
Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil.1
El Mundo Nuevo que se abrió hace ya más de cinco siglos sigue aún su curso, semejante al de aquellos días de gloria emancipadora. Mientras el manto gastado de la epopeya caía sobre la mesa áspera de la realidad política, nuestras repúblicas, liberadas de la Madre España, no han logrado aún hallar plenamente sus rumbos. Y no, ciertamente, por el hecho mismo de la separación, pues fue la América el mejor soldado de España, y su espíritu guerrero y civilizador se formó en el molde heroico de la tradición hispánica.
No fueron las batallas de la independencia un acto nefasto, como pretenden algunos hispanistas demasiado severos con la obra bolivariana; ni tampoco puede sostenerse que la Conquista haya destruido un idilio de civilización indígena que, en un escenario hipotético, habría alcanzado por sí misma altos grados de cultura y desarrollo. La verdad es otra: nuestros procesos de mestizaje —no sólo racial, sino espiritual y cultural— dieron origen a un nuevo tipo de hombre, a un hecho humano inédito en la historia.
Esos carriles aún siguen su curso misterioso, pero el ideario del Libertador Simón Bolívar, junto a las palabras de otros ilustres venezolanos, nos señalan, en armonía con los ideales de toda la América hermana, las sendas por las cuales nuestro engrandecimiento puede y debe ser honroso, fecundo y heroico.
Esbozo aquí algunas meditaciones sobre nuestros destinos, pues somos —y debemos sabernos— un solo pueblo, aunque a veces separados por nacionalismos que, en no pocas ocasiones, presentan elementos disgregativos. Su presencia resulta paradójica, ya que, si aspiramos a formar un bloque unido frente a los imperialismos, más nos valdría practicar una unidad solidaria, tal como lo soñó el Padre de la Patria. Debemos servirnos los unos a los otros, sin que ello implique la negación de nuestras soberanías ni de las legítimas influencias que cada nación americana ejerce según su propio contexto y potencialidad.
El frente americano, si atendiera a su destino histórico, debería ser más firme y denso que aquellas masas codiciosas de otras latitudes que tantas veces se han aprovechado de nuestras fracturas, incluso con la complicidad de ciertos pitiyanquis o adoradores de patrias ajenas, extraños a nuestra lengua y a nuestra alma quijotesca. Frente a ellos, debemos reafirmar nuestro espíritu cristiano y ese carácter obstinado —majadero, si se quiere— que nos eleva y ensancha, tanto como fuerza de combate cuanto como inteligencia creadora. Solo así podremos unificarnos en un orden de firmeza, desarrollo y dignidad continental.
Estado actual de la América
El desarrollo contemporáneo de nuestras repúblicas —a veces en tropiezos, a veces en caídas al vacío— ha seguido, durante este contradictorio siglo XXI, un curso lleno de titubeos y desvaríos. Vivimos una época de tensiones frías, de mareas bajas, aunque no exenta de olas sutiles que agitan la conciencia pública sin llegar a despertar verdaderas transformaciones. El camino que ha trazado América en estos años ha sido el de las interrupciones constantes, los desaciertos acumulados y los errores reincidentes, un itinerario errante que mantiene al continente suspendido entre la nostalgia de su pasado y la incertidumbre de su porvenir.
El ideario empobrecedor que marcó a la América hispana durante el siglo XX —ese polvo ideológico que aún cubre nuestras instituciones y conciencias— tuvo en las doctrinas socialistas su rostro más visible: múltiple en sus formas, pero mortal en sus consecuencias. Bajo su prédica de igualdad, nos legó economías exhaustas, espíritus dependientes y una cultura política que confunde la redención con la dádiva. Fue una promesa de justicia que terminó en reparto de miseria, una utopía de fraternidad que, al no comprender la naturaleza humana, sólo consiguió degradar la libertad y el mérito.
Los países que llevan impresa la huella del Alfarero de Repúblicas, aquel que moldeó una Patria Americana dentro del plomo y el fragor bélico, han atravesado procesos tan semejantes en su caos que parecen obedecer a una suerte de designio cósmico de la desventura. Cada nación, claro está, con sus matices, sus demonios propios y sus mitologías políticas. Mas todas, sin excepción, padecen de una misma dolencia hereditaria: la imposibilidad de consolidar la armonía entre libertad y orden, entre justicia y poder, entre la voz del pueblo y la disciplina del Estado.
En estos convulsos tiempos del año 2025, los países del linaje bolivariano —Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia— vuelven a ser escenario de un teatro de sombras, donde se repiten, con nuevos disfraces, las viejas farsas de siempre: la corrupción, el caudillismo, la mentira institucional y el eterno recurso al enemigo extranjero como justificación del desastre interno. En el marco de recientes campañas presidenciales, protestas sociales y episodios de una ultra violencia cada vez más banalizada, el continente ha vuelto a captar las miradas del mundo, no ya como la tierra de promesas que soñó Bolívar, sino como una vitrina trágica de lo que pudo ser y no fue.
La Nueva Granada, patria usurpadora del dorado gentilicio colombiano, creación unificadora de Francisco de Miranda, vuelve a contemplar —como en un espejo que nunca se rompe— el asesinato de un candidato presidencial, práctica ya recurrente en su historia reciente. El país que presume de ser el de las leyes continúa encadenado a su violencia congénita, herencia maldita de las guerras de Independencia, jamás extirpada de su médula. ¿Qué puede esperarse, en rigor, de la tierra de Obando y Santander, donde la viveza criolla —a veces cubierta como astucia jurídica— suplanta al heroísmo fecundo, y donde el cálculo del impío ha sofocado la llama moral del deber cívico?
Aquella república que quiso ser el ejemplo de orden y civilidad ha degenerado en una Nueva Sodoma, donde la elocuencia política se prostituye en sucesivas demostraciones de incapacidad. Sus guerrillas, nacidas de la injusticia y amamantadas por la demagogia, han mutado en organizaciones de poder subterráneo que gobiernan desde las sombras, cultivando el terror entre sus habitantes. Y el actual mandatario, Gustavo Petro, ha elevado a dogma la confusión: verbo excesivo, ademán de falso profeta y con aires de fracasado redentor, todo sin fondo ni dirección positivas, por supuesto; en suma: un bufón posmoderno. Su gobierno es el testamento fiel de la disolución del juicio político, una tragicomedia donde el entusiasmo febril, el que no eleva, sino que disminuye y atornilla la ridiculez, va reemplazando la razón y la impostura imprudente suplanta a la sabiduría.
Su intervención ante la Asamblea General de las Naciones Unidas fue una parábola del desdén internacional: habló con su voz de iluminado en trance, mientras los delegados —los más educados— fingían atención o revisaban sus teléfonos. Nadie lo escuchó realmente; nadie lo toma en serio. Era el retrato exacto del payaso de Estado, vestido con necedad irreparable, pero vacío de propósito, eco patético de un continente que ha confundido la oratoria abundante con la inteligencia del buen hablar.
