
Hace unos quince años, un escritor venezolano, don Laureano Vallenilla Lanz, famoso ya en Hispanoamérica por sus obras históricas, comenzaba con estas palabras una conferencia en el Instituto Nacional de Bellas Artes de Caracas: «La sola enunciación del asunto que vamos a tratar ha despertado cierta curiosidad en algunos espíritus tan cultos como patriotas, los cuales comprendiendo la necesidad que tienen los pueblos de abrigar un ideal y de profesar una religión, temen que yo venga aquí a cometer un atentado contra las glorias más puras de la patria».1
En estudios anteriores, este descendiente de conquistadores y héroes de la Guerra de Independencia hispanoamericana había, con un ardor al servicio de una documentación implacable, demolido algunos de los errores de la historia oficial o de la historia escrita por extranjeros. En aquella tarde, él abordó la más enorme de todas, aquella que, al distorsionar por completo la historia de la Guerra de Emancipación, es consecuencia de las mentiras acumuladas a lo largo de tres siglos de historia anterior e implica parte de los errores y malentendidos a los que está sometida la historia del siglo XIX.
Ante sus oyentes, todos ellos pertenecientes a la mejor sociedad de una de las ciudades más cultas de Hispanoamérica, el señor Vallenilla Lanz pronunció un discurso que es el primer capítulo de su libro de reconstrucción histórica, Cesarismo democrático (1919), y que puede resumirse en pocas líneas: nuestra revolución nada tiene que ver con el ejemplo y las teorías de la Revolución Francesa; nuestra guerra de liberación no fue, como pretende la historia oficial, una lucha entre americanos patriotas y los ejércitos del Rey de España, sino una guerra civil y social entre americanos partidarios de la autonomía o independencia y americanos partidarios de la causa del Rey. Al comienzo de una amarga guerra que duró quince años, estos últimos eran los más numerosos. Todos sus oyentes son excelentes patriotas, republicanos y demócratas, pero los bisabuelos de más de la mitad de ellos eran monárquicos que tomaron las armas para defender los derechos de la Corona española contra la joven República.
El orador había resumido y citado cifras y documentos de archivo, memorias, cartas, proclamas, informes oficiales de caudillos y estadistas de las repúblicas sudamericanas emancipadas, materiales todos que pueden encontrarse en cientos de grandes volúmenes de documentos publicados por los gobiernos de España e Hispanoamérica. Y fue un escándalo, porque algunas verdades no son buenas para decirlas en público.
Y en los países democráticos de Hispanoamérica y Europa, hay dos formas de escribir la Historia. Hay dos historias: la falsa y la verdadera. La primera se dirige a los niños de la escuela primaria, al pueblo llano y a los burgueses que, habiendo terminado sus estudios hacia los dieciséis años, no los prosiguen y se contentan con leer las llamadas obras populares. En suma, ésta es la historia de la que la gran masa de votantes extrae sus ideas, opiniones, amores y odios: la historia del sufragio universal.
La otra tiene un carácter casi confidencial, por lo restringida que es la élite a la que se dirige; sólo se enseña una parte a los candidatos a la licenciatura y a la pedagogía de historia, pero sólo una parte, porque incluso en los niveles más altos de la universidad, la enseñanza pública comete errores a menudo deliberados, dictados por el interés en defender por este medio una doctrina o un régimen. De hecho, hay regímenes que no durarían otros treinta años si en la enseñanza primaria y secundaria se enseñara la verdadera historia. La separación entre las dos clases es tan clara que, en Francia, un ilustre profesor ha publicado dos obras de historia, una para la enseñanza primaria y otra para la enseñanza superior, que, en varios episodios, están en contradicción formal, siendo una la negación de la otra.
En cuanto a la historia americana, en Francia no hay diferencia entre las dos enseñanzas: es, agravada por una multitud de errores incoherentes de hechos y fechas, la historia oficial que se enseña a los niños de las escuelas primarias, y esta historia es la obra maestra —si es lícito utilizar esta palabra—, la peor obra maestra del misticismo revolucionario. Según ella, los indios, negros, mestizos y blancos de la América española habían vivido durante más de trescientos años bajo un régimen de oscurantismo, absolutismo y tiranía, martirizados por los virreyes y sus secuaces, y por la Inquisición; los indígenas, incluso los criollos de pura sangre española, estaban excluidos de todas las funciones públicas; todas las industrias estaban prohibidas, la fabricación del menor instrumento era castigada con la muerte bajo la Inquisición, etc., etc. En 1810, educado e inspirado en el ejemplo de la Revolución Francesa, el pueblo se sublevó desde el Río de la Plata hasta las fronteras del norte de los Estados Unidos, rompió sus cadenas y proclamó la República. El Rey de España envió ejércitos para volver a someterlos a su yugo. Tras quince años de guerra, la libertad triunfa, Hiapanoamérica es libre y el pueblo, soberano.
La verdadera Historia, esa que se oculta al pueblo, esa que es absolutamente imposible de refutar, dice: la administración española en América no fue perfecta, pero pudo serlo, incluso se propone como modelo en muchos puntos. Sobre todo, fue paternal con los nativos. La Inquisición, a la que se critica en verso y en prosa por haber quemado a cientos de miles de indios, no quemó ni uno solo de ellos; en cuanto a los blancos, condenó por el delito de herejía a menos en todo un continente y en doscientos cincuenta años que algunos tribunales seculares de Europa en un año y en una sola ciudad. Existían en Hiapanoamérica libertades y franquicias municipales que ya no existen en ninguna república del Viejo o del Nuevo Mundo. Ninguna industria estaba prohibida; algunas eran más prósperas que en la actualidad. Los americanos no estaban excluidos de los cargos públicos; había más altos funcionarios criollos que nativos en muchas colonias europeas del siglo XX. Los autores de los manuales dan como prueba del sometimiento de América por la monarquía española que sólo hubo dieciocho virreyes o gobernadores criollos. ¿Cuántos virreyes o capitanes generales naturales del país han habido en la India y en Argelia? Esta indignación es tanto más cómica cuanto que la mayoría de los promotores de la Revolución Emancipadora eran oficiales criollos y altos funcionarios.
En algunos casos y en algunas regiones, la gente de color estaba sometida a una verdadera tiranía, no la del gobierno metropolitano, sino la de los criollos, nobles, industriales y grandes terratenientes. Los motines populares no son infrecuentes. Todos se llevaron a cabo al grito de: «¡Viva el rey!». El rey y sus agentes inmediatos eran los protectores del pueblo, pero sus leyes y reglamentos eran a menudo ineficaces. Los patronos se quejaban de la legislación que ponía trabas a la industria; los «filósofos» europeos actuaban como sus portavoces y acusaban al Rey de España de tiranía. Leed estas leyes y veréis que la mayoría de los artículos calificados de meticulosos y acosadores no tienen otro fin que proteger al proletariado autóctono contra la inhumanidad y rapacidad de los patronos.
