El alma venezolana es esencialmente apasionada por la filosofía.1
El pueblo venezolano se llena de júbilo. Hoy, en la Santa Sede, Ciudad del Vaticano, se ha celebrado el solemne acto de canonización de los primeros santos venezolanos de la historia: el doctor José Gregorio Hernández y la madre Carmen Rendiles. Ambos, tras los rigurosos procesos de la Iglesia, han sido elevados a los altares. En medio de las penumbras que atraviesa nuestra patria, este acontecimiento representa mucho más que un rito religioso: es una afirmación luminosa del alma venezolana, de su vitalidad espiritual y de su esperanza en el porvenir. Con estos nuevos custodios, que interceden a la diestra del Todopoderoso, el pueblo venezolano halla un refugio cálido que lo reconforta y eleva.
La canonización de nuestros dos santos es fruto de un extenso procedimiento eclesiástico mediante el cual la Iglesia reconoció oficialmente sus virtudes heroicas y los milagros obrados por su intercesión divina, testimoniados por aquellos que recibieron su gracia. Ambos fueron elegidos por la ejemplaridad de sus vidas, hondamente cristianas y de admirable entrega: San José Gregorio, por haber encarnado el ideal del médico creyente, servidor desinteresado de los humildes y cultivador de la ciencia iluminada por la fe; y la Madre Carmen Rendiles, por su fidelidad absoluta a Dios en la vida consagrada y por su obra educativa y social al frente de la Congregación de las Siervas de Jesús.
Tras la verificación de los milagros aprobados por la Congregación para las Causas de los Santos, el Santo Padre León XIV promulgó el decreto que autorizó su canonización conjunta. La ceremonia, celebrada esta mañana en la Plaza de San Pedro, reunió a miles de fieles venezolanos y peregrinos de todo el mundo. Fue una jornada de gracia: se pronunciaron los nombres de los nuevos santos, se descubrieron sus imágenes en la fachada de la basílica, y sus reliquias fueron llevadas en procesión mientras el pueblo, en Roma y en la sagrada Venezuela, elevaba su acción de gracias con fervor y lágrimas de gozo.
Hay que recordar, pienso, otro asunto de esencial importancia. El 14 de mayo de 1899 Venezuela fue solemnemente consagrada al Santísimo Sacramento del Altar, convirtiéndose en el único país del mundo ofrecido a la presencia viva de Cristo en la Eucaristía. El acto, presidido por monseñor Críspulo Uzcátegui, arzobispo de Caracas y Venezuela, y con la asistencia del presidente Ignacio Andrade, unió en un mismo fervor la fe del pueblo y la institucionalidad de la República. Toda la nación entera fue puesta bajo la custodia espiritual de Cristo, reconociéndolo como su soberano y guía moral. Desde entonces, esa consagración ha permanecido como símbolo del compromiso venezolano con los valores del Evangelio —la justicia, la caridad, la paz y la redención— y como signo de su destino espiritual: ser patria eucarística, ofrenda viva ante Dios.
Con ello reconocido en esta pieza, quiero rendir homenaje, pues, al primero de estos santos: al ilustre hombre de razón y de fe, al médico de los pobres, al pensador cristiano y ciudadano ejemplar que hoy alcanza la plenitud celestial. Ahora podemos decirlo con serena alegría: nuestro San José Gregorio Hernández. Y, además, dar una brevísima semblanza de la significación de nuestra Patria y su relación con la Iglesia.
Para comprender la dimensión de la fe de José Gregorio Hernández, es preciso situar a la Iglesia Católica en la Venezuela de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Desde los albores mismos de la vida nacional, la Iglesia había sido un factor decisivo en la formación de nuestra identidad y en el proceso de civilización del país. Fue escuela de cultura, de disciplina y de orden moral para los venezolanos.