Y por si el símbolo faltara, la denegación de su visa por los Estados Unidos vino a coronar la farsa: un supuesto adalid del antiimperialismo que ni siquiera logra el reconocimiento diplomático del enemigo que invoca. Así se cierra el círculo de la decadencia neogranadina: en la tierra del legalista sin gloria ni honor, Santander, y del criminal impune, Obando, el presente repite su condena —la tragedia del discurso sin obra, de la república sin alma, de ese pedazo realmente venezolano sin virtud, pues su condición no es la de una Patria Grande, sino una patria chica.
Pues parece ser que, a pesar del estado actual de nuestra patria venezolana, la neogranadina —esa tierra de traiciones y de asesinos— no ha cambiado en lo esencial. Por esos mismos caminos donde nuestros hombres derramaron su sangre, florecieron después la envidia, la ingratitud y la perfidia. En aquellas tierras, donde Bolívar soñó una nación de repúblicas hermanas, se consumó la tragedia del ideal. Allí se atentó contra el genio más alto de América, Simón Bolívar, víctima del complot septembrino de 1828, y allí también cayó, bajo el balazo de la felonía, el más puro de sus discípulos, el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, asesinado en 1830 por órdenes del traidor José María Obando, quien sería luego presidente de la Nueva Granada.
Desde entonces, la Nueva Granada carga con la sombra de esos crímenes fundacionales: traicionó la espada que la liberó y envenenó la semilla de su destino. Tierra sin redención, donde las virtudes se marchitan al contacto con la astucia, y la lealtad es un lujo de los ingenuos. En verdad, esa tierra de nadie, erigida sobre la negación de su propio origen, pronto habrá de hallarse —por justicia de la historia y no por violencia de la ambición— resguardada bajo la soberanía de la Gran Patria, la única y veraz Colombia: nuestra Venezuela, heredera del espíritu, de la gloria y del nombre.
Ecuador, Bolivia y el Perú parecen tres estaciones de un mismo infortunio. En el primero, la república se desangra entre subsidios abolidos, pueblos que cortan carreteras y gobiernos que responden con decretos de emergencia y fusiles; la paz social pende de un hilo y el presidente, refugiado en la retórica, gobierna como quien evita el derrumbe de un edificio carcomido por la negligencia. ¡La Patria conducida en sus primeros pasos por el general Juan José Flores agoniza!
En la Bolivia que honra con su título al Grande Hombre, el Bicentenario —en principio, jornada de júbilo— encontró al país enredado en sus contradicciones naturales: el Movimiento al Socialismo se mira a sí mismo como Narciso frente al agua turbia del poder, mientras el pueblo oscila pobremente entre la esperanza de una justicia redentora y la fatiga de ser siempre instrumento de los mismos discursos patéticos de los mismos mentecatos.
El Perú, en donde la gloria coronó la grandeza del Libertador y el Gran Mariscal de Ayacucho, por su parte, ha hecho del caos un método infalible y de la improvisación una doctrina verdaderamente sorprendente: su presidente, sostenida apenas por los hilos de una institucionalidad raída, ve al país estallar en protestas juveniles, en violencias urbanas, en congresos que destituyen y son destituidos.
Es un Estado fatigado de sí mismo, incapaz de escuchar la voz que hace dos siglos lo llamó a la unión continental. Recientemente, esa misma mandataria, cuyo lema fue «ineptitud y barbarie» ha sido removida de su cargo, y en su lugar, para infortunio de los hijos del Sol, ha reposado sobre su país otra figura sin brillo ni atisbo de diligencia.
Se piensa que la secuencia institucional de los últimos años del Perú, en donde los presidentes son desmontados por su «incapacidad moral permanente», es una virtud constitucional. ¡Al contrario: esto sólo significa que la inestabilidad es el verdadero gobernante del país incaico! Se suceden, como si fuesen cartas en un juego de mesa abierto, los distintos mandatarios; sí, todos ellos culpables y poco sabios, pero en una interrupción frecuente de la Primera Magistratura el país no se halla camino alguno. ¡Todo es desastre; más valdría al peruano atender las raíces de sus cultivos putrefactos y no juzgar sólo la superficie de su cosecha malograda!
Y aquí la pregunta inevitable: ¿hasta cuándo la América seguirá jugando a la democracia como un niño testarudo que no aprende de su caída? ¿Cuántas repúblicas más habrán de hundirse en la charca de la demagogia para entender que la libertad sin virtud es la antesala de la ruina?
Quizá llegó la hora —como lo advirtió José Santos Chocano hace un siglo— de pensar si lo que necesitamos no es una dictadura organizadora, que enderece el curso extraviado de nuestras naciones, que discipline el entusiasmo y restaure la jerarquía del mérito.
Los pueblos que durante cien años no han sabido, no han podido o no han querido organizarse, demostrando su incapacidad, su imposibilidad o su falta de voluntad para ello, tienen ya inaplazablemente que resolver el dilema, de disciplinarse o desaparecer, escogiendo, sin titubeos femeninos ni vacilaciones románticas, entre las Dictaduras nacionales o los amos extranjeros.2
No se trata de tiranía, sino del orden creador, del gobierno de los hombres fuertes y cultos, capaces de conducir a la América al supremo ideal bolivariano: la unidad moral, política y espiritual de nuestros pueblos bajo una misma conciencia histórica, comandados por el etnarca propuesto por Simón Rodríguez, el mandatario fundado en las costumbres nacionales y que enseñará a formar naturalezas aptas para los sistemas civiles de altura moral que se requieren con urgencia en el Nuevo Mundo.
Porque si no nos unimos bajo ese signo superior, seguiremos siendo repúblicas dispersas, devotas del desgobierno, viudas de la grandeza y enemigas de nuestro propio destino.
Cesarismo bolivariano
Tras la emancipación, las naciones americanas se enfrentaron al desafío de construir Estados estables en sociedades sin tradición de autogobierno ni disciplina ciudadana. Bolívar, con un empirismo político admirable, advirtió repetidas veces contra la «manía de crear repúblicas aéreas» y de copiar ciegamente modelos institucionales extraños. La inestabilidad crónica de las repúblicas hispanoamericanas es atribuida, en parte, a esta ficción constitucional.3
Bolívar sostenía que el sistema de gobierno debe ser apropiado a la naturaleza y al carácter de la nación para la cual se instituye4. Rechazaba la democracia absoluta y el sistema federal por considerarlos «demasiado perfectos» y por exigir virtudes y talentos políticos superiores a los que poseían los pueblos nacientes5. En su consideración, la libertad ilimitada y la democracia absoluta eran escollos donde se estrellaban las esperanzas republicanas6. Por esa razón evidente, se hacía imperiosa la necesidad de un gobierno fuerte7.
Mucho se ha escrito y discutido acerca del controvertido concepto de cesarismo democrático8, acuñado por el sociólogo, historiador y diplomático venezolano Laureano Vallenilla Lanz. Este lúcido intérprete de las entrañas sociales e históricas del pueblo de Ledesma, Miranda y Bolívar, supo elevarse por encima de los juicios superficiales de su tiempo para contemplar a Venezuela desde las estepas altas de una nueva conciencia histórica. En sus páginas, la política no es mera mecánica del poder, sino expresión permanente de la psicología colectiva y del temperamento nacional.
