
Sólo el hombre americano, amasado con la sangre de todas las estirpes, fecundado con la obra de todas las razas y de todas las civilizaciones, puede elaborar la síntesis de esa pan-civilización futura, y al crear con ella la unidad del trabajo humano acelerar el ritmo ascendente de la vida1.
Son abundantes las creaciones de nombres y designaciones que, a lo largo del tiempo, han intentado aprehender y conferir esencia a nuestra portentosa tierra. Denominaciones ficticias, títulos forjados por distintas apreciaciones históricas, han desfilado como etiquetas pasajeras, pero ninguna ha conseguido capturar con certeza la magnitud de esta geografía prodigiosa. América, vasta y desbordante en su poderío, sigue resistiéndose a las nomenclaturas que buscan encadenarla, sin lograr despertar en las audiencias cabal entusiasmo ni el amparo inquebrantable que sus paisajes, riquezas y misterios merecen. Aún resulta confuso concederle una imagen precisa, amplia y resolutiva a este convulso y complejo mundo político y social, perdiéndonos en desviaciones identitarias y alejándonos cada vez más del contacto humano con el espíritu americano, lo que finalmente desemboca en la angustia ontológica del criollo2, ansioso por comprender su lugar en el concierto cultural del mundo.
Nuestro dilatado y creso continente, que abrió los horizontes de un Nuevo Mundo, permitiendo emergentes mecanismos de intercambios, transformaciones e impactos de diversas índoles, perpetuamente se ha mantenido en el contorno de la incertidumbre identitaria. Esta dolencia ha tenido una interminable estadía en las mentes de los más estudiosos, de los pensadores americanos, los hombres preocupados por el porvenir de la imagen continental de la América y su consolidación mediante la unión de las distintas repúblicas nacientes del fuego y la pólvora independentistas.
Entregados sin aparente remedio al pesimismo crónico sobre nuestro destino histórico, a los revanchismos políticos que dividen a las naciones entre sí, a la demagogia, permitiéndole sustituir el pensamiento civilizador y unificador, a los programas ideológicos que entorpecen los tratamientos internos de nuestras construcciones estadistas3, los habitantes de América parecen inclinados a renunciar a sus orígenes, al entendimiento de sus raíces constitutivas que les hicieron aflorar como seres inéditos, con roles vitales que pueden influir en los avances del Nuevo Mundo, a abandonar los designios impresos de ese mosaico singular y grandioso.
Ante ese cataclismo sociológico, ese torbellino de males psicológicos, que nos ubican en un estado de emergencia cultural, tenemos el deber crucial de tomar el relevo de los grandes artífices del pensamiento americano, de recoger los productos de sus realizaciones eruditas, y presentar ante el arranque del siglo presente los dilemas ascendentes vinculados a la cuestión fundamental de nuestra identidad, de nuestro papel en el mundo y en la Historia, de qué somos y de qué podemos hacer ante los desafíos empinados que enfrenta la humanidad4.
El literato y político peruano, Luis Alberto Sánchez, interpretaba a nuestra tierra excelsa como una novela sin novelistas5, tal vez por una pesimista intuición que le removía íntimamente en su interior, y uno podría destapar un sentido mucho más insondable en aquella sentencia llamativa, un significado recóndito, no sólo en su mente, sino en toda la espiritualidad colectiva continental, enlazado por las usanzas y tradiciones, costumbres diversas que se tejen en un mismo formato cultural, pero dividido por idiosincrasias nacionales, que fueron evolucionando en ritmos ascendentes, englobando un centro de poderosas manifestaciones anexadas entre sí, un inmenso procedimiento de composición sin antecedentes, un mosaico espléndido que carece de firmas de autor. Una novela, una desembocadura de ideas, o como afirmara Arturo Uslar Pietri, otro ilustre explorador de los cimientos extraviados de nuestra tierra, América se presenta como una invención intelectual6, el producto del cruce de múltiples ideas, conceptos y retratos de variados personajes europeos que no hallaban forma de darle a este territorio, hasta entonces desconocido, una fisonomía en consonancia con las creencias de la época.
