Remigración: Reconstruir la nación desde su propia gente

Preámbulo
Entre los acalorados y repetitivos debates políticos, y la comprensible preocupación colectiva provocada por las asfixiantes condiciones económicas del país, suele olvidarse uno de los pilares esenciales de toda nación: la población. La demografía, ciencia dedicada al estudio de las poblaciones humanas —su tamaño, distribución, composición y evolución—, encuentra su raíz etimológica en dos voces griegas: demos, que significa «pueblo», y grafía, «descripción». Desde su origen, el término orienta con claridad la naturaleza de este campo del saber.
Sin embargo, reducir la demografía a la simple recopilación de cifras sobre habitantes por región sería un error. Su alcance es mucho más amplio: abarca la comprensión profunda de los movimientos, transformaciones y tendencias que configuran el tejido humano de una nación. Entendido esto, podemos adentrarnos en el siguiente concepto clave —y eje central de este escrito—: la remigración.1
Remigración, término indispensable para vislumbrar el sentido de lo que se expondrá más adelante, proviene del verbo latino remigrare, que significa literalmente «regresar a casa». Esta expresión ha tenido distintos usos a lo largo de la historia. Su primer registro se remonta a los escritos del teólogo anglicano Andrew Willet, a inicios del siglo XVII. Más recientemente, el término ha cobrado vigencia en diversos procesos históricos del viejo continente, particularmente en referencia a los desplazamientos y retornos masivos de población.
Uno de los ejemplos más significativos lo constituyen las expulsiones y reubicaciones de millones de alemanes provenientes de Europa Central hacia Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, fenómeno que marcó profundamente la recomposición demográfica europea. Otro caso emblemático fue el de los «Pieds-Noirs» en la Argelia de los años sesenta,2 cuando la independencia del país africano, lograda tras una cruenta guerra contra Francia, obligó a cerca de un millón de personas —en su mayoría francesas, junto a minorías de origen italiano y español— a retornar a Europa, generando un complejo proceso de reasentamiento.
Asimismo, cabe mencionar la «Aliyá», figura aún vigente dentro de la comunidad judía, que consiste en la movilización de judíos desde distintas partes del mundo hacia el Estado de Israel. Este fenómeno, amparado por una normativa específica, mantiene un flujo constante de personas que retornan al territorio histórico de su pueblo, dotando al término de un carácter espiritual y político a la vez.
En la actualidad, el término remigración ha sido reapropiado por movimientos identitarios y sectores de la derecha europea, especialmente durante la última década, a raíz de la crisis migratoria que ha venido afectando al continente. Estos grupos han empleado la expresión para promover la reubicación o el retorno forzoso de migrantes no occidentales a sus países de origen, presentando dicha propuesta como una medida de defensa cultural y demográfica.
Entre las figuras más destacadas en la difusión de esta interpretación se encuentran los franceses Renaud Camus y Henry de Lesquen, quienes han convertido la noción de remigración en un eje discursivo de su pensamiento político. En ambos casos, el término deja de ser una mera categoría demográfica o histórica para adquirir un cariz ideológico, cargado de connotaciones civilizatorias y exclusivistas, propias del debate identitario contemporáneo en Europa.
También seguimos la tradición de todas las luchas anticoloniales... Argelia, que se ha independizado, ha considerado que no sería verdaderamente independiente sin la salida de los colonos... También creo que no habrá liberación del territorio europeo sin la salida del ocupante, es decir, sin remigración.3
Entre los distintos ejemplos y casos históricos, se advierte que, pese a la diversidad de contextos y propósitos, la remigración comparte un elemento esencial: la movilización o el retorno de grupos humanos hacia sus lugares de origen o hacia lo que consideran sus «tierras ancestrales». Quienes la promueven lo hacen, por un lado, como una estrategia defensiva ante la presencia de masas ajenas a su composición nacional, religiosa, cultural o racial; y, por otro, como un acto de cohesión interna, mediante el cual miembros de una misma comunidad buscan orientar sus desplazamientos en favor de un interés colectivo superior.
