emancipador, y Cumaná fue una de las primeras provincias en adherirse, enviando diputados al futuro Congreso de 1811 y estableciendo una alianza militar con la capital.
Sucre regresó a Cumaná para incorporarse a la causa, en un movimiento que refleja tanto el fervor patriótico como la decisión familiar. Su padre, Vicente de Sucre y Urbaneja, miembro de la Junta de Gobierno, le confirió el grado de subteniente de Infantería en el Cuerpo de Ingenieros, marcando así el inicio oficial de su carrera. La guerra aún no había tocado a Cumaná, por lo que Sucre pudo completar su formación bajo la guía paterna. Este tiempo de preparación, entre mapas y simulacros, reforzó su vocación militar. Para el joven Antonio, la posibilidad de empuñar las armas junto a su padre y hermanos debió encender el fuego heroico que lo acompañaría el resto de su vida.
Durante los primeros siete años de su carrera, Sucre sirvió a las órdenes de diversos jefes revolucionarios, entre ellos Francisco de Miranda, Santiago Mariño y José Francisco Bermúdez. Su bautismo de fuego tuvo lugar en 1811, como parte de la expedición de Miranda contra la sublevación de Valencia, donde Bolívar participó como coronel al mando del Batallón Aragua.
Ascendido a teniente en julio de ese mismo año, fue destinado a Margarita como comandante de ingenieros. Desde allí marchó para unirse de nuevo a Miranda y participó en el combate de La Victoria el 20 de junio de 1812, en calidad de ayudante. Aunque fue una victoria patriota, poco después se produjo la capitulación de Miranda ante Monteverde. Sucre, enviado entonces a Barcelona en una expedición dirigida por su padre, recibió la noticia y regresó a Cumaná, donde se ocultó junto a su familia para escapar de la represión.
La caída de Miranda marcó un punto de inflexión en el desarrollo de la causa republicana. Santiago Mariño, refugiado en Trinidad, planeó una nueva ofensiva. El 11 de enero de 1813, en Chacachacare, fue proclamado jefe supremo. Las fuerzas de Mariño tomaron Cumaná, y Sucre, junto a sus hermanos Pedro, Jerónimo y Francisco, se unió al movimiento. Su tío José Manuel Sucre, secretario de Mariño, mantuvo correspondencia con Bolívar, buscando coordinar esfuerzos. En 1814, Sucre marchó con la columna del centro, bajo las órdenes de Bermúdez y Mariño. Fue nombrado oficial del Estado Mayor y, con apenas diecinueve años, participó en el sitio de Cumaná en 1816, no como combatiente directo, sino como estratega: organizaba, calculaba, prevenía y corregía. Su temple, rigor y eficacia llamaron la atención de sus superiores.
Esta etapa forjó realmente la perspectiva humana en lo militar en el joven Sucre. Aprendió el arte de la guerra, la naturaleza humana en el fragor del conflicto y los principios de una disciplina férrea, que nunca abandonaría y que sería, verdaderamente, un fanático de su devoción.
Aunque algunos historiadores sugieren un primer encuentro en 1817, es en septiembre de ese año cuando se consolida la relación directa entre Bolívar y Sucre. El Libertador le confirió el gobierno de la Antigua Guayana y el mando militar del Bajo Orinoco, confiándole además la organización del batallón homónimo y otorgándole el grado de coronel. La decisión de Sucre de unirse al bando de Bolívar marcó su destino para siempre.
A partir de entonces, Sucre se mantuvo al lado del Libertador. Entre 1817 y 1820 desempeñó diversas misiones: reorganizó fuerzas, recaudó recursos, gestionó armamentos y fue enviado a las Antillas como comisionado para obtener pertrechos. A comienzos de 1820, Bolívar lo nombró secretario interino de Guerra. En ese rol, Sucre demostró eficiencia excepcional. Logró liberar Mérida y Trujillo en una audaz maniobra de menos de quince días, sin perder un solo hombre.
Ese mismo año fue escogido como representante del bando patriota en las negociaciones con Pablo Morillo. Su intervención permitió firmar dos tratados fundamentales: el armisticio y el Tratado de Regularización de la Guerra, redactado por Sucre mismo. Inspirado por la memoria de sus hermanos caídos, propuso normas para humanizar el conflicto. Fue un acto de alta política moral. Bolívar, impresionado por su talento diplomático y su serena firmeza, comenzó a confiarle misiones cada vez más delicadas que desafiaran su carácter diligente, confiado en que, según sus palabras, «algún día me rivalizará».
Con la guerra en Venezuela casi resuelta, Bolívar aprovechó el armisticio para dirigir su atención al sur, donde la revolución de Guayaquil, proclamada el 9 de octubre de 1820, y la campaña de San Martín en el Perú requerían acción inmediata. En 1821, Bolívar envió a Sucre con instrucciones claras: asegurar la incorporación de Guayaquil a la Gran Colombia, según el principio del uti possidetis de 1810.
Era la primera vez que Sucre asumiría el mando absoluto de una campaña. Bolívar ya lo consideraba capaz de actuar por cuenta propia. Tras llegar a Cali, Sucre reorganizó las fuerzas destinadas al sur. En Cauca y Popayán adoptó un tono conciliador, aunque tuvo que imponer contribuciones forzadas y expropiaciones para financiar la guerra, lo cual provocó tensiones con la población.