Podríamos afirmar que las inteligencias más agudas y perspicaces, como Uslar Pietri, Sarmiento, Alejo Carpentier o Asturias7, angustiadas por lo avasallador del tema, elaboraron esquemas compresibles, análisis minuciosos y exámenes de conciencia articulados que intentaron componer todos los trozos dispersos de la herencia hispana, de los anexos de las culturas africanas y de las propias tradiciones autóctonas que habitaban anteriormente; estas composiciones fueron trazadas desde diferentes sitios de observación, es decir, que tomaron ejes referenciales, algunos desdeñando, injustamente, a los legados de la hispanidad, como el célebre caso de Galeano y su libro Las venas abiertas de América Latina8, y otros, como contrapuesta, realizando un esbozo caricaturesco y más apegado a la hiperbolización del hispanismo, en donde el proceso de la Conquista y todo el período colonial aparentan ser una época de perfectibilidad afable e indiscutible, como se alcanza a percibir levemente en la obra de Pío Moa9. No trataremos de las desfiguraciones historiográficas hechas por selectos personajes, no es nuestro asunto en este momento, pero sí cabe mencionar que los ejes ideológicos contribuyen en el panorama de la historia, distorsionando hechos y eventos, y por lo tanto los retratos que derivan en las impresiones del presente. América, la extensa novela, necesita de nosotros, los novelistas que ansían dibujar en ella los destinos a los cuales debe dirigirse, con esmero y diligencia, y esta misión sólo podrá efectuarse en la medida en que desenredemos el misterio de la identidad americana, inacabada y mocha.
El poeta colombiano, William Ospina, desemboca, en una sobresaliente descripción sobre el apelativo continental, la idea de que de todos los nombres que ha buscado para sí (el Nuevo Mundo), el que más podría convenirle es el de América Mestiza10. La abundancia de nombres que han sido arrojados a ese vacío del carácter americano menoscaba la mentalidad colectiva, engendrando denominaciones de grados insuficientes, desde la concepción hispánica, siendo esta la más ligada en nuestro acontecer por su marcada influencia histórica, pasando por la ibérica, latina, insular o ístmica; todas esas cataratas de pretensiones calificativas generan complejos psicológicos excesivos, cargando aún más esa inseguridad ante la incógnita por la definición de nuestra personalidad continental. Ospina propone el nombre de América mestiza por una razón muy sencilla: se aproxima a la esencia de esta región, por su pluralidad y por sus mixturas, yendo más allá de las mezclas de cualidades étnicas y culturales, indagando en sus vísceras anímicas, en los elementos que se aglutinan y asocian, convirtiéndose en un conjunto heterogéneo. En vez de la emisión peyorativa de este rasgo insólito como signo de atraso o endeblez, deberíamos estimarlo como una oportunidad única que refuerza la vocación del Nuevo Mundo, un sello distintivo del destino americano desde sus comienzos11.
El rostro de lo que llamamos mestizo es una estampa fresca de este mecanismo de fusión multicultural: nacemos como seres novedosos, como humanos excepcionales, por nuestra condición sublime, todo lo que nos constituye viene dado de maniobras históricas excelsas. Aportar esta singularidad al mundo es un hecho fundamental. Entramos en una acción de creación y de cooperación con otras identidades figuradas en el mapa. Esta alimentación recíproca de culturas, de tradiciones y costumbres, de técnicas, no sólo enriquecen la experiencia humana colectiva, sino que nos empuja hacia una categoría de pluri-identidad12, entendida como la coexistencia y confluencia de diversas máscaras culturales dentro de un mismo rostro colectivo, una aleación de unidades de tradiciones culturales y étnicas, un producto espontáneo de la sucesión histórica del fenómeno del mestizaje creador de potencialidades, hallando sus expresiones en las lenguas, religiones, costumbres y festividades, integrándose como un elemento concéntrico que tendrá que desempeñar papeles de gestión, tomando tutelas sobre el gobierno de todas esas personalidades culturales que se esfuerzan en la unión de una entidad autónoma.
