Yo amo a todos aquellos que son como gotas pesadas que caen una a una de la oscura nube suspendida sobre el hombre: ellos anuncian que el rayo viene, y perecen como anunciadores.1
Entre los siglos IX y XII, en las eras Heian y Tokugawa, floreció en el Japón imperial el Bushido, el severo y sagrado «camino del guerrero»2, que rigió la vida de los samuráis con una devoción tan férrea como poética. En su centro palpitaba el seppuku, rito trágico de honor en el que el guerrero, despojado de ego y temor, se abría el vientre como quien deshoja una flor desde su interior, revelando que la dignidad —aun mancillada— puede redimirse con sangre3. No había desesperación en ese tajo, más bien una fidelidad altísima, una afirmación del espíritu que se inmola no por derrota, sino por virtud: morir para restablecer el orden. Así, el samurái no temía a la muerte, pues ya había vivido conforme al deber; su último gesto no era claudicación, fue epifanía, donde la espada, templada por la piedad y la firmeza, sellaba con pulso certero un pacto de eternidad entre la vida vivida y el alma ofrecida.
Frente a las aparatosas escenas que acompañan ciertos suicidios célebres —como aquel de Hemingway, volándose la cabeza en lo que algunos aún insisten en llamar una rutina de limpieza de escopeta—, se yergue, como un monolito de fidelidad incorruptible, la figura del hijo del acero: Yukio Mishima. Último bastión del heroísmo trágico, su vida y su muerte componen una liturgia de altura, un acto de afirmación espiritual en una época de disolución. Imbuido en la ortodoxia samurái del disipado imperio nipón, Mishima abrió su vientre con gesto resuelto, dejando que la sangre heroica de su cuerpo denso y trabajado regara los umbrales de una civilización que ya no sabía morir con dignidad4.
No fue su gesto un mero estallido de desesperación, era la consumación solemne de una doctrina vital: el camino del guerrero, cuya máxima reza que «en un asunto de vida o muerte, decídete de inmediato por la muerte»5. En ello no hay morbosidad, sino fidelidad a una ética superior, donde el cuerpo se convierte en altar y el acto final en ofrenda. Esa pureza en el desenvolvimiento de los hechos, esa escenografía sobria y grandilocuente —la espada, el uniforme, el manifiesto—, elevan su muerte a un rango simbólico solo accesible a los espíritus templados por el fuego de la tradición.
No es comparable a un desplome vulgar sobre los rieles de un tren, ni al triste repertorio de muertes modernas marcadas por la huida y la evasión: píldoras, gases, jeringas. El acto de Mishima no fue fuga, simbolizaba presencia absoluta. En el vértice de las modernidades líquidas, entre el estruendo de una civilización que renuncia a sí misma, él eligió el instante eterno. Se entregó a la Parca como quien ofrece su alma al templo de los inmortales. Su seppuku, lejos de ser un fin, fue una consagración: el símbolo último de una juventud extraviada y huérfana de místicas e ideales que aún busca, entre ruinas y pantallas, el rostro perdido del honor, la heráldica de la tradición heroica.
En los años de la guerra, el impulso hacia la muerte salía a una descarga del cien por cien. En cambio, el ansia de rebeldía, de libertad y de vida estaba suprimida. Después de la guerra ocurrió justamente lo contrario. Fueron satisfechos al cien por cien los impulsos de rebeldía, libertad y vida; y anulados los de sumisión y muerte.6
Estos ríos del tiempo, a los cuales estamos irremediablemente sujetos, nos han arrastrado hacia un mundo cada vez menos humano, sumido en una descomposición progresiva que —para nuestra desgracia— fue anunciada desde antaño, en diversas formas y en maneras varias, a través de todas las lenguas y ritos, por quienes sabían leer con agudeza y distancia los signos futuros de la ruina y el desguace. La Tradición, con su característico timbre recio —aunque distante—, advirtió el comienzo del Kali Yuga: la llamada Edad Sombría, la estación final del ciclo cósmico, donde se desata el obscurecimiento de los dioses y el alma se endurece como guijarro árido. No es sólo el tiempo de la trágica decadencia; es la inversión abrupta misma del orden, donde la casta se disuelve, el rito se vuelve insustancial a lo humano, y el espíritu auténtico de los climas mitológicos colapsa bajo los escombros de una civilización que ha perdido su centro uniforme.7
En el mundo tradicional, toda acción significativa estaba arraigada en lo sagrado, es decir, en lo real por excelencia. Nada que careciera de un fundamento mítico, de una consagración originaria, podía ser considerado verdaderamente existente. Así, incluso el trabajo agrícola —aparentemente simple y mundano— era una actividad revelada por los dioses o los Héroes civilizadores, portadora de sentido y modelo ejemplar. Lo profano, en cambio, es lo que no participa del Ser, lo que ha quedado al margen del símbolo y del rito8. En esta clave ontológica se comprende el drama moderno: la técnica ha sustituido a la contemplación, el cálculo frígido ha desplazado al símbolo enaltecedor, y lo profano ha invadido por completo el ámbito de lo sagrado. Esta invasión deja un vacío que ninguna ideología materialista puede llenar. Lo admirable es ridiculizado, y lo bajo exaltado. El espíritu que una vez fundó el orden cósmico ha quedado relegado a la periferia, como centinela errante en una noche sin promesa de aurora.