La situación en Guayaquil era crítica: el ejército local había sido derrotado por los realistas de Quito. Sucre no dudó en asumir el mando. Desde mayo de 1821 reorganizó tropas, consolidó alianzas y enfrentó con firmeza tanto las ambiciones separatistas de Guayaquil como las pretensiones anexionistas del Perú. Cuando San Martín ordenó al general Santa Cruz replegar la división peruana que colaboraba con Sucre, este respondió con energía: reafirmó su autoridad y se mostró dispuesto a actuar con total autonomía.
La gran victoria de Pichincha
Nadie había podido atajar ni distraer el movimiento dinámico del cumanés que tenía el orgullo de pretender batalla en cualquier campo, a cualquier hora, sin preparaciones ni precauciones. De entre todos los generales de la independencia latinoamericana, el único que se atrevió a pelear en cualquier terreno, sin escogerlo, fue Sucre.6
Al clarear el día, el 24 de mayo de 1822, cuando aún los cielos andinos se cubrían afables en neblinas y silencios expectantes, la historia se alistaba para ser escrita con trazos de sangre sobre auroras de gloria sobre los pies del coloso ecuatoriano: el volcán Pichincha, ardoroso, testigo de la primera gloria sucriana. Entre los riscos y las quebradas, el genio de Antonio José de Sucre, joven general de ojos sobrios henchido de gran voluntad, iba a sellar con su nombre y sus valientes dirigidos una de las gestas más luminosas de la emancipación americana y la más esplendorosa de la historia republicana del Ecuador.
Sucre, bien sabemos, no era un loco improvisado del destino ni un aparecido del azar. Había sido formado prematuramente en los cuarteles, educado en el arte escrupuloso de la guerra y cultivado en las ciencias de la razón y la prudencia. Pero más allá de la instrucción, lo animaba una inteligencia lúcida y una fe convencida en la causa de los pueblos, en esa ansiada dignidad que concedía la libertad de ser hombres independientes. Al llegar a Guayaquil en 1821, con la doble encomienda de Bolívar de libertar Quito e incorporar ese estratégico puerto a la Gran Colombia, desplegó no solo tropas, sino que, con sumo tino, encauzó su diplomacia, palabra, y persuasión a tales labores. Su presencia, aún sin espada desenvainada, ya era ofensiva moral contra los poderes del pasado.
Su campaña fue tejida con, valga la redundancia, la delicadeza de un tejedor antiguo y la audacia de un héroe clásico, de los que escasean por estos lares. Evitó celadas con el ojo del atento; pactó armisticios con la calma del sabio rey. Cuando la guerra parecía exigir premura, él ofrecía silencio y cálculo. Su tregua con Tolrá, que a ojos miopes pareció debilidad, fue en realidad jugada maestra: ganó tiempo, ganó terreno, ganó destino.
Pero fue en la madrugada del combate cuando Sucre adquiere tonos de mando en la estrategia. Al frente de sus hombres, hombres de toda sangre y de todo origen, emprendió la marcha nocturna hacia la montaña. Aquel ascenso por los abismos del Pichincha no fue solo una maniobra militar, fue todo un rito de purificación ante el porvenir de la gloria americana. La sombra fue su aliada, la niebla su custodia, y el frío intenso su desafío. Allí, donde el enemigo no los esperaba, cayeron como, inesperados, como relámpagos de libertad.
El combate se trabó entre peñascos y barrancos, en un campo donde no cabía más de un batallón, y donde la pólvora se consumía más rápido que la esperanza de los combatientes. La sorpresa, en un principio, favoreció al enemigo, pero Sucre, curtido en la memoria amarga de Huachi, no repitió el mismo error. Con mucha sangre fría y cálculo exacto, ordenó relevos, dispuso bayonetas, y arrojó a sus hombres como dardos vivos contra las líneas realistas.
El terreno, adverso para muchos, fue aliado para él. Donde otros veían despeñaderos, él veía trampas naturales; donde otros temían el abismo, él hallaba escudo y defensa. La batalla fue corta y feroz, y al mediodía, la victoria ya ondeaba como una bandera invisible sobre las alturas gélidas de la tierra ecuatoriana.
La ocupación de Quito fue el fruto inmediato de su valiente liderazgo, pero el eco de la victoria resonó mucho más lejos de esas fronteras: en las entrañas del Perú, en los corredores de la Gran Colombia, en el alma del continente que despertaba del letargo agónico del imperio en disolución. Se capturaron fuertes, prisioneros, municiones y se quebró el espinazo del poder colonial en la región.
Mas Sucre, fiel a su nobleza, no celebró con rencor ni soberbia. A los vencidos ofreció términos dignos: se les permitió salir con honores, rendir las armas sin humillación. Incluso perdonó a quienes le habían traicionado, como al coronel López, a quien otorgó el exilio antes que la ejecución. Su generosidad fue tan honda como su genio.
La Batalla de Pichincha no fue solo una victoria patriota, militar. Fue la consagración suprema de un estilo de guerra: la guerra justa, serena, valiente. Fue la demostración de que la inteligencia, la templanza, la previsión y la virtud pueden conquistar montañas y libertades, y todo bajo el brazo del hijo ilustre de Cumaná. Por eso Bolívar la llamó modelo de estrategia. Por eso la historia la recuerda como canto de gloria.