No se ha dicho nunca nada en perfecto cuadro, de cómo formó la Iglesia a Venezuela; cómo nuestra patria vivió en el hogar católico próspera y feliz; cómo cuanto ella tiene toda vía de bueno lo debe a la Iglesia, y cómo lo que la ha hecho desgraciada han sido sus rebeliones contra Dios y la divina Ley, y la persecución declarada a la Madre cariñosa que la calentó en su seno y le abrió senda anchurosa de un progreso que la hubiera llevado a la meta de la felicidad.2
El clero y el episcopado venezolano desempeñaron un papel invaluable en aquella época de reconstrucción espiritual, pues la religión católica seguía siendo el pilar del hogar y el sostén de la conciencia pública. En sus templos y colegios se conservaban los principios que daban sentido a la vida social: la fe, la virtud, el trabajo y el respeto. De tal manera que, la Iglesia no sólo velaba por las almas, sino también por el alma de la nación, alimentando los fundamentos éticos sobre los cuales se erigía la civilización venezolana.
A comienzos del siglo XX, la Iglesia venezolana hubo de enfrentar conflictos y un creciente esfuerzo por desvirtuar su influencia civilizadora en nombre del progreso y de la ciencia3. Soplaron entonces vientos de renovación intelectual, y muchos espíritus de la época, movidos por el afán de modernidad, reaccionaron contra las ideas sociales y morales heredadas del pasado católico. En ciertos círculos ilustrados, la religión fue vista como un obstáculo para el avance del pensamiento y la libertad del conocimiento, una postura recurrente en los tiempos del auge de las ideologías.
Pero la Iglesia jamás sucumbe y ella se alza pronto de sus postraciones, merced a su inmanente vitalidad indefectible, para continuar eficazmente su obra espiritual en medio de la sociedad que tuvo la dicha de ser por ella educada.4
Y bajo ese mismo sentimiento de resistencia cristiana, el venezolano conservó un apego tenaz y virulento a su fe inquebrantable.
Bajo el rumor de los nuevos discursos científicos y filosóficos, persistió el corazón creyente de la nación, el mismo que en silencio mantenía viva la llama del altar doméstico.
Triste situación la de unos entendimientos que reniegan de las tradiciones religiosas de su patria por seguir sugestiones extrañas, cuando lo glorioso estaría en acoger todos los legítimos progresos y apropiarse todas las verdaderas conquistas de la ciencia, enalteciendo con ello el patrimonio de creencias que nuestros mayores nos legaran.5
Aun en medio de la tensión entre la fe tradicional y el auge del positivismo, el espíritu religioso no se experimentó reducción alguna en su autenticidad: y sí, en cambio, se transformó, se depuró, se hizo más íntimo.
En ese clima de inquietud y contraste vivió y trabajó el doctor José Gregorio Hernández, quien, lejos de oponer la ciencia a la religión, demostró con su vida que ambas podían convivir en armonía, en un sano equilibrio: que la razón no es enemiga, adversaria o negadora de la fe, se trata de su aliada natural en la búsqueda de la verdad.6
Símbolo de virtudes
Un símbolo de virtudes. Eso es San José Gregorio Hernández para nosotros, los venezolanos. Su vida significa un espejo de conducta ejemplar y de pensamiento guiado por la luz de la fe cristiana.
He escrito con frecuencia sobre el heroísmo venezolano, y solemos evocar nuestras gestas militares, las hazañas de la Conquista o la resistencia altiva de los caciques que defendieron, entre montes y sabanas, la tierra que aún no llevaba el nombre dorado de Venezuela. Pero la gloria y el heroísmo no residen únicamente en los campos de batalla. También se hallan en los actos de civilidad, en las obras silenciosas del espíritu, en la entrega humilde y constante al prójimo.
En ese heroísmo cotidiano, hecho de fe, de caridad y de servicio, se cifra la grandeza de José Gregorio. Su vida fue esa bellísima ofrenda de amor desinteresado, un trabajo incesante por aliviar el dolor ajeno, por dar sin esperar recompensa, por servir a los hijos de Dios con el corazón sincero del que cree y del que ama.