El lector se dará cuenta en seguida de que lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Estos modos de ser en el Mundo no interesan sólo a la historia de las religiones o a la sociología, no constituyen un mero objeto de estudios históricos, sociológicos, etnológicos. En última instancia, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos; interesan por igual al filósofo que al hombre indagador ávido de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.9
Pero aún en medio de esta disolución aparentemente insalvable, resuena, como rocas en caída, la vieja consigna de los antiguos: resistir no es vencer, pero es afirmar que existe lo invencible. La Vía de la Acción —ascesis heroica— no pide resultados concretos, exige fidelidad irrenunciable, perenne acción enérgica. Se combate no por esperanza ni anhelos por la conquista de la felicidad infantil, se demanda por la fidelidad a una dignidad humanizante que no negocia. La guerra interior, la gran guerra santa, se libra sin testigos, en el templo secreto del alma del hombre. Y si la sangre debe derramarse como fertilizante de provechosas cosechas, que sea como ofrenda ritual, no como reacción desesperada, a la espera de que los cultivos cumplan su función: alimentar el mundo heroico.
Vivir en la Edad Oscura es cargar con el peso de unas labores que no piden redimir al mundo y sostener el eje mientras todo gira en desorden, en suma, cumpliendo el oficio de resistencia imperdible. El héroe no aguanta la victoria; la encarna con sagacidad, muestra de su osadía congénita. Porque cuando todo en el ecosistema de acción tiende a lo heterogéneo, su sola presencia ya es anunciador de homogeneidad. En el naufragio de valores auténticos, la actitud recta —aunque aislada— funda, en su silencio meditativo, un nuevo centro de emergentes vías de mejoramiento.
Julius Evola, erguido en medio del sometimiento incontenible de la modernidad castradora de virtudes, comprendió que resistir ya no significaba enfrentarse frontalmente al coloso de la decadencia, mas sí habitarlo evitando ser absorbido, recorrer su interior sin mancharse. De allí su llamativa y evocadora consigna: Cabalgar el Tigre. No se trata de atacar al monstruo —pues este se alimenta de toda confrontación directa—, ni de huir —porque no hay ya refugios—, sino de montarlo, como quien domina una bestia peligrosa sin dejarse caer de ella, sin permitir que su fuerza nos tumbe al polvero de la derrota. Esta actitud exige una entereza «verticalizadora», una disciplina casi devota que permita movernos entre la insolvencia sin convertirnos en elementos disolventes, entre máscaras sin perder el perfil verdadero, entre el ruido de las chicharras sin perder la calma de los búhos10.
Hoy, en una época que consagra lo efímero, lo vulgar, lo homogéneo —a lo que denomino, en visiones alternativas, como «aceleracionismo cultural»—; donde la técnica deshumana reemplaza al símbolo integrador y revelador y la masa, como trapo absorbente borra al individuo articulador; Cabalgar el Tigre adquiere singular significación al tratarse de vivir en el mundo sin pertenecerle, usar sus medios, sus vías, sin someterse a su lógica sometedora. Es mirar sin ser embobado, declamar sin claudicar, actuar sin contagiarse. Hay una clara implicación en aceptar que el síntoma de ser cual Holandés Errante no puede evitarse, pero que aún es posible quedar estable sobre la cubierta inclinada, ser testigo del hundimiento sin perder la brújula.