Junto a figuras como Domingo Faustino Sarmiento y seguido por Francisco García Calderón, Vallenilla entabló un diálogo vigoroso entre las nociones de civilización y barbarie, entre el hombre fuerte y las masas incultas que claman dirección. De ese contraste nació una historiografía polémica, viva todavía, que sigue dividiendo opiniones: para algunos, superada; para otros, vigente en sus matices esenciales. Y quizá no les falte razón a estos últimos, pues mientras nuestros pueblos continúen buscando redención en líderes providenciales, el cesarismo democrático seguirá siendo un espejo donde se refleja, con luces y sombras, la psicología política de nuestra América.
El cesarismo, por definición, es inseparable de la democracia, pues desde su origen el César encarnó la voluntad del pueblo frente a las instituciones que pretendían representarlo. En la antigua Roma, el poder personal surgió como una reacción a la corrupción y al agotamiento de las formas republicanas, sustituyendo el debate por la decisión, la asamblea por la autoridad. A comienzos del siglo XIX, Napoleón Bonaparte resucitó este modelo en su versión moderna: el César plebiscitario9, el hombre que se legitima no por la herencia, sino por el voto; no por el derecho divino, sino por el mandato popular.
El cesarismo democrático, como lo definió Vallenilla Lanz, no es la negación de la igualdad, sino su paradoja: la igualdad bajo un jefe, la concentración de la voluntad colectiva en un solo individuo que encarna al pueblo y, al mismo tiempo, lo tutela. Los caudillos de nuestra historia —producto genuino del medio social— no fueron anomalías, por el contrario, consecuencias naturales de una estructura moral y política en gestación. Surgieron donde las instituciones eran débiles y el alma nacional carecía de forma alguna; fueron la respuesta orgánica de pueblos que necesitaban autoridad antes que leyes, ejemplo antes que doctrina.
El propio Simón Bolívar se inscribe dentro de esta tendencia. Su temperamento —ardiente, impetuoso y consciente de su destino—, unido a las exigencias del medio americano, lo condujo naturalmente hacia el ejercicio de un poder personal y autocrático. En él, el concepto de autoridad no fue una usurpación sofocada, por el contrario, se presentó como una necesidad histórica: el orden debía imponerse antes de que la libertad pudiera florecer. Sus concepciones democráticas, impregnadas de clasicismo, se acercan más a los principios romanos que a los experimentos liberales de su tiempo. En Bolívar se revela, con claridad, el tipo cesáreo: el conductor que concentra la voluntad de un pueblo disperso, el árbitro que domina la anarquía para fundar la nación.
Y, sin embargo, pese a su inclinación natural al mando, Bolívar jamás dejó de proclamarse defensor de los derechos populares y de los principios republicanos de la Revolución. En su espíritu convivían el autócrata y el legislador, el soldado y el filósofo: la fuerza que ordena y la inteligencia que legitima. Fue, en suma, el hombre necesario de un continente en gestación, la síntesis viva entre el ideal de libertad y la urgencia del orden.
Bolívar sintetizó su ideal de gobierno como aquel que produce «la mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política»10.
Un ejemplo tangible de esta máxima bolivariana se manifestó durante el régimen de transición del general Eleazar López Contreras, en la segunda mitad de la década de 1930. Su gobierno, que él mismo definió como bolivariano, fue el artífice de la modernización institucional de la Venezuela postgomecista: una obra de orden, mesura y visión republicana que abrió el camino hacia la madurez política del país del Libertador.
Contrario al espíritu del cesarismo11, López Contreras supo rodearse de un gabinete de inteligencia excepcional, quizá el más brillante de nuestra historia republicana. Alberto Adriani, Diógenes Escalante, Caracciolo Parra-Pérez, Enrique Tejera, Arturo Uslar Pietri, Manuel E. Egaña y Rufino Blanco Fombona —este último, desde España, asesorando en la fundación de la Guardia Nacional— integraron aquel séquito de sabiduría dinámica y acción creadora. Ninguno era un intelectual de salón; todos pertenecían a esa raza de hierro que desciende de nuestra tradición hispánica y que supo concebir la política como una forma del deber.
No obstante, aquellos tiempos de lucidez se disolvieron. La crisis de hombres, anunciada por López Contreras, parecía no corresponder a su época, por el contrario, fue una profecía para la nuestra. José Nucete-Sardi advirtió, en su hora, que había crisis de conciencias; y hoy, con pesar y convicción, puede afirmarse que padecemos una crisis de conciencia venezolana, una enfermedad del espíritu nacional que se traduce en inacción y desarraigo. Urge, pues, reanimar aquella llama moral que Uslar Pietri llamó la bolivariana salvación, esa resurrección del sentido heroico, civil y creador que hizo grande a Venezuela y que hoy yace, como espada sin dueño, esperando ser empuñada de nuevo.
Para alcanzar ese equilibrio entre autoridad y libertad, Bolívar concibió la Constitución de 1826, conocida como Constitución Boliviana12, un intento de conciliación entre el federalismo disgregador y la monarquía estabilizadora. Aquel código político, de admirable originalidad, aspiraba a combinar la solidez del gobierno central con la estabilidad que, en su tiempo, sólo las monarquías parecían garantizar. Su estructura se articulaba en torno a un Ejecutivo vitalicio y a la creación de cuerpos de naturaleza «aristocrática», como el Senado hereditario, destinados a preservar la continuidad del Estado frente a la volatilidad de las pasiones populares.
Yo concibo que el proyecto de constitución que presenté a Bolivia puede ser el signo de unión y de firmeza para estos gobiernos. Tan popular como ningún otro, consagra la soberanía de éste confiriéndole en los cuerpos electorales el ejercicio inmediato de los actos más esenciales de ella. Tan firme y tan robusto con un ejecutivo vitalicio y un vicepresidente hereditario, evita las oscilaciones, los partidos y las aspiraciones que producen las frecuentes elecciones, como ha sucedido recientemente en Colombia. Sus cámaras con atribuciones tan detalladas y tan extensas impiden que el presidente y demás miembros del gobierno puedan abusar de su poder. Depositarias de cuánto puede halagar la ambición de los ciudadanos, desnudan al ejecutivo de los medios de hacerse prosélitos, pero lo dejan vigorosamente fuerte en los importantes ramos de guerra y de hacienda. En ningún pacto de los gobiernos representativos veo tanta libertad popular, tanta intervención inmediata de los ciudadanos en el ejercicio de la soberanía y tanta fuerza en el ejecutivo como en este proyecto. En él están reunidos todos los en cantos de la federación, toda la solidez del gobierno central; toda la estabilidad de los gobiernos monárquicos. Están enlazados todos los intereses y establecidas todas las garantías.13
El Presidente vitalicio era el eje del sistema: un centro moral y político que debía servir, en palabras del propio Libertador:
El Presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el Sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; por que en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo, y moveré el mundo.14
Bolívar comprendía que en pueblos sin jerarquías firmes la autoridad debía actuar como principio ordenador, como freno ante la disolución. Argumentaba que la continuidad del poder en un mismo individuo, aunque muchas veces representaba el final de las democracias, podía evitar lo que él llamaba «el grande azote de las repúblicas: la anarquía»15. Su propósito no era instaurar una tiranía personal, por el contrario, pretendía asegurar la permanencia del orden republicano mediante la estabilidad de sus instituciones. Fue, en esencia, un intento de crear una república duradera bajo la disciplina del deber, un sistema donde la libertad no se disolviera en el tumulto, ni la autoridad degenerara en despotismo.