Este hombre, lleno de suprema bondad y de pensamiento reflexivo, parecía hecho para los rincones de la meditación, pero animado por la vocación de quien se sabe llamado a servir a la humanidad. Fue un alma ascética y piadosa, de esas que buscan en el silencio interior la presencia de Dios. En él, la espiritualidad no era un hábito exterior, sino una armonía profunda: como el ritmo que da sentido a la música, así su fe daba orden y serenidad a su existencia.
Desde su infancia en Isnotú, su madre le transmitió una enseñanza religiosa que lo acercó a Dios por medio de la oración, la lectura del catecismo y el ejercicio cotidiano de la caridad. Aquella mujer dulce y vigilante formó en el pequeño Gregorio el espíritu que, con los años, habría de elevarse como él mismo alzaba los papagayos en los jardines andinos de su niñez, bajo el cielo del viejo Trujillo.7
Trompos, carreras, juegos sencillos: todo el clima de aquella infancia lo envolvía en una dulzura que deja huellas indelebles en la memoria. Pero junto a la inocencia infantil se templaba ya un carácter dinámico, inclinado al estudio, a la disciplina y al amor por la lectura y la buena escritura; virtudes que fueron, en gran parte, obra del ejemplo firme de su madre.
La muerte de aquella custodia de sus primeras virtudes fue para el niño Gregorio una herida profunda, una ausencia que marcó para siempre su corazón sensible. De aquella penumbra que le reveló la muerte, su vida comenzó a buscar en la fe el amparo que había perdido en los brazos maternos.
Plasmó ideas si bien generales sobre los conceptos filosóficos, mantienen un matiz distintivo con el sello de su propia gracia. En su obra aborda el estudio racional del alma, del mundo, de Dios y de las relaciones que los vinculan, en un majo texto que nos envuelven y que nos sirve para desentrañar los nudos artificiosos del siempre malentendido conflicto entre razón y fe. Y en ese desenvolvimiento de pensamientos, nunca deja de sentirse en él su marcada venezolanidad.
Dotados como los demás de mi Nación, de ese mismo amor, publico hoy mi filosofía, la mía, la que yo he vivido; pensando que por yo ser tan venezolano en todo, puede ser que sea ella de utilidad para mis compatriotas, como me ha sido a mí, constituyendo la guía de mi inteligencia.8
Para José Gregorio Hernández, la filosofía no era una especulación abstracta, era indicadora de caminos de vida, posibilidades de apertura a la sabiduría: aquella ciencia del espíritu que, según sus propias palabras, le había hecho la existencia posible. Veía, tan claro, la prolongación natural de la fe recibida de sus padres, y por eso afirmaba que su pensamiento era inseparable de la religión santa que profesaba. De esa unión natural entre razón y creencia brotaba en él una serenidad inalterable, una paz interior que irradiaba en sus actos de benevolencia mostrada en su trayectoria.
Aunque sostenía, naturalmente, una visión creacionista, supo ser bien avanzado para su tiempo al reconciliar la teoría de la descendencia con la Revelación, sugiriendo que la evolución de los seres vivos no negaba la obra divina, sino que era su manifestación gradual en la historia de la vida. Su fe, lejos de oponerse a la ciencia, la iluminaba con estas observaciones que merece, por lo mínimo, atención especial. Esto se hizo visible durante la célebre polémica con el distinguido doctor Luis Razetti, cuyo episodio lo trataré en pieza distinta a la presente.9
José Gregorio había sido categórico al afirmar en su obra: “ La teoría llamada doctrina de la descendencia (...) es mucho más admisible des de el punto de vista científico (...) Explica mejor el encadenamiento de los seres que pueblan el mundo; y puede armonizarse con la Revelación (...) La primera operación de Dios (...) fue la creación de las fuerzas físicas y de la materia (...) y por una lenta y gradual evolución, se forma ron los mundos siderales y también el nuestro (...) Luego (...) creó Dios la vida (...), apareció la vida vegetal (...). Enseguida creó Dios la vida animal (...). Su cuna fue el fondo del océano. En él aparecieron algunas formas elementales, de las cuales habrían de derivarse en una evolución no interrumpida las especies zoológicas actuales, con todos sus representantes. Después creó Dios los demás animales de la Tierra. Aparecieron (...) algunos tipos de muy simple estructura y de ellos se fue ron derivando los otros por las transformaciones debidas al medio”.10