De este modo, puede afirmarse que todo movimiento remigratorio responde siempre al beneficio de un grupo determinado —ya sea del que expulsa y se protege, o del que recibe y ampara—, revelando así la naturaleza selectiva y funcional que caracteriza a esta forma de reorganización demográfica.
Nuestro contexto demográfico
La mitad de Caracas vive en asentamientos informales, aunque en términos de territorio representan una cuarta parte de la huella humana.4
En el contexto venezolano, el término remigración resulta prácticamente inexistente y desconocido, tanto en el discurso académico como en el político. Sin embargo, su estudio podría abrir una vía fértil de reflexión sobre la futura necesidad de repatriar, parcial o progresivamente, a la diáspora venezolana esparcida por el mundo. Tal posibilidad, de ser abordada con seriedad, permitiría comprender los alcances humanos, económicos y simbólicos del retorno nacional. No obstante, este no es el propósito central del presente escrito; dicha exploración quedará reservada para otra ocasión.
Al igual que muchos países del hemisferio occidental —y aun más allá de él—, Venezuela fue escenario de intensas movilizaciones poblacionales internas a lo largo del siglo XX. Este fenómeno comenzó a hacerse visible en las décadas de 1920 y 1930,5 pero alcanzó su punto culminante entre los años cincuenta y sesenta,6 manteniendo desde entonces un crecimiento sostenido.
Las causas de tales desplazamientos fueron, en gran medida, económicas, y tuvieron como epicentro el boom petrolero, acontecimiento que transformó profundamente la estructura demográfica del país. Las zonas petroleras y las grandes ciudades se convirtieron en polos de atracción laboral, vistas con esperanza por quienes huían del campo, donde las faenas agrícolas habían entrado en una fase de decadencia y abandono frente al auge del oro negro. Así nació el éxodo campesino, símbolo de un país que se desplazaba del surco al pozo, del arado a la refinería.
En un principio, este proceso parecía beneficiar a todos: el Estado y las empresas obtenían mano de obra para nuevas actividades lucrativas mientras los desplazados vislumbraban la posibilidad de una vida mejor. No obstante, aquel entusiasmo inicial derivó pronto en un crecimiento urbano desordenado, sin una planificación ni control gubernamental suficientes. Venezuela, en efecto, vivía su propia revolución industrial, un cambio radical que no sólo modificó su economía, sino también su fisonomía humana y social.
En realidad, cuando los latinoamericanos piensan en la inmigración, no están pensando en obreros industriales. Piensan en trabajadores del campo y agricultores, porque estos son los que ellos desean. Como la gente de cualquier otra parte, desean que otros hagan lo que ellos mismos están poco dispuestos a hacer, en este caso, el trabajo duro de las grandes propiedades y el cultivo del campo en el interior del país.7
Este crecimiento explosivo puede apreciarse con mayor claridad si observamos los datos censales: en 1941, la población urbana venezolana representaba apenas el 31,7% del total nacional,8 mientras que en la actualidad supera el 90%, según estimaciones recientes. Este salto no se explica únicamente por la migración interna, sino también por las expansiones demográficas naturales, el arribo de contingentes extranjeros y el crecimiento constante de los núcleos urbanos.
El caso de la inmigración merece una mención particular. En las zonas marginadas del país, los inmigrantes y sus descendientes constituyen un componente significativo que, con el paso del tiempo, se fusionó con las masas internas desplazadas, configurando un mosaico social de compleja composición. Así, el descontrol demográfico que acompañó la modernización venezolana no afectó únicamente a la población local, pues afecto también a los grupos alógenos que se incorporaron al país durante las décadas siguientes.9
Estos cambios demográficos tan notables han traído consigo profundos desafíos internos, especialmente en los planos social y económico, más que en el político. Y es que, durante las últimas seis décadas, las altas esferas del poder nacional han hecho poco —por no decir nada— para atender la urgente necesidad de reorganizar las bases poblacionales del país, ese clamor silencioso que, aun sin expresarse abiertamente, demanda soluciones reales.