Allá, sobre el lomo de un volcán, Sucre se convirtió no solo en Libertador, sino en un símbolo de la América que no quiso arrasar, sino redimir. De la América que peleó no solo por vencer, sino por fundar, por constituir, por construir, por elevar al Nuevo Mundo a las categorías señoriales de la gran humanidad.
La gloria inmortal de Ayacucho
La Batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron en una hora a los vencedores de catorce años, y a un enemigo perfectamente constituido y hábilmente mandado. Ayacucho es la desesperación de nuestros enemigos. Ayacucho semejante a Waterloo, que decidió del destino de Europa, ha fijado la suerte de las naciones americanas. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla, y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de la naturaleza.
El General Sucre es el Padre de Ayacucho: es el redentor de los hijos del Sol; es el que ha roto las cadenas con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco Cápac y contemplando las cadenas del Perú rotas por su espada.7
Ayacucho, campo soberbio, abrazado por inmensas alturas montañosas, dueño de una superficie irregular, desesperante para la inmaculada marcha, hace rugir a sus tierras, cuya sonoridad impregna el eco de las glorias que, en el porvenir, adquirirán mayor relieve y altura.
Era el mosaico aún por teñirse con la sangre de patriotas y realistas, un campo donde hermanos se enfrentaban cara a cara en el último y definitivo pulso por el destino del Perú, y más allá, por la redención de toda la América Hispana. Allí no se libraba únicamente una batalla militar, sino el cierre solemne de tres siglos de dominio imperial. La Madre España, como toda estirpe conquistadora, se había ido deshaciendo en el sopor del despotismo tardío. Lo que emergía en aquella jornada no era solo el estrépito de la pólvora, ni la danza feroz de lanzas y sables, sino algo más profundo: el choque irreconciliable entre dos formas de entender la vida y el poder. Era una lucha por la existencia política autónoma, por la soberanía del espíritu americano.
Antonio José de Sucre, el hombre de temple sereno y genio militar, trazó su estrategia como un artista el mural del destino americano. Dispuestos sobre la meseta de Ayacucho, sus hombres no eran simples soldados: eran naciones enteras encarnadas en uniformes ajados por la gloria de invocar a la libertad auténtica de sus pueblos. A un lado, la División Córdova se abría como ala aguileña, firme y vibrante; al otro, La Mar resistiría como muralla viva el asalto furioso del enemigo, que Sucre ya preveía como tormenta que baja iracunda de los montes. En el centro, como corazón palpitante, reposaban los Granaderos y Húsares de Colombia, mientras la reserva aguardaba como sombra contenida, presta a golpear donde la batalla clamara.
Cinco mil setecientas almas, de distintas tierras, hablaban con un solo lenguaje: el del valor y la heroicidad de esta vastísima tierra del Nuevo Mundo. Allí estaban los llaneros de Venezuela, los batallones del Perú, los granadinos, los argentinos, los extranjeros que habían adoptado la causa como suya propia, unidos por el ideal de la pan-civilización futura. Era una legión fortificada de voluntades de hierro, bravos pueblos, una sinfonía de razas unidas por el anhelo de la dignidad. Enfrente, con número superior y uniforme de gala, el ejército realista bajaba como imperio en su última marcha, confiado en romper la línea más débil, flanquear a los patriotas y sofocar el sueño americano.
Y entonces, la contienda. La tierra de Quinua vibró bajo el estruendo de las descargas, mientras Valdés, el gran estratega español, admirado por el mismo Sucre, embestía por la derecha con la furia de su fama. La Mar cedía paso, empujado por la avalancha, y Sucre respondía con precisión quirúrgica: enviaba al Batallón Vencedor, convocaba al llamado Cincinato de América, Jacinto Lara, movilizaba reservas, tejía el combate como un coloso que escribe con brío irreductible el curso de los hijos de la América.
Entre el desorden y la pólvora acumulada en los vientos, emergió la silueta siempre valiente del león neogranadino Córdova, centella de la causa, devoto al Libertador, quien al frente de sus hombres se abrió paso entre enemigos como relámpago entre nubes. Su grito «¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores!» rompió los aires y caló hondo en la resistencia española, y como himno escrito en acero guió a sus tropas hasta las cumbres del Condorcunca, donde capturaron al herido Virrey La Serna. Era el derrumbe del viejo mundo y la conquista siempre justa de la libertad de los hombres patriotas.
Los llaneros, los centauros indómitos de las profundidades de la Venezuela heroica, arremetieron con sus lanzas incendiadas por las promesas de la patria, atravesando filas como si la misma energía del Orinoco los guiara. El Batallón Pichincha descargaba fuego sobre los rezagados, mientras la caballería envolvía a los Granaderos de la Unión. La ofensiva patriota era ahora una marea incontenible de gallardía. Las alas del ejército español se rompían una tras otra, y cuando Monet cayó, Sucre lanzó el golpe maestro con Lara y Miller, arrasando con la fuerza de los vientos altiplánicos a los batallones de Valdés. Las tropas realistas, atrapadas en su propia estrategia, cedieron ante la carga moral y bélica de los Libertadores.
Más de mil prisioneros, fusiles y cañones fueron tomados al caer el enemigo. La victoria fue sublime. Canterac, vencido pero digno, acudió con La Mar a solicitar términos de rendición. Sucre, noble entre los hombres, concedió honores a los vencidos que durante catorce años combatieron con ardor en los Andes y por toda la extensión de las antiguas colonias. El imperio, tras tres siglos, sucumbía. La historia cambiaba de manos; del oprobioso fin al inicio confuso.
