Materialismo histórico e historiología

Marx es verdaderamente una figura singular; fue un hombre de genio, uno de los hombres con mayor talento crítico y analítico que la humanidad haya conocido jamás. Tal ha sido su influencia que los términos «burguesía» y «proletariado», entre otros conceptos, se utilizan constantemente hasta el día de hoy, y seguirán utilizándose. Educado en una Alemania dominada por el pensamiento hegeliano, Marx buscó respuestas y explicaciones a los problemas de su época, así como desentrañar los mecanismos del sistema económico de la Europa del siglo XIX, especialmente el desarrollo industrial de Inglaterra: el capitalismo. Desarrolló un complejo sistema de ideas extraídas de diversas fuentes, convirtiéndose así en economista, sociólogo e historiador.1
Es precisamente esta última faceta de Marx en la que centramos nuestro interés y análisis. Al encontrarnos con el enfoque marxista de la historia, descubrimos un sistema donde «se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida», en las que «la moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad».2 El sistema de Marx se centra en la vida económica y social real del hombre y en la influencia de su modo de vida —es decir, la forma en que el hombre produce—, en su propio pensamiento y sentimiento.3
En este sentido, «las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante».4 Por ello, la historiología marxista reposa sobre una idea fundamental: «Que la producción económica y la estructura social que de ella se deriva necesariamente en cada época histórica, constituyen la base sobre la cual descansa la historia política e intelectual de esa época; que, por tanto, toda la historia (desde la disolución del régimen primitivo de propiedad común de la tierra) ha sido una historia de lucha de clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las diferentes fases del desarrollo social».5
El historiador venezolano Andrés Florentino Ponte (1881-1948), elegido individuo de número de la Academia Nacional de la Historia el 23 de octubre de 1918, versó el 9 de mayo de 1919 en su discurso de incorporación que «al demostrar Karl Marx que las causas de ese proceso de crecimiento que constituye la historia de la sociedad se encuentran en las condiciones económicas de la existencia, dio principio al socialismo, pero también a la crítica histórica científica y exacta».6 Lo que Marx intentaba hacer era reafirmar el principio naturalista del siglo XVIII de que los acontecimientos históricos tienen causas naturales. Sin embargo, el materialismo histórico tiene la debilidad de seleccionar un aspecto de la vida humana, la actividad económica, en el sentido de que es totalmente racional por sí misma. Marx insistía en una historia única en la que la política, el arte, la religión y otras historias paralelas están subordinadas a la economía.7
El Homo economicus, quien sería el verdadero sujeto de la historia, lejos de pertenecer a una unidad orgánica en la que cada hilo del proceso histórico conserva su propia continuidad, así como su íntima conexión con múltiples factores, es un ser aislado cuyo único hilo conductor es la historia económica, bajo la cual cualquier otro estudio histórico carece de valor real. El hombre se halla sujeto a la existencia de una estructura social con clases establecidas formadas espontáneamente: «En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia».8
Marx nunca dejó de ser un profeta, ya que cree que la historia tiene un curso y un destino —la próxima sociedad comunista—, algo en lo que coincide con muchos pensadores religiosos y seculares por igual.9 Sin embargo, es de notar que aparece cierta contradicción en Marx cuando afirma, en respuesta a Proudhon, que «desde el momento en que se presenta a los hombres como los actores y los autores de su propia historia, se llega, dando un rodeo, al verdadero punto de partida»,10 pues si el hombre se encuentra sujeto a una estructura económica independientemente de su voluntad, ergo no puede ser autor de su propia historia. En cualquier caso, resulta curioso que Engels —quien siempre fue muchos menos fanático que Marx— señalara en su famosa carta a Bloch (21 de septiembre de 1890) que:
Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta —las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas— ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.11
¿Por qué Engels intentó corregir algo que Marx había dejado claramente implícito? ¿Acaso se arrepintió al ver la consecuencia lógica del uso de la afirmación marxista tanto por parte de sus discípulos como de sus detractores? Es cierto que resulta confuso y contradictorio, pero una cosa está clara: la concepción de la historia de Marx conlleva una serie de problemas metodológicos desde sus propios fundamentos. La ortodoxia marxista pretende reducir la complejidad de la realidad a la economía, convirtiendo al hombre en una mera máquina esclavizada al proceso de producción. La realidad humana, por el contrario, que incluye fenómenos históricos y sociales, no puede entenderse plenamente desde una única perspectiva. Tenemos aproximaciones, porque nuestras propias limitaciones nos impiden explicar los fenómenos humanos como si fueran el mecanismo de un reloj. El atractivo del sistema de Marx es que ofrece explicaciones universales, pues una vez que se asume que el hombre es producto del condicionamiento económico, se piensa que este pensamiento puede aplicarse a todos los tiempos y todos los lugares.