Los gobiernos y administraciones se suceden, pero las masas humanas continúan desplazándose, guiadas más por la inercia adaptativa que por un verdadero progreso en sus condiciones materiales e intelectuales.
De allí se desprenden males bien conocidos: creciente pobreza, colapso de los servicios públicos, expansión de la informalidad laboral, proliferación de asentamientos precarios, degradación del tejido social y auge del delito y la violencia. Todo ello constituye el saldo de una desatención prolongada, comparable a quien deja caer brasas encendidas sobre una llanura seca y luego se desentiende del incendio que, inevitablemente, terminará por consumirlo todo.
Durante algunos períodos de la segunda mitad del siglo XX, se intentó atender esta creciente problemática. El ejemplo más claro y sólido corresponde a los años cincuenta10 cuando la llamada «batalla contra el rancho» logró reducir el número de viviendas informales y mejorar, en parte, las condiciones físicas de vida de sus habitantes. Hubo también una breve iniciativa gubernamental hacia finales de la década de 196011, orientada a la dotación de recursos y asistencia en ciertas zonas de la capital, pero poco más.
Desde entonces, puede afirmarse que Venezuela ha vivido seis décadas de abandono casi absoluto en materia de planificación, control y organización demográfica. Mientras el país disfrutaba las bonanzas petroleras, el Estado se desentendía de las «villas-miseria» que crecían al margen de toda estructura formal, convertidas en sociedades paralelas con sus propios códigos, ritmos y leyes, ajenas tanto al orden urbano como al rural.
En tiempos recientes la situación se ha agravado. Un sistema que invierte las pirámides sociales, multiplica la pobreza y legitima la informalidad ha hecho que el problema no sólo se expanda, sino que adquiera forma estructural, amparado —o incluso apadrinado— por instancias superiores. En esas aguas, turbulentas y desiguales, navega hoy la nación venezolana.
No hay que caer en interpretaciones erróneas: las migraciones humanas han existido desde siempre por diversos motivos, hacia variados destinos —tanto internos como externos— y con distintas formas y resultados. Se entiende como algo inevitable, las masas se movilizan porque sienten la necesidad y el impulso de hacerlo, de lanzarse hacia nuevos horizontes en busca de nuevos espacios físicos en los cuales poder rehacer sus vidas, y Venezuela no es un oasis que escapa de esta realidad, tampoco un caso único y particular.
Ya sea partiendo desde las favelas de Río de Janeiro, pasando por las villas de Buenos Aires y los barrios marginados en Marrakech, hasta llegar a los «banlieues» franceses, observamos que es un problema que traspasa latitudes, y que incluso cuando se le ha querido dar atención y planificación —como en el caso francés— este se sale de control y tarde o temprano salen a florecer inconvenientes demográficos de cualquier naturaleza. Sin embargo, no todo está condenado a hundirse en olvidos, desatenciones y propagaciones de padecimientos constantes, los incendios se extienden, pero también pueden contenerse para acto seguido ponerse a trabajar en recuperar las zonas afectadas.
Remigración a la venezolana, una solución necesaria
Podríamos pasar horas enteras debatiendo propuestas y arrojando ideas al aire, como en los viejos foros de la Grecia clásica. Incluso yo mismo podría extenderme en diversos planteamientos sobre el tema; sin embargo, no es mi intención divagar ni marear al lector. Lo esencial es comprender que todo debe pensarse con visión de futuro, porque si renunciamos a esta perspectiva, hasta el más sencillo ejercicio de cambio será aplastado por el peso oscuro del presente, condenándonos al asfixiante cortoplacismo y anulando toda posibilidad de avance.