También se manifestó en su ardiente vocación religiosa, que lo llevó a intentar en tres ocasiones abandonar la vida seglar para consagrarse al sacerdocio o a la vida conventual —en la Cartuja de Farneta, en el Seminario Metropolitano de Caracas y en el Pontificio Colegio Pío Latinoamericano de Roma—.11 Aquellos intentos, frustrados por su frágil salud o por consejo de su confesor, monseñor Juan Bautista Castro, quien le exhortó a hacer de la medicina un apostolado, se convirtieron en pruebas de su obediencia y de su humildad. En esos sacrificios silenciosos, de quien se esperaría labores celestiales, se fue forjando, con verdad, su fama de santidad.12
Fue alumno sobresaliente, destacando con las más altas calificaciones como Bachiller y Doctor en Ciencias Médicas en la Universidad Central de Venezuela en 1888, revelándose ante todos desde sus primeros años por la seriedad de su vocación y la marcada pureza de su propósito de engrandecerse intelectualmente, sin nunca dejar de lado sus convicciones cristianas tan arraigadas en él. Fue regular en algunas materias, como Historia Universal, pero siempre se mantuvo entre los estudiantes de mayor empeño y consistencia, pese a ausentarse por contagiarse de tifus, pero ya al final de su carrera13.
Su ejercicio médico fue, más que una profesión realizada para el ingreso económico de su supervivencia diaria, un reconocido apostolado al servicio de la salud y de la dignidad humana de los venezolanos.
Recién egresado, marchó a los Andes, donde el contacto con la situación precaria que caracteriza a la pobreza y la precariedad sanitaria le reveló el sentido profundo de la medicina como sentida obra de caridad y de justicia social para con aquellos sumergidos en la desesperación. Toda esa experiencia, lejos de abatirlo o desviarlo, sembró entusiasmo en su espíritu y fortaleció su fe en la ciencia como vía de saneamiento humano. Impulsado por el deseo de perfeccionarse, esa virtud tan suya de querer aplicarse con esmero viajó a París en 1889, becado por el gobierno del doctor Juan Pablo Rojas Paúl, con el propósito de incorporar a la patria los adelantos de la medicina moderna y dignificar, a través del saber, el arte de curar.14
A pesar de encontrarse en Europa y en una ciudad tan fascinante como la París de finales del siglo XIX, no puede sino tener una obsesión: la del estudio, la de llevar a cabo la satisfacción de perfeccionarse y con su nuevo caudal de conocimientos médicos emprender heroica labor en su patria:
El joven doctor Hernández no tiene tiempo ni reposo para escribir cartas ni para divertirse en esa ciudad cosmopolita, capital del mundo de entonces. Hace pocos meses que tuvo lugar la Exposición Universal, para la que el ingeniero Eiffel construyó la famosa torre metálica que lleva su nombre. José Gregorio no se molesta en visitarla. Sólo tiene tiempo para leer, para contrastar lo leído con la observación, para reflexionar. Interroga a sus profesores, se va formando como científico metódico y riguroso. Sus mentores están satisfechos.15
Vuelve a su patria en 1891, a la tierra venezolana, y como si siguiera los ejemplos vivos de Vargas y Villavicencio, se trajo de Europa, como un Prometeo de la Medicina, el fuego sagrado del conocimiento y el instrumental científico que habría de inaugurar en Venezuela la Medicina Experimental. En la Universidad Central de Venezuela fundó las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología, introduciendo por primera vez el método empírico riguroso en la enseñanza médica nacional, ganándose, con mucho mérito, un puesto como miembro en la Academia de Medicina.