Victoria deslumbrante, apoteósica, el genio miraba con increíble gusto los laureles que la Historia le ha entregado. Sucre escribió a Bolívar, informándole del triunfo, de los muertos, de los heridos, del nuevo rumbo que su espada ha concedido al mundo hispanoamericano. Córdova fue proclamado héroe de la jornada. Lara fue ascendido. Así se selló la libertad de América, no solo con violento triunfo, sino con aclamada justicia. En Ayacucho, el rincón de los muertos, no solo ganó la espada libertadora: venció el alma de los pueblos, de los hombres de la América unida.
Aparece Bolivia en la Historia
Mi calidad de extraño perjudica a Bolivia.8
Ya elevado al grado insólito, descomunal y único por decreto del Congreso del Perú, el Gran Mariscal de Ayacucho, con menos de treinta años, inscribía con pasos de oro su nombre en las páginas augustas de la Historia militar universal. Liberado el Perú, su destino no se agota: se ensancha, se eleva, y anuncia una nueva jornada por cumplir.
Apenas dos semanas después del fragor de Ayacucho, el joven general partió hacia el Alto Perú. Era el 20 de diciembre de 1824. El camino era escarpado y la empresa arriesgada, pero Sucre no vacilaba: allí, en esas provincias altiplánicas, aún quedaban reductos de un imperio moribundo, vestigios del poder español que se resistían a desaparecer, capitaneados por el obstinado general Pedro Antonio Olañeta, figura solitaria de un absolutismo vencido.
Aquel viaje tuvo algo de místico. Entró al Cuzco como un hijo de los Andes, recibido entre ruinas que susurraban glorias pretéritas. El 1 de enero de 1825, desde esa ciudad sagrada, Sucre anunció la victoria de Ayacucho en una carta enviada a las municipalidades de La Paz, Cochabamba, Chuquisaca y Potosí. En ese mismo aliento, envió a Bolívar la vieja enseña de Francisco Pizarro —trofeo vencido, símbolo de un mundo que moría— como si dijera al Libertador: “Hemos cerrado un ciclo”.
Fiel a su temple, propuso entonces a Olañeta evitar el sacrificio inútil de más sangre. Mas el general realista, consumido por la rigidez de su causa, se negó. Sucre, imperturbable, prosiguió. El 19 de enero dejó el Cuzco, y en el camino le alcanzó una nueva triste: la muerte de su padre, ocurrida seis meses antes en Cumaná. La noticia lo golpeó como lanza silenciosa, pero su paso no se detuvo. El deber, para Sucre, era un altar ante el cual toda pena debía inclinarse.
Al llegar a La Paz, el 7 de febrero, el pueblo lo recibió como quien acoge a un salvador. Esa ciudad, que había sido cuna de los primeros gritos de independencia en 1809, veía al fin materializado su anhelo. Las ovaciones recordaban a Sucre el júbilo de Quito tras la jornada de Pichincha. Pero más allá de los vítores, su mente ya dibujaba un mapa político: no bastaba la victoria de las armas; era preciso sembrar los cimientos de la soberanía.
Entonces, como si la historia se rindiera a la fuerza moral de Sucre, ocurrió lo inesperado. El 1 de abril, en Tumusla, un batallón realista se alzó en favor de la independencia. Olañeta, sorprendido, marchó contra ellos, pero fue herido en combate y murió al día siguiente. No hubo necesidad de otro Ayacucho: la sola sombra del ejército libertador bastó para disolver los últimos jirones del imperio español en la región.
Desde La Paz, el 9 de febrero, Sucre proclamó la soberanía del Alto Perú y convocó a una Asamblea para decidir el destino de aquellas tierras. Bolívar, inicialmente renuente a la idea de una nueva república, temía la fragmentación de América. Proponía su anexión al Río de la Plata o al Perú. Pero Sucre, con la firmeza de quien escucha la voz del pueblo más que la de los poderosos, defendió la independencia. La voluntad de los altoperuanos era clara: no querían ser apéndice de ningún Estado, sino cuerpo propio y alma libre. Bolívar, al fin, aceptó.
El 25 de abril, Sucre llegó a Chuquisaca, capital del Alto Perú. Y allí, bajo un cielo que parecía contener la promesa de una era nueva, se instaló la Asamblea General. El 6 de agosto —fecha consagrada por la victoria de Junín— la independencia fue proclamada. En gratitud, los diputados decidieron llamar a su patria República Bolívar, y a su capital, Sucre. Era la consagración simbólica de dos titanes; aunque, en manos de oportunistas, esas honras servirían más adelante como excusa para alimentar vanidades ajenas a la intención original.
La votación fue clara: cuarenta y cinco voces por la independencia, solo dos por la unión con el Perú. Así nació Bolivia, entre relámpagos de historia, decisiones geopolíticas y, sobre todo, el aliento moral de Sucre. No fue solo una república más: fue la hija legítima de las jornadas heroicas, y el equilibrio necesario entre los gigantes andinos.