Ahora bien, si entendemos el materialismo histórico como algo muy alejado de ser una especie de dogma —contrariamente a la ortodoxia marxista—, podemos descubrir que es una herramienta analítica muy útil para llegar a capas inexploradas de la historia. Entre los muchos ejemplos que existen para ilustrar esta idea, hay dos casos en los que historiadores con diferentes temas de estudio, sin ser marxistas o al menos marxistas ortodoxos, hicieron valiosas contribuciones histórico-metodológicas mediante el uso del materialismo histórico. Por un lado, el gran historiador y sociólogo del arte Arnold Hauser aún cuando declaraba marxista era todo menos un doctrinario, pues hace «la distinción entre marxismo teórico y marxismo político, en antítesis a la unidad ortodoxa de principios y práctica en el sentido en que Marx proclamó el dogma», es decir, «el principio aparentemente herético de que podemos estar de acuerdo con el marxismo como filosofía de la historia y la sociedad sin ser marxistas en el sentido político activista, es más, sin ser socialistas en el sentido más estricto».12
Esa distinción hace posible un eclecticismo que permite dejar que otras explicaciones interactúen con las causas marxistas. Aunque la dialéctica de la historia marca el enfoque básico de Hauser, no le parece que la historia de las artes pueda reducirse a un esquema tan simple, pues cree que los principios de su funcionamiento deben demostrarse en cada caso, especialmente porque «la historia consiste en una secuencia incalculable de acontecimientos impredecibles. No existe ninguna regla que rija su estructura, ningún esquema de periodicidad, ningún múltiplo común para las épocas que pueda aplicarse a la historia en su conjunto. La interacción entre tradición e innovación, instituciones estables y necesidades cambiantes, datos materiales y objetivos ideales representa sin duda un aspecto esencial de las condiciones y relaciones históricas, pero no las reduce a una fórmula global, inequívoca e inmutable».13
Tal noción es, desde luego, un anatema para los marxistas ortodoxos. Creen que si solo se observa un segmento lo suficientemente largo de la historia, todo resulta haber sido predecible después de todo. El eclecticismo de Hauser es muy útil, ya que le lleva por un lado a recorrer la historia de un lado a otro como un guía instructivo que explica pacientemente cada monumento que considera digno de ver, y por otro a descubrir una metodología muy útil mediante la cual, por ejemplo, afirma que durante el Renacimiento la mayoría de los artistas procedían de entornos humildes y que, en lugar de minimizar este hecho, las primeras biografías parecen deleitarse en señalarlo.14
Pero sin duda alguna, el ejemplo más notable es Mijaíl Rostovtzeff.15 Considerado el Mommsen del siglo XX, fue el primer historiador en presentar «una obra especializada, una monografía consagrada a la vida social y económica del Imperio romano, en su total conjunto, y que trace las lineas cardinales de su evolución».16 Al no tener predecesores, su obra fue el primer intento de este tipo. Nacido en el seno de una familia zarista, Rostovtzeff se vio obligado a exiliarse tras la Revolución Bolchevique, y fue este hecho —o tragedia— el que le sirvió de material de reflexión e inspiración, transformándole de «burgués derrotado» en el mayor historiador de la Antigüedad de su época.