Toda propuesta que no contemple las necesidades humanas, económicas y sociales de los distintos sectores del país será, inevitablemente, una idea vacía e incompleta. Es aquí donde la remigración cobra su auténtico protagonismo: no como consigna política, sino como proyecto nacional de reequilibrio y reconstrucción. Seguir como estamos es apostar a la miseria, normalizar un desorden que, lejos de extinguirse, se perpetúa por inercia. Esa aceptación pasiva ha creado una trinidad de la penuria, compuesta por el Estado ausente, las masas marginadas y el resto de ciudadanos que, por omisión o cansancio, terminamos rindiéndonos ante la adversidad.
Esa población desplazada debe ser reubicada y dignificada, entendiendo que su situación actual es insostenible. Si miramos hacia atrás, todo comenzó con el abandono del campo, con aquel éxodo que buscó el ilusorio paraíso citadino del petróleo y el empleo fácil. Pero ese espejismo se desvaneció hace mucho tiempo: el petróleo dejó de ser promesa, y las ciudades dejaron de ser refugio.
La Venezuela agrícola murió, es cierto; pero resulta urgente devolverle al campo el apoyo que por décadas se le ha negado. No sólo por la necesidad evidente de diversificar nuestra economía, sino porque las labores agrícolas y ganaderas constituyen el corazón vital de una parte olvidada y maltratada de la nación, una región que hoy clama auxilio. Para ello no basta con inversión material: se requiere también capital humano, voluntad y propósito. La tierra necesita ser preparada, trabajada y habitada con sentido. Y sin necesidad de convocatorias ni formularios, ya existen cientos de miles de venezolanos cuyas posibilidades de progreso en su entorno actual son casi nulas: viven en condiciones que no sólo no mejoran, sino que se deterioran con el tiempo, desde una posición de vulnerabilidad extrema.
La remigración venezolana que debe impulsarse no puede ser una medida improvisada o incompleta. Debe abarcar todos los frentes necesarios: ofrecer al hombre un medio físico adecuado donde desarrollar destrezas, hábitos y oficios, y acompañarlo con herramientas, programas y mecanismos de apoyo que le permitan integrarse plenamente a un nuevo entorno. Se trata de que cada individuo recupere su sentido de pertenencia, que deje de ser un espectador marginal del ritmo citadino para convertirse en protagonista de su propio destino, creando algo nuevo allí donde antes sólo hubo abandono. Que llene el vacío dejado por generaciones pasadas, formando parte de una obra nacional renovadora, donde no sea visto como un número estadístico ni como una luz más perdida en la colina de la capital.
Del hombre que ha sobrevivido durante décadas en un medio hostil debe nacer un hombre nuevo, capaz de adaptarse, de transformar su universo, de reconciliarse con la tierra y emprender el camino inverso al que siguieron sus antepasados cuando dejaron el campo atrás. Ese retorno no es una huida: es un acto de reconstrucción moral y social, el primer paso hacia la redención de Venezuela.
Contrario a las tontas e histéricas posturas anti-estatistas a las que se suman algunos connacionales empujados por los horrores gubernamentales de las últimas décadas, yo sí creo, y defiendo firmemente, que el Estado tiene la obligación de hacer todo lo posible por proporcionarle un entorno ideal a sus habitantes. Y si ese «ideal» no existe, se debe entonces buscar lo más cercano a él. Todo lo que no vaya en esa dirección constituye un fracaso total del Estado.
No podemos ir por ahí hablando de «pueblo», palabra que los políticos repiten hasta el hartazgo en sus discursos populistas, para luego, a la primera de cambio, desentendernos como sociedad civil o como Estado. El pueblo también es demografía, y una correcta gestión demográfica —en cada una de sus variantes— depende, en gran medida, de la acción estatal. De que se den los pasos precisos para un desarrollo favorable, ordenado y humano de la población. Ya lo decía don Simón Rodríguez, cuando llamaba a «colonizar el país con sus propios habitantes»,12 en su labor educativa y civilizadora: poblar, arraigar y desarrollar la nación por medio de la educación y el trabajo. Aquello no era un capricho, era una necesidad fundacional para darle vida a la República.