No es una patética ética del éxito ni un método irresponsable para una supuesta salvación grupal. Es, más bien, una forma de nobleza cautiva, sosegada: la de quien, aun sabiendo que el desafío está condicionado, se lanza con honra. En el fondo negruzco, cabalgar el Tigre es una forma de libertad absoluta, una rebeldía desatada: la que brota cuando el alma ya no espera nada significativo del mundo, y por eso puede actuar sin temor, sin esperanza, sin engaño.
En este mismo pulso resuenan las herencias nietzscheanas: ruge, sí, pero su rugido se tiñe de una amargura sostenida, de esa fiebre lúcida que sólo conocen los espíritus que han descendido al abismo y han regresado con los ojos despiertos, cristalinos. Nietzsche y su fabulosa previsión del nihilismo no fue una condena ilegítima, significó una advertencia generosa, la última clarinada de un profeta trágico. El «último hombre» no se le presentó como un monstruo, sino como una sombra desarticulada de vida, una criatura adocenada, frágil amalgama de vicios y placeres desvinculados de toda trascendencia11. Más que la tragedia, lo horrorizaba el cansancio, la resignación del alma ante la pérdida de los grandes ideales —a pesar de su proposición de la inversión abrupta de estos—. La «muerte de Dios» no fue para él una consigna meramente provocadora, sino, hasta cierta medida, un lamento cósmico: la disolución de «lo más grande y lo más sagrado», expresado por el Zaratustra entre la muchedumbre atónita, incapaz de comprender el clamor de su condenación histérica, profética, inevitable12.
¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos —¿quién nos lavará esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros?13
Y, sin embargo, frente al abismo —figura recurrente en su obra—, Nietzsche señala —no como un mesías, sino como un etólogo de las utopías— la posibilidad real del superhombre: no una arrogancia altiva y sí una afirmación del espíritu que rehúsa doblarse, que se yergue en medio del vacío, afirmando la vida como creación divina —aunque esto último sea, esencialmente, una herejía en la mal llamada doctrina nietzscheana—.
Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?14
Adquieren así un peso singular algunas líneas de su lección final, Ecce Homo, especie de autoevangelio, donde sus sentencias galopan con la fuerza de legiones enteras, en cantos orgullosos, fervorosos y llenos de una elegía íntima avasallante. Allí, en el capítulo «Por qué soy un destino», rescato del polvo —como quien halla metales preciosos bajo las ruinas montañosas— fragmentos que no sólo hablan de sí, sino que insinúan una estirpe naciente: «Un día mi nombre irá unido a algo gigantesco (...) Yo no soy un hombre, soy dinamita».15 Y aunque el propio Nietzsche despreciara la idea de ser seguido —celoso de su singularidad, implacable en su distinción—, su ardor puede, debe, transmitirse.
Este hombre, que manifestaba que la muerte es una sección variada a lo largo de la vida humana, nos legó el fulgor de lo bello y combativo, una brasa que, aunque enemiga de la fe, no dejó huérfano al espíritu del hombre. Su inteligencia fue advertencia y síntesis genial, relámpago y grieta. Lo que el siglo XX vivió en mareas de tormentos, él lo pensó y lo escribió —recuérdese su advertencia al advenimiento del marxismo—. Y su dinamismo —su vitalismo herido, exaltado, premonitorio— es una energía que aún hoy puede encender a quienes no se resignan entre el tumulto de la zafia disgregación.
Fue durante el período de entreguerras que Europa volvió a intuir, aunque fugazmente, esa fuerza primigenia de la que venimos haciendo referencias y menciones, esa tradición del hombre heroico. En medio de las tinieblas las grandes disputas europeas, en su ensañamiento autodestructivo, las vidas parecieron estremecerse ante una nueva sintonía del mundo: un espíritu en alzamiento, revelador, divino, traspasaba la superficie. A muchos les aterraba su vínculo con la muerte, con la Patria, con el sacrificio. Pero otros, muy pocos, se conmovían, y se abrazaban en esa gran idea creyente de «la santidad del heroísmo»16. Frente a las ideologías materialistas y los hábitos hedónicos que prometían comodidad debilitante, igualdad miserable, se alzó una concepción distinta de la existencia: aquella que, en lugar de rehuir el dolor, lo trasciende; aquella que devolvía al hombre su potencia original, la que siempre lo ha estremecido, la que lo eleva por encima de la masa: la heroicidad.