Más que un creador de nuevas prácticas, Hernández fue un extraordinario docente y un destacado difusor de ideas, un estudioso de los adelantos científicos que ocurrían en otras latitudes para adaptarlos a la realidad de nuestras tierras subtropicales, un esmerado didacta que actualizó el saber médico en un país caracterizado por el atraso y que puso en práctica los avances de la medicina moderna.16
Eminente maestro, de sencilla y clara palabra, heredero de los versos que, fuera del simplismo, tampoco se pintaban como complejos para el vulgo, y su ejemplo profesional, humano, ciudadano era recto y apreciado, durante casi tres décadas sembró en sus discípulos el amor por la verdad científica y el deber moral del médico. Y, claro está, todo bajo el amparo de esa fe que sería energía ineludible de su férrea voluntad.
En su práctica clínica, José Gregorio Hernández encarnó la síntesis perfecta entre el sabio y el santo. Su ciencia exacta, su diagnóstico seguro, su trato humano y delicado, lo era todo:
Al finalizar el examen físico y formarse el diagnóstico, escribía las prescripciones en pequeñas libretas sin membrete que compraba por docenas. El doctor Hernández llegó a convertirse en un clínico experto, tan acertado en sus diagnósticos, que se granjeó el reconocimiento de sus colegas y el afecto agradecido de sus pacientes.17
Ejercía con la misma entrega ante el pudiente que ante el infortunado, pero a los necesitados los atendía sin cobrarles, y muchas veces les dejaba, con pudor evangélico, el dinero para las medicinas: ¡Hombre santo que, sin saberlo, ya avisaba de su santidad! Por ese gesto constante de caridad silenciosa, el pueblo lo llamó el médico de los pobres18, y en torno a su figura comenzó a formarse el aura de santidad que, más que un mito popular, fue el reconocimiento público de una vida consagrada al bien común, a la caridad, a la ayuda humana de todos.
Y si su labor médica, su contribución a la modernización de la ciencia venezolana y su humanidad puesta al servicio del prójimo no bastaran para definir su grandeza, debemos entonces invocar su dimensión patriótica, que fue también una forma de santidad. Porque Venezuela —a pesar de sus ciclos de oscurantismo y barbarie—, en las horas más puras de su historia, ha sabido maravillar al mundo ofreciendo hombres de excepcionales virtudes y mujeres escondidas en la gracia de su inteligencia, su cultura y su belleza.
Tal parece que en el fondo de nuestra tierra late una vocación universal, una llama espiritual que empuja a sus hijos hacia la excelencia y el sacrificio. Si en la gloria militar resplandecen el Libertador y el Gran Mariscal de Ayacucho, y en la gloria intelectual se levantan sabios como Humberto Fernández-Morán o Arturo Uslar Pietri, hoy la patria eleva su gloria más alta hacia Dios, en la figura de sus santos. Y entonces cabe preguntar: ¿qué significaba ser venezolano para San José Gregorio?
Su venezolanismo no se expresó jamás, como nunca se expresa en los prohombres, en el griterío de la política partidista o tribal de aquella época aún sometida a los designios de los caudillos, a la cual fue siempre ajeno, ni en las pasiones menudas de la plaza pública, motel de la demagogia. Su amor devoto a la patria se manifestó en la forma más pura y fecunda: en la dedicación al servicio y al saber —forma que comparten todos los eminentes hombres de nuestra historia—, en la construcción callada de una nación moralmente elevada y científicamente moderna. Por eso mismo, cuando el gobierno local de Trujillo, por ignorancia o sectarismo, lo tildó de godo —según la carta que le escribe a Santos Dominici19— no hizo sino confirmar su distancia de los intereses mezquinos y su cercanía a los principios superiores del deber.
Al publicar Elementos de Filosofía, expresó que lo hacía pensando que, por ser él tan venezolano en todo, su obra podría ser herramienta moral para sus hermanos de nacionalidad. En esa confesión sencilla palpita su verdadero patriotismo: la vocación de dar, no de recibir, como dijimos anteriormente. Ese viaje becado a París y su posterior labor docente y fundacional no fueron ambiciones personales, no fueron aventuras movidas por factores políticos o ideológicos para favorecer a un grupo, fueron actos de obediencia a un proyecto de Estado que él asumió como una misión moral de carácter irrenunciable: redimir la medicina venezolana del atraso y consagrar el conocimiento al servicio del bien común.