También debemos señalar otras controversias, como el hecho de observar el descubrimiento de Colón como una revolución ante las estructuras religiosas; todo lo estudiado hasta ese momento pereció rápidamente, pues eran vísperas del siglo XV y en el cuerpo bíblico no se sabía nada sobre estas nuevas regiones que aparecieron de súbito, como herejías inesperadas, dislocando dogmas y desordenando la lógica predominante de las autoridades, puesto que Dios pareció haberse olvidado de esos grupos de hombres que vivían de forma remota y áspera. El estudio de todo lo conocido hasta ese trance se paralizó, quedándose perplejo ante la inmensidad de aquella ruptura de doctrinas.13
Todo el asunto de la tesis de identidad en América debe sujetarse a un entendimiento elemental de su concepción. Esta colosal comarca nació y creció en el desorden, formándose en el encuentro de lo inesperado, lo excéntrico, lo espontáneo. El error de navegación de Colón trajo a las carabelas hacia las costas de lo desconocido, de la confusión, a unas Indias que no conocía y de las cuales se comenzaron a advertir irregularidades en sus volúmenes geográficos, en las raras caras de sus nativos, de los indígenas, de costumbres ignoradas por la visión europea, específicamente, de la visión española, quien se halló absorta ante las puertas del misterio con que se habían encontrado. Y es a partir de este encuentro extraordinario que brota la floración de lo utópico, de esas leyendas fabulosas de armonía, justicia, igualdad y fraternidad ejemplares, en que supuestamente convivían los habitantes de la Tierra Firme.
Esto trae consigo cambios gigantescos en el edificio del pensamiento europeo, originando moldes mentales que se traducirían en obras elementales, como la Utopía de Tomás Moro, publicada en 1516, que destaca el rumbo de las llamadas fecundaciones revolucionarias, las cuales tendrían un papel destacado en las grandes transformaciones históricas de los siguientes siglos. No podemos ignorar el suceso fundamental que emergió de todo esto: el mito americano del buen salvaje14. El descubrimiento del Nuevo Mundo marca un precedente crucial para los años venideros, proyectando una engañosa fachada que se encarna en un proyecto político de sociedad igualitaria, justa, y libre de absolutismos o ambiciones desmedidas, propios de quienes buscan perpetuarse en el poder. La Utopía americana extiende el cántico de una promesa idílica, que se asoma en los horizontes de estas tierras mágicas con la intención de trastocar el orden social y los marcos mentales de los europeos. Ni África, ni Asia, ni Europa contenían en sus márgenes una prédica revolucionaria de tal envergadura, que iría madurando en nuestro continente a lo largo de los siglos, transformando el concepto utópico original según las circunstancias que darían forma al destino americano. Esa lluvia de ideas que constituyen los trabajos de Erasmo, Moro, Montaigne o Shakespeare culmina en la dogmatización política del concepto, llevada a cabo por Rousseau y que se manifiesta con fuerza durante el siglo de las luces.
Este mito se reviste de múltiples figuras, intentando moldear la percepción de una comunidad incorruptible, rebosante de felicidad inmaculada y con el brillo de la bondad como su destino. Sin embargo, esa construcción mitológica resultó ser ilusoria. Los tiempos nos han enseñado, con crudeza y rigor histórico, que, frente a la inmutabilidad de la naturaleza humana, el irreflexivo manoseo ideológico perturbó el orden común, truncando los procesos orgánicos de evolución política, social y cultural de la América española, trastocando irremediablemente su camino histórico15.
El nuevo hombre, el controvertido mestizo, es la creación majestuosa de una disparatada, alocada y atolondrada mezcolanza de los factores protagónicos, a saber: el elemento europeo, el rasgo dominante históricamente, pero no el mayoritario; el elemento indígena, como la tradición autóctona de las bases aborígenes, y el elemento africano, como esa infusión racial pasmosa, proveniente de distintos destinos del continente negro. El Libertador de América, Simón Bolívar, en una de sus tantísimas muestras de vivacidad política, de sensibilidad cívica, frente a la composición del hombre americano, reconoce a todo el embrollo de la América mestiza como un pequeño género humano16, con cualidades únicas, en contextos exclusivos, con problemáticas singulares, que no deben ser enredadas en los excesos de la ideología exacerbada17. Por lo tanto, nosotros no somos europeos, no somos indígenas y no somos africanos, sino un nuevo género humano que tiene el compromiso de concretar sus responsabilidades sociales, encargado de cumplir con celeridad su trabajo de ciudadano ejemplar: somos mestizos, mixturas incompresibles, con una identidad anclada en la diversidad étnica, en la pluralidad cultural, en la mezcla histórica que nos une en una misma línea de acción, en un mismo canal comunicativo que refuerce la unión entre nuestras naciones, abrazadas bajo un mismo ideal, que no es otro que el de la confederación continental.