Para evitar la tiranía del Ejecutivo y preservar el equilibrio entre autoridad y libertad, Bolívar diseñó un sistema de frenos y contrapesos inspirado tanto en la prudencia romana como en la experiencia americana. En primer término, buscó limitar el poder del Presidente, afirmando que a este «se le ha cortado la cabeza para que nadie tema sus intenciones, y se le han ligado las manos para que a nadie dañe»16. La autoridad debía ser firme, pero contenida; respetada, pero controlada por el propio marco institucional.
En segundo lugar, propuso templar la democracia con un elemento de estabilidad permanente: el Senado hereditario o vitalicio, al que concebía como un «cuerpo inalterable» y «cuerpo neutro». Su función sería servir de traba moderadora, un poder intermedio capaz de mantener la armonía entre el gobierno y el pueblo17. En sus palabras, se trataba de «temperar la democracia absoluta» mediante una institución aristocrática, que representara la continuidad moral del Estado frente a los vaivenes de la opinión18.
Por último, Bolívar añadió un principio inédito en la teoría política moderna: el Poder Moral19, concebido como una instancia superior, censora y pedagógica, encargada de la educación, el espíritu público y las buenas costumbres. En ella debía residir la función más alta del Estado: formar ciudadanos virtuosos, capaces de ejercer la libertad dentro del orden. Este cuarto poder, inspirado en las repúblicas clásicas, pretendía unir la moral y la política bajo una misma disciplina, haciendo de la educación cívica el fundamento de la república y del deber su religión civil.
La originalidad del Libertador, su empeño en aplicar sobre la realidad anárquica del Nuevo Mundo principios organizadores, pedagógicos y legislativos que formaran ciudadanos —hombres aptos para la república—, constituye una de sus facetas más fascinantes. En su fe en la educación como instrumento de conversión moral, capaz de transformar los vicios en virtudes, hallamos al Bolívar del Estado funcional, al arquitecto de un orden posible dentro de los territorios amorfos de la América ingobernable.
Porque, en efecto, aquí no abundan ciudadanos, sino montoneras que pretenden hacer con la vida de los otros lo que les venga en gana, como si las leyes fueran simples papeles sin alma. Nuestras repúblicas no requieren más decretos ni impresiones documentales, por el contrario, necesitan tacto auténtico en la sociología alborotada del bochinche que caracteriza a nuestras naciones. El lema de estos tiempos, si se me permite la herejía, no debería ser únicamente moral y luces, sino también una correa que enderece la postura de este esqueleto revoltoso que somos los hispanoamericanos: hijos de la libertad, pero huérfanos del orden.
La Constitución boliviana es la obra de un hombre que ensayó temperar el absolutismo de las teorías y ajustar a los postulados escritos el resultado de una observación directa.20
Entre Hispanoamérica y Bolívar
Bolívar es nuestra América. Cuanto más criollos son los pueblos, los hombres más lo entienden y más cerca están de él.21
Somos, indudablemente, hispanoamericanos. Nos conjuga la resistencia cacique, la conquista española y la emancipación criolla. Somos, en esencia, un caldo mestizo que ha alcanzado el punto de ebullición. En nosotros se han fundido las energías de tres razas, tres culturas y tres espiritualidades, que terminaron condensándose en una sola vía de sentido humano: la lengua cervantina, la fe católica y el individualismo ibérico. Este último rasgo, tan fecundo como peligroso, nos ha dejado heridas profundas: ha minado los terrenos psíquicos y sociológicos del continente, entregándonos un temperamento anárquico que fue tratado, por el contrario, con un remedio aún más nocivo: el caudillismo, muchas veces confundido con las ideas cesaristas que surgirían más tarde.
Esa absorción del factor hispánico, no obstante, nos otorgó civilización y redujo la amenaza de un cataclismo social permanente. El signo de la barbarie, siempre latente, se manifiesta en distintas etapas de nuestra historia y muta con el paso de los siglos, sin desaparecer del todo. Incluso hoy, en pleno siglo digital, su presencia persiste. Su encarnación más visible se encuentra en las actitudes colectivas que adoptan como virtud lo que es, en verdad, un vicio ancestral: la viveza criolla, ese instinto de sobrevivencia sin honor, travestido de ingenio, que el mundo exterior identifica como nuestra seña de identidad. He ahí el enemigo interior que nos impide culminar la obra civilizadora del espíritu americano.
Hay que comprender la empresa bolivariana como una misión civilizatoria, una obra de salvación continental frente a la esquizofrenia barbárica que amenaza con desintegrar el alma americana. Bolívar no sólo libertó pueblos: intentó formar hombres, dotar de espíritu y conciencia a territorios desgarrados por la ignorancia y el fraccionalismo. Su empresa fue, en el fondo, la construcción del ciudadano, piedra angular de toda república. Porque, en rigor, no puede hablarse de repúblicas donde no existen ciudadanos; en su lugar, sólo hallamos pseudo-naciones, patrias chicas, simulacros políticos sin sustancia moral. La grandeza de la Patria se mide con la misma exactitud que la virtud de sus hombres, y este principio —que Bolívar comparte con el maestro Simón Rodríguez— constituye un auténtico mandato robinsoniano.
Sin embargo, el ideario bolivariano tropieza con la superficie rugosa de la América bárbara, con ese vasto contingente de masas sin disciplina, colectivos anárquicos y bochincheros, que representan el residuo moral de nuestra historia inconclusa. Son las huestes modernas del mal de la viveza criolla, esa enfermedad espiritual que confunde astucia con inteligencia, insolencia con valentía y desorden con libertad. Mientras ese mal persista en el corazón de nuestros pueblos, toda empresa civilizadora hallará resistencia, y el sueño bolivariano seguirá siendo, más que una realidad, una profecía por cumplir.
Sobre este profundo agravio continental, se diría que es necesario enfocarnos «en el empeño de hacer una nación conforme a ciertos ideales aceptados y seguros, así como hay que curar a los palúdicos de su paludismo, a los hambrientos de su hambre y a los ignorantes de su ignorancia, habría que ponerse con todo esfuerzo a curar a los vivos del mal de la viveza»22.
Nuestras repúblicas se asemejan hoy a inmensos barrios carentes de cultura y educación. El ser vivo —esa forma degenerada de la astucia— se ha convertido en norma: aprovecharse de la buena fe ajena, desmeritar al otro, tomar el codo cuando se ofrece la mano. Esas conductas han suplantado las virtudes solares que los hijos de Cortés, Pizarro y Colón trajeron consigo y que, con todas sus sombras, cultivaron y desarrollaron.