Su carácter —austero, disciplinado, puntual, honesto y metódico— se alzaba como una lección viviente frente a ciertos rasgos superficiales que, con el tiempo, moldearon la idiosincrasia nacional. En una época signada por el facilismo y el oropel del auge petrolero, San José Gregorio encarnó el ideal contrario: el del hombre interior, guiado por la sobriedad que sólo la disciplina espiritual concede a los laboriosos de la moral y pulcritud ética, el cumplimiento siempre honroso del trabajo hecho y la dignidad del deber satisfecho por los resultados positivos que se obtienen a través de los elementos anteriores. Su imagen, sus contornos humanos, vino así a ser un arquetipo compensatorio en el imaginario colectivo, símbolo del potencial moral y de la entereza cívica que Venezuela anhelaba para sí misma en tiempos en donde la moral y la autoestima nacionales se hallaban a las puertas de sus fatídicas desviaciones casi permanentes. Pero San José Gregorio es el dique que impide esa visión fatalista de nuestra conducta venezolana.
Rómulo Gallegos, al comentar su muerte, escribió que su funeral no fue un duelo vulgar, sino un sentimiento más hondo, más noble, que brotaba de la sustancia humana, pues devolvía a los venezolanos la fe en sí mismos y el orgullo de saberse buenos, honrados y, sobre todo, la posibilidad de conducirse como santos.
No era un muerto a quien se llevaba a enterrar; era un ideal humano que pasaba en triunfo, electrizándonos los corazones; puede asegurarse que en pos del féretro del doctor Hernández todos experimentábamos el deseo de ser buenos.20
Y no sólo Rómulo Gallegos tuvo palabras de elogio para exaltar su memoria. Una porción significativa de la intelectualidad venezolana también se inclinó, con respeto y admiración, ante la figura del médico de los pobres. Entre ellos, cabe mencionar a Tomás Polanco Alcántara, quien expresó un sentimiento de honda venezolanidad al afirmar: «Es un orgullo para el país, no porque haga milagros, cure gente o haya sido médico, sino por su valor espiritual». En esa sentencia se resume, quizá, el reconocimiento más puro: el de un hombre que trascendió su oficio médico para encarnar la virtud cristiana como destino nacional.
Por su parte, Ramón J. Velásquez sintetizó el clamor patriótico en torno a su figura al señalar que:
El país encontró en él a una persona más del pueblo, un venezolano a quien acudir en el plano espiritual, en el plano de la fe, en el plano de las creencias... Por primera vez en el seno de la fe católica en Venezuela ha surgido un personaje a quien la gente considera que tiene las virtudes y la aureola suficiente para elevarlo del nivel mortal a un nivel superior.21
Su trágico fallecimiento, ocurrido el 29 de junio de 1919, fue sentido como una desgracia nacional. Caracas entera se estremeció en un duelo sin precedentes: el pueblo, movido por una emoción profunda, impidió que su féretro fuese conducido en carro al cementerio y lo llevó a hombros, clamando: «¡El doctor Hernández es nuestro!»22. Aquel grito espontáneo selló su transfiguración como figura divina: el médico se convirtió en el héroe civil, santo benefactor y protector del alma venezolana, un icono de la religiosidad que supera los templos y las fronteras, para habitar definitivamente en el corazón del pueblo.
Para San José Gregorio Hernández, Dios era el Ser Absoluto, el Creador del universo, y la Religión Católica representaba la manifestación viva de esa verdad que le otorgaba al hombre la guía moral e intelectual necesaria para vivir virtuosamente y alcanzar su destino final. Recordemos aquellas palabras de Monseñor Nicolás Eugenio Navarro, quien afirmaba que «la mentalidad venezolana despertó al conjuro de la Iglesia», puesto que el Clero ha sido y es factor de Patria. «Todo lo cual significa que Venezuela se formó socialmente bajo el magisterio de la Religión».
