La posmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la naturaleza se ha ido para siempre. Es un mundo más plenamente humano que el antiguo, pero en él la cultura se ha convertido en una auténtica segunda naturaleza1.
Esta es una de las primeras imprecisiones que se difunde a nivel académico comúnmente, si, según algunos autores «post» implicaría por necesidad «más plenamente humano», claro, si con eso queremos referirnos a la relativización total de la cultura y con ello su causa, el sujeto que está implicado junto a la razón misma, pues, no es posible enunciar o definir la cultura si el uso mínimo de razón y predicar de ella sin prescindir del intelecto. Si se relativiza la cultura por supuesto la razón adhiere a la relativización, ¿Dónde queda entonces el papel de la comprensión? ¿no quedara según parece en la anulación del juicio? En efecto, quien no puede dar un enunciado objetivo no hace más que balbucear conclusión de ello es pues en ese sentido inferior al animal que no puede hacer uso de dicha potencia. La bestia es llevada por su impulso a dominar, a imponer su presencia tan distante lo es de la post modernidad en la que el hombre es llevado a socavarse hasta anular todo uso de criterio, pues cada uno de los criterios que pudiera ser enunciado son una forma de exclusión, sin embargo, siempre ha sido ese el papel del intelecto repetido tantas veces en el pensamiento clásico como Aristóteles2, excluir, separar lo falso de lo verdadero, luz y tinieblas, eliminando todo rastro de falsedad, he ahí la razón que no tolera la mentira, la repudia en su totalidad, pues nada hay más horrendo como el engaño3.
El abandono constante de paradigmas denota la ruina del sistema formado, comúnmente asociado con Descartes4 que va evolucionando hasta las manos germanas de Hegel a Marx, llegado a esto la revolución es un paso crucial y fundamental para llegar al clímax de la crónica humana, esta insurrección no supone límites al no poder tampoco advertir cuales son. No puede ver nunca el horizonte en el que se dirige, solo queda en la afirmación de que la oposición de las ideas llevara a un mundo mejor, esta campaña digna de ser llamada guerra universal es la mismísima sociedad en el que vivimos, producto de la revolución incesante de buscar el clímax, su objeto no es la verdad pues no conoce lo trascendente, es ciego para la metafísica, enunciado que funciona como repelente, repugna al revolucionario que solo quiere un mundo mejor, maravilloso, beatífico, una utopía que ¡nunca ha conseguido explicarnos!, sabe que quiere un mundo ideal pero no sabe que es el mundo, habla de ideales pero ignora la realidad que esos ideales pretenden sanar, nos promete el paraíso pero no ha pisado la tierra y no puede hacerlo, porque ha destruido los cimientos: abolió la ontología, rechazó la ley divina y borró hasta los últimos vestigios de verdad compartida.
Su método para llegar a ella es indudablemente perecedero. Esta en un trance de años, hasta el siglo XVI la revolución era interior, la lucha era el hombre mismo contra sí dominando sus pasiones, a inicios del siglo XVI el objeto de la revolución no son las pasiones ni la carne, su objeto es el mundo, pues dice de si «si no puedo cambiarme a mi debo cambiar el mundo», desecha por tanto su realidad, se disipa el yo de sí y cae en el abismo para ser olvidado por siempre. La ausencia del ser contamina toda su alma hasta que no sabe quién es ni a donde va, cree un día que está en el cuerpo equivocado, mas el siguiente cree que si tiene un cuerpo correcta pero el problema radica en las definiciones estereotípicas de la sociedad, es así como la muerte del ser en sí, lleva al cambio del mundo en sí, no es la verdad quien comando su vida, es la vida quien comanda la verdad, por ello debe cambiar la vida misma, alterar hasta el último principio de la mortalidad, no puede dejar escapar la oportunidad de eliminar a sus enemigos.
La revolución es la etapa de la imposición indeterminada de múltiples grupos simultáneamente, pues NADA tienen en común, ni siquiera la razón, pues la han rechazado desde un inicio. De allí se explica toda ausencia de cordura de este mundo sumergido en el hades, mundo que ha perdido la reflexión metafísica, la introspección constante, el sentido religioso que ha dado fruto a toda buena civilización y ha retrocedido más atrás que el homo-erectus, ha rebobinado el tiempo hasta llegar con Adán y comer Él mismo la fruta, la del conocimiento del bien y del mal, queriendo asumir para si el designio divino de «dar a cada especie su nombre», él, el hombre posmoderno quiere ser el encargado de construir la realidad sin siquiera ser capaz de saber la suya.