Uno de sus grandes logros fue haber sabido tener en cuenta las fuentes arqueológicas, cuya publicación era en ese momento dispersa y descriptiva, y fusionarlas con fuentes históricas y epigráficas para presentar una visión orgánica y coherente del pasado. Resulta bastante irónico que, a pesar de que su obra fuera tildada por el establishment soviético de «burguesa y contrarrevolucionaria», Rostovtzeff fuera el primer estudioso en interpretar la Antigüedad metodológicamente a través del prisma de la concepción materialista de la historia, siendo él mismo no solo participante en los movimientos políticos de los blancos rusos, sino también habiendo utilizado su influencia para que la delegación soviética fuera rechazada del Congreso Internacional de Historiadores celebrado en Estocolmo en 1930.
Rostovtzeff, por ejemplo, emplea «la palabra “capitalismo” en su más amplio sentido, esto es, como forma económica enderezada al beneficio y no al consumo. El capitalismo moderno es, naturalmente, de muy otra especie, y en sus formas típicas actuales no existió en el mundo antiguo».17 Esto implica que el capitalismo no se considera un modo de producción que marque de alguna manera una época concreta, sino más bien un modo de organización económica que puede darse de forma aislada en cualquier sociedad. Como se presupone la existencia de un capitalismo, tiene que presuponerse entonces la existencia de una burguesía y un proletariado, respectivamente.
Aparte de la rivalidad y la competencia constantes entre las ciudades —herencia de los tiempos de libertad política— había dos factores que imprimían su sello a la vida social e inquietaban a las autoridades municipales y al gobierno romano: una continua lucha social entre ricos y pobres, y una fuerte oposición por parte de ambos elementos de la población contra los métodos administrativos de los gobernadores romanos. De este modo en las ciudades el movimiento social tenía que asumir, sobre todo entre los proletarios, un matiz antirromano, ya que los romanos, por regla general, protegían a las clases gobernantes, a los opresores declarados del proletariadoAparte de la rivalidad y la competencia constantes entre las ciudades —herencia de los tiempos de libertad política— había dos factores que imprimían su sello a la vida social e inquietaban a las autoridades municipales y al gobierno romano: una continua lucha social entre ricos y pobres, y una fuerte oposición por parte de ambos elementos de la población contra los métodos administrativos de los gobernadores romanos. De este modo en las ciudades el movimiento social tenía que asumir, sobre todo entre los proletarios, un matiz antirromano, ya que los romanos, por regla general, protegían a las clases gobernantes, a los opresores declarados del proletariado.18
El fenómeno de la decadencia del Imperio es tratado como «la absorción gradual de las clases cultas por las masas y la simplificación consiguiente de todas las funciones de la vida política, social, económica e intelectual, o sea aquel proceso al que damos el nombre de barbarización del mundo antiguo».19 Paradójicamente, al analizar la sociedad romana y el mundo helenístico en términos de clases sociales, nunca dejó de establecer, consciente o inconscientemente, paralelismos con los acontecimientos que tenían lugar en su Rusia natal. Esto se comprueba cuando Rostovtzeff, al hablar del período revolucionario que se dio en Grecia entre el 220 y el 145 a. C., homenajea involuntariamente a los bolcheviques: «La perspectiva de una revolución social general nunca fue más amenazadora en Grecia que en el período que consideramos y hasta la guerra aquea. Pero los esfuerzos del proletariado eran caóticos y esporádicos, la resistencia de la burguesía, abierta, y las ambiciones de los caudillos y protectores del proletariado, egoístas y casi siempre de índole política, siendo para ellos el proletariado un peón en su juego político. La intranquilidad social en Grecia, pues, siguió siendo estéril y destructora, saltando de un lugar a otro sin alcanzar nunca resultados más o menos duraderos».20
Este pasaje puede ser visto como una imagen en negativo de la Revolución Rusa, pues en Rusia los esfuerzos del proletariado fueron organizados y constantes, la resistencia de la burguesía, débil, y los propósitos de los caudillos y seguidores del proletariado abnegados y predominantemente económico-sociales, pues el proletariado era para ellos un fin en sí mismo, por lo que lograron consumar la revolución. De tal suerte, el desarrollo económico-social, y por ende el cultural, es visto como la consecuencia del predominio burgués y los períodos de estancamiento tienen que ser épocas de predominio feudal o proletario. La caída de Roma no es considerada un triunfo del proletariado o la consecuencia de alguna revolución, sino un fracaso de la burguesía por reproducirse y crecer.