Bolívar partió en enero de 1826, dejando la joven nación en las manos firmes de su compañero de armas. Sucre fue ascendido a General en Jefe por Colombia, recibió del Perú la confirmación de su título de Gran Mariscal, y una espada de honor por la municipalidad de Lima. La Asamblea del Alto Perú le entregó una medalla. El 29 de diciembre de 1825, Bolívar le delegó el poder ejecutivo. Bajo esa lluvia de homenajes, Sucre no se envaneció: era un hombre de carácter sereno, más cercano a la virtud que al brillo.
Así asumió Sucre la presidencia de Bolivia, la primera constitucional de su historia. Había prometido gobernar por dos años, pero las circunstancias lo retuvieron casi cuatro. En ese tiempo, se alzaron las instituciones fundamentales del país, se delineó su ser político, y la república echó raíces. Algunos afirmaron que sin Sucre, la nación no habría sobrevivido sus primeros pasos. Puede que no exageraran.
Sin embargo, el poder no era su anhelo. Su corazón latía por Mariana Carcelén, su esposa por poder, distante en Quito. Bolívar había apurado aquella unión, más política que íntima, pero Sucre, hombre de ternura contenida, deseaba verla. No obstante, desistió de traerla a Bolivia: la guerra, los caminos y la fragilidad del momento lo impedían.
El 18 de abril de 1828, una protesta militar estalló en Chuquisaca. Sucre, siempre dispuesto a mediar, salió a calmar los ánimos. Un disparo lo hirió en el brazo derecho, dejándolo inútil. La ciudad se sumió en el caos. En ese ambiente enrarecido, el general Gamarra entró a Bolivia al frente de tropas peruanas, alegando querer restaurar el orden. Sucre, digno aún en la herida, rechazó el gesto: si Bolivia debía salvar a su presidente, lo harían los hijos de Bolivia, no extranjeros.
Comprendió, entonces, que ya no podía gobernar. No entre traiciones y amenazas. Renunció al mando con la misma sobriedad con que lo había ejercido. No dejó el poder: lo devolvió. Y con ello, cerró una página luminosa en la historia del continente.
Aquella tierra librada bajo la espada redentora del hijo solar de Cumaná lo veía partir como quien, apesadumbrado, ve partir sus mejores dotes de su alma colectiva.
Contra la raza de Caín
¡Cuánta pena tengo, y cuánto disgusto por los disgustos de Ud.! Un tumulto sobre otro, una novedad sobre otra, y las facciones que se suceden despedazan a Colombia y el corazón de Ud. ¡Qué triste época y qué desgraciada Patria!9
Aires gélidos que cortan noches, de esas que atraviesan las pieles como una gota del cielo nublado, parecía haberse posado sobre las cornisas de la ciudad. El cielo, cubierto de un velo pálido, anunciaba lágrimas cósmicas, pero traía consigo otra cosa: una angustia inasible, casi invisible, pero tangible en el pulso de los hombres que recorrían los corredores del poder colombiano. Sucre había regresado. No como caudillo, ni como presidente, ni siquiera como General o Gran Mariscal. Retornaba como un hombre que deseaba ardorosamente la concordia de la comarca, el abrazo reconfortante de la Marquesa de Solanda, la respiración apacible del retiro y la contemplación cálida de toda una vida al servicio de un ideal superior a sus fuerzas.
¡Pero la república no olvida a sus guerreros, ni sus enemigos a sus sombras!
Tras el atentado de abril en Bolivia, luego de los clamores de guerra de Gamarra y las puñaladas invisibles que se gestaban en los salones limeños, Sucre cruzó los Andes nuevamente hacia su patria, o lo que quedaba de ella en medio de las ruinas caudillistas. La Gran Colombia, ese coloso fragmentado, esa abstracción bolivariana hecha a fuerza de voluntad, moría a jirones por las manos de quienes juraron construirla, cuidarla, respetarla. A cada paso del Mariscal, la tierra se tornaba más árida, no por la sequía de lluvias, sino por la sed de poder de los avaros. Las piedras, naturalmente, no hablaban, pero los panfletos sí: Muera Sucre, decían algunos en Bogotá, y otros en Lima clamaban: Que no regrese Bolívar, ni su sombra. ¡Sombra aquella lumbrera, qué nefasta percepción!
Y, sin embargo, Bolívar, desde la cúspide de su amargura y enfermedad, diezmado por la fatiga de los años de esfuerzo físico y espiritual, no miraba a nadie más que a él, el hijo espiritual. «Usted es uno conmigo»10, le había escrito, casi con tinta de melancolía intervenida por esperanza. Porque el genio caraqueño ya no gobernaba hombres, sino residuos morales, pedazos cicateros; sólo Sucre, con su rostro de purismo y su voz de comandante fatigado, podía encarnar el último suspiro del sueño colombiano, la última esperanza bolivariana.
En Caracas, Páez se había levantado, no contra una tiranía, sino contra una abstracción: la unidad. En Bogotá, Santander y su camarilla tejían intrigas y felicitaban a la distancia cada revuelta que desbarataba el orden bolivariano. En Lima, la división colombiana bajo Bustamante desconocía su autoridad. Los soldados eran adiestrados no para obedecer, sino para elegir a qué caudillo servir, signo que perduraría toda la centuria y poco más. Se hablaba de dictadura, de corona, de traición, de cómo Bolívar —y, por lo tanto, Sucre— tenía apetitos imperiales. Y en medio de aquel vendaval, Sucre aparecía como un faro luminoso, pero también como un blanco apetecible.