Se llegaba, así, a la conclusión definitiva: los motores que impulsan al hombre no pueden ser las frívolas máquinas, ni los engranajes ciegos de la técnica, sino esa fuerza primigenia que conoce las tensiones del alma, que vibra con los dilemas eternos: el hombre, el jefe, es decir, el héroe17. No todo acto debe rendirse ante el fugaz interés de lo económico, de lo útil o lo inmediato. Es la sangre, y no el dinero ni la técnica, la que ha dado movimiento a la Historia18. Así lo dijo un estadista italiano de genio distinguido cuya sola mención estremece las pieles frágiles.
El resorte profundo de las emociones humanas no descansa en las materialidades pasajeras, halla su vida en las acciones creativas, imperecederas, trágicas y redentoras. El hombre debe ser un fanático del triunfo y del heroísmo, un peregrino de la gloria que no vea en la fosa común el signo de la desesperanza, sino el umbral hacia la Eternidad —el libro de los grandes logros—. Que no le tema al abismo, que lo anhele como altar. Fascina la guerra —por su brutalidad, por su violencia, por su potencia de convocar juventudes gloriosas, ansiosas de eternidad, prestas a morir con el nombre de su patria, de su fe, de su amor, en los labios—. ¡Vivir peligrosamente!: ése, y no otro, es el lema del hombre verdadero, de la Patria Grande, de nuestro Jesucristo ensangrentado y victorioso19.
No creemos en una solución única —ya sea económica, política o moral— en una solución simplista de los problemas de la vida, porque, ¡oh ilustres beatos de todas las sacristías!, la vida no es lineal y no la reduciréis jamás a un segmento cerrado entre necesidades primarias.20
El héroe, por su parte, no es sólo quien actúa, es el que valientemente desciende. Ha de «sumergirse» —con entereza y sentido trágico— en lo profundo, para reconectar con lo elemental, con lo originario. Ese es su cometido: no adaptarse, no negociar con la decadencia, sino emprender la odisea heroica como un deber, como una restitución del orden perdido. En esa bajada al fondo del ser, el héroe se forja. Y sólo desde ahí puede volver a erguirse, no como un servidor de la máquina, sino como su señor.
La finalidad de la historia, al describir ese descenso, es demostrar que «solo en la región de peligro (en el abismo submarino, en la caverna, en el bosque, en la isla, en el castillo, etc.) uno puede encontrar el «tesoro difícil de obtener» (la piedra preciosa, la virgen, la poción de la vida, la victoria sobre la muerte).21
Carlyle proclamó que «la sociedad está fundada sobre el culto a los héroes», y en esa máxima reside noblemente una verdad primordial que los tiempos modernos —cínicos, utilitarios, descreídos— han sepultado bajo la hojarasca de sus artificios ruines y mezquinos. El héroe, para Carlyle, no es solo el que realiza proezas impensadas, sino el que ve certeramente. Ve lo esencial, lo trascendente. «Penetra, a través de las cosas, en la esencia de las cosas mismas». Esta facultad —que él eleva como el alfa y omega del heroísmo— es la mirada que no se queda en la superficie banal, que no se contenta con los ropajes del mundo, sino que los desgarra en busca del núcleo vivo, latente, del sentido escondido que todo lo fundamenta. Porque no hay heroísmo sin verdad, y no hay verdad sin lucha encarnizada22.
Esa capacidad de visión no es un lujo del espíritu, es su deber más alto. En un mundo donde triunfa la inmediatez roñosa, donde se exalta la estadística —incluso en la política—, la ganancia y la imagen, Carlyle nos recuerda que el verdadero gran hombre no es el que conquista las lisonjas, es el que vence las brumas el sumo guerrero. El héroe no actúa ni se moviliza por conveniencia pérfida: su impulso, el arrebato, nace de una fuente más longeva y más honrosa, aquella que enraíza al hombre con lo eterno. Como un sacerdote sin templo, el héroe se codea entre nosotros, guiado por una luminiscencia invisible que sólo él distingue, y que lo empuja —como Orfeo o como Dante— a descender para luego resurgir, llevando consigo un pedacito de la incógnita elemental.