La señal de la revolución provino de estos patronos y grandes terratenientes, a los que se unieron abogados, médicos y profesores; la dieron los nobles, que a menudo habían entrado en conflicto con los representantes del rey porque éstos querían facilitar el acceso de la pequeña burguesía a funciones reservadas a la nobleza e incluso favorecían a los hombres de color, porque, en una palabra, ¡el rey y sus ministros estaban imbuidos de ideas «democráticas»! El señor Vallenilla Lanz aporta numerosas referencias y documentos oficiales de la época que asombrarían a los desconocedores de esta historia. No es de extrañar, pues, que el pueblo se levantara en armas contra quienes pedían la independencia. Nunca el mito revolucionario y democrático ha sido tan rotundamente desmentido, por lo que no hay historia más falsificada que ésta.

La causa inmediata de la revolución emancipadora en Hispanoamérica fue la invasión de España por el ejército de Napoleón, el derrocamiento del rey legítimo y la elevación al trono de José Bonaparte. Todos los americanos se pusieron del lado del rey encarcelado por el emperador francés, que era visto en el Nuevo Mundo como la encarnación de los principios revolucionarios y anticatólicos. No hay país donde la Revolución Francesa haya inspirado más horror que en la América española durante los primeros años de la lucha por la emancipación. Los letrados y aristócratas que se entusiasman con las ideas de la Encyclopédie fueron tan minoritarios que no pudieron inspirar ninguna acción. Siguieron el movimiento e intentaron canalizarlo. «¡Queremos al viejo rey o a nadie!». Ese fue el grito unánime. Las juntas locales y regionales, siguiendo el ejemplo de las de España, se forman «para salvaguardar los derechos de Fernando VII y defender la religión católica y la Inmaculada Concepción»; exigen o proclaman la autonomía y afirman su derecho a gobernar y administrar el país mientras el trono esté vacante. El Consejo de Regencia cometió el error de tratarlas como rebeldes.
Y esa fue la guerra. Pero en cuanto quedó claro que los líderes del movimiento aspiraban a la independencia y no dejarían de luchar por ella, aunque se restaurara la monarquía legítima, la América española se dividió en dos bandos: el de los partidarios de la independencia bajo la autoridad de Fernando VII u otro príncipe de la familia Borbón designado por él, y el de los monárquicos partidarios de España.2 En estricto derecho, los primeros tenían razón, porque jurídicamente, América no era una colonia de España (la palabra «colonia» no se encuentra en ningún documento), sino reinos, señoríos, repúblicas (las tres palabras eran sinónimas), propiedad personal de los herederos y sucesores legítimos de Isabel la Católica. La fuerza de los acontecimientos, el abismo cavado por la guerra, la intransigencia del gobierno español y del propio Rey conducirían más tarde a la independencia absoluta y después a la República.
La Guerra de la Independencia fue, por tanto, una guerra civil; y por eso duró quince años y continuó ferozmente, con una implacabilidad sin precedentes por ambas partes. Si España sólo hubiera contado con sus propios soldados y tesorería para luchar contra los rebeldes, la contienda no habría durado seis meses. Basta pensar que, durante los primeros años de la guerra, ella estuvo ocupada casi en su totalidad por los ejércitos de Napoleón, contra los que lucharon con feroz heroísmo todas las fuerzas del país. Incluso después de la restauración de Fernando VII, España era demasiado pobre y estaba demasiado agotada para sostener una guerra contra todo un continente sublevado. Las cifras, además, son abrumadoramente elocuentes: el número total de tropas enviadas desde España a todas las colonias insurgentes, entre 1811 y 1819, fue de 42.167 soldados. Entre 1811 y 1815, sólo unos 1.800 hombres desembarcaron en Venezuela, donde la guerra alcanzó su punto más encarnizado. En 1820, en plena guerra general en toda la América española, el número de soldados metropolitanos era de 23.400, que ni siquiera habrían bastado para someter a un solo país. La causa de España en América fue defendida por los americanos.
El carácter de guerra civil fue afirmado —¡con cuánta rabia patriótica, con cuánta indignación conmovedora!— por los líderes militares y civiles del movimiento independentista: «Los pueblos se oponen a su bien y el soldado republicano es mirado con horror; no hay un hombre que no sea enemigo nuestro; voluntariamente se reúnen en los campos a hacernos la guerra; nuestras tropas transitan por los países más abundantes y no encuentran qué comer; los pueblos quedan desiertos al acercarse nuestras tropas y sus habitantes se van a los montes, nos alejan los ganados y toda clase de víveres, y el soldado infeliz que se separa de sus camaradas, tal vez en busca de alimentos, es sacrificado. El país no presenta sino la imagen de la desolación. Las poblaciones incendiadas, los campos incultos, cadáveres por donde quiera, y el resto de los hombres reunidos por todas partes para destruir al patriota».3
«Tenemos que lamentar, entre tanto, un mal, el más sensible, y es el de nuestros compatriotas que se hayan prestado a ser el instrumento odioso de los malvados españoles», dijo Bolívar en un documento oficial y público.4
Y cuando, tras una serie de sangrientas derrotas, la causa republicana se extinguía en Venezuela, el Libertador lanzó esta terrible acusación en una proclama: «Si el destino inconstante hizo alternar la victoria entre los enemigos y nosotros, fue sólo en favor de pueblos americanos que una inconcebible demencia hizo tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro a sus tiranos. Así parece que el cielo para nuestra humillación y nuestra gloria ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros. […] Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno, derramando vuestra sangre, incendiado vuestros hogares y os han condenado a la expatriación».5
Estas características son comunes a las guerras de emancipación de todos los pueblos hispanoamericanos. Pero cada gran región o futuro Estado tiene sus propias características particulares, a menudo opuestas a las de los demás, aunque el punto de partida sea el mismo en todas partes. Esto se debe a que, contrariamente a un error muy extendido, estos pueblos difieren entre sí tanto como los pueblos de Europa, aunque exista una unidad de lengua y religión. Difieren en cuanto a las razas más o menos amalgamadas aquí, o en violento antagonismo allá; en cuanto al mayor o menor número de indios, negros y mestizos; en cuanto al origen de los criollos, descendientes de españoles u otros europeos; en cuanto al pasado precolombino, que persiste en las costumbres de nativos pertenecientes a un centenar de razas diferentes; y en cuanto a la eterna influencia del medio geográfico —clima, montañas, llanuras, mar— que moldea la Historia. Veamos las características específicas de cada uno de los tres grandes focos de la lucha por la emancipación: México, las provincias del Río de la Plata (futura Argentina) y Venezuela, que, a través de su unión con Nueva Granada y Ecuador, formó la efímera Gran Colombia.