«¡Qué triste época y qué desgraciada Patria!» escribió a Bolívar, como quien advierte la final disolución frente al violento ataque.
Los rumores crecían como moho en paredes humedecidas: Juan José Flores susurraba cosas al oído de los ambiciosos; los mandos medios del ejército comenzaban a mirar a Sucre con ojos de sospecha y desconfianza. ¿Volvería a tomar el poder y desplazaría a aquellos opuestos a sus ideas? ¿Sería el heredero de Bolívar, el disque Napoleón de la América? ¿No sería mejor que… desapareciera?
El entorno político parecía saberlo. En las tabernas se hablaba con medias palabras; en las oficinas se cerraban las puertas con más firmeza de la habitual. Llegaban cartas sin firmar. Llegaban miradas largas, y silencios más largos aún. Una red se tejía, invisible pero porfiada, en los rincones donde nunca llegaba el sol. Una red con nombre de Patria, pero con intenciones criminales.
Y él, Sucre, aún caminaba con la frente alta, pero los pasos más lentos, medio amargo por los altos destinos que le impedían su habitual ansia de «unos buenos libros y una linda casa de campo». Quizá ya no por fatiga y sí, en cambio, por conciencia.
Las negociaciones fracasan. El más ilustre hijo de Cumaná no logra el encuentro con Páez, quien le cierra las puertas de la patria que ayudó a fundar con sangre y genio. Excluido de su propio suelo, Sucre aguarda a la comisión que preside: última tabla de salvación antes del naufragio definitivo de la unión. Sus propuestas, sensatas y llenas de nobleza, son bien recibidas al principio por los delegados venezolanos; pero el sino trágico no perdona. Quien otrora fuese su comandante —Santiago Mariño, de fogoso carácter y juicio iracundo— le niega el diálogo, le contraría, y entre palabras crispadas se alzan los muros de la incomprensión. Todo se desmorona. Sucre, que por largo tiempo había reclamado el derecho al retiro, no puede soportarlo más: desea apartarse, vivir entre los suyos, en la serena sombra del hogar, acaso para ser en su casa lo que su padre fue —columna moral, espejo de virtud, centro de calma—.
Pero antes de partir, antes de alejarse definitivamente de la escena turbulenta de la república, quiere ver al padre del alma, al hermano mayor, al hombre que supo amar con un fervor sobrehumano sus talentos cívicos y militares. Conversa con el Libertador. Ambos aún jóvenes en la edad, pero ya consumidos por el desgaste de sus vidas ciclónicas, se hallan marcados por las tensiones y heridas de una causa cada vez más descompuesta. Aun así, hay tiempo para el abrazo fraterno, para las lágrimas no contenidas. Como Cronos devorado por su estirpe, Bolívar y Sucre padecen el destino de ser consumidos, no por la gloria, sino por los hijos que esta misma ha engendrado: caudillos, ambiciones, deslealtades.
Pretende Sucre despedirse, pero no le es dado. El más puro de los americanos no alcanza al Libertador. Bolívar ha partido, y solo queda la amarga despedida cifrada en una carta, respondida con la melancólica dulzura de quien siente que no ha dicho adiós a su hijo espiritual. Adiós, mi general; reciba usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted. Sea usted feliz en todas partes y en todas partes cuente con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo.
Berruecos y la oscuridad
El Gran Mariscal de Ayacucho ha muerto ya por una mano traidora y sacrílega; mano maldita y execrable, que quizá codiciando su gloriosa fama y sus virtudes que podía imitar, perpetró el más detestable crimen; pero su nombre inmortal arrancará siempre a los americanos del Sur una lágrima ardiente de reconocimiento y sensibilidad, que caerá sobre los altares venerandos levantados en su memoria y sobre su tumba como un testimonio ferviente, universal y eterno de la gratitud de la América agradecida.11
En la madrugada trágica del 4 de junio de 1830, en un paraje abrupto y boscoso entre Berruecos y La Jacoba, en las montañas del sur de Nueva Granada, se consumó una de las traiciones más atroces, más abyectas de la historia americana. Entre el silencio imponente de la selva, viles proyectiles de un bandolero sin alma quebraron la vida del más noble y capaz de los próceres de América: el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. Murió sin escolta, sin resistencia, sin gloria en combate, cayó como los mártires, como los inocentes, como los que nunca creyeron en la perfidia porque el alma se les formó en la limpieza del deber, en la firme convicción del servicio a la patria.
Su muerte fue la obra cuidadosamente calculada de una conjura política que veía en su virtud, en su honradez, en su devoción al ideal bolivariano, un obstáculo. El joven guerrero, que había ganado la libertad del sur con la espada y la ley en sus manos impolutas, era demasiado grande para la pequeñez de los hombres que, entonces, querían despedazar la República de Colombia. Bolívar, su maestro, su padre de armas, su protector y el primero de sus admiradores, lo consideraba el más puro de todos. Y es precisamente a los puros a quienes más odian los ambiciosos y mezquinos, porque su sola existencia les recuerda la altura que han traicionado, a los ideales que han escupido con el veneno de sus falsas simpatías.