El hombre virtuoso a quien la razón asiste debe tener la seguridad de la victoria, y es invencible porque se inspira en la grande y profunda ley del mundo, a despecho de la superficialidad de otras leyes cualesquiera, pasajeras semblanzas y cálculos sobre pérdidas y beneficios.23
Este descenso del héroe, esta lucha por acceder a la essentia, es la odyssea perpetua del alma noble. No se trata de nostalgia por viejas gestas, ni de romanticismos vacuos: es el clamor de una necesidad ontológica. Hemos dejado de ser caballeros y escuderos no porque hayamos derrotado al mal, sino porque hemos olvidado las hazañas del bien. «La historia del mundo no es una partida de cálculo, y los intereses materiales no son —por fortuna— el único resorte de las acciones humanas».24
Hay en el hombre una «reverencia indestructible por el heroísmo», una sagrada chispa que aún humea bajo las cenizas, según Carlyle25.
El héroe mitológico se enfrenta a lo desconocido voluntariamente, lo despedaza y crea el mundo a partir de sus piezas; identifica el mal y lo vence, y rescata al padre ancestral, que languidece en el inframundo; se une conscientemente con la madre virgen y engendra al hijo divino; y media entre reyes opuestos y belicosos. Así pues, es explorador, creador, amante, juez y pacificador. El héroe también es el que ha viajado a todas partes, el que ha «dominado territorio desconocido» (incluso el habitado por el enemigo). Ese «viajar a todas partes» y ese «dominar territorio desconocido» tienen una significación psicológica y un sentido social: el héroe divino conoce y entiende las «maneras del enemigo» y puede usarlas en su beneficio.26
La tarea del héroe es, naturalmente, doble: ver y actuar —integrarse en el mapa de acción de la experiencia—. Ver lo invisible, para mostrarlo. Actuar no para sí, sino para otros, uniendo su espada a la tierra común. De ahí que su solitaria tendencia no sea hosquedad, más bien consagración. Su lucha no es teatral, se libra en el interior; su victoria no es pública, se acerca a lo espiritual. Su vida es el ejemplo encarnado de una verdad que los demás han perdido —y que nunca se han dado a la tarea de buscarla—: que la existencia humana está hecha para el combate, que no hay paz sin nobleza, ni descanso sin haber atravesado antes los umbrales del dolor, del deber, del amor y de la muerte.
El mito del héroe ha acabado representando la naturaleza esencial de la posibilidad humana, tal como se manifiesta en el comportamiento adaptativo como consecuencia de la observación y la representación de dicho comportamiento, llevado a cabo de manera acumulativa en el transcurso de miles de años. El mito del héroe proporciona la estructura que gobierna, pero no determina, el curso general de la historia; expresa una idea preconcebida fundamental en miles de maneras distintas. Esa idea (análoga en estructura a la hipótesis moderna, si bien no formulada explícitamente ni construida racionalmente de la misma manera) hace socialmente aceptable la creatividad individual y proporciona una condición previa para el cambio. La presuposición más fundamental del mito del héroe es que la naturaleza de la experiencia humana puede ser (debería ser) mejorada mediante la alteración voluntaria de la actitud y la acción individual humana. Esa afirmación —la hipótesis histórica— es una expresión de fe en la posibilidad humana misma y constituye la idea verdaderamente revolucionaria del hombre histórico.27
Así, pues, despertar el sentido heroico no es un lujo poético ni un manifiesto prosista, es el acto primero de toda restauración verdadera. Es volver a acariciar el mundo con los ojos del alma que busca el origen, del que aún cree que hay algo más allá del disfraz moderno de las cosas. El culto al héroe no es idolatría, sino devota fe a lo mejor del alma humana concebida por el Altísimo. Es recordar que hubo hombres —y que aún puede haberlos— que no se arrodillaron ante el oro ni ante el ruido, pero sí ante la verdad. Hombres cuya sabiduría rebelde, valor indudable, admirable integridad y valiente nobleza del corazón nos convocan aún desde el rincón del olvido, como prédicas ideales que no han muerto en el reloj de la eternidad. Porque mientras exista uno que pueda ver la esencia de las cosas, no todo estará perdido y podrá ser salvado.