¡El conquistador, qué va, esos vinieron a saquear!, se repite con suficiencia. Sí, vinieron a saquear, pero a saquear la barbarie, a fundar ciudades, a injertar el alma de una raza de hierro, indómita y creadora. En ellos hubo violencia, sin duda, pero también fundación: el impulso por edificar, por dotar de forma y sentido a lo informe. Los aborígenes, por su parte, aportaron su arraigo al terruño, su comunión con la tierra y su hondura espiritual; y ese encuentro —terrible y fecundo— dio origen a la América mestiza, a ese ser nuevo que aún no termina de reconocerse a sí mismo.
Nuestra identidad, vacilante y tantas veces mercantilizada por las ideologías, se debate entre nombres y etiquetas: los indigenistas nos ofrecen la Indoamérica; los hispanistas, la Hispanoamérica —verdaderamente, la más cercana y correcta de todas—; los latinizantes, la Latinoamérica; los ibéricos, la Iberoamérica. Y mientras tanto, América —la verdadera— parece perder su alma entre discusiones semánticas. Esta confusión, más que política, es intrapsíquica, pues refleja nuestra dificultad para aceptar lo que somos: la promesa del porvenir.
América, hogar de virtudes dormidas, aún puede despertar si atiende las órdenes de sus símbolos, las prédicas de sus tres grandes fundadores, que yacen sobre las ruinas de la barbarie esperando ser redescubiertas. ¡Qué caudal de originalidad portamos! Somos una síntesis inigualable: pensamos con idealismo quijotesco, razonamos con la sobriedad de Sancho, y cuando el alma nos duele, rezamos con fe en nuestras catedrales, elevando el espíritu ante Dios, la Virgen y los Santos. He ahí nuestra grandeza, aún por revelarse, aún por cumplir su destino.
No, no somos españoles, ni somos indígenas, ni mucho menos negros del África. Tampoco somos Washington ni Moscú, París, Pekín o Tokio. Somos algo distinto, original y aún en formación: un pueblo que, desde Caracas hasta La Paz, tiene el deber de ser más. Nuestra ambición debe ser la grandeza, no la imitación23. Llevamos en la sangre la huella de los héroes, y con esos mitos —sagrados, fecundos— podrían levantarse las fábricas morales de las generaciones venideras, indetenibles en su destino de hombres cultos, virtuosos y heroicos.
¡Desechemos las malezas del mal vivir, la picardía ruin y el aprovechamiento bochornoso! ¡Seamos hombres de virtud, americanos ejemplares, dignos herederos del espíritu que un día incendió el continente de gloria! Como lo concibió el más grande americano de la Historia —y acaso el último gran español de las acciones históricas—: nuestro Padre y Libertador, Simón Bolívar, cuya voz aún nos llama desde las páginas del deber y el sacrificio a completar la obra que empezó con su espada y que sólo se consumará con nuestra conciencia.
Muy hondo ha corroído en el alma nacional el mal de la viveza. Ha torcido inteligencias, ha desnaturalizado energías, ha corrompido y viciado hombres que hubieran podido ser útiles y buenos.24
Nos hallamos inmersos en una cruzada de crisis de valores, una dolencia que germinó desde el mismo nacimiento de este mundo americano. De entre las ruinas de la guerra, las etapas de la paz resultaron más inquietantes que las sangrientas batallas: porque la guerra forja héroes, pero la paz desnuda las carencias del espíritu. Nuestra independencia no fue la orfandad de un supuesto destino monárquico perdido, por el contrario, representó un proceso orgánico, moldeado por siglos de evolución natural que agotaron un ciclo, unas costumbres y unos símbolos.
El surgimiento de la emancipación criolla puede entenderse, en última instancia, como el espíritu de la hispanidad rebelándose contra su propio reflejo deteriorado, una lucha interior entre la forma y su sombra. América fue la hija indómita, vuelta contra su madre para cumplir el designio de su propio destino. Sin embargo, las ideologías antagonistas —el indigenismo por un lado y el hispanismo por el otro— han reducido ese conflicto espiritual a una caricatura política. Ambas corrientes, al absolutizar una parte y despreciar la otra, fracturan las masas americanas, desintegrando cualquier tentativa de unidad verdadera. La América grande, civil, instruida y reveladora de nuevos destinos que soñaron los libertadores sigue pendiente, porque no ha sabido reconciliar sus almas en pugna: la de la tradición y la de la libertad.
Ideario bolivariano
Partamos al encuentro de Bolívar para que, puesto a nuestra cabeza, nos guíe y conduzca por entre el laberinto de acechanzas y riesgos que amenaza nuestro porvenir de nación.25
En la construcción de los carriles de la salvación americana reposa la médula de nuestra doctrina continental. Esa doctrina no es otra que el bolivarianismo, entendido como la aspiración moral y política de un continente hacia su propia plenitud. Hoy, en medio de nuestra realidad contemporánea —un ecosistema digital donde las redes sociales funcionan como los nuevos campos de batalla de las ideas, los laboratorios invisibles de las conductas y de las mentalidades colectivas—, se impone la urgencia de una renovación del espíritu.
El tiempo que vivimos no demanda idealismos febriles, carentes de método, por el contrario, requiere entusiasmos lúcidos, capaces de traducir la emoción en obra. Tampoco necesita pesimismos grises, que paralizan y desgastan, sino realismos alentadores, fecundos, creadores de nuevas ideas y de nuevos órdenes. Si el pensamiento americano ha de redimirse, deberá hacerlo con esperanza, con disciplina y con fe en su destino histórico, volviendo a mirar el horizonte del Bolívar republicano que soñó una América culta, fuerte y civilizada.
En este último tramo del siglo presente, libros pretenciosos han surgido con la vana intención de mancillar la imagen del gran hombre, del genio absoluto de nuestro continente. Es triste tener que mencionar, como ejemplo de esta tendencia, la obra titulada Bolívar: Libertador y enemigo número uno del Perú, del escritor Herbert Morote. El texto, más panfleto que estudio, presenta serias divergencias históricas, apoyándose incluso en cartas apócrifas para sostener un relato que contradice abiertamente la verdad de los hechos y el contexto político de la época. ¡Enemigo número uno del Perú! —repitamos con asombro—, ¡de no creer!
Un repaso sereno de las dimensiones incaicas y de la compleja realidad del Perú en los años de la Independencia bastaría para disipar tales absurdos. Conviene, por tanto, detenernos en algunas impresiones del propio Libertador sobre la sagrada tierra de Pachacútec, donde también descansan los nombres de Pizarro y de Sánchez Carrión, este último su más fiel colaborador y uno de los espíritus más nobles de la emancipación.
Este país —en palabras del propio Bolívar—, cuya tierra estaba minada por sus enemigos, necesitaba un remedio, y ese remedio fue una contramina: el mismo Libertador. En medio de las intrigas, las resistencias y los egoísmos de facción, Bolívar se convirtió en el antídoto vivo contra la descomposición del Perú.