En México, en 1810, un cura llamado Hidalgo provocó un gran levantamiento de indios, a los que atrajo y reclutó con el señuelo de masacrar a los blancos, saquear sus propiedades y prometerles una parte de la tierra. Un pobre párroco rural, dice la historia oficial, un hombre del pueblo que había estudiado la Encyclopédie y a Rousseau, y se interesaba por las miserias de los nativos. Este pobre cura tenía unos ingresos anuales de cuatrocientos mil francos de nuestra moneda. Levantó una guerra de razas y una guerra social al grito de: «Viva el Rey y la Virgen de Guadalupe», cuyas imágenes preceden la primera línea de su ejército. Era un desviado de la Iglesia que se rodeó de una corte que él quiso que fuese real, en cuyas fiestas presidía su señora. Se adjudicaba el título de Alteza Serenísima y pretendía someter a México a una monstruosa teocracia demagógica de la que él será el soberano.
Su sucesor, otro párroco, Morelos, fue igual de siniestro y extravagante: restableció la Inquisición con otro nombre y redactó leyes contra los extranjeros, a los que se prohibiría la entrada en suelo americano porque ponían en peligro «la pureza de la Santísima Virgen». Las hordas de estos dos anabaptistas incendiaron más de medio México y fueron finalmente derrotadas, aniquiladas o dispersadas en 1816 por los ejércitos del Virrey, en su gran mayoría mexicanos. Así pues, una guerra civil.
Es imposible encontrar en esta aventura un solo rasgo que permita ver la más mínima influencia de los enciclopedistas, los constituyentes y los convencionistas franceses.
En 1821 se logró la emancipación, sin lucha, por acuerdo de casi todos los mexicanos de todas las clases y castas. No se trató de una revolución, sino de una contrarrevolución, una reacción católica contra el parlamentarismo liberal que gobernaba España desde que Fernando Vil se vio obligado a restaurar la Constitución de 1812, tras las revueltas militares desencadenadas por Riego. Los mexicanos se opusieron a que esta Constitución se implantara en su país; exigieron que se mantuvieran las antiguas Leyes de Indias; protestaron contra la expulsión de los jesuitas; se indignaron al ver que el Virrey y todos los altos oficiales españoles de guarnición en México eran masones. El alto clero tomó la iniciativa en el movimiento independentista. La masonería, que hoy afirma que la emancipación de México es obra suya y de la influencia de la Revolución Francesa, prohibió a sus miembros, bajo pena de muerte, participar en ella: quiere que México siga siendo colonia española.
El plan del levantamiento y los artículos esenciales de la Constitución de un México independiente, del que sería soberano Fernando VII o alguno de sus parientes, fueron redactados en la celda de un monje «inquisidor honorario». La ejecución fue confiada al coronel Iturbide. Marchó sobre la Ciudad de México con un ejército de mexicanos, muchos de los cuales habían luchado contra las hordas de Hidalgo y Morelos. Bastaba que apareciera para que los pueblos se abrieran y aclamaran; en un informe admitió que había triunfado sin esfuerzo y que su ejército había marchado como sobre una alfombra de rosas. El poder español se derrumbó instantáneamente porque no tenía ejército, porque todos los mexicanos habían acordado que la Guerra de Independencia, que era una guerra civil, había terminado.
Desgraciadamente, Iturbide, embriagado por su fácil éxito, tomó la corona ante la aclamación del pueblo y del ejército, en lugar de ofrecérsela a un príncipe de la Casa de Borbón. Oficiales celosos le destronaron. Así comenzó un largo periodo de nuevas guerras civiles y anarquía, en el que las logias masónicas «yorquinas», fundadas por anglosajones procedentes de Estados Unidos, desempeñaron un papel considerable.
En el Virreinato de la Plata, la revolución libertadora fue dirigida por los grandes comerciantes en beneficio propio y del puerto de Buenos Aires. El enemigo no era el rey de España, sino el comercio de Cádiz, que no quería renunciar a sus lucrativos privilegios. La revolución no consistió en proclamar los derechos humanos, sino los derechos de aduana. En el casi medio siglo transcurrido desde que Carlos III le concedió libertad de navegación y comercio, el puerto de Buenos Aires ha experimentado un auge extraordinario; la ciudad, antes pobre y abandonada, se está poblando y enriqueciendo. Querían aún más libertades, una autonomía total para ser aún más prósperos.
Parece que Buenos Aires estaba destinada a ser uno de los mayores puertos del mundo. Pero su comercio tropezó con la intransigencia del comercio de Cádiz, cuyos dirigentes —aunque liberales— impusieron su voluntad al Parlamento liberal español que se había refugiado en la ciudad mientras el ejército francés ocupaba la mayor parte de la Península. Tan pronto como Fernando VII fue restaurado en el poder, estos mercaderes de la Metrópoli pagaron una expedición militar contra Sudamérica. Se rompieron los últimos lazos con España, pero no con el Rey, ya que se esperaba que aceptara seguir siendo el soberano de La Plata o le diera un príncipe de su familia. La independencia fue proclamada en 1816 por un Congreso, de cuyos miembros más de la mitad eran sacerdotes y monjes que enseñaban en la Universidad.
El nuevo Estado tomó el nombre de Provincias Unidas de la Plata, un nombre inmerecido, ya que no podían estar más desunidas de lo que estaban. Buenos Aires había hecho la revolución en su propio beneficio y quería imponer su voluntad y su gobierno a las provincias. Las provincias se levantaron contra la capital, junto con Montevideo, el puerto vecino y rival. La lealtad al Rey y a España no era sólo una cuestión de sentimientos; estaban en juego poderosos intereses económicos, e incluso hubo enfrentamientos de razas. Y esto continuaría durante muchos años después de terminada la Guerra de la Independencia. Después de esta guerra contra el tirano extranjero, dice la Historia oficial, comienza un período de guerras civiles y anarquía. No, continua la misma guerra civil.
Las fuerzas de la naturaleza chocan: la estepa se enfrenta a la ciudad, la provincia a la capital, la montaña a la orilla del mar. El gaucho, el hombre de las inmensas llanuras, el pastor nómada, el centauro, el medio bárbaro es el héroe de estas luchas épicas. Tiene instintos igualitarios, pero para sus dirigentes, y más aún para él, la doctrina democrática consagrada en la Constitución no es más que una fachada tras la cual se desarrollan grandes dramas que nada tienen que ver con la literatura política europea.