El hombre, como señalaba certeramente Gómez Dávila, nace rebelde28. No acepta dócilmente el mundo, lo desafía, señala sus grietas, grita a sus imperfecciones, pero no es arquitecto de utopías, es albañil de realidades duras. Está inconforme con el estado de las cosas, con la corrupción de los principios, con la postración y la mezquindad de los corazones humanos. Ansía reformar, enderezar, conquistar —no por ambición vacía, sino por un instinto de redención—. Lucha en él la figura de Napoleón en Austerlitz o Bolívar en Carabobo, como símbolo de imperio y unión y emblema del arrojo viril y gallardía innegable. En la literatura, esta transformación también ha sido adulterada: ya no se honra al caballero, se lo ridiculiza, se lo ignora. Pero el Quijote, ¡ay!, lejos de ser una figura patética, sigue siendo el arquetipo fulgurante del espíritu que se adentra en los caminos con lanza en mano y corazón en llamas. Él es majadero, temerario, loco. Es la viva imagen de la virtud del combate, del errar heroico entre los bosques del peligro y la amenaza, es indudablemente el regreso a ese sentir antiguo en que el heroísmo palpitaba al son de las melodías pretéritas.
Lo bello y lo grande, lo auténticamente heroico, no consiste en evadir la tormenta ni en esquivar la angustia. Como anunció Kierkegaard: «¡La ansiedad es el vértigo de la libertad!». El verdadero heroísmo se revela en quien avanza entre el terremoto de las iras desatadas, bajo el vendaval de los gritos de odio, y aun así mantiene encendido el aliento de la victoria, a la manera de los espartanos en el pasaje estrecho de las Termópilas.
Que nuestro paso marque el ritmo del nuevo tiempo; que nuestras heridas sean los sellos de una promesa, y que con nuestros fragmentos —nobles trozos de humanidad desgarrada— tracemos el rumbo hacia la senda de la guerra sagrada: violenta, sí, pero también la única forma razonable de restaurar la Tradición auténtica del hombre. Esa doctrina heroica que no es otra cosa que el retorno a los principios fundadores: honrar a Dios, obrar por la Patria, proteger a las Familias.
Estas —y no otras— han de ser nuestras máximas aspiraciones. En ellas se funda la esencia del culto a lo elevado, a la heroicidad: sustancia que da musculatura al espíritu humano y lo convierte en lo que es y está llamado a ser siempre: el conductor de los destinos, bajo el amparo del Altísimo.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Madrid, 2013, p. 40.
Inazo Nitobé, Bushido, The soul of Japan, Tokio, 1907, p. 3.
Andrew Rankin, Seppuku, A history of samurai suicide, Tokio, 2011, p. 7.
Henry Scott Stokes, The Life and Death of Yukio Mishima, Nueva York, 1974, p. 49.
Yukio Mishima, La ética del Samurái en el Japón moderno, Madrid, 2013, p. 29: “Con respecto a la cuestión de la vida y la muerte, Hagakure emite un veredicto muy refrescante. Se condensa en la frase más celebre del libro; «Descubrí que el Camino del Samurái es la muerte». Añade después: «En un asunto de vida o muerte, decídete de inmediato por la muerte. No debe darte pereza. Simplemente, toma la decisión, no pienses nada y lánzate» (capitulo 1)”.
Ibíd., p. 33.
Julius Evola, Cabalgar el tigre, Barcelona, 1987, pp. 12-13.
Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, 1998, p. 72.
Eliade, Lo sagrado y lo profano, p. 17.
Evola, Cabalgar el tigre, p. 11.
Nietzsche, Así habló Zaratustra, pp. 40-41.
Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial, La gaya ciencia, Caracas, 1985, p. 209.
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Benito Mussolini y Giovanni Gentile, “La dottrina del fascismo,” en Enciclopedia Italiana di Scienze, Lettere ed Arti, vol. 14, Roma: Istituto della Enciclopedia Italiana, 1932, cols. 847–884.
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