El uso del término «colonizar», en su sentido rodriguiano, nada tenía que ver con invasión o conquista, del mismo modo que remigración, en nuestro marco, no debe asociarse a visiones retrógradas o coercitivas. Si Rodríguez quiso colonizar el país con su misma gente para hacer efectivas las labores republicanas, civiles y productivas, así como para contrarrestar el dominio económico de los europeos en las recién independizadas repúblicas, nosotros debemos emprender un camino similar: buscar el equilibrio nacional y humano, y, por tanto, demográfico.
El propósito final de esta doctrina de la colonización técnica y eficaz del maestro de Bolívar era la creación de «colones decentes»13 que deberían buscar su instrucción desde la niñez para afianzar el destino próspero del continente americano, dotar de una base económica y productiva a la nueva ciudadanía, creando un ser social, sin depender de la apatía de los viejos y enfocarnos en la renovación juvenil y toda su formación integral al servicio de la población.
Un ejemplo eficaz de esto se dio durante el gobierno del general López Contreras. En agosto de 1938, se creó el Instituto de Inmigración y Colonización. En aquellos momentos, dada la escasa población venezolana, era urgente aglomerar habitantes, pero no sólo como cifra demográfica. López Contreras lo planteaba de la siguiente manera: «Entre las grandes necesidades del país está la de una población relativamente densa, físicamente fuerte, moral e intelectualmente educada, y que disfrute de una economía próspera».14
Se necesita una nación capacitada y ordenada para integrar las vidas de los extranjeros, y estos mismos extranjeros serles útiles a la patria. Y, aun así, el presidente López tenía claro que primero es la preparación de la ciudadanía, es decir, cumplir fielmente con esa doctrina de Rodríguez, colonizar con sus propios habitantes. He aquí su idea resumida: «La colonización con inmigrantes extranjeros debería ser precedida de una colonización interior, a base de nativos, lo que permitiría preparar el terreno para la adaptación física y espiritual de los colonos extranjeros».15
Ciertamente, los tiempos no son los mismos. No estamos recién independizados, pero tampoco gozamos de una República funcional. No venimos de una guerra contra una potencia extranjera, pero carecemos de soberanía efectiva. Por ello, tiempos difíciles piden ideas providenciales: ideas capaces de aliviar heridas, de ofrecer dirección, de rehacer los vínculos que sostienen una nación viva.
Shinji Hirai, “Formas de regresar al terruño en el transnacionalismo: Apuntes teóricos sobre la migración de retorno”, Alteridades 23, n.º 46 (2013): 96: «Señala que también existen varios términos para referirse a la migración de retorno, tales como: migración de reflujo (reflux migration), migración hacia el hogar (homeward migration), remigración (remigration; no es lo mismo que la reemigración, que significa la emigración que se da después del retorno), flujo de retorno (return flow), segunda migración (second migration), repatriación (repatriation), retromigración (retromigration)».
Fiona Barclay, “Victims of Decolonisation? The French Settlers of Algeria”, Refugee History (blog), septiembre 17, 2019, https://refugeehistory.org/blog/2019/9/17/victims-of-decolonisation-the-french-settlers-of-algeria.
Camus, Renaud. 2017. “Discours de Renaud Camus aux Assises de la Remigration”. Alocución pronunciada en el 10ᵉ anniversaire de Riposte Laïque, 2 de diciembre: «Por lo tanto, creo que estamos entrando en una necesidad absoluta de una lucha que ya no será política... para la que hay dos fuentes principales de inspiración: la de la Resistencia y la de las luchas anticoloniales. Estamos bajo ocupación —no me da ningún miedo usar esa palabra, a menudo hablo de la segunda ocupación—... También seguimos la tradición de todas las luchas anticoloniales... Argelia, tras alcanzar la independencia, consideró que no sería realmente independiente sin la salida de los colonos... Yo también creo que no habrá liberación del territorio sin la marcha del ocupante ni la colonización, es decir, sin la remigración. Todos los textos importantes de la lucha contra la descolonización se aplican admirablemente a Francia, en particular los de Frantz Fanon... Ante esto, propongo la resistencia abierta, es decir, la revuelta».