Símbolo de virtudes, imagen de heroísmo, ejemplo de conducta benevolente, hijo de Dios y ahora reconocido universalmente como el santo de todos los venezolanos, José Gregorio Hernández es figura moral de un pueblo que, en su humildad y esperanza, ve en él un espejo y una promesa. Su vida —sencilla y excelsa— impresionó incluso al papa Juan Pablo II en su visita a Venezuela23; y aquel clamor popular, nacido del alma nacional, parece hoy unirse para regalarnos esta dicha común: la de ver a un hombre venezolano elevado al Altar de la Historia y, más aún, al Altar Sagrado de la Iglesia Católica.
Recordemos, entonces, las palabras del propio San José Gregorio Hernández:
La virtud exige la práctica reiterada, porque es evidente que un solo acto bueno no engendra la virtud; debe haber el conocimiento del bien, es necesario amarlo como tal, y tener la voluntad de ejecutarlo.24
José Gregorio Hernández, Elementos de filosofía, Caracas, 1912, p. 6
Nicolás E. Navarro, La influencia de la Iglesia en la civilización de Venezuela: Conferencias pronunciadas en la Santa Iglesia Metropolitana de Caracas, Caracas, 1913, p. 10.
Ibid., p. 24: «¿Por qué, pues, se ha notado en estas últimas décadas el empeño cada vez más insistente en desconocer esa influencia civilizadora de la Iglesia y negarle toda eficacia saludable a su acción pública, y eso en nombre de la ilustración general, en beneficio de la cultura científica y del progreso social?».
Ibid., p. 34.
Ibid. Es preciso rechazar los intentos heréticos de los entusiastas de la disolución de la fe en Venezuela.
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, Caracas, 2018, p. 150: «José Gregorio, tanto en sus escritos como en su existencia de cada día, mostró una fe religiosa y una asimilación concreta de las consecuencias del ser cristiano que pocos habrán llevado a tan alto grado. Hombre de misa y comunión diaria, comportamiento inusual en aquellos días, de oración personal, de confesión frecuente, de la práctica eximia de una caridad espontánea y natural, de la que procuraba no hacer ostentación».
María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, Caracas, 2010, pp. 11-12.
José Gregorio Hernández, Elementos de filosofía, p. 7.
Véase el capítulo “La polémica del doctor Razetti” en la biografía ya citada escrita por María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, Caracas, 2010, pp. 41–46.
Ibid., p. 45.
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, p. 150: «Tres veces intentó ingresar en la vida religiosa o hacerse sacerdote y tres veces fracasó en su empeño. Este fue sin duda el mayor motivo de contrariedad que él tuvo que soportar, junto con los achaques de salud, que justamente se le presentaron cuando quiso abrazar la vida religiosa. Tuvo que vivir su fe católica como laico ejemplar y de verdad que lo logró, en unos años en los que se veía con menosprecio tales manifestaciones de vivencia profunda religiosa. Los intelectuales y científicos de su tiempo fueron en su gran mayoría agnósticos, pero lo respetaron profundamente, porque admiraron su enorme sinceridad y convicción. De ahí que se puede afirmar que José Gregorio hizo creíble de una manera existencial para las personas cultas la compatibilidad entre la fe y la ciencia».
María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, p. 83.
Ibid., p. 15.
Ibid., 17: «Hernández llegó a París a fines de 1889 y se alojó cerca de la Facultad de Medicina, en una pensión próxima a la Place Maubert. Trabajó en el laboratorio de Histología y Embriología bajo la dirección del profesor Mathias Duval, partidario de la teoría de la evolución y selección natural. Allí aprendió técnicas y prácticas de laboratorio, fundamentos de la teoría celular y la historia de la anatomía microscópica. Conoció los distintos tipos de tejido, la estructura de la célula y los mecanismos de reproducción celular, y se adentró en el campo de la embriología. Al cabo de ocho meses Duval le otorgó una constancia que decía: “El Dr. Hernández, trabajando asiduamente en el laboratorio, ha aprendido en él la técnica histológica y embriológica, y me considero feliz al declarar que sus aptitudes, su gusto, y conocimientos prácticos en estas partes hacen de él un técnico que me enorgullezco de haber formado”».