Gracias a sus veloces caballos devoradores de espacio, los pastores a caballo se convirtieron en conquistadores. […] A partir del siglo IV de la era cristiana, las invasiones de los atrevidos jinetes (a los que hemos llamado «bárbaros») siguieron arrasando el mundo de los agricultores mediterráneos. Del mismo modo, en Asia, invadieron o amenazaron las ricos latifundios de los campesinos chinos.6
Lo mismo ocurrió en América en el siglo XIX.
De estas estepas (de Asia) surgieron algunos de los más grandes y audaces conquistadores de la historia, Gengis Kan, Timur, Kublai. Puede decirse que es por estas estepas, por las aptitudes conferidas al pueblo pastor, por su subordinación geográfica al medio, que se explican en parte las cualidades y habilidades que les hicieron tan poderosos.7
Los mismos fenómenos de geografía humana o política se dan en las estepas de Hispanoamérica. Pero es sobre todo en Venezuela —donde al pastor a caballo se le llama llanero (de llano, planicie)— donde deben ser estudiados; allí superan, en importancia histórica y social, a los de la pampa argentina, y su estudio a profundidad le confiere a la obra del señor Vallenilla Lanz un interés considerable.
Venezuela es el único país de Hispanoamérica donde, desde el inicio de la insurrección, se proclamó la República y los Derechos del Hombre. Esto se debe a que en Venezuela —especialmente en Caracas—, más que en ningún otro lugar, los promotores de la Revolución fueron nobles y letrados. El gran patricio Bolívar comenzó como un verdadero discípulo de los jacobinos franceses, pero incluso antes de llegar al poder, educado y transformado por terribles experiencias, pensaba y escribía —y más tarde actuaría— como un reaccionario, un tradicionalista y un positivista. Además, las teorías revolucionarias europeas no tienen sentido para las masas populares, ni siquiera para la burguesía. Sólo saben que la religión católica está amenazada por los innovadores europeos, y eso basta para justificar su odio. Más que en La Plata, las fórmulas extranjeras no eran más que frágiles fachadas. Y aquí, también, la lealtad al Rey (no para toda la población, sino para los grandes y salvajes actores del drama) no será más que otra fachada, destrozada por el puntapié de un caballo.
Fueron los llaneros, los pastores a caballo de las pampas venezolanas, quienes enterrarían en sangre y ruinas la primera de las repúblicas hispanoamericanas. Doce mil de ellos, bajo el mando de un contrabandista español llamado Boves, recorrieron al galope parte de Venezuela, saqueando, incendiando y matando gente por doquier, sin perdonar a mujeres y niños. Es un huracán, un ciclón de paso. Les empujan sus instintos primitivos, el odio del bárbaro contra el civilizado, del indio y el mestizo contra el blanco, del nómada contra el sedentario y el citadino. Sobre este tema, los autores de libros de texto e historias que se ajustan al mito revolucionario del «pueblo», sacudiéndose el yugo del tirano extranjero, escriben páginas elocuentes y vengativas contra la forma sanguinaria en que los españoles hicieron la guerra a los republicanos americanos. ¿Españoles? No había ni doscientos de ellos en este ejército, en estas hordas «realistas». Todos los llaneros eran venezolanos.
Los mismos historiadores celebran las hazañas del ejército de héroes puros, de ciudadanos venezolanos, que acabaron tomando el poder, reviviendo y resucitando la República. Contrastan a los héroes con los bandidos. Pero bandidos y héroes son los mismos personajes. Los llaneros se pasaron al servicio de la República porque las autoridades españolas no les daban la «parte de combatientes» que les habían prometido, porque los altos oficiales españoles querían someterlos a la disciplina de un ejército popular civilizado y porque, finalmente, tras la muerte de Boves, encontraron en uno de ellos, el general Páez, al que llamaban su «mayordomo», un magnífico líder, y Páez optó por la República.
Un oficial inglés que sirvió a la causa de la Independencia en el ejército de Páez escribió en una Memoria las siguientes líneas sobre los modales de los llaneros:
Como resultado de su educación, contraen el hábito de apropiarse lo ajeno y tan enviciados están en ello que no hay temor de castigo que les sirva de escarmiento. Los llaneros son hombres de elevada talla y buena musculación, capaces de sufrir grandes fatigas y por lo general m u y sobrios, pero falaces, astutos y propensos a la venganza. Para satisfacer esta pasión no se detienen en medios, poniendo en práctica las acciones mas crueles y sanguinarias. Derraman la sangre de sus más queridos deudos por el motivo mas trivial, y con la mayor indiferencia, y a no haberlos contenido en alto grado la actividad y energía de su caudillo, ellos se hubieran apoderado de todas las riquezas del país. El general Páez posee todos los requisitos necesarios para mandar a esa gente y tenerla sometida; es tal vez el único hombre en Colombia que puede contener eficazmente su rapacidad y la pasión que tienen por el asesinato. No los gobierna por medio de leyes, sino que confía en sus propias fuerzas para aplacar los disturbios y castigar las faltas. Cuando alguno comete acción que merece castigo, o manifiesta disgusto por las providencias que él ha tomado, lo amenaza con un combate cuerpo a cuerpo, que él se ve obligado a aceptar, conforme a la costumbre, o exponerse a que sus compañeros lo arrojen de las filas. Así reciben el castigo de su falta por manos de su mismo jefe, cuyo valor siempre le saca vencedor; y esta circunstancia, más que ningún otro medio, aumenta el respeto que le tienen semejantes soldados.
Cuando yo servía con él, Páez no sabía leer ni escribir, y hasta que los ingleses llegaron a los Llanos no conocía el uso del cuchillo y del tenedor: tan tosca y falta de cultura había sido su vida anterior; pero cuando comenzó a rozarse con los oficiales de la Legión Británica, imitó sus modales, costumbres y traje, y en todo se conducía como ellos hasta donde se lo permitían los hábitos de su primera educación. […] Se sabe que ha hecho morder el polvo con su brazo a treinta o cuarenta hombres en un solo encuentro, y él es sin disputa la primera lanza del mundo.8
Con semejantes centauros y semejante general, ¡qué lejos estamos de la Encyclopédie y de los principios inmortales de Europa! Pero este Páez, al que con razón se ha comparado con un Khan tártaro, es de una inteligencia muy elevada y lúcida, posee todas las dotes innatas de un jefe militar y de un Hombre de Gobierno; recuerda a aquellos rudos barones analfabetos de la Edad Media, mencionados por Augusto Comte, que eran a la vez fieros guerreros, hábiles administradores y perfectos magistrados. Convertido en dictador soberano de Venezuela con el título de presidente constitucional tras la desintegración de la Gran Colombia, es uno de los jefes de Estado más admirables de toda Hispanoamérica, un mantenedor del orden, un salvador.