A este mismo problema se ha enfrentado Trento, los ilustrados de las sagradas escrituras en realidad no comprendían el mínimo de ella, pero cada quien quería establecerse como líder, no podían llegar a un acuerdo porque la razón no les era común, era diferente para cada cual, lo único que les unía era el enemigo, La Iglesia Católica, que les impedía avanzar en sus ilustres pensamientos. Se llevaron consigo una parte del mundo, fragmentos de la historia, una parte de la Iglesia, pero lo que más hirió fue que arrastraron las almas hasta la tumba.
Contra este gran enemigo que había crecido en el tronco mismo, surgió la gran reforma, la única reforma de la Iglesia Católica, la mal llamada «Contrarreforma», No buscaba más que decir lo que siempre se había dicho, corregir los mismos errores nacidos de las mismas pasiones humanas, reconocer el pecado de la humanidad con su desobediencia y evangelizar como desde el inicio del mundo. Lo más original de esta reforma era, precisamente, que no tenía nada original; su novedad radicaba en mostrar a la Iglesia que, para ser Iglesia, no se necesita innovación, sino fortaleza: la fortaleza para enfrentar y batallar contra un mundo que se desmoronaba. Uno que a nadie esperanzaba, los poderes políticos cada vez más fuertes se abalanzaban en la cuerda del destino mirando fijamente a la Iglesia como el enemigo a vencer, y entre unos pocos pero muy grandes ante Dios, se levantaron las órdenes religiosas al servicio del Reino de los Cielos: jesuitas, dominicos, franciscanos, agustinianos entre otros, que ya eran aclamados por tantas e innumerables obras que habían hecho.
La contrarreforma tenía un solo principio «Semper in eodem»5, no requería de nuevas artimañas o ideas ingeniosas para vencer, solo corazones predispuestos que cooperaran con la gracia, fuerte y característico fue la voz de la hispanidad, en Trento casi todos los protagonistas eran hispanos, dispuestos a dar la vida por la verdad.
No estaba en juego una noción abstracta, sino la historia universal de la salvación, de la cual el enemigo tenía pleno conocimiento y usó hasta el último vestigio de poder político para socavarla, hasta llegar a Carlos III, quien finalmente lo logró.
Los jesuitas quedaron sin nada como habían venido al mundo, empero, dejaron un legado histórico inolvidable, una batalla heroica que iba desde el mayor estudio teológico hasta las mayores obras de sacrificios carnales, esa es la historia que hoy se repite, la historia de poderes políticos dentro y fuera de la Iglesia que socava cada parte de ella, quiere amenazarla porque sabe que fue vencido en el madero. Entiende que ya ha sido derrotado, pero quiere llevar consigo, aunque fuera una sola alma por la que Cristo ha muerto.
El pueblo cristiano hoy, en el siglo XXI, recuerda las maravillas hispanas en la lucha de la contrarrevolución y ha imagen de ella continuara dando la batalla, no siendo original, sino repitiendo lo mismo de siempre, pues la verdad no puede ser alterada.
El católico no es revolucionario, es contra ello, la política y Dios coexisten en una lucha, es cierto, pero siempre con el fin de ser gobernada por Dios, en expresiones de Joseph de Maistre, filósofo y teórico político saboyano, considerado uno de los máximos representantes del pensamiento contrarrevolucionario y tradicionalista, expone en su Estudio sobre la Soberanía una doctrina que reconcilia dos afirmaciones aparentemente opuestas: que la soberanía proviene de Dios y que proviene de los hombres. No hay verdadera contradicción entre ambas, del mismo modo que no la hay entre decir que las leyes vienen de Dios y que vienen de los hombres.
Dios es el autor primero del orden político y social, así como lo es del orden moral y natural. En este sentido, toda autoridad —y por tanto toda soberanía— tiene en Él su origen, ya que Dios quiere no sólo que haya sociedades, sino que estas estén regidas por leyes y autoridades legítimas. Sin embargo, eso no niega que los hombres participen activamente en el establecimiento concreto del gobierno, puesto que son ellos quienes instituyen las formas específicas de la soberanía (monarquía, república, etc.) mediante su consentimiento o acción histórica. Así, la soberanía es divina en cuanto principio fundante y causa primera, pero también humana en cuanto instrumento o mediación histórica. Maistre sostiene una visión jerárquica y orgánica del poder, donde el orden natural y el orden político reflejan una voluntad superior, y donde la intervención humana no niega, sino que presupone y canaliza el designio divino.