José de San Martín, venerado por la mayoría del pueblo peruano, excepto por aquellos enanos de espíritu, adictos a la servil mediocridad y enemigos de toda gloria americana, comprendió mejor que nadie la dimensión de su hermano en la epopeya. Fue él quien, con una claridad de juicio pocas veces igualada, pronunció aquellas palabras memorables:
Yo creo que todo el poder del Ser Supremo no es suficiente para libertar este desgraciado país [el Perú]: sólo Bolívar, apoyado en la fuerza, puede realizarlo.26
¿Y qué decía este disque dictador sanguinario y genocida —aquel «tirano» elegido por el propio Congreso del Perú, enemigo de la hispanidad siendo él mismo la hispanidad encarnada, y supuesto masón ferviente que, sin embargo, abandonó las logias a temprana edad, prohibiéndolas en Colombia hacia finales de 1820 y muriendo cristianamente— sobre ese país al que hoy muchos de sus hijos acusan de haber desangrado y fragmentado?
He llegado ayer al país clásico del Sol, de los Incas, de la fábula y de la Historia. Abstracción hecha de toda poesía, todo me recuerda altas ideas, pensamientos profundos; mi alma, embelesada con la presencia de la primitiva naturaleza, desarrollada por sí misma, dando creaciones de sus propios elementos por el modelo de sus inspiraciones íntimas, sin mezcla alguna de las obras extrañas, de los consejos ajenos, de los caprichos del espíritu humano, ni el contagio de la historia de los crímenes y de los absurdos de nuestra especie. Manco Cápac, Adán de los indios, salió de su paraíso titicaco y formó una sociedad histórica, sin mezcla de fábula sagrada o profana... Dios lo hizo hombre; él hizo su reino, y la Historia ha dicho la verdad, porque los monumentos de piedra, las vías grandes y rectas, las costumbres inocentes y la tradición genuina nos hacen testigos de una creación social de que no tenemos idea, ni modelo, ni copia. El Perú es original en el fasto de los hombres.27
Y de sus mujeres —exclamaba con pasión— que eran «hijas del Sol», resplandor y esencia del espíritu peruano.
Sobre Bolívar y el Perú se escribirá, con justicia, más adelante en el tiempo.
Mi pieza, en este momento, no exige la profundización, aunque sí la mención, porque hay nombres y gestas que no pueden callarse sin traicionar la memoria de la América que soñó el Libertador.
Otro patético intento por disminuir la gloria radiante del caraqueño lo ha emprendido un autor de nombre Xavier Padilla, con su extravagante y pretencioso libro titulado El ídolo que devoró a su pueblo. En él, el escritor pretende destacar los excesos de la guerra y los atropellos del bando patriota, para luego presentar a Bolívar —como si fuera poco— bajo la figura de un Ares griego, dios de la guerra miserable y sin virtud. ¡Si supieran, si lo vieran con ojos de verdad, no se atreverían a mancillar de forma tan herética una gloria tan admirable!
Ningún gran hombre está exento de sombras, porque las oscuridades humanas son el precio que paga quien lleva el peso de la historia sobre sus hombros. Incluso Salvador de Madariaga, en sus estudios bolivarianos —aun entre críticas y reservas—, comprendió la complejidad del genio y la necesidad de mirar a Bolívar desde distintos ángulos, no con la mirada del rencor, sino con la del juicio.
El señor Padilla, afanoso en su empresa de desprestigiar al Padre de la Patria, no consigue sino confirmar, sin proponérselo, la grandeza dimensional de nuestra figura nacional. Porque cuando los hombres mezquinos y enanos atacan a los colosos, la estatura del gigante se hace aún más visible sobre el horizonte moral del continente.
Cabría preguntarse si esos divisionismos que hoy se promueven entre nuestras naciones buscan en verdad fraternizar a las repúblicas bolivarianas o, por el contrario, engendrar odio y revanchismo. El ideario del gran hombre debe permanecer forjado en la voluntad indeclinable de nuestros representantes, en la fe activa de quienes entienden que la historia no se honra con discursos, sino con obras.
Es necesario perfeccionar la obra de los fundadores de nuestra nacionalidad, y dar, particularmente, un sentido vital al ideario político del Libertador. Su espíritu realista, iluminado por el sol de las ideas que hicieron la transformación del Nuevo Mundo, nutrido con la práctica de una democracia orgánica, abrió al pueblo los caminos de la ascensión merecida y de la participación activa y responsable en los negocios del Estado. Él nos legó la herencia más grande que pudiera recibir pueblo alguno: el ejemplo de su vida y la continuidad fecundante de su obra.28
¡Bolivariano, porque soy americano; bolivariano porque soy venezolano! ¡Nadie me despoje de esa herencia! ¿Quién ha dicho que debamos deshacernos de nuestros grandes hombres? ¡Ahí reside nuestra ventaja sobre los yankis y los europeos aventajados! Porque nuestras maniobras históricas no han sido producto del cálculo ni del comercio típicamente mecanizado de los anglos, por el contrario, nuestro trayecto es el sacrificio, la pasión y la lucha por la libertad organizadora. Buscamos los métodos americanos para la grandeza americana, sin caer en los vacíos de las potencias foráneas.
Bajo el mismo acero bolivariano debemos entendernos: bajo el mismo prisma del pensamiento libertador, que no anula las diferencias, sino que las ordena en la armonía de una causa común. ¡La unión, la unión! —clamaba el Libertador—, pero una unión sin perder los rieles de nuestros Estados y destinos particulares, una unión que respete la soberanía de las patrias, porque el medio bolivariano permanece, eterno y centelleante, como la brújula moral de nuestra América heroica.
Seguir a Bolívar es perseguir la grandeza, la sabiduría y el ideal supremo de la América como nuestra Patria Grande.
¡Estoy harto de ver a estas repúblicas mendigar migajas de poder extranjero, cuando nuestros héroes —desde los conquistadores hasta los libertadores— nos legaron una herencia de dignidad, valor y sacrificio! ¡Y hoy, los propios hijos del Libertador, porque todos formamos parte de su herencia espiritual, se atreven a despotricar contra él, olvidando que en su espada se forjó el destino de nuestra libertad!
«Mi nombre pertenece ya a la historia; ella será la que me haga justicia»29, dijo alguna vez el caraqueño inmortal. Y hoy, ante esa historia viva que aún nos juzga, me presento humildemente, con rastros de agradecimiento y con mucho camino por recorrer, como uno de tus heraldos, Libertador.
Mi gloria no es personal: es la defensa bolivariana, la victoria venezolana y la reputación de los americanos que aún creemos en los fastos del hombre universal, en el genio que dio forma a nuestra conciencia continental. Porque, como dijo el Libertador:
La gloria está en ser grande y ser útil.30
Promesa inconclusa
Estamos nuevamente ante la celebración del 12 de octubre, fecha que, más que conmemorar, suele dividir. Es un día cargado de ceguera odiosa, donde se reniega cuanto se puede y jamás se exalta con la suficiente candidez para todos.
¿Qué día es este, entonces? ¿El Día de la Raza, de la Hispanidad, de la Resistencia Indígena o del Diálogo Intercultural?
Yo prefiero llamarlo, con sincera melancolía, una jornada de promesa incumplida; porque nuestro júbilo, lejos de ser creador de grandes posibilidades, se ha vuelto un campo de revanchismos y pequeñas aspiraciones ideológicas. Seguimos debatiendo nombres, mientras olvidamos la obra.