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, p. 150: «El joven doctor Hernández no tiene tiempo ni reposo para escribir cartas ni para divertirse en esa ciudad cosmopolita, capital del mundo de entonces. Hace pocos meses que tuvo lugar la Exposición Universal, para la que el ingeniero Eiffel construyó la famosa torre metálica que lleva su nombre. José Gregorio no se molesta en visitarla. Sólo tiene tiempo para leer, para contrastar lo leído con la observación, para reflexionar. Interroga a sus profesores, se va formando como científico metódico y riguroso. Sus mentores están satisfechos».
Ibid., p. 19.
María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, p. 36.
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, p. 150: «No tarda mucho tiempo en llamarle la gente “el médico de los pobres”, el apelativo que más fortuna ha hecho y que señala la hondura de los sentimientos que la gente humilde tenía y tiene para con él».
María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, pp. 33-34: «En una de sus últimas cartas a Dominici le confiaba: “Me dijo un amigo que en el Gobierno de aquí me han marcado como godo y que se estaba discutiendo mi expulsión del estado, o más bien si me enviarían preso a Caracas; yo pensaba escribirle a tu papá para que me aconsejara en qué lugar de Oriente podré situarme, porque es indudable que lo que quieren es que yo me vaya de aquí (...) Si me echan de aquí ¿a dónde voy? (...) Le escribí al doctor González diciéndole que me quiero ir y le dejo entender el motivo; y le hago a él la misma pregunta (...) si aquí apura la cosa, yo me iré a Caracas y allá decidiremos el remedio”».
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, pp. 158-159.
Ibid., p. 159: «Ramón J. Velásquez lo considera un hombre excepcional, arraigado espontáneamente en el pueblo como fenómeno único en la historia venezolana: “Hasta 1936 el único santo era Juan Vicente Gómez, porque Venezuela era un país mudo y miedoso, la gente no quería ir a la cárcel y la forma de no ir era callando... En la Venezuela de ese entonces lo que no venía del púlpito no se hacía y los únicos santos eran los que estaban en el santoral. El movimiento para santificar a José Gregorio en ese contexto histórico surge de la calle; alguien seguramente dijo que hizo un milagro, otros recordaron quién había sido él, otro dijo que le había puesto una vela y que había recibido un favor... y estos hechos se fueron propagando. El país encontró en él a una persona más del pueblo, un venezolano a quien acudir en el plano espiritual, en el plano de la fe, en el plano de las creencias... Por primera vez en el seno de la fe católica en Venezuela ha surgido un personaje a quien la gente considera que tiene las virtudes y la aureola suficiente para elevarlo del nivel mortal a un nivel superior”».
María Matilde Suárez, José Gregorio Hernández, p. 61: «Cuando el féretro iba a ser colocado en la carroza fúnebre que esperaba en la calle para conducirlo al cementerio, el pueblo, la gente humilde de Caracas, se adelantó exclamando: “¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández no va en carro al cementerio!”».
Francisco Javier Dupla y Axel Capriles, Se llamaba José Gregorio Hernández, p. 160: «El Papa Juan Pablo II, en su segunda visita a Venezuela en 1996, quedó sorprendido del arraigo que la devoción a José Gregorio tiene en el pueblo venezolano. Le entregaron varios volúmenes con cinco millones de firmas pidiendo su elevación a los altares, algo inusitado en un país de 22 millones de habitantes. La ovación de cinco minutos que interrumpió el discurso del Papa cuando mencionó a José Gregorio ante los científicos en el teatro Teresa Carreño también impresionó al Pontífice. Definitivamente, el reconocimiento de la santidad de José Gregorio por parte de la Iglesia católica es cuestión de poco tiempo. Mientras tanto, el pueblo ya lo ha canonizado y lo ha convertido en el primer santo de la modernidad no sólo de Venezuela, sino de todo el mundo cristiano occidental».
José Gregorio Hernández, Elementos de filosofía, p. 146.