Es el celo a la verdad el contexto de la profunda renovación espiritual y pastoral que vivió la Iglesia en el siglo XVI —en respuesta tanto a la crisis interna como a los desafíos de la Reforma protestante—, surgieron diversas órdenes religiosas que jugaron un papel decisivo. Entre ellas destacan los teatinos, los barnabitas, los oratorianos y, de manera especial, la Compañía de Jesús.
Los teatinos (1524) y los barnabitas (1530) promovieron una vida religiosa marcada por la austeridad, el compromiso apostólico y una intensa dedicación a la educación, el ministerio parroquial y la misión. Ambas órdenes extendieron su presencia más allá de Italia, incluso hasta el Nuevo Mundo, encarnando el dinamismo de la Iglesia en salida.
Los oratorianos, nacidos del carisma de san Felipe Neri, surgieron como una respuesta carismática e intelectual a la necesidad de revitalizar la vida cristiana en las ciudades. Establecidos en oratorios —casas de vida comunitaria sin votos religiosos—, promovían un cristianismo accesible, atractivo y profundamente espiritual, apoyado en la predicación, la confesión, la música sagrada y los encuentros formativos. Figuras como el cardenal Baronio, gran historiador eclesiástico, y Pedro de Bérulle, fundador del Oratorio en Francia, dieron a este movimiento un importante peso intelectual y pastoral.
La Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola en 1540 se convirtió en el principal brazo misionero e intelectual de la Iglesia tridentina. La espiritualidad ignaciana, condensada en los Ejercicios espirituales, ofrecía un camino de discernimiento, obediencia y entrega radical al Reino de Dios. Bajo el lema «Ad maiorem Dei gloriam», los jesuitas se dedicaron con celo a la educación, la misión, la defensa doctrinal y la formación del clero, siendo protagonistas destacados en la renovación eclesial posconciliar.
Entre los primeros y más célebres compañeros de san Ignacio de Loyola se encuentra san Francisco Javier, paradigma del misionero católico en tiempos de la Reforma. Ambos eran vascos y compartían un mismo celo apostólico. Enviado desde Roma en 1541, Francisco Javier emprendió una impresionante labor misionera que lo llevó desde la India hasta Japón, con el deseo final de evangelizar China, donde murió en las puertas del continente asiático. Se estima que más de 700.000 conversiones se produjeron por su predicación, lo que da cuenta de la fecundidad sobrenatural de su misión. Su creatividad pastoral, su celo ardiente y su habilidad para organizar comunidades cristianas lo convirtieron en uno de los grandes santos misioneros de todos los tiempos. La Compañía de Jesús conoció un crecimiento vertiginoso: de unos 8.500 miembros en 1600 a más de 23.000 en 1773.
En el campo educativo, establecieron una densa red de colegios y universidades por toda Europa y fuera de ella. Sus centros formaron a la clase dirigente católica: nobles, juristas, políticos y científicos. Un ejemplo ilustre es René Descartes, formado en el colegio jesuita de La Flèche. En respuesta al Concilio de Trento, también fundaron seminarios para la formación de sacerdotes, siendo el más notable el Colegio Romano, origen de la actual Universidad Gregoriana de Roma, de enorme influencia en la configuración doctrinal del catolicismo postridentino.
Los jesuitas brillaron igualmente en el ámbito intelectual. Figuras como san Roberto Belarmino y Francisco Suárez contribuyeron con obras teológicas de enorme peso; Christoph Clavius, astrónomo y matemático, colaboró en la reforma del calendario gregoriano; los bolandistas dieron origen a la hagiografía científica moderna.
La vocación misionera de la orden se desplegó por todo el orbe: América, Asia, África y Europa misma, donde muchos ejercieron su ministerio en territorios protestantes, incluso hasta el martirio. Ejemplos insignes de misioneros profundamente inculturados son Matteo Ricci en China y Roberto de Nobili en la India, quienes aprendieron lenguas, adoptaron costumbres locales y tradujeron la fe al lenguaje de las culturas sin alterar su verdad. En América del Sur, los jesuitas protagonizaron la experiencia singular de las reducciones guaraníes, modelo de evangelización inculturada, socialmente organizada y espiritualmente fecunda. Numerosos jesuitas sufrieron el martirio, especialmente en Inglaterra y otros territorios hostiles a la fe católica, dando testimonio de su fidelidad a Cristo y a la Iglesia hasta el fin.