El proyecto bolivariano jamás concibió a la América como «un cuerpo inorgánico de nacionalidades aisladas»31. Para el Libertador, la palabra Unidad —repetida con énfasis casi místico: «Unidad, unidad, unidad»— constituía el principio vital de toda su obra y la condición indispensable para el triunfo de la causa emancipadora.
Su visión continental, magistralmente expresada en la Carta de Jamaica, aspiraba a convertir el Nuevo Mundo en una sola nación moral, unida por la historia, la lengua y la fe. Bolívar sabía, con la lucidez del realista, que esa empresa resultaba imposible por los climas, intereses y caracteres desemejantes; pero incluso ante ese reconocimiento, no renunció a la idea de una Confederación de Naciones, guía inevitable de nuestro destino común32.
Esa liga de salud, cuyo punto de encuentro ideal habría de ser el Istmo de Panamá —«lo que el de Corinto fue para los griegos»33—, debía servir de poder conservador, árbitro entre los pueblos en conflicto y defensor de la independencia común frente a los imperios del exterior. La unión de los países hispanoamericanos era, para Bolívar, una necesidad moral y política: sólo juntos podríamos inspirar respeto y consideración decorosa ante el mundo, y oponer un frente digno a la voracidad del imperialismo extranjero.
Al unir fuerzas, América podrá seguir «la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades»34, cumpliendo su destino de ser un factor de «equilibrio universal», y demostrando al Mundo Antiguo «la majestad del Mundo Moderno».
El estudio meditativo y profundo de nuestras realidades jamás podrá completarse si en sus fórmulas falta la visión anticipada del Hijo de América. Sólo bajo su mirada —la del Libertador que soñó una América moralmente unida y espiritualmente grande— podremos reconciliar nuestras memorias y mirar hacia adelante con sentido de destino.
«Bolívar no es un héroe del pasado, confinado dentro de un limitado tiempo histórico»35, por el contrario, su vida y sus enseñanzas conservan una actualidad permanente e inoxidable, lo que prueba que «tiene que hacer en América todavía»36. El urgente retorno a Bolívar, no solo como un símbolo de la gloria y la nacionalidad, sino como un ideario político, se impone como la «única fórmula de preservar la salvación del hombre y de la sociedad»37 en estos difíciles tiempos de crisis moral.
Hay que abandonar las viejas mentiras convencionales y «volver a la desnuda alcoba de San Pedro Alejandrino»38 para reemprender el camino de la grandeza. Su guía es un llamado ineludible a la «unidad, unidad, unidad», que debe ser nuestra divisa, imprescindible para que los pueblos de la América Latina no sean condenados a una «fatalidad de división y despotismo», o a la anarquía. Asimismo, urge aplicar su realismo pragmático, el cual fustigó la manía de crear repúblicas aéreas y de copiar ciegamente modelos foráneos, insistiendo en que la ley sea obedecida, el magistrado respetado, y el pueblo libre.
Su ideario es, ante todo, el de un reformador social, que nos pide «Moral y Luces» para fundir la masa del pueblo en un todo, y así, a través de la educación popular, común y gratuita, formar hombres virtuosos, hombres patriotas, hombres ilustrados que, en conjunto, constituyen la República, asegurando «el sistema de gobierno más perfecto, aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad».
Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, Caracas, 2009, p. 73.
José Santos Chocano, Idearium tropical: Apuntes sobre las dictaduras organizadoras y la gran farsa democrática, Lima, 1922, p. 14.
Arturo Uslar Pietri, Golpe y Estado en Venezuela, Bogotá, 1992, pp. 110-111: «La verdad es que las constituciones escritas nunca se han cumplido efectivamente en los países latinoamericanos, salvo en los aspectos normativos de funcionamiento de los poderes, casi ceremoniales, y han llegado a ser más que una “ley fundamental” una conmovedora declaración de principios políticos y morales a los cuales no se quiere ni se puede renunciar y que hay que conservar, como una promesa y un compromiso para un futuro que puede no estar próximo».
John Lynch, Bolívar, Barcelona, 2006, p. 163: «Aunque Grecia, Roma, Francia, Inglaterra y Norteamérica tenían todas algo que enseñar en cuanto a las leyes y al gobierno, él quería recordar a los delegados que la excelencia de un gobierno no se basaba en sus teorías o sus formas, sino en la capacidad de ajustarse a la naturaleza y al carácter de la nación para la cual éste se ha instituido».
Caracciolo Parra-Pérez, Bolívar: Contribución al estudio de sus ideas políticas, París, 1928, pp. 26-27: «“Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y de la guerra”. Es la invocación de Pisistrato, el buen déspota, educador de la democracia, por cuyo advenimiento suspira Bolívar, en la visión de su América destinada sin remedio a los furores demagógicos y a la tiranía legionaria. “No convengo, dice todavía, en el sistema federal, entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón, rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor”. Diez años después, el Libertador escribió la Constitución de Bolivia».
Lynch, Bolívar, p. 165: «¿No era todo el proyecto de Angostura antidemocrático? Bolívar ya tenía una respuesta para esta pregunta. “De la libertad absoluta se desciende siempre al poder absoluto, y el medio entre estos dos términos es la suprema libertad social. Teorías abstractas son las que producen la perniciosa idea de una libertad ilimitada”. En su opinión, un gobierno estable requería “moderar la voluntad general y limitar la autoridad pública” y, aunque de inmediato admitía que “los términos que fijan teóricamente estos dos puntos son de una difícil asignación”, pensaba que el deseado equilibrio podría conseguirse por medio de la educación y la experiencia en la administración de justicia y el Estado de derecho».
Ibid., p. 364: «Desde Angostura hasta Potosí, Bolívar dirigió la revolución: concibió sus políticas, decidió sus estrategias y controló su avance. Llevó la revolución tan lejos de su base original que la puso más allá de su control, lo que convirtió en imposible la preservación del modelo de gobierno que él había diseñado, una autoridad central fuerte encargada de garantizar la libertad dentro del orden y la igualdad dentro de la razón».
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático: Estudio sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, Caracas, 1952, pp. 203-204: «El César democrático, como lo observó en Francia un espíritu sagaz, Eduardo Laboulaye, es siempre el representante y el regulador de la soberanía popular. “El es la democracia personificada, la nación hecha hombre. En él se sintetizan, estos dos conceptos al parecer antagónicos: democracia y autocracia, es decir: Cesarismo Democrático; la igualdad bajo un jefe; el poder individual surgido del pueblo por encima de una gran igualdad colectiva, reproduciendo en esta antigua colonia española, por raras coincidencias sociológicas, el mismo régimen de gobierno que un ilustre historiador lusitano considera como el ideal de la raza ibérica, cuando bajo la autoridad de uno solo se fundieron las nacionalidades peninsulares, la guerra fue una escuela de igualación social, el pueblo conquistó las más altas prerrogativas, se eliminaron los privilegios, se abatieron los grandes y se estableció el más perfecto acuerdo “entre el espíritu nacional y las instituciones surgidas naturalmente de la evolución orgánica, que fueron por esa causa la genuina expresión del genio colectivo, dando a España la unidad y la fuerza necesarias para imponer al mundo su voluntad y su pensamiento».