Tras la reconquista de Venezuela por las tropas realistas, Bolívar retomó la lucha; su genio y actividad devoradora sacaron recursos de la nada y de las ruinas: reconstituyó regimientos de voluntarios que, aumentados por los llaneros de Páez, aseguraron el triunfo definitivo de la República en pocos años. Los llaneros seguían a Bolívar a todas partes, hasta Ecuador y Perú; el gran patricio blanco, semidiós de la guerra, centauro intrépido como ellos, les inspiraba un entusiasmo fanático; pero, a pesar del prestigio y el poder del dictador-generalísimo y del «mayordomo», siempre fue difícil y a menudo imposible someterlos a la estricta disciplina de los ejércitos regulares. Estaban obligados a dejarles saquear las granjas y robar los rebaños de los monárquicos; y llaman monárquicos a todas las granjas que les gusta saquear, a todos los rebaños que encuentran a su paso. Son a la vez la salvación y el azote de la República.
No pueden Vds. —escribió Bolívar a uno de sus amigos al final de la guerra— formarse una idea exacta del espíritu que anima a nuestros militares. Estos no son los que Vds. conocen; son los que Vds. no conocen: hombres que han combatido largo tiempo, que se creen muy beneméritos, y humillados y miserables, y sin esperanza de coger el fruto de las adquisiciones de su lanza. Son llaneros determinados, ignorantes y que nunca se creen iguales a los otros hombres que saben más o parecen mejor. Yo mismo, que siempre he estado a su cabeza, no sé aún de lo que son capaces. Los trato con una consideración suma; y ni aun esta misma consideración es bastante para inspirarles la confianza y la franqueza que debe reinar entre camaradas y conciudadanos. Persuádase Vd., Gual, que estamos sobre un abismo, o más bien sobre un volcán pronto a hacer su explosión. Yo temo más la paz que la guerra.9
Refiriéndose a estos mismos llaneros y a otros miembros del ejército libertador, Bolívar le dijo a un francés que había sido uno de sus oficiales:
En los primeros años de la independencia, dijo S. E., se buscaban hombres, y el primer mérito era ser valiente:hombres de todas clases eran buenos con tal de que peleasen con brío. A nadie se podía recompensar con dinero, porque no había: sólo se podían dar grados militares para estimular el entusiasmo y premiar las hazañas. Así es que hombres de todas especies se hallan hoy entre nuestros generales, jefes y oficiales, y la mayor parte de ellos no tienen otro mérito, sino el valor brutal, que ha sido tan útil a la República; y en el día, en medio de la paz, es un obstáculo al orden y a la tranquilidad: pero fue un mal necesario.10
Este mal, necesario para liberar a América de la dominación española, no terminó instantáneamente el día en que el último funcionario y oficial español abandonó las costas del Nuevo Mundo. Durante quince años de guerra, los formidables y bárbaros jinetes de las llanuras vivieron del saqueo de los países de los que fueron heroicos libertadores; se dio rienda suelta a sus instintos, no había leyes que castigaran su rapiña y devastación, y si las hubiera habido, habrían sido inaplicables. Los amos de la estepa se han convertido también en los amos de las montañas y las ciudades. En cuanto el régimen dejó de estar en cuestión, es decir, en cuanto la causa de España estuvo perdida, constituyeron un peligro angustioso para el Estado que habían salvado, que quería organizarse en el orden y la paz interior.
Sus instintos se desataron como nunca antes. Se promulgaron leyes terribles, incluida la pena de muerte, contra los ladrones de ganado. No pueden llevarse a cabo. Los jueces son asesinados. Los retóricos, los ilustrados, los doctrinarios de la ideología revolucionaria europea y los fabricantes de constituciones explotan estos instintos, y vemos bandas de llaneros y gente común en las ciudades sublevándose, exigiendo reformas constitucionales en nombre de principios que les han dicho que son inmortales y que, para ellos, no significan más que la abolición de los impuestos y la libertad de robar.
Páez, su líder, convertido en Hombre de Orden y Gobierno, reprimió a sus llaneros con la energía y crueldad necesarias, y, para gobernar, se apoyó en los conservadores, en los viejos enemigos de los que ahora era ídolo. ¡Un giro inesperado pero lógico de los acontecimientos! Con una valentía y una conciencia ejemplares, el señor Vallenilla Lanz ha arrojado una luz desconocida hasta ahora sobre los acontecimientos de esta época. Nos lo explicó todo: la Guerra de la Independencia fue una guerra civil entre dos partidos; una vez asegurada la independencia en Venezuela, los dos partidos cambiaron de nombre y la lucha continuó, a veces en el Parlamento, a veces en las calles y en los campos, con las armas en la mano. Los monárquicos veteranos, o pertenecientes a familias cuyos miembros habían luchado en la guerra, aceptaron el hecho consumado e, inevitablemente, se situaron en terreno nacional y republicano. Entraron en la República no sólo con sus ideas, sino también con sus rencores, su odio violento contra los enemigos de los quince años anteriores que les habían arruinado y matado a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos.
El primer objeto de su odio y deseo de venganza fue Bolívar, el cual era un Hombre de Orden, un conservador, un reaccionario; pero le culpaban de las atrocidades de la «Guerra a Muerte» al inicio de la lucha por la independencia, mientras que Páez no tenía ninguna responsabilidad en estos hechos. Apoyaron a este último y, como partidarios suyos, pusieron la mira en Bolívar, quien, bajo sus golpes combinados con los de los demagogos, se vio obligado a renunciar al poder y a morir miserablemente en una remota aldea, bajo los insultos de quienes le debían todo. Nadie antes del señor Vallenilla Lanz había sacado estas verdades, y otras muchas de consecuencias trascendentales, de las profundidades de la Historia, porque nadie se había atrevido a afirmar como él, pruebas en mano, destruyendo el mito y haciendo añicos un ídolo de foro: «La Guerra de la Independencia fue una guerra civil».
Los antiguos monárquicos de Venezuela entraron tan bien en la República que en poco tiempo fueron sus amos; poblaron las administraciones del Estado, las cortes fueron suyas, y se hicieron tan fuertes que fueron capaces de elevar a uno de ellos a la presidencia de la República.