Se destacó la Congregación de la Misión, fundada por san Vicente de Paúl, cuyo carisma se centró en las misiones populares rurales y la formación del clero diocesano. Conocidos como paúles, vicentinos o lazaristas, se convirtieron en referentes de caridad y reforma eclesial. En la misma línea, surgieron congregaciones con un fuerte énfasis en la predicación y la espiritualidad: los pasionistas, fundados por san Pablo de la Cruz, alternaban la misión con una intensa vida contemplativa; y los redentoristas, fundados por san Alfonso María de Ligorio, combinaron el celo misionero con una sólida tradición de enseñanza y reflexión en teología moral, disciplina en la que su fundador fue una autoridad insigne. Estas congregaciones respondían a la necesidad de evangelizar y renovar al pueblo cristiano en un contexto de secularización creciente.
Las mujeres desempeñaron un papel vital en la renovación de la vida consagrada. La fundación de nuevas órdenes femeninas respondió tanto a las necesidades apostólicas como al deseo de mayor participación activa en la misión de la Iglesia. Las ursulinas, fundadas por santa Ángela de Mérici, se dedicaron a la educación de niñas, extendiendo su acción desde Italia hasta América del Norte. El Instituto de la Bienaventurada Virgen María, fundado por Mary Ward en Inglaterra, compartía esa misma misión educativa. La Compañía de las Hijas de la Caridad, fundada por san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac, se convirtió en un modelo de acción caritativa institucionalizada, atendiendo a pobres, enfermos y marginados. Las visitandinas, fundadas por san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal, dieron nuevo vigor a la vida contemplativa femenina. De su seno brotó la figura mística de santa Margarita María Alacoque, promotora de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que marcaría profundamente la espiritualidad católica posterior.
Muchas de estas congregaciones femeninas desarrollaron posteriormente ramas activas paralelas a las masculinas, como sucedió con los pasionistas y redentoristas. La vitalidad de estas fundaciones muestra que, aun en medio de persecuciones, críticas y reformas, la vida religiosa siguió siendo un canal privilegiado de santificación, evangelización y renovación eclesial, testimonio de que el Espíritu no cesa de suscitar carismas al servicio del Pueblo de Dios.
Los terciarios, es decir, los laicos asociados espiritualmente a estas órdenes, jugaron un papel significativo. Un caso emblemático fue el de santa Rosa de Lima, terciaria dominica peruana y primera santa canonizada de América, cuya vida de penitencia y amor a Dios ofreció un testimonio de santidad plenamente inculturada. Otro ejemplo eminente de reforma fue el protagonizado por los carmelitas reformados, gracias a la acción conjunta de santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, dos de los místicos más grandes de la historia de la Iglesia.
Otras reformas surgieron dentro del monacato benedictino, especialmente en Francia. El abad Armand Jean de Rancé, en la abadía de La Trappe, emprendió una profunda reforma que buscaba recuperar la severidad y disciplina original cisterciense, y que desembocó finalmente, ya en el siglo XIX, en la fundación de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, más conocida como los trapenses (OCSO), marcada por una vida austera, contemplativa y penitencial.
En Francia, surgió la Congregación de San Mauro, una reforma benedictina con un carisma complementario: el cultivo de los estudios litúrgicos, históricos y patrísticos. A través de figuras notables como Jean Mabillon, Montfaucon, Martène, y Ruinart, los mauristas produjeron ediciones críticas de textos fundamentales de la tradición cristiana, convirtiéndose en verdaderos guardianes de la memoria eclesial. Estos monjes encarnaban un tipo de vida religiosa donde la contemplación se alimentaba también del estudio. Sin embargo, no todos los reformadores compartían esta visión. De Rancé, desde su rigor ascético, criticó con fuerza este enfoque, lo que llevó a una intensa defensa por parte de Mabillon en su tratado «Sobre los estudios monásticos», donde defendía la validez espiritual del estudio como parte integral de la vida benedictina.
En suma, los santos nos han heredado el celo fulminante que deteriora al antiguo hombre y permite nacer al nuevo renovando siempre por medio del Espíritu Santo para vencer al mundo que llega a su fin, la Iglesia no requiere de una insurrección, requiere de santos predispuestos a amar, amar hasta el extremo. Que a ejemplo de la tradición viva tomemos el rumbo glorificando a Dios.
Ad maiorem Dei gloriam.
Bibliografía
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Aristóteles, Metafísica, iv, 1011b25.
Platón, República, ii, 382b.
René Descartes, Principia Philosophiae, parte I, §7 (1644).
Siempre en lo mismo.
Interesante enfoque a unas de las tendencias más discutidas de siglo XXI.