En una nota a pie de página del año 1922, Parra-Pérez comenta: «A principios del siglo XIX, Napoleón vuelve a las ideas romanas y resucita el cesarismo: es el césar plebiscitario, democrático por excelencia». Bolívar, p. 272.
Ibid., pp. 52-53.
Eleazar López Contreras, Temas de historia bolivariana, Madrid, 1954, p. 188: «Compenetrado con la historia nacional en su esencial significación y con las lecciones que encierra, rechazo rotundamente la teoría que sustenta el cesarismo, como la forma natural de gobierno que cuadra a nuestro carácter y formación étnica. La rechazo, por sobre todo, poniendo de presente el modo normal como se ha venido desenvolviendo la vida venezolana, en sus diversos aspectos, en el lapso en que el país entró a trillar la senda democrática y republicana bajo un gobierno liberal».
Parra-Pérez, Bolívar, p. 9: «Pudieran discutirse los datos existentes para fijar la teoría del Libertador sobre la forma del gobierno en general; pero, apoyándose en textos imperativos, es permitido considerar la Constitución de 1826, o boliviana, como el sistema que a su modo de ver conviene a los países que le deben la independencia. Por otra parte, el ejercicio del poder autocrático atrae a Bolívar, primero en razón de su personal temperamento y luego de las necesidades del medio».
Simón Bolívar, Ideas políticas y militares, 1812-1830, Buenos Aires, 1946, pp. 335-336.
Ibid., p. 324.
Parra-Pérez, Bolívar, p. 154.
Bolívar, Ideas políticas y militares, pp. 324-325.
Augusto Mijares, El Libertador, Caracas, 1964, p. 347: «Asimismo insiste sobre el poder estabilizador que quiere darle a este cuerpo selecto: “Un Senado hereditario, repite, será la base fundamental del Poder Legislativo; y por consiguiente, será la base de todo el gobierno. Igualmente servirá de contrapeso para el gobierno y para el pueblo: será una potestad intermedia que embote los tiros que recíproca mente se lanzan estos eternos rivales... El Senado de Venezuela será la traba de este edificio delicado... y mantendrá la armonía entre los miembros y la cabeza de este cuerpo político”».
Parra-Pérez, Bolívar, pp. 94-95: «El Libertador responde a las críticas de Don Guillermo White: “Me parece que usted me criticó la creación de un senado hereditario y la educación de los senadores futuros. Lo primero está de acuerdo con la práctica de todas las repúblicas democráticas y lo segundo con la razón. La educación forma al hombre moral, y para formar un legislador se necesita, ciertamente, educarle en una escuela de moral, de justicia y de leyes. Usted me cita la Inglaterra como un ejemplo contrario a mi establecimiento; pero, en Inglaterra; ¿no deja de hacerse mucho bueno? En cuanto a mi senado, diré que no es una aristocracia ni una nobleza, constituidas, la primera sobre el derecho de mandar la república, la segunda sobre privilegios ofensivos. El oficio de mi senado es temperar la democracia absoluta; es mezclar la forma de un gobierno absoluto con una institución moderada, porque ya es un principio recibido en la política que tan tirano es el gobierno democrático absoluto como un déspota”».
Lynch, Bolívar, p. 164: «A los tres poderes clásicos Bolívar añadió un cuarto de su propia cosecha, el poder moral, que sería el responsable de formar al pueblo en el espíritu cívico y las virtudes políticas. Esta idea estaba mal concebida y no encontró eco en sus contemporáneos, pero era una idea típica de su búsqueda de una educación política para su pueblo, algo que consideraba tan importante como para requerir una institución dedicada a promoverla. Bolívar creía que el pueblo era educable, siempre y cuando se respetaran sus inclinaciones y talentos naturales; ésa era su experiencia tras haber formado un ejército multirracial, la prueba de que su proyecto no era una utopía».
Ibid., p. 170.
Arturo Uslar Pietri, Nuevo Mundo, Mundo Nuevo, Caracas, 1998, p. 31.
Arturo Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, Caracas, 1990, p. 196.
Simón Rodríguez, Obras completas, Caracas, 2016, p. 572: «La América no debe imitar servilmente, sino ser original».
Ibid., p. 198.
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, p. 275.
Indalecio Liévano Aguirre, Bolívar, Bogotá, 1950, p. 305.
López Contreras, Temas de historia bolivariana, p. 116.
Ibid., p. 185.
Simón Bolívar, Mensaje a todas las generaciones: Ideario y pensamiento político, Lima, 1983, p. 4.
Mijares, El Libertador, p. 469.
Eleazar López Contreras, Temas de historia bolivariana, p. 183: «Y ello con mayor razón si se considera que el Libertador, en cuanto forma el monumento documental de su pensamiento, jamás contempló la América como un cuerpo inorgánico de nacionalidades aisladas y desvinculadas unas de otras, sino que, apreciando en su valor histórico los factores de su constitución, con el poder sintético que sólo es dado a los hombres de su alteza mental, la vio siempre en una como unidad perfecta, como una gran Patria…».
Marius André, Bolívar y la democracia, Barcelona, p. 237: «Dos años después, Bolívar escribía en su famosa. “Carta de Jamaica”: “Es una idea grandiosa la que pretende formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación, con un solo lazo que una las partes entre sí y con el todo el origen, la lengua, las costumbres, la religión son las mismas; debería haber, por consiguiente, un gobierno único, confederando los distintos Estados que le formasen”».
Bolívar, Ideas políticas y militares, p. 209: «Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Fierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones».
Ibid., p. 112: «Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo».
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, p. 271.
López Contreras, Temas de historia bolivariana, p. 9: «Si ha habido alguna frase evangélica sobre la misión del Libertador, ésa es la rotunda y afirmativa del gran José Martí, pronunciada sesenta y tres años después de la muerte de él: “porque Bolívar tiene que hacer en América todavía”. Ese adverbio “todavía” está insuflado de perennidad y cobra una latitud de expansionismos ecuatoriales: Bolívar perdura y perdurará, como dice el mismo Martí, porque “está sentado aún en la roca de crear”... “porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy”».
Ibid., p. 6: «Porque él encarna una doctrina de liberación humana, responde en la acústica de los siglos al llamado de un desequilibrio cósmico del mundo, y a medida que surgen de la confusión y el dolor de las naciones los postulados de los materialismos históricos y del Estado todopoderoso, su ideario político y constitucional sobrenada, nueva arca flotando en el diluvio de los tiempos, como única fórmula de preservar la salvación del hombre y de la sociedad del naufragio de los ideales que serán por siempre alma y sustancia de la civilización occidental».
Uslar Pietri, Cuarenta ensayos, p. 275: «Volvamos a la desnuda alcoba de San Pedro Alejandrino, que debía ser el punto de partida de nuestra conciencia de pueblo, para traerlo de nuevo en medio de nosotros, para oírlo, acatarlo y seguirlo en la grande y no acabada empresa a la que nos ha estado invitando terca mente desde su angustia sin tregua».
Gran artículo.