Como en la historia eterna del Génesis, Sucre fue el Abel de la patria. Su asesinato, ejecutado a traición por hombres contratados en las sombras —campesinos armados, instruidos por cabecillas políticos y militares del momento—, fue un nuevo acto de quienes forman parte de la raza de Caín. El crimen, al igual que el de la Biblia, no fue cometido por necesidad, sino por celos, por odio, por el instinto oscuro que lleva a algunos hombres a destruir aquello que no pueden igualar, superar o aparentar ser, porque los corazones oscuros pertenecen al escalón inferior de los espíritus audaces.
Caín acabó con la vida de su hermano porque Dios miró con favor el sacrificio de Abel y no el de Caín, insuficiente. Sucre, como Abel, ofrecía el sacrificio de una vida íntegra y redonda, de una vida leal, de una vocación de justicia que no buscaba el poder sino el bien, el honor a las leyes. Y así, como el hermano maldito se ensañó contra el justo y servicial, también en Berruecos se levantaron manos fratricidas contra el que debió haber sido el futuro rector de la patria, su moral y su equilibrio, el dirigente de los destinos del Nuevo Mundo.
Este alevoso asesinato, el oprobio que emana del hecho infame, halla ecos en la historia política de los tiempos del ayer. Traiciones semejantes cubren los anales del mundo con sangre pérfida. Así murió Julio César, a los pies de la estatua de Pompeyo, atravesado por las dagas de sus supuestos amigos, entre ellos Bruto, a quien había amado como a un hijo. Así murió Agamenón, víctima de Clitemnestra y Egisto, tras haber conquistado Troya por la causa común de los griegos. Así murió San Esteban, lapidado por decir la verdad. Y así también murió Cristo, vendido por una bolsa de monedas por uno de los suyos, entregado al poder político que temía su pureza.
El asesinato del Abel de América fue una conjura de hombres pequeños, enanos morales, contra la posibilidad de una República grande, fuerte y duradera. Era el tiempo de la descomposición de Colombia la Grande, y cada caudillo, cada fracción, aspiraba a su parte del poder. Sucre representaba, en cambio, la continuidad del proyecto bolivariano: la unión, la legalidad, la moral, la educación como sustancia del Estado. Representaba el porvenir; y por eso fue condenado a las puertas de la selva, misma que lanzaba a Dante la advertencia primera: Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate.
Sin santidad en el recinto del deceso, sin misericordia, la vida, siempre conservada, se pierde en un instante de incertidumbre, y pronto, se va para siempre. Le dispararon por la espalda, en un camino de herradura, cuando marchaba sin guardia, sin armas empuñadas, confiado en la dignidad de su nombre y el peso de su conciencia hecha mármol. No se defendió —ni podía hacerlo en el momento—, no gritó, no suplicó: cayó como plomo al agua, como caen los árboles antiguos, con toda la majestad de lo irrevocable. A su lado quedó su cuerpo, inerte, mientras los criminales huían cobardes. Nadie elevó la voz para detenerlos. Nadie pidió justicia en nombre de la patria, hasta ese momento, encarnada en ese hombre lumbrera.
La sangre de Abel clamó a Dios desde la tierra, y la de Sucre clama aún a las conciencias americanas, porque, a pesar de su venezolanidad irrefutable, como los grandes hombres nacionales, sus miras eran continentales, proyectos de clara envergadura. Clama no solo por justicia, sino por memoria. Porque su figura, como la de los grandes héroes de la historia, no puede sepultarse con una bala. La piedra que se lanzó contra Abel no destruyó su estirpe; la cruz no derrotó a Cristo; y la daga que hirió a César no mató la idea de Roma. Tampoco Berruecos, con su obscura perfidia, causada por un par de mentecatos, mató a Sucre.
A través de su cuerpo abatido surgió el símbolo en que se convertirá eternamente. El símbolo del hombre justo que no se corrompe, del guerrero que no traiciona, del líder que no ambiciona. La grandeza de Sucre fue la de preferir el deber al poder, la paz a la venganza, la dignidad al mando. Por eso su asesinato es más que una muerte: es una profanación, un sacrilegio, un crimen contra el espíritu de las leyes de América.
Caín fue condenado a errar por la tierra, marcado por su crimen. Así también, quienes conspiraron para matar a Sucre quedaron condenados al desprecio de la historia; y el propio destino de las repúblicas divididas —sumidas en guerras civiles, caudillismos y ruinas— parece arrastrar el castigo de aquella bala que perforó la mente refinada del cumanés; porque matar al noble no da la victoria: solo abre la puerta al caos, a la agitación violenta que el Señor da sin tregua, enojado, por la pérdida del descendiente de su hijo disciplinado, honrado, de otro Abel, como muchos que han sido caídos a lo largo de la Historia.
A pesar de la tragedia, esa agonía nostálgica debe reparar en un hecho irreversible: el de la vivencia activa del Gran Mariscal en nuestros actos, en nuestras conductas fieles a las leyes, porque fueron ellas las guías de su alma y las rectoras de su sabio comportamiento; él persiste en nuestros días. Como una estatua de mármol entre ruinas. Como silbido de lo que pudo ser: el gran viento de las posibilidades. Como un llamado que todavía espera respuesta. Él no fue un héroe por sus batallas, sino por su pureza. Y por eso, su muerte, aunque cruel, no fue derrota.