Elisa Silva, “48 años de asentamientos informales en Caracas”, ArchDaily en Español, 29 de junio de 2016, https://www.archdaily.cl/cl/789996/48-anos-de-asentamientos-informales-en-caracas.
María Matilde Suárez y Ricardo Torrealba, “Las migraciones internas en Venezuela, 1926-1971”, Boletín de Estudios Latinoamericanos y del Caribe 28 (1980): 31-57: «La transformación urbana en el país ocurre a partir de 1930. Antes de esa fecha, en 1920 apenas existían cinco ciudades con más de veinte mil personas; de la población total cuyo monte se acercaba a dos millones y medio, el 96 por ciento residía en el lugar de nacimiento y la movilidad espacial al arrojar un coeficiente de 3,91 por ciento similar al de 1891, era apenas perceptible».
Ibid., 38: «Esa población migrante se encauzó primordialmente a núcleos urbanos por encima de 50 mil habitantes; estos centros en 1950 apenas agrupaban el 23,3 por ciento de la población total, en 1961 ya esta cifra alcanzaba el 37,1 por ciento y en 1971 un 50 por ciento».
Clyde V. Kiser, ed., Estudios de demografía (Buenos Aires: Milbank Memorial Fund-Fundación Interamericana de Bibliotecología Franklin, 1967).
Según el censo de población realizado este año, la población total de Venezuela es de 3 millones 839 mil 747 personas; la población rural, unos 2 millones 614 mil 592, y la urbana, cerca de 1 millón 198 mil.
Caracol Radio, “Entre el 70 y 80 por ciento de los pobres que viven en las zonas marginales de Caracas, son colombianos,” Caracol Radio, 27 de julio de 2006, https://caracol.com.co/radio/2006/07/27/internacional/1153987260_313634.html.
Óscar Tenreiro, “Conversación con Pérez Jiménez,” entrevista realizada en febrero de 1995, publicada en Ciudad, revista de la Dirección de Gestión Urbana de la Alcaldía de Caracas, editada por la Dirección de Publicaciones de Fundacaracas, n.º 1 (Caracas, 1995): «Y en un propósito de mejorar como si dijéramos el componente étnico de la nación, nos surgió como necesidad primera la de extirpar el rancho porque el rancho es foco de una serie de vicios. De los ranchos salen clientes para las cárceles, para los prostíbulos, etc., el rancho es una lacra. Comenzamos la labor de extirpación del rancho sustituyéndolo por una vivienda normal. Para fines del año cincuenta y siete se habían extirpado cincuenta y ocho mil ranchos, de manera que quedaban solo siete mil ranchos por extirpar, siendo reemplazados por edificios».
Centro de Investigación Social, Barrios populares de Caracas: inventario de sus recursos para su desarrollo (Caracas: Centro de Investigación Social, 1969).
Simón Rodríguez, Obras completas (Caracas: Ediciones rectorado, 2016), 252: «La intención no era (como se pensó) llenar el país de artesanos rivales o miserables, sino instruir, y acostumbrar al trabajo, para hacer hombres útiles, asignarles tierras y auxiliarlos en su establecimiento. Era colonizar el país con sus propios habitantes. Se daba instrucción y oficio a las mujeres paraque no se prostituyesen por necesidad, ni hiciesen del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia».
Ibid., 355.
Eleazar López Contreras, Gobierno y administración, 1936-1941 (Caracas: Editorial Arte, 1966), 27.
Ibid., 28.




Muy buen artículo, muchas gracias por tu aporte.