Convertidos en una versión excéntrica de Occidente18, producimos una presunción sobre nuestros problemas, los cuales se han convertido en el foco de atención de los intelectuales, escritores y políticos de América. Y esta tendencia obsesiva está manifiesta en los sucesivos estudios que se remontan a la época de la Independencia, correspondiendo con el pensamiento generalizado sobre esa intención nuestra de comprendernos a nosotros mismos. Alfredo Barnechea escribe, como otra exhibición modélica, que América es una suma de tiempos, una pluralidad de culturas19. Pensemos, pues, en los cinco siglos de desarrollo histórico, en ese larguísimo lapso de metamorfosis, de conversión agitada y de modificaciones de los diferentes grados sociales, económicos y políticos, y antes de esa elevación de reformas de la cultura, tenemos las culturas milenarias de antaño, arcaicas sociedades que vivieron mucho tiempo en estos suelos antes de la llegada de los españoles. De modo que, citando al brillante prosista venezolano, Mariano Picón-Salas, América acumula otros pueblos.
Esta acumulación de tiempos, de pueblos, de culturas, de usos y hábitos, tan distantes entre ellas, pero tan cercanas por el proceso de enlace que experimentaron, es lo que nos identifica, y nos identifica, no en menor medida, todas las otras variables culturales de las llegadas de otros pueblos inmigrantes a lo largo y ancho de los tumultuosos siglos XIX y XX, y en nuestro actual siglo siquiera hemos contemplado los rasgos que nos ubican en este creso mundo mestizo, aborreciendo nuestras repúblicas, a nuestra gente, estimando más la cultura ajena, los modismos absurdos del hermano abusivo del norte, las demostraciones civilizadoras europeas y asiáticas; esto, por el contrario, nos desprende de nuestro quehacer ciudadano, para la edificación de una arquitectura política y social americana que sea funcional, admirable y respetable.
Esta condición mestiza que nos presenta ante el mundo como los arquitectos del porvenir, es un cuadro humano distinto al resto. Su composición es policromática20, integrada por fuerzas interactivas que suscitan nuevas realidades sociales. El mestizaje dinamiza los procesos creativos interculturales, articula formas novedosas de hábitos y costumbres, gestando perspectivas que dan una idea general de la idiosincrasia americana mestiza; el mestizaje no es meramente un cruce acelerado de estirpes, es también la conformación de una simbología, de unas herencias espirituales que se traducen en la disposición psicológica de sus ciudadanos, en una hechura que supera las barreras de lo convencional, de lo cotidiano; de modo que, según estas indagaciones, las formas elementales de una identidad individual, más allá de sus componentes singulares, también estarán determinadas, en menor o mayor medida, por las influencias históricas de su ascendencia, y pudiendo manifestarse en disposiciones psicológicas y patrones espirituales, como forma de reafirmar la idiosincrasia propia, como paradigma de sus orígenes tradicionales e históricos.
Las condiciones históricas pretéritas configuraron las imágenes autóctonas, componiendo tejidos de multicolores, es decir, todo el proyecto de la historia de nuestra masa continental fue borrado y esbozado, una y otra vez, y lo que nos cuesta entender es ese gran manchón de negrura que se dejó, casi sin cuidado, en el bosquejo de la personalidad americana, en una hoja con variados errores de concepto, de márgenes desaliñados, ininteligibles para el ojo humano, es lo que debemos restaurar con paciencia, con estudio, con ferviente pasión americana.
El hombre mestizo se reproduce en la suma del tiempo como un ser polifacético, alterable y duradero, al mismo tiempo. Queremos liberarnos de los residuos dominantes y de las redes de tensión económica y política, que nos imposibilitan el progreso, buscando las vías de una auténtica libertad: ser dueños de nuestros destinos, sin imposiciones forasteras, manteniendo relaciones exteriores cordiales y saludables, exportar la envergadura de nuestra identidad al mundo, no ser percibidos como una anomalía de calidad inferior, sino como el pueblo prestigioso y digno que estamos destinados a ser. Miguel Serrano nos señala que es necesario luchar contra el imperialismo espiritual21, combatir contra las órdenes de las naciones poderosas, no ceder frente a sus amenazas implícitas en sus impuestos y tributos, rectificar el rumbo de la autonomía económica, porque gozamos de los recursos necesarios para tan alta empresa. La formación de verdaderos americanos es crucial. La educación americana debe reorientarse, enseñar a vivir22, como patentó la obra robinsoniana en el siglo XIX y hacernos parte de este espacio físico y de su relación con las gentes, incorporarnos al cuerpo colectivo en una mutua labor americana de sociabilidad23.