Antonio José de Sucre es —como atinadamente lo señalaría Arturo Uslar Pietri— el hombre que sella con su espada y su genio la independencia de América. Es el prócer que, de haber perseverado los designios benévolos del destino sin las desgarraduras de la intriga y la codicia, hoy sería reconocido no solo como el vencedor de Ayacucho y uno de los mayores próceres de la historia americana, sino como una de las más excelsas figuras de la política continental, porque, a pesar de su pesimismo reiterante con las maneras políticas, su vocación civilizatoria se desvela como signo de su carácter. No porque le falte grandeza, que la posee en grado eminente, sino porque la prolongación de su vida en el mando colombiano habría dado a sus días un fulgor todavía más colosal, un relieve de dimensiones heroicas e insospechadas. Un porvenir que jamás se podrá vislumbrar con exactitud.
Colofón
Veo delante de nosotros todos los peligros y todos los males de las pasiones exaltadas, y que la ambición y las venganzas van a desplegarse con todas sus fuerzas.12
Entre la escritura sobria, colmada de tecnicismos pulcros, finuras ortográficas y oraciones bien concertadas, y a través de los filtros poéticos que exigen las grandes batallas —no solo por la epopeya que irradian, sino por las elevadas significaciones que inscriben en los anales del Nuevo Mundo— este tributo al Gran Mariscal de Ayacucho, este homenaje quizá ínfimo frente a las legiones de piezas ya depositadas en su memoria, no es más que otro signo dentro de ese vasto abecedario de respeto y admiración que honra su sepulcro, su alma y sus huellas imborrables.
El Abel de América —el hijo nacido al calor de la Cumaná que presenció los últimos alientos del siglo XVIII— fulguró con avidez en una existencia breve y vehemente, marcada por la excelencia dentro de los valores inmarcesibles del honor, la nobleza y la doctrina castrense.
Hoy, 4 de junio, a solo un lustro de la luctuosa conmemoración de su bicentenario como hombre abatido, recordamos —como en decenas de ocasiones anteriores— lo que este hombre significó y lo que aún tiene por dar al país y a la América: una entrega total, absoluta, a la obediencia de los valores más rigurosos del servicio, la lealtad y la doctrina de la ley, que fue siempre su brújula. Lo recordamos por su entrañable familiaridad con los suyos, por el respeto que dispensaba incluso al enemigo, por su carácter, austero, sí, pero jamás exento de protuberancia moral, de firmeza diligente, de temple heroico.
Sinceras disculpas si lo aquí expresado no alcanza a llenar los vastos espacios que la dimensión de tal hombre reclama. Perdón a los lectores si no he colmado sus expectativas. He querido, como tantas veces, trazar un equilibrio entre la descripción histórica y el vibrante sentimiento de la mística heroica que estos hombres insuflan en el corazón todo venezolano. Porque es en la doctrina heroica donde hallo las energías para continuar; y así, pese a los abatimientos —como los sufridos por el Gran Mariscal— persistir, firme, en la eternidad de las horas venideras.
Simón I, usando aquella máxima expresión de don Laureano Vallenilla Lanz13, habría querido en su trono americano al legítimo heredero de su espíritu: el Príncipe de la Gran Colombia. Que no se malentienda —no hablo aquí de monarquías ni coronaciones literales— sino de una sucesión de almas, de una continuidad moral e histórica. Bolívar y Sucre no fueron monárquicos, pero sí hombres que comprendían la necesidad de una dirigencia superior: capaz, técnica, espiritual y moralmente elevada. Y ellos, sin duda, lo eran.
Aquel Príncipe que no pudo ser, quedó con la corona de su maestro, de su Jefe, entre las manos ensangrentadas. Su caída, su desaparición brutal, fue también el hondo campanazo que selló el destino del Libertador. Sucre partió primero, como si el Altísimo lo hubiese dispuesto; Bolívar, meses después, lo siguió, ya vencido por la fatiga del mundo y el desarraigo.
Ambos se extinguieron en el mismo año, como astros que colapsan tras iluminar una era. Fueron vidas breves, pero infinitas en voluntad heroica y patriotismo sin límites.
Así fue la vida —y la muerte— del Príncipe de la Gran Colombia. ¡Gloria inmortal al Gran Mariscal de Ayacucho! ¡Eterno sea el hijo de Cumaná! ¡Para siempre, Antonio José de Sucre!
Antonio José de Sucre, De mi propia mano, Caracas, 2009, p. 463.
Arturo B. Carranza, Una trinidad de gloria, Córdoba, Sucre, Alvear, Los tres generales más jóvenes de América, Buenos Aires, 1927, p. 7.
Alberto Silva Aristeguieta, Antonio José de Sucre, Caracas, 2005, p. 19.
Augusto Mijares, El Libertador, Caracas, 19
Antonio José de Sucre, De mi propia mano, Caracas, 2009, p. 97.
Alfonso Rumazo González, Antonio José de Sucre, Caracas, 2006, p. 98.
Simón Bolívar, Resumen sucinto de la vida del general Sucre, Caracas, 1930, p. 12.
Rumazo González, Antonio José de Sucre, p. 272.
Sucre, De mi propia mano, Caracas, 2009, p. 547.
Rumazo González, Antonio José de Sucre, p. 277.
Domingo de Alcalá, Defensa a Sucre, Caracas, 195, p. 42.
Sucre, De mi propia mano, p. 556.
Laureano Vallenilla-Lanz, Críticas de sinceridad y exactitud, Caracas, 1956, pp. 119-122.
Excelente artículo, realmente muy bueno.
¡Que viva por siempre el Príncipe de la Gran Colombia!