Volvamos a la cita de Bolívar sobre el mal necesario durante los años de lucha por la emancipación. Persiste por razones distintas de las que acabamos de ver. Muchos de los oficiales que, tanto como sus soldados, hicieron decir al Libertador que temía más a la paz que a la guerra, quieren, por una ambición personal que nada justifica, ser estadistas, jefes de partido, reformadores. Se lanzan a crear constituciones. Les habían precedido en este camino, incluso durante los años de la guerra, abogados, literatos y burgueses embriagados de quimeras e ideologías desastrosas, que pretendían imponer en la América española modelos de Constituciones tomados de la Francia revolucionaria, de la Inglaterra parlamentaria y de los Estados Unidos. Los principios revolucionarios de Europa, que no habían inspirado más que horror a los promotores del movimiento independentista, entraron entonces en juego en el gobierno del pueblo. Esta desviación agravó la anarquía en que estaba sumida Hispanoamérica desde hace un siglo, y de la que sólo pudo salir, en períodos felices, mediante el orden cesáreo.
En uno de sus estudios más recientes, el señor Vallenilla Lanz demuestra que «el movimiento emancipador encabezado, como casi todas las grandes transformaciones políticas, por “la minoría audaz”, con la incapacidad en que se hallaban nuestros pueblos para practicar principios exóticos, teorías importadas, que apoderándose de la gente semiletrada trastornó la natural evolución de estos países, que sin la Revolución Francesa y el ejemplo de los Estados Unidos, habrían hallado, dentro de las tradiciones españolas y de sus propias idiosincracias, las formas políticas más adaptables al estado rudimentario de sus masas pobladoras y a sus nuevas modalidades de existencia».11
Sólo el genio político del gran positivista Bolívar, incluso antes de que Auguste Comte hubiera formulado su Política positiva, pudo ver dónde residían la razón, el orden y la salvación. Cualquiera que haya leído sus cartas, sus discursos y los preámbulos de los proyectos que presentó a los congresos de ideólogos de la democracia importada, quedará sorprendido por citas características dignas de Comte, Joseph de Maistre o el Renan de la Reforma intelectual y moral.
Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia practica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada.12
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas, no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales.13
«El sistema de Gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política». El gobierno democrático preconizado por los filósofos europeos no tiene estas cualidades, porque es «tan débil que el menor tropiezo lo trastorna, lo arruina».14
No olvidando jamás que la excelencia de un Gobierno no consiste en su teoría, en su forma, ni en su mecanismo, sino en ser apropiado a la naturaleza y al caracter de la nación para quien se instituye. […] Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte. […] La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos a donde han ido a estrellarse todas las esperanzas republicanas. Echad una mirada sobre las repúblicas antiguas, sobre las repúblicas modernas, sobre las repúblicas nacientes; casi todas han pretendido establecerse absolutamente democráticas y a casi todas se les han frustrado sus justas aspiraciones. […] Los gritos del género humano en los campos de batalla, o en los campos tumultuarios
claman al cielo contra los inconsiderados y ciegos legisladores, que han pensado que se pueden hacer impunemente ensayos de quiméricas instituciones.15
El oficio de mi senado es temperar la democracia absoluta; es mezclar la forma
de un gobierno absoluto con una institución moderada; porque ya es un principio recibido en la política, que tan tirano es el gobierno democrático absoluto como
un déspota; así, sólo un gobierno temperado puede ser libre.16
Francia misma continuó bamboleando en el tumulto de agitaciones infinitas hasta que se acordaron los principios del Gobierno con la naturaleza de las cosas y el espíritu de los Ciudadanos. Tan notable y tan reciente fenómeno de la inconsistencia humana en todo lo que es absolutamente especulativo, nos demuestra que ni aun la nación más instruida del universo antiguo y moderno, no ha podido resistir la violencia de las tempestades inherentes a las puras teorías; y que si la Francia Europea, siempre independiente y soberana no ha soportado el peso enorme de una libertad indefinida, ¿cómo será dado a Colombia realizar el delirio de Robespierre, de Marat? ¿Se logrará tomar siquiera este político sonambulismo? ¡Legisladores!, que no os ocurra pasar a la par de los monstruos de la Francia a las posteridades que nos aguardan con su inexorable juicio.17
En los primeros tiempos de la lucha por la emancipación, todos los grandes caudillos y estadistas —la mayoría de los cuales, además, especialmente en Argentina, eran monárquicos— sostenían la misma opinión; pero cuando Bolívar, en 1828, la expresó en estos términos, los ideólogos habían hecho su trabajo, estaban sumiendo a Hispanoamérica en un «sonambulismo político»; ideas democráticas importadas del extranjero, la conducen a la demagogia y luego a la anarquía. En vano los municipios, que son los últimos refugios de los principios de orden y autoridad, en vano los buenos trabajadores de todas las clases extienden sus manos en súplica al Libertador y le piden que imponga la paz mediante una férrea dictadura y, si es necesario, mediante la monarquía. América está envenenada. Los destinos están a punto de cumplirse. Como dijo un escritor sudamericano: «También la América del Sur ha derramado torrentes de sangre en homenaje al Contrato social que, si en manos de los espíritus sensatos fue palanca ocasional de reparación humana, explotado por la plebe dictadora, en el seno de una nación, sirvió de pretexto á los más feroces atentados que registra la historia moderna».18
«Desaparecida la sugestión de la realeza, el pueblo aspiró a restaurar la autoridad en una nueva forma. Los jefes surgieron por generación espontánea y no pudiendo llamarlos reyes, los llamaron Caudillos».19 Esta frase del señor Vallenilla Lanz —que muy pocos americanos se hubieran atrevido a escribir, pues tan poderoso es el mito todavía, en el Nuevo Mundo, incluso en las mentes más desilusionadas— explica una de las principales causas de las revoluciones en las repúblicas hispanoamericanas desde 1825 hasta nuestros días.
Pero una Constitución que está hecha para todas las naciones —ha dicho De Maistre—, no está hecha para ninguna: es una pura abstracción, una obra escolástica, hecha para ejercitar el ingenio partiendo de una hipótesis ideal, y que está destinada al hombre, en los espacios imaginarios en que habita. ¿Qué es una Constitución? No otra cosa que la solución al siguiente problema: Dadas la población, las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, las riquezas, las buenas y las malas cualidades de determinada Nación, hállense las leyes que le convienen.20
Eso es lo que Bolívar repitió durante toda su vida como Jefe de Estado, e incluso antes de llegar al poder. ¿Los legisladores americanos han encontrado las leyes que convenían a sus pueblos? Para decirlo en palabras del Libertador: «Los gritos del género humano en los campos de batalla, o en los campos tumultuarios claman al cielo contra los inconsiderados y ciegos legisladores, que han pensado que se pueden hacer impunemente ensayos de quiméricas instituciones».21 Ninguna de las repúblicas hispanoamericanas tiene la Constitución que necesita, porque los hacedores de esas constituciones han legislado para el hombre ideal, el hombre abstracto, inspirándose en libros de filósofos y textos de leyes redactados por ideólogos de otro continente que han caído ellos mismos en esa falencia.