Uslar Pietri decía que los hechos americanos son la complejidad del alma humana24, dado los eventos históricos y culturales de América: su aparición súbita, su proceso de transformación institucional y religiosa a cargo del cristianismo proveniente de la Península, el resquebrajamiento político sufrido que erosionó el fuego emancipador, el largo desarrollo de una identidad interminable, reflejan las profundas contradicciones, anhelos y luchas internas del ser humano, figurándolo como un espacio histórico de continua discordia reflexiva.
Volvemos a ese terreno simbólico, al sitio de las complejidades que exceden las rutinas de lo estrictamente racial, cultural y social. La uniformidad espiritual que selló España sobre los pueblos americanos pudo conectar a las distintas comunidades para ensamblar una casa de entendimiento recíproco, de tal manera que, según esta línea de comunicación religiosa, las sociedades combinaron todas sus mitologías, todas sus leyendas, sin perder ese rasgo originario, para conformar una asociación tácita, una sustancia simbólica que les une por las historias análogas a sus raíces primeras, y estas vías de acoplamiento, maniobradas por los años de formación de los distintos ingredientes de la cocción intercultural, se anexan entre sí para otorgar una plataforma cultural moderna, que sería el mestizaje creador de hombres nuevos, como resultado del procedimiento de variables culturales a consonancia identitaria.
Y con lienzo teñido por los procesos naturales de convivencia cultural, podríamos afirmar con rectitud, que el mestizaje es una articulación histórica que expresa la imaginación y la variedad de la vida misma, en todas sus fases conocidas, un espectáculo de simbiosis sin precedentes, que dieron forma a nuevas maneras de ver, de sentir y de pensar la vida, creando bases inéditas para la estructuración de nuevos mapas de sentido histórico. Grande es el amontonamiento de razas y de otras culturas, así como gigante el propósito de nuestro futuro en el mundo25, que tendrá sus ojos puestos sobre este Hércules geográfico, que es nuestra querida América.
No queremos ser Londres, Nueva York, Tokio, Moscú o París; deseamos que nuestras capitales sean ejemplares para todo el mundo, llenas de civismo y de leyes, de alta cultura y de admirable educación, que por historia podríamos ser, dado nuestros bienes naturales y nuestra fortuna humana, rebosante de ingenio y de inteligencia. El dignatario mestizo, armado con la carga de la responsabilidad trascendental, tiene la obligación continental de reivindicar su posición en el escenario mundial. El conjunto de nuestra civilización desea con fervor ver a nuestra región unificada y decidida, bañada en laureles, en la cima de la excelencia, con audacia y voluntad. Esta maravillosa mezcla no es sólo de etnias, también lo es de sueños y pasiones pletóricas, de fuerzas indomables y de firme espiritualidad.
No sólo en el corpulento norte reside el vigor americano26, sino que anida en el corazón de cada guerrero del centro y sur, legatarios de encendidos espíritus que rigieron la más brillante campaña heroica de todos los tiempos, que fundaron naciones brillantes con tributos de sangre, con tenaz denuedo y con insufrible ajetreo, propio de los inusitados majaderos, forjadores de estas legiones incipientes que en estos tiempos se adueñan de las herencias depositadas en el cuerpo colectivo de este dilatado hemisferio. He ahí nuestra esencia: una raza forjada a fuego y plomo27, en el filo de lanzas y bayonetas. ¡Somos linaje de héroes, colosos que empuñan las riendas del destino de la América mestiza!
Las condiciones de la naturaleza americana, exuberante y pródiga; la epopeya de la conquista, milagro de energía humana, que nos asistió al nacer en la vida universal; la epopeya grandiosa, semejante a las mitologías de las antiguas civilizaciones, que nos condujo hacia la vida libre; y los presagios de cien años, intuidos en una vida inaudita por sus turbulencias, desconcertantes contradicciones y afirmaciones viriles, son una profecía segura de ese destino trascendental, en cuyas curvas sinuosas, como la vida misma, la humanidad contemplará el asombro de un nuevo mundo espiritual28.
Alberto Adriani, Textos Escogidos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1998, p. 19.
Arturo Uslar Pietri, En busca del Nuevo Mundo, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1969, p. 9.
En el siglo XX, América Latina y Central vivieron varias revoluciones de izquierda significativas, incluyendo la Revolución Mexicana (1910-1920), la Revolución Cubana (1953-1959), la Revolución Sandinista en Nicaragua (1979), la revolución de la Nueva Política en Chile (1970-1973), la Revolución Boliviana (1952) y la Revolución Bolivariana (1999), además de numerosos movimientos guerrilleros en países como Venezuela, Colombia, Perú, El Salvador y Guatemala.