Rostovtzeff hace otra alusión al bolchevismo: «Como en la Rusia del antiguo régimen, en la que hallamos el mejor paralelo moderno a este aspecto de la vida antigua, la clase privilegiada sabía muy bien substraerse a estas cargas y acumularlas sobre los campesinos, incluso cuando la obligación no recaía sobre el individuo por sí mismo, sino por razón de su propiedad agrícola, como sucedía en la construcción de carreteras. Hubo, desde luego, ocasionalmente, individuos generosos que sufragaron de su peculio tales gastos; pero éstos fueron casos excepcionales, y, por serlo, aparecen mencionados en las inscripciones. No es difícil hacerse cargo de lo que estos gravámenes extraordinarios significaban para la población».21
Resulta claro que Rostovtzeff está considerando al bolchevismo una estrategia del proletariado y sus técnicos para acceder al Gobierno y supone que tal estrategia, encarnada en la dictadura proletaria, niega sin decirlo la democracia. Pero se hace las siguientes interrogantes: «¿Estamos seguros de que el gobierno representativo sea la causa de nuestra brillante civilización y no uno de los síntomas de la misma? ¿Tenemos alguna razón para creer que la democracia moderna sea garantía de un progreso continuo e ininterrumpido y capaz de impedir la explosion de la guerra civil alimentada por el odio y la envidia? No debemos olvidar que las teorías políticas y sociales más modernas afirman que la democracia es una institución anticuada y corrompida, incubada por el capitalismo, y que la única forma justa de gobierno es la dictadura del proletariado, que supone la anulación completa de la libertad ciudadana e impone a cada individuo, como único ideal, el bienestar material y el igualitarismo en él fundado».22 Con esta misma perspectiva, el historiador ruso concluye su obra preguntándose, sin poder dar respuesta, qué debe hacer la burguesía:
La evolución del mundo antiguo es para nosotros una lección y una advertencia. Nuestra civilización no perdurará sino a condición de no ser la civilización de una sola clase, sino la civilización de las masas. Las civilizaciones orientales fueron más estables y duraderas que la grecorromana porque, hallándose basadas principalmente en la religión, eran más accesibles a las masas. Otra enseñanza es que las tentativas violentas de nivelación no han conducido jamás a la elevación de las masas; no han hecho más que aniquilar a las clases superiores, acelerando así el proceso de barbarización. Pero la interrogación última se alza como un fantasma siempre presente y contra el cual ningún exorcismo vale: ¿Es posible extender a las clases inferiores una civilización superior sin degradar el contenido de la misma y diluir su calidad hasta desvanecerla por completo? ¿No está condenada toda civilización a decaer apenas comienza a penetrar entre las masas?23
Este es, pues, un resumen de toda su obra: las civilizaciones son el producto de la división social del trabajo y la consiguiente formación de clases sociales. Sin esta estructura, la civilización —el legado de las élites— no puede existir, pero esta misma división determina sus límites de supervivencia, ya que las clases bajas siempre querrán ascender socialmente convirtiéndose en miembros de la burguesía mediante la adquisición de cultura y, en última instancia, de civilización. Desde el momento en que los bolcheviques llegaron al poder, Rostovtzeff se dedicó, muy a su pesar, a cantar lo que podría llamarse el canto del cisne de su clase social. Toda su pasión y talento infundieron entusiasmo a una de las obras histórico-historiográficas más importantes de su época, que, por su mera existencia, demuestra que a veces los «vencidos» también escriben la historia.