Adoptaron constituciones extranjeras no porque se adaptaran a sus pueblos —lo que habría sido imposible—, sino porque se ajustaban a la doctrina inexistente de los Derechos del Hombre. A menudo vemos a escritores y políticos de estas repúblicas sostener ingenuamente que su Constitución se inspira en la de la Francia republicana o en la de Estados Unidos, pero que es más perfecta, porque los tres Poderes están mejor equilibrados, que es más democrática, más fiel a los principios de Libertad e Igualdad —principios igualmente abstractos—. Pero estas constituciones «perfectas» son constantemente violadas por el partido en el poder; un partido de la oposición hace una revolución en nombre de los principios constitucionales ultrajados y los viola a su vez tan pronto como ha sustituido al otro.
Yo considero al Nuevo Mundo —dijo Bolívar en 1828— como un medio globo que se ha vuelto loco y cuyos habitantes se hallasen atacados de frenesí y que, para contener este flotamiento de delirios y de atentados, se coloca en el medio a un loquero con un libro [la Constitución] en la mano para que les haga entender su deber.22
Pero, de vez en cuando, la Constitución efectiva se impone a la Constitución quimérica escrita sobre el papel, y los pueblos aceptan o se dan presidentes que el señor Vallenilla Lanz califica de «bolivarianos» porque Bolívar, partidario de la «herencia sociocrática» antes de que Comte hubiera acuñado el término y expuesto la teoría, habría querido que cada una de las repúblicas que fundó o entregó tuviera un presidente vitalicio que nombrara a su sucesor. Ese presidente es un César. A veces surge de entre las masas populares, restablece el orden y, con una autoridad áspera y sabia, repara las faltas de los ideólogos y eruditos que le desprecian porque no tiene el título de licenciado. En los países con llanuras y caballos, tiene características especiales; es el caudillo, una palabra tan intraducible como las de gaucho y llanero. Donde hay caballos y llanuras, ha habido y habrá caudillos.
Hay caudillos malos como hay césares malos. Pero al volver al «caudillismo», los americanos de Venezuela, Argentina y algunas otras repúblicas están volviendo a su Constitución efectiva. Están restaurando la realeza «bajo una nueva forma», una que conviene a sus instintos democráticos e igualitarios y que, al no estar basada en el principio de la herencia de la sangre, es más precaria que la otra. El caudillismo se parece al cesarismo europeo en que es la dominación de un soberano llevado al poder por la democracia y dotado de autoridad absoluta. El caudillo no toma el título de soberano, sino que conserva el de presidente constitucional; no deroga la Constitución importada por los ideólogos, sino que la interpreta a su antojo.
Bajo el nombre de caudillismo o cualquier otro, la dictadura ha sido, durante más de cien años y probablemente lo seguirá siendo por mucho tiempo, el régimen que da a toda la América hispana lo que Bolívar quería para ella, «mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política», incluso en Chile, donde el poder está en manos de una oligarquía de latifundistas cada vez más derrotada por la demagogia y su aliada la banca.
La Ley Boliviana se ha aplicado en casi todas partes. Al ejemplo de México, bajo Porfirio Díaz, mencionado por el eminente historiador y sociólogo Gil Fortoul en un estudio que el señor Vallenilla Lanz cita y comenta, el autor de Cesarismo democrático añade el ejemplo quizá aún más característico, el de la República Argentina donde, después de la caída de Rosas, el régimen caudillista siguió predominando durante mucho tiempo «hasta el general Julio Roca, considerado por sus condiciones de Hombre de Estado en un medio hondamente modificado por el desarrollo económico y la inmigración europea, como “una superestructura del caudillo primitivo”; y quien “durante treinta años ofició de pontífice en la política nacional, estableciendo lo que podríase titular el unipersonalismo presidencial, que en lenguaje corriente mereció el nombre de unicato”, y practicando la Ley Boliviana hasta en la facultad de nombrar el sucesor, mediante el sistema de hacer triunfar siempre al candidato oficial, a lo cual han dado los argentinos el nombre de posteridades presidenciales».23
Perú, uno de los países más aquejados por la demagogia, disfrutó de periodos de paz interna, estabilidad administrativa, reforma financiera y prosperidad económica bajo la dictadura de tres caudillos: Santa Cruz, Castilla y Pierola. El presidente Pardo, que fue el artífice de la reacción civil contra el militarismo de Castilla, fue también un buen jefe de Estado porque creía que «la Constitución es papel mojado» y actuó en consecuencia, es decir, como un dictador.
La Colombia actual es el país que más sufrió los sofismas de finales del siglo XVIII y las Constituciones extranjeras; En menos de ochenta años, ha sido asolada por veintisiete guerras civiles, de las cuales sólo una, en 1879, causó la muerte de ochenta mil hombres. Pero tuvo veinte años de paz interna y prosperidad bajo el gobierno de un caudillo, Rafael Núñez, incrédulo pero positivista, que apeló al clero para que le ayudara a salvar el país: «Núñez —dice Vallenilla Lanz— vio claramente que la única cabeza visible de la unidad colombiana era entonces el Arzobispo de Bogotá, porque adonde no llegaban las órdenes del gobierno nacional llegaban las del Prelado. Y no creyendo o creyendo poco en la influencia divina, creyó conscientemente en la de la Iglesia católica y con ella se alió para restablecer en su Patria la estabilidad política y la tranquilidad social».