Arturo Uslar Pietri, La otra América, Madrid, Alianza Editorial, 1974, p. 82.
Luis Alberto Sánchez, América: Novela sin novelistas, Lima, Librería Peruana, 1933.
Arturo Uslar Pietri, La creación del Nuevo Mundo, Madrid, Colecciones Mapfre, 1991, p. 22.
Uslar Pietri, Carpentier y Asturias contribuyeron al entendimiento de la identidad latinoamericana al integrar en sus obras literarias una reflexión profunda sobre la historia, la cultura y la realidad social de la región, resaltando la riqueza del mestizaje, el legado colonial y la lucha entre modernidad y tradición, ofreciendo así una visión crítica y autóctona de la identidad continental.
Años después de publicar Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano reflexionó sobre su obra, reconociendo tanto su orgullo por abordar la explotación en la región como las limitaciones de su visión simplificada, que evolucionó hacia un enfoque más matizado y consciente de la complejidad de los problemas sociales y políticos, lamentando que muchas injusticias que describió seguían presentes.
Esta perspectiva ha llevado a un debate sobre la objetividad y el enfoque de su análisis histórico, considerándose que su interpretación puede estar influenciada por un contexto ideológico que busca reivindicar la historia colonial desde una óptica más favorable a la metrópoli.
William Ospina, América Mestiza, Bogotá, Random House Mondadori, 2013, p. 11.
Uslar Pietri, En busca del Nuevo Mundo, p. 25.
Ramos, Víctor H., “¿Existe una identidad latinoamericana? Mitos, realidades y la versátil persistencia de nuestro ser continental”, Utopía y praxis latinoamericana, año 8, n.º 21 (2003), p. 119.
Edmundo O’Gorman, La Invención de América, Ciudad de México, Tierra Firme, 1977, pp. 48-49.
Referente al concepto, el autor hace referencia al título del célebre libro del periodista venezolano Carlos Rangel, sobre este libro podemos decir que «es el primer ensayo contemporáneo sobre la civilización latinoamericana que aporta una interpretación verdaderamente nueva y probablemente exacta. Es decir (primera condición de una interpretación exacta) que el autor comienza por disipar las interpretaciones falsas, las descripciones mentirosas y las excusas complacientes. Por lo mismo, Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario es un libro indispensable no sólo para la comprensión de Latinoamérica, sino de una buena parte del mundo contemporáneo, donde se reproducen los mismos fracasos, las mismas impotencias, las mismas ilusiones». Jean-François Revel, Prólogo, en Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario, 10.ª ed., por Carlos Rangel, Caracas, Monte Ávila Editores, 2009, p. 9.
Uslar Pietri, La otra América, pp. 29-38.
Itinerario documental de Simón Bolívar: Escritos selectos, Caracas, Ediciones de la Presidencia, 1970, pp. 148-171.
Ibíd., p. 352.
La geografía del continente americano, con su vasta diversidad de climas, ecosistemas y recursos naturales, ha sido crucial para el desarrollo de civilizaciones, el intercambio cultural y económico, y la configuración de relaciones de poder global desde la era precolombina hasta la actualidad.
Alfredo Barnechea, Peregrinos de la lengua, Lima, DeBolsillo, 2019, p. 14.
Irarrázaval, Diego, “Mestizaje Latinoamericano”, Revista Temas Sociológicos, n.º 13 (2009), p. 210.
Miguel Serrano, Prólogo, Antología del verdadero cuento en Chile, Santiago de Chile, Primera Edición (1968), p. II.
Arturo Uslar Pietri, Educar para Venezuela, Caracas, 1981, p. 169.
Simón Rodríguez, Sociedades americanas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1990, p. 199.
El Dr. Uslar Pietri hace esta mención en su célebre programa televisivo “Valores Humanos”.
Adriani, Textos Escogidos, p. 38.
El autor se refiere a la popularidad e influencia de los Estados Unidos de América en el mundo.
No sólo debemos nuestra composición histórica e identitaria a las Guerras de Independencia, también existe un lazo histórico con nuestros trescientos años de conquista colonial, otorgándonos las estructuras institucionales, la religión católica y la lengua española como factores característicos de importancia para nuestra identidad continental.
Adriani, Textos escogidos, p. 19.
Gran articulo!
Simplemente sublime, excelente artículo para entender la realidad de la américa mestiza.