Para concluir, creemos que como bien dijo Fustel de Coulanges: «La historia no estudia solamente los sucesos materiales y las instituciones; su verdadero objeto de estudio es el alma humana; debe aspirar a conocer lo que este alma ha creído, ha pensado, ha sentido en las diferentes edades de la vida del género humano».24 En lugar de una historia cerrada e insípida en la que el hombre queda reducido por completo a un agente de la economía, observamos la historia universal como «el fenómeno de múltiples culturas poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de una tierra madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su existencia. Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia; cada una tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir propios».25
Precisamente por eso resulta odioso estudiar la complejidad del pasado humano con una única forma de ver las cosas. El materialismo histórico, como se ha mencionado anteriormente, es valioso cuando se utiliza en sentido auxiliar, no como criterio de totalidad, cuando se busca profundizar en capas inexploradas de la historia. Es en este sentido, y solo en este sentido, donde la concepción de la historia de Marx encuentra su verdadera raison d’être. Los ejemplos que nos dan Hauser y Rostovtzeff, aunque no son los únicos de historiadores con enfoques eclécticos y multidisciplinarios, nos muestran que un buen historiador no es el que sigue un sistema específico como si fuera una religión, y mucho menos el que sólo se acuerda de fechas y lugares, sino el que sabe aprovechar disciplinas y herramientas que a menudo están fuera del ámbito de la profesión.
La grandeza del mundo de las ideas reside en la posibilidad de utilizar conceptos y disciplinas aparentemente opuestos, procedentes de una amplia variedad de campos, para enriquecer la producción histórica y la exégesis histórico-crítica. Si Marx «vació» la dialéctica hegeliana de su idealismo y la sustituyó por el materialismo de Feuerbach, no hay ningún problema en realizar una operación similar con la propia metodología marxista. El historiador marxista más ortodoxo, decidido a mantener su visión fundamentalmente clara, paga el precio de forzar los hechos y las suposiciones filosóficas en su esquema.
Véanse Franz Mehring, Karl Marx: The Story of His Life (Londres, 1936); E. H. Carr, Karl Marx: A Study in Fanaticism (Londres, 1934); Isaiah Berlin, Karl Marx: His Life and Environment (3.ª ed., Londres, 1963); Gareth Stedman Jones, Karl Marx: Greatness and Illusion (Cambridge, 2016).
C. Marx y F. Engels, La ideología alemana: Crítica de la novísima filosofía alemana en las personas de sus representantes Feuerbach, B. Bauer y Stirner y del socialismo alemán en las de sus diferentes profetas, trad. Wenceslao Roces (Montevideo, 1974), p. 26.
Erich Fromm, Marx y su concepto del hombre, trad. Julieta Campos (México, 1962), pp. 20-30.
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C. Marx y F. Engels, Obras escogidas, 3 vols. (Moscú, 1973), I, p. 102.
Andrés F. Ponte, «Pérdida de la Isla de Trinidad», en Academia Nacional de la Historia, Discursos de incorporación, 6 vols. (Caracas, 1979-1980), I, p. 463.
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Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, ed. Jorge Tula (México, 1980), pp. 4-5; véase Kostas Papaioannou, De Marx y del marxismo, trad. Jorge Ferreiro (México, 1991), pp. 194-195.
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Arnold Hauser, The Sociology of Art, trad. Kenneth J. Northcott (Chicago, 1974), p. xx.
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Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, I, p. 75, nota 1.
Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, I, p. 230.
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M. Rostovtzeff, Historia social y económica del mundo helenístico, trad. F. J. Presedo Velo, 2 vols. (Madrid, 1967), II, p. 673.
Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, II, p. 214.
Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, II, p. 484.
Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, II, p. 489.
N. D. Fustel de Coulanges, La ciudad antigua: Estudio sobre el culto, el derecho, las instituciones de Grecia y Roma, trad. M. Ciges Aparicio (Madrid, 1931), p. 128.
Oswald Spengler, La decadencia de Occidente: Bosquejo de una morfología de la historia universal, trad. Manuel García Morente, 2 vols. (Madrid, 1966), I, p. 48.



Gran artículo.