Al compartir el poder con la máxima autoridad religiosa, Rafael Núñez hizo añicos la quimérica y asesina Constitución y restableció, en un país donde los indios son mayoría, la Constitución que existía antes de la llegada de los conquistadores. El poder lo ejercían el Zaque, líder laico, y el Lama, líder religioso. «Es la unión del jefe secular con el jefe sacerdotal, el Zaque y el Lama representados en pleno siglo XIX por el Dr. Núñez y el Arzobispo Paúl, la que viene a reconstruir el organismo político de la Nación, a dominar la anarquía, establecer el orden e imponerse durante largos años por encima de un radicalismo anacrónico tan en contradicción con los instintos conservadores y teocráticos del pueblo colombiano».24
Venezuela, donde, a diferencia de Colombia, el clero nunca ha desempeñado un papel político significativo, es la tierra de caudillos por excelencia; es la patria del más grande de todos ellos, el «Khan» Páez. Precisamente porque la masa de su población está fuertemente imbuida de sentimientos igualitarios desde tiempos inmemoriales, sólo puede encontrar la paz interior bajo la autoridad de un César de origen popular. En ninguna parte es el cesarismo el fruto más necesario de la democracia que aquí. Uno de los mejores historiadores de nuestro tiempo, Carlos Pereyra, que sobresale en el arte de decir muchas cosas en pocas palabras o cifras, da el siguiente dato sobre Venezuela en su gran Historia de América Española:
En 1830 la producción era de catorce bolívares por habitante, que en 1875 esa misma producción ascendía a cuarenta y ocho bolívares, y que después de bajar a cuarenta y uno en 1887 y a quince en 1903, llegó a cincuenta en 1913. ¿Por qué? Porque en 1875 caía sobre Venezuela todo el peso de la autoridad, representada por Guzmán Blanco, y en 1913 estaba en el poder el hombre más fuerte de toda su historia: D. Juan Vicente Gómez.25
Sigue ahí, y la prosperidad no ha hecho más que aumentar desde 1913.
La opinión general es que varias repúblicas hispanoamericanas, entre ellas Argentina y Uruguay, se han librado de la necesidad de un dictador o un caudillo, y que el funcionamiento de su Constitución ya no se verá interrumpido por golpes de Estado y enfrentamientos civiles. Nada es menos cierto. El Nuevo Mundo no es inmune a los movimientos y tendencias que agitan el Viejo Mundo; incluso adoptan formas desconocidas que serían imposibles en Europa. México, por ejemplo, donde más de tres cuartas partes de la población son indios y mestizos, es desde hace dos o tres años una tierra de experimentación prodigiosa, y sorprende que no haya atraído más la atención de historiadores, sociólogos y economistas. Asistimos al nacimiento y desarrollo de un nacionalismo indio que se manifiesta en todos los ámbitos de la actividad humana, incluidas las bellas artes.
Sólo necesita un líder prestigioso, que tal vez encuentre, para abolir hasta el último vestigio de las quiméricas Constituciones en cuyo nombre se ensangrentó el siglo XIX. La dictadura está en Venezuela, donde representa lo que el señor Vallenilla Lanz llama la «Constitución efectiva» del país. Está arraigando en Perú. Chile mismo está dando grandes pasos en esta dirección —Chile, que durante más de cien años ha sido considerado como un modelo para todos los demás estados hispanoamericanos, y que sin embargo ya ha tenido un dictador verdaderamente grande en la persona de Portales—. Lejos de estar en declive, el caudillismo —un cesarismo nacional, no importado— está en alza.
En Uruguay y Argentina no se planteó la cuestión del indio, pero el desarrollo de la industria y la enorme afluencia de trabajadores europeos trajeron consigo la amenaza socialista y comunista.
En todas partes, finalmente, la necesidad de defensa y la aspiración a la autoridad son las mismas. El nacionalista Vallenilla Lanz, partidario de una doctrina democrática, precisa que no le da el mismo sentido que Rousseau y los revolucionarios europeos. Además, sólo en los últimos años la palabra democracia ha dejado de ser un fetiche en Hispanoamérica.
La América española no tiene elección de medios de salvación. Ninguno de sus estados ha tenido una dinastía real que recordar. Por otra parte, ninguno de ellos tiene aristocracia. Ahora bien, la historia de todos los pueblos nos enseña, y Bolívar, el genio más clarividente del Nuevo Mundo, quien jamás cesó de decirlo, que una República democrática está condenada a la anarquía, especialmente en América, si se basa en las doctrinas revolucionarias europeas. Sólo hay una forma de asegurar la paz interna y más de un siglo de historia americana lo demuestra: una dictadura paternal y fuerte, positivista, bolivariana, de origen popular o que cuente con el consentimiento del pueblo, lo que en Venezuela llaman el cesarismo democrático.
Marius André
Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático: Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, 3.ª ed., Caracas, 1952, p. 1.
Marius André ha debido decir, como lo mencionó él mismo más arriba, simplemente que la guerra fue «entre americanos partidarios de la autonomía o independencia y americanos partidarios de la causa del Rey».
Memorias del General Rafael Urdaneta, Caracas, 1888, pp. 132–133.
Proclama en San Carlos, 7 de diciembre de 1813, en Vicente Lecuna (ed.), Proclamas y discursos del Libertador, Caracas, 1939, p. 80.
Manifiesto de Carúpano, 7 de septiembre de 1814, ibíd., p. 112.
Jean Brunhes, La géographie humaine, 3 vols., 3.ª ed., París, 1925, I, pp. 395–396.
Ibíd., II, p. 802.
Recollections of a Service of Three Years during the War-of-Extermination in the Republics of Venezuela and Colombia, 2 vols., Londres, 1828; véase José A. Páez, Autobiografía del General José Antonio Páez, 2 vols., Nueva York, 1967–1969, I, pp. 142–150.
Bolívar a Gual, Guanare, 24 de mayo de 1821, en Simón Bolívar, Obras completas (ed. Vicente Lecuna y Esther Barret de Nazarís), 2 vols., La Habana, 1947, I, pp. 559–560.
L. Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga (ed. Nicolás E. Navarro), Caracas, 1935, pp. 215–216.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, p. 217.
“Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño”, Cartagena, 15 de diciembre de 1812, Proclamas y discursos, p. 12.
“Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”, Kingston, 6 de septiembre de 1815, Obras completas, I, p. 168.
Discurso de Angostura, 15 de febrero de 1819, Proclamas y discursos, pp. 214–215.
Ibíd., pp. 217–218, 220, 225–226.
Bolívar a Guillermo White, San Cristóbal, 26 de mayo de 1820, Obras completas, I, p. 442.
Borrador para el mensaje presentado a la Convención de Ocaña en abril de 1828, Proclamas y discursos, p. 372.
Luis A. de Herrera, La Revolución Francesa y Sud América, París, 1910, p. 57.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, p. 176.
Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia (trad. Carmela Gutiérrez de Gambra), Madrid, 1955, p. 143.
Discurso de Angostura, Proclamas y discursos, p. 226.
Bolívar a Pedro Briceño Méndez, Bucaramanga, 15 de mayo de 1828, Obras completas, II, p. 350.
Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, p. 152.
Ibíd., pp. 161–162.
Carlos Pereyra, Historia de América Española, 8 vols., Madrid, 1920–1925, VI, p. 322, nota 2.
Muchas gracias por el aporte.
Excelente labor.